EL TRANSATLÁNTICO, alto, imponente, con sus dos puentes y sus enormes chimeneas, con centenares de luces iluminándole de popa a proa, se yergue en el muelle, cubriendo por completo el cielo. El sol se ha puesto ya tras las alturas de San Pedro Mártir, después de haber iluminado al cielo sobre la ciudad con un postrer reflejo deslumbrante, y las sombras han empezado a invadirlo todo. Ahora, abajo en la ciudad, brillan millares de luces, y en el cielo suavísimo del anochecer, arriba, sobre las alturas negras, van encendiéndose las estrellas.
Aquí, a la sombra del vapor, en el muelle se amontona una densa multitud que ha acudido a despedir a los que se van a tierras lejanas. Hay abrazos, despedidas, idas y venidas apresuradas, voces, ojos llorosos, gritos, llamadas a los que están ya a bordo y que contestan desde arriba. La sirena lanza su agudo clamor, largo, sostenido y profundo, como el aullido de un animal apocalíptico, se dilata en ondas sobre la ciudad, resuena en las alturas cercanas donde parece despertar remotos ecos; luego, en el profundo silencio, en la breve suspensión anhelante, se eleva de nuevo el rumor de los gritos y las voces.
Abajo, junto a la pasarela, hay un pequeño grupo formado por cuatro personas. Los jóvenes visten gabardinas; los viejos, sus abrigos sobre los trajes nuevos, pasados de moda. Lisa se acerca a su padre. Juan Bausá va con su mejor traje. Se ha vestido de fiesta para acompañar a su hija, por más que en su alma todo solloza por ella. Piensa: «Cuando me encuentre en la desgracia —es como un presentimiento—, ella estará lejos de mí. No podré oír su voz, y ¿qué será de mí, entonces?» La vida, después, le asustará más.
—Papá. —Lisa se le acerca sonriente. Le toca ahora a ella mantenerse fuerte y dominar este sollozo que le sube a la garganta. Toda su alma es un sollozo, sobre el fondo de su alegría. Él, su padre, la estrecha también, torpemente.
—Lisa… Lisa. —La mira, y tiene los ojos llenos de lágrimas, y en su voz, en sus lágrimas, parece preguntarle: «¿Qué haré sin ti?»
Ella le estrecha con fuerza, y oculta su rostro contra el hombro de él, para que no la vean llorar. Se domina, sin embargo; levanta la cabeza, y, sonriendo con un esfuerzo, le habla:
—Adiós, papá. No pases pena; no te aflijas. Volveremos. Entonces —le dice bajo— no nos separaremos ya nunca. Pensaré mucho en ti, papá.
—Nunca, Lisa, nunca… ¿Verdad?…
La mira como un niño, aturdido, sin saber bien lo que le pasa, con aquella actitud estúpida que conserva desde la tarde terrible.
—Nunca, papá. —Y le repite aún—. Me acordaré mucho de ti.
Él le toca la cara con los dedos, como si fuera una niña todavía, como cuando jugaba sobre sus rodillas o salía al balcón con él en el día del Sábado Santo. Pero ahora es ya una mujer; se ha casado y se va con su esposo. Es la vida. Los dedos de él han tropezado con una lágrima, cálida, ardiente…
—¿Lloras, Lisa?
—No, no, papá…
Lisa se vuelve hacia su madre, para que el llanto no la venza. La mira:
—Mamá…
Mari Juana se deja abrazar; es un cuerpo inerte, sacudido, sin embargo, por los sollozos, que ella no ha podido dominar. Es que hoy no es ella: se siente débil; sus fuerzas flaquean de un modo alarmante, y el porvenir sin su hija le aterra. Ella, sí, tiene conciencia de todo; ella siente que no la verá más, y un temor angustioso se ha apoderado de su alma. Ellos creen que es fuerte; tal vez lo fue, pero hoy sabe que no es lo que era; hoy Mari Juana se siente abatida, enferma, sin fuerzas para nada, como llegada ya al último extremo. Mari Juana hoy, desde el fondo de su angustia, se levantaría hasta ella, allá arriba a la luz de su felicidad, y le gritaría: «¡No te vayas!» Pero no dirá nada, pues, ¿qué habría de conseguir? Es la vida. Mari Juana se siente cada vez más desolada. Detrás de ella no ve más que la casa vacía, la casa que Lisa alegró con su voz y con su presencia durante tantos años: la casa vacía y la vejez de los dos, y el sombrío invierno que se acerca. ¿Qué será de ellos? Mari Juana la mira… La mira y tiembla; estos días se siente mala. Hoy mismo, si no hubiera sido porque ella se va, tal vez se habría quedado en cama. Es posible incluso que tenga fiebre. No, no se siente buena. ¡Ha tenido que trabajar tanto estas noches! Y siempre con el pensamiento en esta despedida. Un temblor extraño la agita, con una angustia de presentimientos; rápidos escalofríos la estremecen. Lisa la mira. Entre la fiebre de los preparativos, en la agitación de estos días, apenas la ha visto; ahora se sorprende viéndola tan pequeña, tan arrugado el rostro sin color, y con los cabellos blancos asomándole por debajo del sombrero. «Mamá se ha hecho vieja como él —piensa—; son dos ancianos.» Quiere atribuirlo al dolor de esta partida, a la emoción del momento, pero siente que el alma se le oprime y que algo la advierte, también a ella, de que no les verá ya más, aunque ella se resista a creerlo.
—Adiós, mamá.
La estrecha, la siente sollozar entre sus brazos, y vuelve a decirse: «No, no es la misma».
Pedro, vestido con su gabardina, elegante, fuerte y macizo en su delgadez, se adelanta sonriendo.
—Bueno, diríase que nos vamos al otro mundo. Total doce días de mar, y a las próximas Navidades todos juntos.
El viejo sonríe, como un niño; y piensa en aquellas Navidades que no llegarán. En su alegría ingenua se vuelve hacia Mari Juana:
—¿Oyes, Mari Juana? Vendrán por las Navidades.
Mari Juana no le oye.
Ella adivina la verdad, y la verdad es que él lo ha dicho porque sí, tal vez para dejarles con la esperanza.
—Bueno, hasta la vista. Van a retirar la pasarela, Lisa. No nos vayamos a quedar en tierra. —La coge por el brazo; se la lleva, como si la arrancase de allí. Pedro está sonriente, rebosante de fuerza y de optimismo. Les tiende la mano por última vez. Estrecha en la suya, grande y fuerte, la mano inerte, blanda de él, la pequeña mano huesuda, nerviosa de Mari Juana—. Adiós. Hasta la vista. —Ella se desprende de su madre, se arranca de su madre, como en un sueño, y se aprieta ahora contra el brazo de su marido, fuertemente, como amparándose de su debilidad de este momento. Ya en la pasarela, se vuelve con los ojos inundados de lágrimas. Ellos se ven pequeños, perdidos allá entre la multitud, muy cerca de la pasarela, rodeados de gentes que dan voces, que agitan los brazos, que gritan con la mano en la boca a modo de bocina, pero más solos que si estuvieran perdidos en una inmensa selva.
—Adiós, papá… Mamá… Adiós.
Por última vez, Pedro se vuelve también y levanta su brazo, saludando. A los padres les falta ya fuerza para responder. Él, Juan, se ha acercado a Mari Juana, como buscando refugio en ella contra esta noche que empieza a envolverlos; ahora, los dos juntos miran atontados hacia arriba para descubrir las dos cabezas entre la hilera apretada de cabezas que asoman por la barandilla. Es una búsqueda angustiosa, sin ver.
Han soltado las amarras; desde proa y desde popa se ha escuchado el estrépito de las maquinillas que recogen los cabos; en la proa, el ancla es también izada lentamente. Los remolcadores se ponen en marcha, echando humo por sus chimeneas, y el transatlántico ha empezado a alejarse del muelle. Lento, majestuoso, con su inmensa mole, con sus miles de luces encendidas, semejante a una ciudad flotante, va adentrándose en las aguas, va alejándose. A lo largo de las barandillas, en los dos puentes del buque, se agitan pañuelos; se oye todavía una voz, que el ruido no deja entender… El barco se aleja.
Ellos, Juan y Mari Juana, están en el mismo lugar, solos, pequeños, más solos que nunca, con los ojos allí enfrente, como ciegos, buscándolos, como asiéndose desesperadamente a aquella última ilusión. De pronto, un grito, lejano, apagado, casi inaudible, llega hasta ellos; les sacude con un hondo estremecimiento: «¡Papá…! ¡Mamá…!» Los ojos se abren desmesurados, buscando. Pero es inútil: sólo el volar de centenares de pañuelos; los brazos agitándose… Nada.
—¿Los ves, Mari Juana? Yo no puedo verlos.
—No: no los veo.
Mari Juana siente frío; se estremece con un escalofrío y se coge al brazo de él, como si se fuera a caer. Todavía buscan un momento con los ojos, allá lejos. El vapor ha dado una vuelta sobre sí mismo, y arrastrando el remolcador de proa, se aleja ya decididamente derecho a la salida del puerto. Poco a poco, majestuoso y solemne con su soberbia masa sobre el mar, con sus luces reflejándose en las aguas, va perdiéndose tras el brazo del muelle de enfrente hasta desaparecer del todo. Tras él queda sólo la noche, la noche inmensa, la noche fría y desolada que se extiende sobre el mar, llegando hasta ellos y envolviéndolos.
Mari Juana se recobra, como emergiendo de un pesado sueño.
—¿Vamos, Juan?
Él se coge a su brazo, y por entre la multitud, que va ya desfilando, solos, empiezan a caminar lentamente, con torpeza. El último aullido de la sirena llega aún hasta ellos, largo, intenso y profundo, como un grito prolongado y aterrador, como una amenaza que lo llena todo, y ellos avanzan más juntos, más pequeños, anonadados bajo el intenso clamor, aplastados.
La ciudad ante ellos era como una sombría selva, y ellos, bajo el aullido atronador de la sirena, se alejaban por ella muy juntos, como amparándose mutuamente:
—Lisa será feliz, ¿verdad, Mari Juana?
—Sí, será feliz.
Un silencio.
—Y un día volverán a buscarnos, para estar juntos para siempre. Lo ha dicho Lisa, Mari Juana, ¿lo has oído?
—Sí.
—Tal vez vengan por las Navidades, Mari Juana, lo ha dicho él. ¿Lo has oído?
—Sí.
En la barandilla, hacia la parte de popa, Pedro y Lisa habían encontrado un pequeño espacio. Desde allí había lanzado Lisa su grito y había levantado el brazo en su último adiós; desde allí vio levantar el rostro a los dos, como rostros de ciego, buscándola, sin poderla encontrar. Así debían de buscarla aún, así continuarían buscándola… En vano Lisa, con ademán desesperado, agitó el brazo frente a ellos.
—No nos han visto.
—No.
Lisa se coge de nuevo al brazo de él, y solloza un momento con la cabeza contra su brazo. Él le acaricia el cabello, dulcemente, pero de una manera maquinal, abstraído ya en sus pensamientos, arrullado ya por aquel principio de canto que parece levantarse en su corazón. El vapor se desliza majestuosamente, insensiblemente, sobre las aguas quietas del puerto, llenas de reflejos de luces; atrás quedan los muelles con las siluetas de los navíos atracados; con las altas grúas, inmóviles, como extraños monstruos, con las raras cabezas levantadas, alineados a lo largo de los muelles; con la mancha oscura de los cobertizos.
La ciudad va alejándose. Aquí enfrente, a la sombra de Montjuich, por encima de la masa de los Docks, se yergue negra la alta chimenea de una fábrica; un poco más atrás, las tres chimeneas de la central eléctrica, confundidas casi en una sola, negra y enorme, van destacándose, simétricas, iguales; una de ellas humea lentamente en el cielo gris. Por encima, entre la alta torre férrea de San Jaime, con su cúpula iluminada, y la montaña de Montjuich, por el lado de Miramar, palpitante de luces, van y vienen sin cesar los transbordadores, con su luz semejante a una estrella deslizándose por un cielo negro. Más atrás, sobre el enorme edificio de la Aduana, se yergue diminuto el monumento a Colón, con la figura del descubridor en lo alto, señalando al mar, confundido casi con la sombra. Aquí cerca, en el muelle, se ve un barco de guerra atracado; con sus luces blancas, claras como estrellas, reflejándose en el agua entre las sombras del anochecer, es de un efecto maravilloso.
A la izquierda, sombrío, amenazador, imponente, Montjuich adelantado sobre el mar, y la silueta del castillo, con su recinto amurallado, con su torrecilla como el puente de un gigantesco navío coronando la cumbre, recortándose contra el cielo sombrío. Tal vez para hacerlo aparecer más tétrico y siniestro, se cierra sobre él el recuerdo de los fusilamientos cumplidos en su recinto, de la sangre derramada allí en las pugnas feroces de los hombres.
Arriba, al píe del recinto amurallado, frente al mar, como el ojo despierto del monstruo velando su sueño, el ojo luminoso del faro, desde un saliente de la montaña, hace girar su luz blanca sobre las aguas, proyectándola en un amplio espacio; la luz resbala sobre la negra superficie, taladrando la sombra; se acorta de repente sobre los muelles, ilumina con ráfaga veloz barcos y almacenes; ilumina más rápido aún la montaña a su alrededor, que ya conoce, poblada de oscura vegetación, y como impaciente, se vierte de nuevo en el mar, en un haz deslumbrante, y toda la noche sigue infatigable el mismo juego. Ahora le parece a Pedro que cuando doble ese muro de sombra maciza, traspuesta esta nube pesada que oculta el cielo, con su ojo siniestro y vigilante, el horizonte se despejará; sentirá ya el soplo del mar libre, el sentimiento de la libertad.
Desde el remolcador de proa han soltado el cabo; ha funcionado de nuevo con fuerte estrépito la maquinilla; las hélices han empezado a azotar el agua y el navío se ha estremecido como un cuerpo vivo, con el hondo trepidar de sus motores. El buque ha entrado ya en el mar libre. Montjuich ha quedado atrás, con las luces de Bonavista y de Miramar perdidas en la sombra. A sus espaldas han surgido las luces de Casa Antúnez y las instalaciones de la Campsa, con sus grandes depósitos vagamente iluminados, al pie del cementerio. Arriba el ojo móvil del faro continúa lanzando su haz de luz blanca sobre el mar, recogiéndola por el lado opuesto y volviéndola a lanzar; le ven deslizarse sobre las aguas, ven agitarse las ondas bajo su luz; se detiene un momento en el vapor, iluminándolo como un relámpago, y desaparece de nuevo sobre el mar, libre de obstáculo.
Poco a poco, Pedro, asomado a la borda, ve surgir ante sus miradas el llano de Sants, la Torrassa, la Bordeta, Collblanch, con las chimeneas de sus fábricas erguidas en la sombra, con sus calles, que tanto conoce, adormecidas bajo el centelleo de las luces. Desde allí, la ciudad, rodeando a Montjuich, desciende casi sin interrupción hasta el mar en suave declive, detenida en la orilla en el hervidero de luces de Casa Antúnez al pie mismo de la montaña. Frente a Casa Antúnez, montaña arriba, la ciudad de los muertos, sumida en la oscuridad. Más allá de Sants, el vasto hormiguero de luces que tiemblan en la noche se extiende sin cesar; llena las alturas de Sarriá, de San Gervasio, con sus torres lujosas y sus jardines, del Putxet con sus calles tranquilas, sus plazas sosegadas; muere como un oleaje contra las alturas de San Pedro Mártir y Vallvidrera, contra el Tibidabo, en cuya cumbre se yergue la alta torre de la atalaya, iluminada al pie de la cima, y brillan las luces del hotel, y de las atracciones, confundidas con las estrellas. De arriba abajo se ven dos hileras de luces del funicular. El mar de luces sigue dilatándose hacia el fondo, hacia las alturas de Horta y hacia San Andrés, Por encima de Sants, las dos hileras de focos eléctricos de la Diagonal se adentran paralelas hasta muy lejos, en pleno campo.
Es un espectáculo grandioso, impresionante; es un vasto temblor de luces dilatándose bajo la noche, siguiendo las ondulaciones de la tierra, descendiendo hasta el mar, y escalando, a veces, las alturas, como en Vallvidrera, en cuya cumbre parece surgir una nueva ciudad, y cuyo resplandor sube hacia el cielo. Kilómetros y kilómetros de luces centelleando bajo la noche; debajo de las luces, kilómetros y kilómetros de asfalto y de piedras grises y entre el asfalto y las piedras, bajo las luces, lejos del cielo y de la tierra, los hombres luchando, agitándose, corriendo de un lado a otro, como condenados, en un infierno de desesperación. Sus ojos se detienen por último en el lugar donde transcurrió su infancia: Sants, la Torrassa, la Bordeta, Collblanch… Por las calles de estas barriadas podría ir con los ojos cerrados. Por ellos pasó muchas veces de niño; pasó los primeros días mirándolo todo con ojos asustados. Buscaba cariño y halló solo reproches, golpes e injurias. Allí estaba la oscura fábrica, con sus sótanos casi sin luz, con el aire impregnado de fétidas emanaciones, donde se movían como sombras; allí consumió él sus mejores años y allí, en el siniestro recinto, sintió germinar los primeros brotes de rebeldía oyendo hablar a los mayores. Allí estaba la sórdida vivienda donde habitó, donde comió el pan duro de la orfandad, en una casa ajena, sin cariño, sin calor de hogar; allí estaba también el Centro, encendido en disputas, en entusiasmos, en blasfemias, donde con otros compañeros, tan ilusos como él, soñó con una humanidad mejor, en cuyo nombre empuñó el arma lleno de una noble indignación y se lanzó a la lucha enloquecido, borracho de cólera y de ideal. ¡Cuánta miseria y cuánta locura! Y, sin embargo, ¡qué hermoso era su sueño y qué fácil le parecía en la ingenuidad de su corazón! Pero allí estaba la realidad horrible, siniestra, bajo el espectáculo maravilloso de aquel inmenso centelleo de luces. Era como un manto resplandeciente de pedrerías, bajo el cual se desarrollaba el duro combate de la existencia: la lucha sorda e implacable, la asechanza, el engaño; la lucha más despiadada, en la cual, ¡ay del que caía! Nuevos niños continuaban andando desnudos en invierno, sin cariño, sin hogar; nuevas víctimas eran ofrecidas a diario al horrible Moloch moderno, en los cabarets y en los prostíbulos, en la miseria hórrida de los barrios bajos; nuevos ilusos se lanzaban en pos de sus quimeras; nuevos inocentes soñaban sin pensar en el despertar. Sobre todos ellos, a Pedro, en esta noche, por encima del amplio palpitar de luces hasta el cielo sombrío, le parece que flota una gigantesca figura; una figura siniestra, satánica, que, con risa sardónica, sentada sobre la ciudad, va pesando y midiendo, con su medida y sus pesos falsos, traficante de almas y de cuerpos.
Poco a poco, sus facciones se habían ido endureciendo; se habían ido inmovilizando en una tensa rigidez; su cara, en la oscuridad, era una mancha blanca; en las mandíbulas se señalaban, duros, los músculos, con una dureza de piedra, y sus ojos, fijos aún en las luces lejanas, brillaban con destellos de ira. Entonces, casi de manera inconsciente, se irguió un poco junto a la borda y de sus labios, muy bajo, como si recitase una oración en un leve murmullo, fueron brotando las palabras: «Por el niño que fui y que anduvo por sus calles como un perro perdido; por mis años negros de aprendizaje; por mis sueños estúpidos; por las cosas en que puse fe; por los hombres en quienes creí; por las alegrías que pude gozar y no gocé; por las amarguras que padecí; para los que abusaron de mi inocencia; para los que no se apiadaron de mi desamparo; para los que envenenaron mi juventud; para los ladrones, 1os chanchulleros, los políticos, los negociantes del ideal y los otros; para los hipócritas; para los malvados». Y lentamente, como quien cumple un extraño rito, de cara a las luces que se iban perdiendo en la lejanía, levantó el brazo para trazar el gesto canallesco. Pero una sombra se había deslizado hasta él y le contuvo. Era Lisa.
Ella, un poco apartada, había estado también abstraída en sus pensamientos, completamente diferentes de los de él. Lisa, allá, en la remota lejanía, en la noche, buscaba todavía el reflejo de las últimas luces de Barcelona. No había salido nunca de su ciudad; allí tenía a sus padres, allí se dejaba sus recuerdos, bellos y amargos, pero más bellos que amargos, y ahora incluso éstos le parecían bellos, todos llenos de encanto y de ternura. Un presentimiento le decía que no los volvería a vivir, que no vería más a sus padres, a su querida ciudad; y una sombra de nostalgia empezaba a atormentar su corazón. Él, en cambio, no se dejaba nada allí, ya se lo había dicho; a sus tíos, así que tuvo uso de razón, los dejó para no verlos más; un amigo que tenía se le murió; lo demás no quería recordarlo; una parte de su felicidad procedía en él de verlo perderse para siempre en la oscuridad, con las últimas luces de la ciudad aborrecida.
Lisa estaba junto a él, apretada contra su costado. Pedro, maquinalmente, le había pasado el brazo en torno al cuerpo. La estrechó contra sí, sin hablar. Permaneció todavía un momento en la misma actitud.
La ciudad se había perdido ya; aquí y allá, en la costa invisible se veían amontonamientos de luces que señalaban la presencia de un pueblo. El mar estaba oscuro; el cielo estaba claro, estrellado; la brisa había refrescado y el transatlántico avanzaba en la noche, con el hondo trepidar de sus motores, dando impulso a las hélices, con el ruido de las aguas en los costados, en la alta proa que cortaba las olas agitadas, y dejaba a ambos lados un amplio abanico de espumas. El mar estaba picado, y el buque avanzaba con un lento cabeceo sólo visible en el movimiento de los mástiles, de las antenas contra la inmovilidad del cielo estrellado. Las siete estrellas de la Osa Mayor, brillantes, claras, se inclinaban sobre los montes del fondo. Desde el amplio silencio de la noche; desde el murmullo suave de las aguas en torno a la proa cortadora; desde este sonoro avanzar bajo el nocturno, sobre la soledad del mar, desde el cálido contacto del cuerpo de ella —la sentía callada aquí a su lado—, una alegría inmensa, una alegría de libertad parecía invadir en oleadas su corazón, inundarle todo como la música de un himno. Volvió a apretarla contra sí y le habló sin mirarla:
—¡Qué feliz soy, Lisa! ¡Dios! ¡Qué feliz soy!
Estaba completamente cambiado; parecía surgir de un largo sueño en un ruidoso, en un turbulento y gozoso despertar. Hablaba con exaltación y parecía completamente transfigurado. El rostro, en la sombra, parecía resplandecerle dé nuevo de un ardor interior. Lisa le miró con asombro; parecía que hubiese bebido, que estuviese embriagado, y lo estaba: embriagado por la felicidad de verse en pleno mar, lanzado hacia su nuevo destino, de verse al lado de ella, arrancado de su vida, como de una lóbrega cárcel, al lado de ella, a tanta altura sobre su vida pasada, que quedaba allá como el despojo de un vestido viejo, sucio y harapiento. Se sentía nuevo, como acabado de nacer, y parecíale como si hubiesen de brotarle alas; parecíale que desde que había nacido respiraba ahora por primera vez el aire puro; y el ruido de las aguas, el hondo trepidar de las máquinas, el avanzar de la nave rompiendo las olas con la quilla en un brioso cabeceo, resonaban en su alma como un himno. Repitió aún:
—¡Qué feliz soy, Lisa! —con la mirada puesta en la noche, en una remota lejanía, en el vacío poblado de maravillosas promesas y en las estrellas que brillaban por encima de la ancha extensión marina—. Parece imposible que se pueda ser tan feliz. —Hizo una pausa y en voz más baja, más cerca de ella, prosiguió—. Me parece como si me hubiera despojado de un vestido pesado, sucio y repelente que hubiera llevado durante muchos años adherido a mis carnes, como una piel costrosa; sí, soy como un leproso que una noche se bañó en una agua milagrosa y a la mañana siguiente amaneció con la piel blanca y resplandeciente y con el alma también blanca y resplandeciente. Era una cosa que me privaba de respirar, de vivir; ahora todo yo me siento ligero como el aire. Me parece que con poco esfuerzo podría volar. Ven, Lisa, ponte junto a mí, que te sienta contra mi costado. ¡Qué feliz soy!
Lo estaría repitiendo toda la noche, lo repetiría hasta la mañana, y todavía no lo diría bastante, para expresar la dicha que siento. Mi alma entera es como un canto; toda ella resuena de notas de libertad.
Y de pronto, cambiando de tono, pero sin subir la voz se puso a cantar:
Libre el pájaro en la selva
libertad cantando va;
y, al correr al mar, el río
va cantando libertad,
libertad cantando va…
Y como ausente, como si hablase con la noche o consigo mismo, con voz impregnada de fervor:
—Parece un canto de guerra. —Y a ella—: Toda mi alma la siento estremecida como si en ella me llamaran a un combate glorioso. —Y cambiando de tono, alegremente—: Soy zarzuelero, ya lo sabes. ¿Te acuerdas?
—¡Sí, me acuerdo!, ¡como que me hiciste llorar!
—Perdón, Lisa; no me lo recuerdes ahora; no turbemos esta felicidad. —Poco a poco iba descendiendo hasta ella, centrándose en ella, y ella, a la vez, iba olvidándose en él de su pena, iba también centrándose en él, consolada, segura—. Dame un beso y dime que los has olvidado. Quiero verte feliz, como yo lo soy. Contigo me siento con fuerzas para todo. No tengo miedo de nada. ¡De nada! ¿Me oyes, Lisa? ¡De nada! ¡Ay del que se ponga en mi camino! No, no seré como tu padre.
Libre el pájaro en la selva libertad cantado va; y, al correr al mar, el río va cantando libertad, libertad cantando va…
Soy zarzuelero, ya lo sabes. ¡Ah!, aquella Verbena de la Paloma, aquellos Bohemios, aquellas Carceleras… ¿Te acuerdas? Soledad, cuando salga de presidio, ¿serás mía…? ¡Y qué aplausos! ¡Qué entusiasmo! Una noche fui al Liceo. ¡Cómo me aburrí, Dios! En cambio, en el Nuevo, ¡cómo gocé! ¡Ah, aquellos domingos del Nuevo! ¿Quién dijo que antes no fui feliz? Bueno, lo fui un domingo. Soy zarzuelero, ya lo ves. No tengo remedio. ¡Qué casamiento has hecho, Lisa! ¿Lo has pensado bien?
Ella se estrechó contra él.
—Me he casado con un loco, lo veo.
—Loco a causa de ti, de tu felicidad. Abrázame.
Permanecieron un instante abrazados en la sombra, percibiendo el ruido de las aguas contra los costados del buque; el soplo fresco de la brisa, el avanzar de la nave en la noche, el canto secreto, dulcísimo, de su corazón, mezclado a las armonías de la noche.
—¡Qué feliz soy!… —Y en seguida, con voz temblorosa, emocionado—. ¡Tan pequeñita que eres, Dios, y tan grande que has sido para mí! A veces me pregunto cómo puede ser que en toda mi vida no encontrase más que miserias, y en un instante, cuando menos lo esperaba, en un instante feliz, te encontrase a ti. Y todo tan maravillosamente. Como en un cuento. Ya lo sabes: yo, de vigilancia, que no tenía que ir, ser herido, para que en mi mal encontrara mi bien; refugiarme, no en la primera casa adonde fui, sino en la tuya y llamar precisamente a tu puerta. ¿No parece un milagro?
—Sí; se diría un hermoso cuento.
—Ya te lo dije: ahora creo en milagros. Estaba muerto y he resucitado, Lisa. Todo lo malo que en mí había lo he dejado allí, bajo aquellas luces. ¿Ves? Ya no se divisan. Todo lo bueno lo tengo aquí, contigo: todo lo llevo aquí. Y siento en mí una fuerza inmensa, una seguridad absoluta, terrible, y no temo nada ni a nadie, te lo repito. ¡Tan pequeñita que eres, Dios! Mira: te coloco así: con tu cabeza bajo mi barbilla, así —la colocó—; te rodeo con mis brazos y nadie adivinaría que somos dos. Y sin embargo, toda mi fuerza, todo mi entusiasmo, toda mi fe resucitada estaban en ti: todo te lo debo a ti.
Callaron.
La nave avanzaba ya en alta mar, con todas sus luces encendidas, como una ciudad en marcha sobre las aguas; aquí y allá en la costa, se veían grupos de luces que señalaban la presencia de un pueblo, una luz, que indicaba una masía, los focos de una estación; acaso un tren se deslizaba por la orilla del mar, con sus ventanales iluminados. Los hombres se movían en la noche, de un punto a otro, sobre la vasta tierra. El cielo se extendía, claro; las estrellas parpadeaban sobre la infinita inmensidad, como en los primeros días del mundo, sobre el ir y venir de los hombres. Las siete estrellas de la Osa Mayor, claras, resplandecientes, se inclinaban cada vez más sobre la línea obscura de los montes.
Él se repitió:
—¡Qué feliz soy y cuánto te quiero! Ven. —La estrechó de nuevo contra sí, con la mirada puesta ante él, aspirando el aire anhelosamente, gozosamente.