Capítulo III

HACÍA YA DE ESTO algún tiempo. Era por los meses que siguieron a la proclamación de la República. Largos días, semanas largas llevaba Lisa buscando a él. Desde el día en que le conoció, herido en el lecho de sus padres; desde el día en que la subyugó y la ofendió —la subyugó al fin, con sus palabras—; desde la hora sombría en que después, al volver a su casa —temerosa, y ansiosa a la vez por encontrarle—, se halló con que él no estaba ya en ella, Lisa había vivido sólo con aquel pensamiento.

La lectura del periódico la había sumido al principio en un mar de temores e inquietudes que le privaron de dormir; una poderosa y súbita reacción la había levantado al fin sobre sus temores; su decisión de verle se hizo firme y todas sus dudas quedaron desvanecidas.

Al día siguiente, Lisa, apenas se levantó, se dirigió al hospital. Ahora se acuerda de aquel día. Llegó anhelante, agitada por un fuerte temblor. La estancia estaba situada en el fondo de un largo corredor, y a la entrada había dos guardias de vigilancia. Lisa les suplicó que la dejaran ver al herido; se había puesto a llorar, y por fin, había echado a correr por entre los guardias. Pero no pudo llegar hasta él. Ya a punto de conseguirlo, ante el mismo cuarto donde estaba, ya casi viéndole, había sido detenida; había sido arrastrada afuera, sin que pudiese decirle: «Estoy aquí», sin que pudiera dirigirle un simple saludo.

Lisa supo, después, que le habían trasladado a la cárcel; apenas se enteró de ello, fue a la cárcel, intentando de nuevo verle; pero tampoco esta vez lo pudo conseguir; no pudo obtener de él la menor noticia. De este modo llegó el día de la proclamación de la República.

Aquel día Lisa se sintió estremecida de gozo, alentada de nuevo en su esperanza. «Ahora saldrá», se dijo, y la imagen de él, en la alegría de aquella jornada, no se apartó un instante de su mente, y toda su alegría procedía de su esperanza.

Al día siguiente, Lisa se enteró de que los presos habían sido liberados. Corrió desalada a la cárcel; pero cuando llegó no quedaba ya nadie en ella. Las puertas de la cárcel estaban abiertas; las celdas vacías.

Lisa desesperó de encontrarle. Continuaba pensando en él; su alma, a pesar de todo, no se resignaba a decirle adiós definitivamente; pero la esperanza se fue debilitando en ella a medida que pasaban los días. La había casi perdido totalmente, cuando una mañana, al salir de su casa para ir al trabajo como cada día, Lisa se lo vio de súbito ante ella, como una brillante aparición, como brotado de la tierra. Un breve grito —sorpresa y alegría a la vez— brotó del fondo de su alma, pero quedó ahogado en su garganta. Estaba frente a ella, de espaldas contra la pared de la iglesia, esperándola, y Lisa no pudo dominar su impulso de correr a su encuentro. No obstante, al llegar ante él se había detenido avergonzada.

Él se adelantó hacia ella sonriendo; se apoyaba en un bastón y estaba pálido; se pasó el bastón a la izquierda y con sencillo ademán, le tendió la mano.

—¿Cómo estás?

Había en él, en su voz, en sus ademanes, algo grave, dulce, que le hacía aparecer un poco distinto de como lo vio la vez primera. Ella no supo responderle. Le miraba, y sus ojos le decían mucho más que no podían decirle sus palabras.

—¿Cómo estás? —logró decir al fin—. ¿Te encuentras bien? ¿Estás curado?

—No del todo. Pero estoy mejor, sobre todo vivo más holgado… Todavía tengo que ir con esto. —Le mostró el bastón, que había ocultado detrás—. Pero eso no es nada. Para lo que me temía, estoy muy bien.

—Pero, todavía…-dijo ella, mirando el bastón.

—Tuve una recaída. El hospital es siempre el hospital, y la cárcel… es la cárcel. —Sonrió.

Lisa le miró. Estaba pálido, pero algo más grueso que el día en que ella le vio, con la cara un poco más llena. Todo su aspecto y hasta su voz eran del hombre que convalece aún de una larga enfermedad. Vestía un traje azul marino, nuevo, de corte casi elegante; bajo el paño se adivinaba aún la dura elasticidad de sus miembros. Llevaba la cabeza descubierta, y el cabello peinado, pero revuelto en rizos y rebelde. El color de la tez se había suavizado y también sus facciones habían perdido rudeza. En la nueva expresión de su cara se había fundido casi por completo aquel algo de fiereza, tal vez de odio, que, a pesar de su postración, reflejaba su rostro la vez anterior. Era el mismo, con la misma expresión viril y el hermoso perfil, y, sin embargo, parecía otro hombre, más humano, más asequible. La voz sonaba también más dulce, casi sin ironía ni amargura, y hasta su mirada parecía dulcificada. Se expresaba con cierta fatiga.

—Estoy contenta de verte —dijo ella, al fin, ya tranquila.

—Por eso he venido —contestó él, sonriente.

—¿Lo sabías?

—Lo adivinaba.

—¿Todo?

—Casi.

Ella desvió la mirada, y se sonrió, ruborizada.

—Ahora me ruborizo, ¿ves? Como si fuera una chiquilla. —Se atrevió a mirarle.

—Sí, eres una niña.

—¿Te parece?

Lisa iba sintiéndose tranquila en su presencia, segura. Las dudas que no pudo abrigar iban desvaneciéndose en su alma. Lisa no pensaba ya, como tantas veces, que tal vez habría robado, que habría matado tal vez. Mirando a sus ojos, ahora no lo creía posible, o tal vez en aquel momento, en medio de la dicha que colmaba su alma, le fuese todo indiferente.

—¿Adónde ibas? —le preguntó él.

—Al trabajo.

—¿Trabajas?

—Sí, hago copias a máquina. Diez horas al día, treinta duros.

—Mándalos a… —repuso, casi interrumpiéndola. Su rostro había asumido la expresión dura de sus momentos de cólera, aquella expresión que ella recordaba tan bien. Pero se dominó, y dulcificando la voz, terminó—: Bueno; diles que irás otro día; excúsate. Tenemos que hablar…

—Pero…

Lisa sentía que no podía oponerse a su deseo; que su mirada, su presencia la subyugaba con la misma fuerza irresistible del primer día en que le vio tendido en la cama. Lisa parecía vacilar ante su demanda, pero en el fondo lo deseaba más que él. No iría a la oficina, aunque perdiese su colocación. Lisa sentía que, ante aquel encuentro, todo lo demás de su vida carecía de sentido; todo le daba igual. Aquél se le antojaba un día excepcional de la vida, y le parecía como si en la oficina hubiesen de sentirlo también así. La mañana, además, estaba clara; el aire transparente, y el cielo, de un azul límpido, sereno, tenía una pureza de cristal. Hacía muchos días que no había levantado la cabeza hacia aquel cielo —también ella caminaba esos días inclinada, como bajo un peso invisible—; hacía mucho que no había podido gozar de la belleza que reinaba en la tierra, mientras ella inclinaba la espalda, mañana y tarde, sobre la máquina de escribir, todo el día con el monótono tecleteo en los oídos, donde se levantaba ya anochecido con la espalda dolorida. Lisa, por encima de la masa de la iglesia, sobre la línea de los tejados, miró el cielo claro, aspiró con ansia el aire fresco, y sintió que una oleada de dicha se difundía por su alma. Era una mañana suavísima de primeros de septiembre, y a Lisa le parecía como si allá en el fondo de su alma percibiese un eco remoto, muy vago, de campanas de fiesta, y el cielo azul, de color de esmeralda, y el aire transparente, y la belleza de la mañana, los sentía también en su alma con aquel eco de fiestas soñadas, esperadas tal vez.

—No, no iré; iré contigo. —Como si se tratase de emprender un largo viaje, como si hubiera de irse para siempre. «Iré contigo.» Y era así, porque allí empezaba el nuevo camino, por el que había de caminar ya hasta el fin—. Pero antes debo telefonear, para que no me esperen. Es triste, pero debo hacerlo. Ya ves, a pesar de todo, no estaría tranquila. ¿Me esperas un instante?

—Bueno; te espero. No tardes, que tenemos que hablar.

Lisa salió corriendo, ligera, viva, animada. Volvió al cabo de poco.

—Ya está.

—¿Adónde quieres que vayamos?

—Adonde tú quieras.

Le miraba sonriente, feliz.

—Vamos, pues.

Poco a poco se iban animando; parecían dos colegiales acabados de salir de vacaciones. La conversación iba adquiriendo una mayor franqueza, una espontaneidad confiada, como si se conocieran ya de tiempo; hablaban en un tono de dulce camaradería. Sentíanse felices.

Echaron a andar juntos; sólo que él tenía que hacerlo apoyándose en su bastón, con esfuerzo, y en sus ojos, a pesar de todo, quedaba una sombra, un algo indefinible, tal vez triste, que toda la alegría del día y de la compañía de ella no lograba disipar. En el fondo, era muy posible que el motivo radicara en la misma dicha de su compañía, en la alegría de aquel día, a causa de un recuerdo que ensombrecía su alma.

—He de ir despacio. Tendrás que acomodarte a mi paso. ¿Ves? Soy un inútil. —Rió.

Ella estuvo a punto de decirle: «Apóyate en mi brazo». No sabía qué necio escrúpulo le había trabado la lengua; ahora ya no se lo diría, y, no obstante, le pesaba, y hasta mucho después le quedó un resabio de disgusto.

—Tomaremos un taxi, y si te parece, iremos a Montjuich. No me conviene andar mucho. Además, los jardines están todavía floridos y en los árboles cantan los ruiseñores —sonrió—; o ¿prefieres, acaso, que vayamos a otro sitio, a un café, por ejemplo? —La tristeza volvió a ensombrecer su mirada, le veló la voz en la última pregunta: era aquel algo que ella había advertido ya, que volvía a asomar ahora, y que a Lisa le impedía gozar plenamente de la felicidad de aquel día.

—Como te guste más. Me da lo mismo. Si quieres que vayamos a Montjuich, vamos a Montjuich; si quieres que nos quedemos aquí en un café, quedémonos aquí.

Hallaba un extraño placer en abandonarse a la voluntad de él, en mostrársele sumisa, agradecida, en decirle que sí, aun antes de que él terminara de hablar, antes de saber lo que quería.

—Tal vez será mejor que vayamos a un café; a esta hora no habrá nadie. Estaremos solos y podremos hablar tranquilos. De paso, me desayunaré; todavía no he tomado nada. Supongo que no nos harán falta los ruiseñores…

—No, no nos harán falta. Vayamos al café.

Caminaron uno junto al otro; él apoyándose en su bastón.

Lisa volvió a pensar: «Le ofreceré mi brazo, para que se apoye». Pero también esta vez sintió que ya no lo haría.

—¿Quieres que entremos aquí?

Estaban frente a un café, en la parte baja de la Rambla. Aquí, la mañana aparecía aún más bella. Los plátanos juntaban en lo alto sus grandes ramas, formando sobre el paseo una tupida bóveda; por entre el espeso follaje se veían pedazos de cielo de un azul intenso, en hermoso contraste con el verde de las hojas. Una abigarrada multitud pasaba por debajo de los grandes árboles; subían y bajaban por el ancho paseo, oreado por la brisa que llegaba del cercano mar, en la gran frescura de la mañana. Parecía día de fiesta, y tranvías y coches subían y bajaban ruidosamente; en los breves espacios de calma se oía el vocerío de la gente y el confuso guirigay de los gorriones ocultos entre el follaje verde. En los cafés había mesas en las terrazas, casi todas ocupadas. En algunos se oían las gramolas desgranando pieza tras pieza. Se detuvieron un instante a la entrada del café. Frente a ellos, el interior aparecía casi vacío; sólo había una pareja en un rincón, un viejo y una joven que estaban muy juntos; él le hablaba, mientras ella iba devorando su desayuno, más atenta a comer que a las palabras del viejo, por más que fingiese lo contrario.

—Entremos, ¿no? Estaremos mejor.

Entraron. Se sentaron más al interior, en un rincón tranquilo. Estaban solos, en una atmósfera íntima y sosegada, confortable. Fuera, contra los cristales, cerrados en parte, resonaba el eco del tráfico, como un sordo, un apagado rumor de marea, como de olas muriendo en una playa lejana, arrullando dulcemente sus palabras. Esperaron al camarero, para quedar ya solos definitivamente y para poder hablar a sus anchas, pues los dos lo deseaban con ardor. Lisa, en este momento, sentía por primera vez un vago temor; acaso empezaba a comprender la tristeza de él por lo que iba a decirle. Acudió el camarero; volvió después al mostrador; les trajo lo que habían pedido y se alejó.

—Bueno, ya estamos solos. ¡Nos volvemos a ver! —Ella le estrechó la mano—. ¿Qué? —sonrió—. ¿Cómo está la señorita? ¿Te acuerdas?

Ella hizo un ademán afirmativo.

Callaron. Él, con voz firme, continuó:

—Sé que fuiste a verme al hospital.

Ella se sonrojó.

—Sí, fui a verte. ¡Estaba tan inquieta por lo que pudiera sucederte! ¡No sabes lo que pensé en ti, cuando al llegar a casa me encontré que ya no estabas en ella! Fui al hospital, mas no pude llegar hasta ti.

—También lo sé.

—¿Lo sabes?

—Lo supe después, ya tarde… Bueno, tarde no, ya que, al fin, he dado contigo.

—Primero, no me dejaron verte; después no supe encontrarte. Fui torpe; no acerté con el camino, y, no obstante, sentía un ansia mortal por saber de ti.

—¿A pesar de lo que te dije? —le preguntó él, mirándola a los ojos.

—A pesar de lo que me dijiste.

—¡Qué estúpido fue todo aquello! ¿No?

—¿Estúpido? No sé. Sin embargo, ¡cuántas veces lo recordé!

—¿A pesar de lo de tu abuelo?

—A pesar de él…

Se sonrió.

—La verdad es que tu abuelo tenía una… tenía una figura…

—No le conocí… Murió antes de nacer yo.

—Bueno; dejémosle que descanse. Y ahora, otra cosa. ¿Por qué interés…? —vaciló todavía un momento—, ¿por qué ibas allá, qué interés te guiaba?

—No sé… Necesitaba saber de ti…

La voz de él sonó ahora apagada, con una sombra de preocupación. Por fin, le dijo:

—¿Sabías ya quién era? ¿Lo sabes?

Ella se sobresaltó ligeramente.

—No sé —balbuceó, mirándole, como si tratara de adivinar aquel secreto.

—¿No leíste el periódico?

—Si, lo leí… Pero…

—No lo creíste —dijo él, entre irónico y desolado.

—No sé cómo decírtelo…

—Y, a pesar de todo, ¿deseabas verme?

—Sí, a pesar de todo… —Pero dejó la frase así, como un balbuceo, sin firmeza…

Callaron. Él la miró de nuevo, como tomando una resolución, y le habló sin reservas:

—óyeme, Lisa. La vida me ha enseñado a no forjarme ilusiones, a no alimentarme de quimeras. Sin embargo, por una vez me he dejado arrebatar por un sueño. La culpa no ha sido del todo mía; la culpa ha sido de aquel día en que, encerrado en una obscura celda del hospital, vigilado estrechamente, me dijeron que una muchacha había ido allí para verme; me dijeron que había llorado ante los guardias para que la dejaran pasar, que se había lanzado entre ellos corriendo y había llegado ante mi misma puerta; la culpa fue de aquel momento en que, al decírmelo, adiviné al instante que eras tú.

Ella le miró, entre conmovida y avergonzada. Él prosiguió:

—En aquel momento sentí horror del destierro o la cárcel, o tal vez, la muerte, que me amenazaban; y sólo por ti deseé ardientemente vivir, recobrar mi libertad. Desde entonces no hubo nada más en mi pensamiento. El día en que se proclamó la República, creí enloquecer de alegría, y cuando se abrieron las puertas de la cárcel y un grito de libertad hizo estremecer hasta los cimientos de la sombría mansión, yo, a pesar de mis heridas, me lancé como un loco a la calle, con tu imagen en el pensamiento. Y nunca la vida, el cielo, el campo, las calles con sus árboles, me habían parecido tan hermosos como en aquel momento. —Calló. Ella, conmovida, le estrechó la mano en silencio. Él prosiguió—: Había andado apenas cien pasos cuando, en medio de mi loca carrera, caí al suelo desvanecido. Mis heridas, apenas cicatrizadas, se habían abierto otra vez, y tuve de nuevo que guardar cama.

»Ahora, escúchame: La vida me ha enseñado también a no andar con rodeos. Has dicho que leíste el periódico. Todo lo que decía allí de mí es verdad. —Calló y la miró a los ojos—: Sí, es verdad —añadió, con un esfuerzo—. Sostuve tiroteos con la policía; incendié tranvías; puse, con otros, una bomba al paso de un tren y, afortunadamente, no llegó a estallar. No es cierto que tomara parte en el atraco a un banco, aunque muy bien lo hubiera podido ser. Fue pura casualidad, En cambio, es verdad que coloqué un petardo en una de las cocheras… —Su voz se tornó más grave, dolorosa, y, de repente, enmudeció.

Ella se acordó al punto de lo que había leído sobre el niño muerto, lo que más la había atormentado; le buscó los ojos angustiada, anhelante, y exhaló la pregunta:

—¿Aquel niño…?

—Sí. Iba con su madre. Yo había colocado el artefacto, y oculto tras unos árboles esperaba el efecto de la explosión. De pronto vi a una mujer que, con un niño de la mano, avanzaba hacia allí. El niño iba jugando, cogiéndose a la mano y volviendo a soltarse para jugar. Les grité; me lancé hacia ellos como un loco. Pero ya era tarde…

Calló. Estaba pálido y los labios le temblaban.

—Es horrible —pronunció ella al fin.

—Sí, es horrible. Es mi negro secreto; es la sombra que me persigue; desde aquel suceso llevo oscurecida el alma.

—Es horrible —volvió a pronunciar ella, como un soplo. Pero, ¡cosa extraña! Ahora, tras la confesión, Lisa se sentía más atraída hacia él. Tal vez, en el fondo, en este momento alentara en ella el mismo sentimiento que, muchos años atrás, en una noche clara de verano, empujó a su madre hacia el bueno de Juan Bausá.

Él, con la misma voz grave, prosiguió:

—De niño me crié en los barrios extremos, entre el ruido de los talleres y el humo de las fábricas. De mis padres no tengo recuerdo; perecieron los dos en un pueblo de Murcia en una inundación. Yo, todavía muy niño, quedé solo, y un tío mío me trajo consigo a Barcelona. De mi infancia no quisiera hablarte. Apenas me tuve en pie, entré de aprendiz en una fábrica. La fábrica es horrible. Es un invento infernal, al menos la que yo padecí. Hay humo, ruido, sombra; veis hombres silenciosos, verdaderos fantasmas, inclinados sobre la tarea; veis mujeres, veis niños, y piensa uno en el cielo, y en los niños que juegan afuera, en alguna parte, bajo el cielo; pensáis en los que van a sus colegios y pueden formar su destino, mientras nosotros lo tenemos ya determinado: destino mísero, incambiable, y en el que no se tienen en cuenta nuestros méritos ni nuestros sentimientos, y a veces, ni siquiera nuestra dignidad. Esto nos va envenenando el alma, como el humo, el ruido, la atmósfera cerrada y llena de fétidas emanaciones nos van envenenando el cuerpo. Pero todo se soporta: o se muere uno y le entierran, o se soporta. Entonces en la fábrica empezaba a fermentar esta sórdida agitación que se ha manifestado ahora. Estaban ya organizados los centros anarquistas con sus cuadros de acción. En mí prendió en seguida el espíritu de rebeldía. Apenas conté la edad, ingresé en el Centro; me aficioné a leer, y en la lectura alimenté mi alma con nuevos odios, con una indignación más ardiente ante las injusticias del mundo, y la idea de una vida mejor, de aquel mundo en el cual todos habíamos de ser hermanos, de que se nos hablaba a todas horas, me arrebató el espíritu, y juré consagrarme en cuerpo y alma a aquel hermoso ideal. No había hombre más puro que yo, más sincero, y más dispuesto al sacrificio.

»Entonces los discursos, los libros, los periódicos, eran como aceite que alimentaba el fuego de mis iras. Si entonces hubieran vivido mis padres y, en bien del ideal, me hubiesen dicho que tenía que atentar contra mis padres, creo que no habría vacilado. Entonces hice lo que ya sabes. Sostuve luchas con la policía y disparé sin vacilar. Incluso tomé gusto a la lucha. No sabes cómo arrebata este jugar con el peligro… Hasta que un día… No lo quiero recordar. Perdóname. Pero te juro que no hubo en mí intención, y que aquel día empecé a vacilar. Ahora puedo decir que en aquel acto estuvo mi salvación.

»El hecho se produjo en un momento crucial para mí. Mis ojos, casi sin que yo lo advirtiese, se habían abierto a nuevas verdades; había leído también mucho, pero de una manera nueva, más abierta, sin fanatismo y sin pasión, y también esto me aclaró muchas cosas que no veía. Había mirado en torno mío, y mi fe en los hombres había empezado a vacilar, y con ella había vacilado mi fe en la idea. Aquel hecho precipitó dentro de mí el lento proceso de mis inquietudes. Todo lo que no acababa yo de decirme se descubrió ante mis ojos con brutalidad.

»Fue como un derrumbamiento, aquella noche no dormí, y a la madrugada me sentía como un hombre nuevo.

»Era poco antes de conocerte. Parecía como si todo se preparase ya en mi alma para aquel momento. Me sentí aterrado y miré en torno mío. No había nadie junto a mí. Junto a mí, entonces, sólo vi ejemplos de envidia, de egoísmo, de maldad. Vi las mismas pasiones que había visto en todas partes. Vi egoístas, envidiosos, hombres que por la más mísera ambición lo sacrificarían todo; vi hombres, en suma. Los hombres, en su mayoría, me parecieron igualmente despreciables. Sólo que unos pocos sabían esconder sus sentimientos bajo hermosas palabras. Era la única diferencia que existía. Había excepciones, pero éstas ya no podían devolverme mi fe. Mis actos se me aparecieron inútiles, de una estúpida crueldad. “Pensamos matar una idea —me dije entonces—, un prejuicio, y destruimos una vida inocente.” De momento nos estremecemos de horror, cuando menos yo, tal vez porque era la primera vez. Después nos decimos que era necesario. ¿Qué importa una vida-pensamos —ante la felicidad de tantos? Al fin comprendemos, si lo queremos comprender, si no nos obstinamos en nuestra ceguera, que lo único seguro, de momento, es que hemos matado un niño. Uno mira a su alrededor, y se pregunta: “¿A quién defiendo? ¿Por quién lucho y arriesgo de continuo mi vida, en una existencia de desesperado?” Y siente horror del vacío en que se mueve, de la inutilidad espantosa de sus acciones. Pero el paso está dado, y ¿cómo retroceder?

»En ese momento te conocí a ti. Era ya un desengañado; obraba por pura inercia. El conocerte fue para mí como un toque de clarín, un grito que me llamaba de nuevo a la vida. Entonces aquel delito mío, que dormía en mi fondo, se me presentó de nuevo con todo su horror. Nada me sirvió ya para atenuar mi falta, nada pudo borrar de mi alma el terrible recuerdo. Había creído que acabaría por olvidarlo; entonces vi que no; ahora veo que no lo olvidaré nunca; toda la vida me perseguirá.

Lisa guardaba silencio.

Él levantó la cabeza, como si se sacudiese aquellos pensamientos, tomando una resolución, y tras una pausa, dijo:

—Y ahora una cosa, Lisa. Lo que está hecho, hecho está. Escúchame con calma. Seré muy breve. —Hablaba solemne, como si le costase pronunciar las palabras, como si se hallara ante el trance supremo de su vida—. El tiempo apremia. Ni yo he nacido para perder el tiempo yendo detrás de ti, dedicándote flores, ni tú, a pesar de tu edad, eres ya una niña. Ahora ya sabes quién soy, y sabes cuáles son mis pensamientos. Si te dijera que tú eres para mí lo más sagrado que hay en el mundo, lo único por lo cual la vida se me aparece aún como deseable, te diría poco. Pero basta con eso. Si eres como yo pienso, habrás sabido comprenderme. Después de esto, te repito la pregunta: reflexiona, Lisa, y dime si tú, una niña como tú, podrías querer, podrías unirte a un hombre como yo, a pesar de todo, pero un hombre que aspira a cambiar de vida, a ser un hombre nuevo.

Lisa no tenía ya nada que reflexionar. Se levantó; le dijo que sí con sencillo ademán, y se dispuso a salir, como si no tuvieran ya nada que decirse. Pero él la asió de la mano y la obligó a sentarse de nuevo.

—Espera. Todavía no he terminado. Ya sabes quién soy, quién era; ahora te diré el que pienso ser. Aquí, a pesar de la amnistía, no puedo vivir. He dudado ya de todo, y sin fe no podría continuar. Ahora he puesto mi fe en otra cosa. Hace tiempo un amigo mío se fue a América; siempre me había rogado que fuéramos juntos, pero el ir a América no ofrecía para mí el menor aliciente. Tal vez presentía que mi bien estaba todavía aquí. Este amigo se estableció; la suerte le ha favorecido y me ha escrito repetidamente ofreciéndome un puesto a su lado. Sé que al aceptarlo le daría contento. Ahora te toca a ti responder: si yo aceptara, Lisa, ¿me acompañarías?

Esta vez Lisa le miró reflexiva, asustada de la proposición.

Pensaba en sus padres, ya ancianos. El viaje con él a aquella tierra, que se le antojaba la tierra prometida, le tentaba poderosamente, pero dejar a sus padres le parecía una crueldad. Además, quería a Barcelona.

—¿No podríamos quedarnos aquí?

—Imposible. Lo he pensado muy bien. Uno no puede librarse de golpe de una existencia de años y años, como si cambiase de vestido. No puede evitar verse con las antiguas amistades, que le tratarían de traidor, sin comprender que la traición la haría ahora continuando aquella vida. Soy demasiado sincero conmigo mismo; no podría obrar contra mis sentimientos. Te repito que es imposible; hay demasiadas cosas, y lo he pensado todo. Si quiero cambiar de vida tengo que irme, empezar de nuevo, como si acabara de nacer, o mejor, como si resucitara. A tu lado, no faltándome tú, me siento con fuerzas para todo.

—Pero, ¿nos iremos para siempre?

—Tal vez sí, tal vez no. ¡Quién sabe!

—Tengo a mis padres; son ya ancianos, y siento que, a pesar de todo, sufriré por ellos; no los podré olvidar. ¡Hemos vivido siempre tan unidos y me quieren tanto! Sólo la idea de tener que decirles que me voy me parte el alma.

—Explícales. Convénceles. Diles que les escribirás… Tampoco puedes sacrificar así tu vida.

—Es cierto, pero…

—Piénsalo bien. Ya lo sabes. Yo no puedo continuar aquí.

Ella estuvo un momento silenciosa.

—Prométeme, cuando menos, que un día volveremos. Déjame esta esperanza. No podría irme sin pensar que un día he de volver. Además, ¡quiero tanto a Barcelona!

—Te lo prometo.

Tras un silencio, él la miró, con una larga y tierna mirada. Sentíase como un hombre nuevo, como si desde lo profundo de su ser se levantase un poderoso impulso de resurrección, una promesa de nueva vida.

—¡Qué descanso he conseguido, Lisa! ¡Qué bien me siento! Ahora sólo hace falta esperar… Someterme al trabajo; sujetarme a una obligación determinada, sé que me costará, pero lo haré, y cuanto más me cueste, mejor. En ello hallaré una suerte de expiación por el crimen que cometí, si es que puede haber expiación para mí hallándome a tu lado.

—También yo compartiré tus sentimientos. No he hecho nada, es verdad, y me siento aún horrorizada. Pero, en nombre de este horror, ¿no me hago un poco culpable con quererte, con abandonar a mis padres por ti, con irme de mi tierra acaso para siempre? Además, me sentiré culpable ante mis padres. También para mí será una especie de expiación, sólo que también yo la cumpliré a tu lado, y a tu lado, ¿cómo podrá haber expiación?

—Lisa, ¡soy feliz! No te digo más. Ahora podemos irnos. —La miraba con el rostro radiante, rebosante de gozo.

—Vámonos.

—Parece que empezamos ya nuestro camino. No sé qué nos reserva el destino, pero sea bueno o malo, a tu lado no temo nada. —Se puso a andar, y retrocedió de pronto—. Espera. Todavía ando un poco mal; necesito mi bastón.

—No hace falta. Apóyate en mí.

—Lisa, ¡qué hermoso es este día! Vamos.