ESTABAN solas las dos; planchaban las últimas piezas. Él, Juan Bausá, cansado de esperar, se había ido a acostar; esperó a Mari Juana, pero al fin se había quedado dormido.
Era ya muy tarde y la casa estaba envuelta en silencio Lisa levantó los ojos varias veces de la labor; estaba inquieta, nerviosa, sin poder concentrarse en el trabajo. Mari Juana sentía que aquella noche algo muy importante para su vida se cernía en el aire en la actitud de Lisa. Su corazón temblaba; esperaba ansiosamente y, a la vez, temerosa, y tampoco ella se aplicaba con atención al trabajo. Por fin, Lisa le habló:
—Quisiera decirte algo, mamá…
Ella la miró asustada, interrumpiendo un instante la labor. Su corazón palpitaba con fuertes latidos. Hacía tiempo que lo adivinaba, que veía que Lisa le ocultaba algo. ¿Qué le diría? Mari Juana pensaba lo peor. Apenas podía hablar, pero procuró suavizar la voz, parecer natural.
—Cuando quieras, hija mía.
—¿Vamos a la salita? Estaremos mejor. Aquí podría oírnos papá, y, aunque al fin lo tendrá que saber, prefiero que no sea ahora.
Temblaba visiblemente. El tono de su voz era extraño y las palabras le brotaban entrecortadas, inseguras.
—Entremos.
Se sentaron una frente a la otra. Reinó un silencio largo, un silencio angustioso, en el cual parecía percibirse el doloroso palpitar de sus corazones. Lisa, con la cabeza baja, sin atreverse a mirarla, empezó a hablar:
—Perdóname, mamá. Me habéis querido tanto, habéis sido tan buenos para mí, y es tan importante lo que tengo que decirte, que no sé cómo empezar…
—Pero, ¿qué te sucede, hija mía? Habla. ¿Qué tienes? Me asustas, Lisa… No me dejes en esta angustia.
—Tengo que pedirte perdón, mamá, a ti (y a mi padre también) por lo que voy a decirte, por no haberte dicho nada hasta hoy… Pero, es que… ¡Temía tanto este momento! Sobre todo, después de lo de mi padre…
Las palabras en el alma de Mari Juana eran como puñales que la traspasasen. Una terrible congoja la oprimía; se le hacía un nudo en la garganta y en aquel momento hubiera sido incapaz de pronunciar una palabra. Por fin Lisa estalló:
—Me cuesta decírtelo; sé que voy a darte un gran disgusto, y se me parte el alma pensándolo, pero lo tengo que decir: voy a casarme, mamá.
Ya había dicho lo que tanto le costaba, sin rodeos, atropelladamente, torpemente. Faltaba lo peor, es verdad; ya tenía el camino allanado. Ahora seguirían las explicaciones.
—¿A casarte? —pudo articular a duras penas Mari Juana, levantando los ojos, pero con un destello en ellos de esperanza… Comprendió, sin embargo, que faltaba algo, y esperó de nuevo angustiada. Lisa con la misma nerviosidad, atropelladamente, prosiguió:
—Sí, mamá. Voy a casarme. Pero el hombre con quien me caso no puede vivir en Barcelona. Se tiene que ir y yo… —Tragó saliva, como si lo hiciera con un bocado amargo, y prosiguió—: Y yo he decidido irme con él…
Después de un silencio, Mari Juana preguntó por fin:
—Pero… ¿ha sido ahora?… así…
No sabía qué preguntaba. Sentía sólo una amargura de hiel que le subía a la garganta, que le ardía en los ojos, y le parecía como si una mano la empujara hacia una soledad aterradora.
—He hecho mal, ¿verdad, mamá? Te disgusta.
—No, no; no es eso lo que quiero decir… Perdóname, Lisa… Es que… Ha sido tan de repente… No lo esperaba.
—También para mí es muy doloroso, mamá. He sufrido mucho por tener que decírtelo. Pensar que he de dejaros, y sobre todo, en estas circunstancias, me parte el alma, pero tengo que hacerlo. De todos modos, a papá le hemos encontrado una colocación. Estará muy bien. Es un trabajo sencillo en un almacén; estoy segura que le gustará. A primeros de mes podrá ya empezar. Además, nosotros, desde fuera, os ayudaremos en todo lo que podamos. Él me lo ha prometido. —Hizo una breve pausa; miró a su madre y se echó en sus brazos llorando—: ¡Perdóname, mamá!…
Lloraba sobre su falda, y Mari Juana no hacía nada para consolarla. Estaba como una estatua, aturdida por la revelación de su hija. Un hálito frío la penetraba. Lisa levantó la cabeza de nuevo y la miró entre las lágrimas:
—No sabes cómo lo siento, mamá… Cómo me hace sufrir.
Mari Juana siguió todavía unos instantes sin hablar. Hizo un esfuerzo por dominar su sentimiento, y le habló; habló dulce y maquinalmente, casi sin voz:
—No tienes por qué… Lo que has hecho es natural. Es tu vida, Lisa. Nosotros ya nos las compondremos… Dios nos ayudará… Claro, que nuestra ilusión hubiera sido que continuaras con nosotros… Pero, si tienes tu vida en otro lugar, si te parece que has de ser feliz…
Le hablaba de labios afuera; pero en el fondo se preguntaba cómo era posible aquello, cómo había hallado valor para decírselo. Lisa repuso:
—Por mi padre es por quien me apena; temo por él, más que por ti, mamá… Perdóname, pero le veo tan abatido… Tú eres fuerte, mamá. Además, él no me comprenderá… —Y, como ante un pensamiento repentino, cambiando de tono, suplicante, le dijo—: Perdón, mamá. Acaso, a veces, ahora mismo, hayamos abusado de ti, precisamente por esto, porque te consideramos fuerte. A veces pienso que es terrible.
—No te preocupes por mí, Lisa. En cuanto a él, se disgustará, ¡qué duda cabe! Pero acabará por comprenderlo, acabará por conformarse. —Y viéndola de nuevo a punto de llorar, la consoló aún—. No te apenes, Lisa. Es natural. Yo también dejé a mis padres. —Calló, y en seguida le preguntó—: Pero, ¿cuándo partiréis?
—En seguida, mamá. Vamos a la Argentina. Nos casaremos dentro de poco y embarcaremos en el primer vapor. Teníamos que haberlo hecho ya, pero yo le supliqué que esperara por lo de mi padre. Él accedió, pero no puede ya esperar más. Perdería una magnífica oportunidad, aparte de que aquí no puede estar… De todos modos, él me ha prometido volver; no sabemos cuándo, pero volveremos. Yo no podría acostumbrarme a la idea de no veros más, de no volver a ver Barcelona…
Después de un breve silencio, Mari Juana levantó los ojos.
—Sólo quisiera hacerte una pregunta: ¿estás segura de lo que haces?
Ella lo esperaba desde hacía rato, lo temía. No obstante, le contestó sin vacilación, casi contenta:
—Sí, mamá. Segurísima, no sabes cuánto le quiero, lo bien que me encuentro con él. Cuando le conozcáis…
—¿Le conoces desde hace tiempo?
—No; desde hace muy poco. Apenas un año. Tú también le conoces y también papá.
Mari Juana levantó los ojos, y esperó. Sus sospechas se iban haciendo certidumbre, certidumbre y temor.
Para Lisa se acercaba el momento más temido, pero tampoco esta vez vaciló.
—¿Te acuerdas que una noche llamó un herido a nuestra puerta? Es él, mamá.
Mari Juana bajó la cabeza.
Lisa la acarició. Había dicho, por fin, lo que tenía que decir, lo que tanto le había costado. Lisa se sentía sosegada, tal vez triste por ellos en el fondo, pero sosegada.
—Ahora ya lo sabes, mamá. Vuelvo a pedirte perdón. ¿Se lo dirás tú, mamá? Yo no podría. —Ella asintió con la cabeza. Lisa se levantó para irse—. Díselo bien, mamá. Anímale. —Y besó a su madre. Pero ella estaba fría como una estatua.
Más tarde, ya sola en su cuarto, después de la confesión, Lisa se sentía ligera; sollozaba, con una mezcla de alegría y de pena, pero en sus lágrimas había, sobre todo, alegría. Lisa había cortado el último lazo que la ataba allí, y esperaba ya impaciente que se hiciera de día para correr a él y explicárselo todo. Lisa, sola en la cama, rememoraba su existencia de estos últimos días, transcurrida como un sueño. Un mundo nuevo, insospechado, parecía abrirse ante ella.