Capítulo IV

SE APROXIMABA el día de la partida. Hacía una semana que Lisa y Pedro se habían casado. El casamiento se celebró casi en secreto. Él, fiel con sus ideales, no quería casarse por la Iglesia, pero accedió al fin, para no disgustar a Lisa. La ceremonia fue sencilla y asistieron sólo los testigos y los padres de Lisa, que, llorando, siguieron el desarrollo de la ceremonia. Fueron a comer los cuatro en un restaurante modesto. Después de comer, Juan y Mari Juana, fatigados y tristes, se retiraron a su casa. Pedro y Lisa emprendieron una breve excursión por Cataluña, mientras esperaban la llegada del transatlántico. Tenían ya los pasaportes y los billetes; el dinero para el viaje y para los gastos les fue mandado desde América con una carta en que pudieron ver el agrado con que se les esperaba.

Al regreso de su viaje se instalaron en una pensión en la calle del Hospital. Fueron para Lisa días felices en que pudo ver a sus padres casi a diario, y resarcirse del largo tiempo en que no los podría ver; sus conversaciones respiraban ternura y tristeza a la vez, porque sobre ellos pesaba ya la nostalgia anticipada de la larga ausencia. A veces hablaban de él. Lisa estaba cada día más enamorada, más entusiasmada con su esposo. «Ya lo ves, mamá: donde pensaba hallar nobleza y comprensión hallé cinismo y brutalidad; donde esperaba hallar brutalidad, odio y cinismo, he hallado ternura y comprensión. ¡Qué extraña es la vida y cómo nos engañamos! No sabes lo bueno que es, lo afectuoso y comprensivo, ¡quién lo había de decir!»

Un día, Lisa y Pedro fueron con el padre de ella al almacén en donde le habían de emplear. A él le gustó; el empleo era fácil y, sobre todo, había poca gente. Apenas tendría que tratar con nadie, salvo en el momento en que fuesen a buscar las mercaderías. Fuera de él había sólo una muchacha, encargada de la venta al detalle y de la limpieza del almacén. La oficina estaba instalada en uno de los pisos superiores, de manera que abajo estarían casi siempre los dos solos. Él habría deseado empezar en seguida el trabajo, pero tenía que esperar a fin de mes.

Pedro estaba optimista; se sentía fuerte, completamente restablecido, pero impaciente ya por partir, con un ardiente deseo de hallarse lejos.

Un día Lisa le explicó toda la historia del despido de su padre del cargo, y de su breve paso por la oficina donde trabajaba él. Le explicó sus relaciones con el hijo del jefe —lo cual ensombreció un poco a Pedro—, le explicó cómo aquél había hablado a su padre para que le colocara, y cómo había sabido que el suyo trabajaba a las órdenes de él, y la alegría de ellos al encontrarse juntos en el trabajo.

Lisa tuvo que explicarle después, aun a pesar suyo, la conducta del jefe para con ella, y la baja manera cómo se vengó. Era una historia de bajeza, de cinismo. Él, a pesar del velo que ponía ella ante los hechos, la adivinó en toda su crudeza, en toda su vileza y brutalidad. Los labios le temblaban, los ojos le chispeaban de ira.

—¿Pero él sabía que su hijo iba contigo?

—Lo ignoro, pero creo que lo sabía. Los dos son iguales: dos cínicos, dos canallas. ¡Cuando pienso lo que mi padre debió de sufrir allí!

Él quiso entonces ir en busca de aquel hombre; esperarle una noche tras una esquina por los alrededores de su casa. Esto era fácil.

—¡Con qué gusto, para un tipo así, volvería a empuñar el arma! ¡Con qué gusto le vería temblar y suplicar, y con qué gusto dispararía contra él, a pesar de todo! Tipos así justifican todas las violencias. Si me lo permites, tu padre volverá a su puesto. Te lo juro.

Ella, asustada, le suplicó que no lo hiciera; le convenció de que su padre sería muy feliz con su nueva ocupación, pero más aún de no tener que volver allí.

—Parece imposible que haya sido capaz de hacer con él lo que ha hecho, ¿verdad? Pero no es él sólo. Cuando murió mi abuelo le dejó en herencia una finca. Mi madre me lo explicó; era, según ella, una finca magnífica. En dos días se la robaron; le entregaron algún dinero; pero dos amigos de él, o que se llamaban sus amigos, se encargaron de dejarle en pocos días sin un céntimo. Cuando se casó con mi madre no tenía más que su empleo…

Hubo un silencio. Él estaba más pálido; los ojos le fulguraban y tenía las mandíbulas tensas, apretadas.

—Pero, ¿es que no habrá un lugar donde uno se vea libre de tales seres, lejos de sus garras? Cada vez me siento más extranjero en este mundo. —Volvió a bajar la cabeza, sumido un instante en amargas reflexiones; la volvió a levantar—. Cuando pienso en lo que me dices; cuando me acuerdo de mi niñez en la ciudad; en las bajezas, los crímenes contra la inocencia, las bestialidades que he presenciado, me entra un asco que me impide casi respirar. Sólo me faltaba conocer esta pequeña historia de canallas que tú me has referido. ¡Ah, con qué gusto me iré de esta ciudad y qué impaciencia siento ya por irme! Ahora pienso en ella y me invade una sensación de náuseas; me siento rodeado de una atmósfera de asfixia. Me parece que toda la ciudad es un inmenso estercolero que humea, humea, y cuyo humo nauseabundo llega a ensuciar el propio cielo. Si pienso en ti, que estabas en ella, si pienso en tantos como tú, que luchan o lucharon en un batallar heroico para ir por el camino derecho, es sólo para hacer más viva mi repugnancia, para que la odie más, para que desee aún más ardientemente irme lejos de aquí, respirar un poco de aire puro. Pienso en el vapor; en el mar libre… ¡Buenos Aires! Hasta el nombre parece que nos trae una bocanada de aire puro, un olor de sal y algas marinas, un soplo fresco y vivificante; pienso en ello, y el pecho se me ensancha, como si lo respirase ya a pleno pulmón. Y, cuando ya embarcado, doble la punta de Montjuich, cuando la pierda por última vez de vista, ¡ah!, entonces, ¡qué adiós le voy a dar! Te lo diré con una frase catalana. Será un poco fuerte para ti, pero no encuentro otra que diga mejor esta violencia de sentimiento. —Le acercó los labios al oído. Ella se apartó instintivamente, como herida por la crudeza de la expresión, pero, no obstante, sonriendo, por la pasión que había puesto en las palabras—. Te juro que lo voy hacer.

—¿Pero tú crees que en Buenos Aires, que en las otras ciudades del mundo, no debe de suceder algo parecido? —dijo ella, con aquella visión suya de las cosas, llena de buen sentido.

—Seguro que sucede, ¡quién lo duda! —le contestó él sin vacilar—; pero existe la diferencia de que en Buenos Aires, en las otras ciudades del mundo, no he pasado, de niño, por sus calles como un perro perdido; en aquellas ciudades no me habrán robado lo mejor de mi vida; no me habrán pisoteado, ni exasperado; en ninguna de ellas habré dejado mis ilusiones entre rastros de sangre; no, allí no habré sufrido los más amargos desengaños. Los hombres, la vida, allí, ni donde sea, no pueden ya engañarme. Ellos serán tal vez iguales, pero yo no seré el mismo hombre, y, además, te tendré a ti. —Hizo una pausa, y mirándola a los ojos, prosiguió—: Parece imposible, tan pequeña como eres, tan insignificante y tan sencilla, y que hayas producido tanto trastorno en mí. Hallarte a ti ha sido para mí como si estuviera muerto y hubiese resucitado. Ahora, casi casi creo en milagros. ¡De qué manera más hermosa ha sucedido todo!; todo como preparado de antemano. Que fuese allí aquella noche a vigilar, donde no debía ir, pues lo hice en lugar de otro que enfermó; que me hiriesen; que me refugiase, no en la casa de al lado, adonde fui, sino en la tuya, saltando por el tejado, y que llamase por fin a tu piso. ¡Qué hermoso! Parece como si un secreto designio me hubiera ido guiando los pasos.

»Ahora tengo prisa por irme. Lo deseo tanto, que temo como si algo imprevisto me lo pudiera aún estorbar, algo así como si hubiesen de quitárteme. No sé cómo quién podría, porque te cogería entre mis brazos, como en las zarzuelas —sonrió—, ¿te acuerdas?, y al que se me presentase, fuera quien fuese, le diría: “¡Ven, si te atreves!” Así te cogería. —Y la estrechaba casi hasta hacerle daño, mientras ella reía halagada—. ¿Qué final, eh? Parece que se oyen los aplausos.

—Eres un loco —le dijo ella, sonriendo.

—Loco y más que loco, pero a causa de ti. Tanta dicha me parece imposible, y quisiera que fuera ya mañana y sentirme en el vapor a tu lado, y sentir el aire fresco y salobre del mar, el aire fuerte contra el rostro, cogido a tu brazo, apretado contra ti, y sentir el último grito de la sirena como un canto de libertad. —Calló. Tenía lágrimas en los ojos; temblaba todo él, y su rostro parecía iluminado de una dicha interior inexplicable, y terminó—. Luego, ya lo sabes, cuando pierda de vista a Montjuich… Bueno, ya lo sabes. Te juro que lo haré.

Ella le miró y se estrechó contra él; pensaba en sus padres; se decía: «¡Cómo te acompañaría en tu alegría si pudiese! Si no fuera por ellos, mi alegría sería completa. En cambio, ahora…» Pero calló, para no ensombrecerle la alegría. Sin embargo, él le leyó en los ojos el pensamiento.

—Piensas en tus padres. Es natural. También yo llevo una sombra conmigo, que me priva de ser feliz. ¡Ah, si no fuera por esta sombra!

Ella se estrechó más fuerte contra él.

—Tú y yo estamos igual —repuso ella—; a los dos nos queda una pena, y los dos sentimos la misma alegría. Para siempre. —Y le abrazó.

—Sólo tres días, sabes, tres días, y luego… ¡Buenos Aires!… Sólo tres días.