POR LA NOCHE, después de cenar, Juan Bausá volvía al refugio de su salita. La chimenea estaba apagada. Él se sentaba en su sillón y quedaba inmóvil largos ratos. Juan Bausá parecía una sombra de sí mismo. Desde aquel horrible día parecía haber envejecido. Tenía el rostro arrugado, los cabellos blancos, y andaba con un ligero temblor de incipientes achaques. Pasado el primer momento de dicha, descendido poco a poco a la realidad de su situación, se había sumido en un estado de continua tristeza, en un silencio sombrío, nuevo en él, del que nadie lograba sacarle. «Papá no es el mismo —decía Lisa preocupada—, todavía lleva encima aquel recuerdo. En un solo día se ha hecho viejo. Se le ve preocupado, nada le distrae.»
No, ahora nada le distraía, o si lo hacía, era sólo pasajeramente, y los esfuerzos de ellas apenas conseguían sacarlo de aquella dolorosa apatía. Parecía aturdido, más aturdido que nunca, pero ahora había en sus ojos una gravedad reflexiva, dolorosa; en su rostro oscurecido, arrugado, flotaba una vaga sombra angustiosa. La vida había asumido ante él una expresión más adusta, más cruel; la veía sembrada de engaños, y él parecía en todo momento estar contemplándola, con ojos asustados, como si contemplara un abismo. Cuando salía de su ensimismamiento, era para encontrarse con ellas, más enternecido, acaso con un principio de ira y de amargura de no poderlas ayudar, viéndose cada vez más inútil.
Mari Juana no disponía apenas de tiempo para ocuparse de él; ahora trabajaba desde el amanecer hasta la noche, y continuaba después de cenar hasta que terminaba. Abajo, a la entrada, habían colgado un rótulo, escrito a mano por Lisa, con el anuncio:
Lisa había encontrado trabajo para hacer copias a máquina. Trabajaba doce horas al día sin apenas levantar la cabeza de la máquina y ganaba un mísero jornal; de momento era lo único que se presentaba. Por las noches, después de cenar, Lisa, a veces, doliéndole la espalda, ayudaba todavía a su madre. Con esto, Mari Juana apenas podía salir a hacerle compañía, y la radio permanecía muda en su rincón, pues no estando ella, a Juan no se le apetecía escuchar nada. Muchas noches, Mari Juana, casi con la plancha en la mano, tenía que irse a acostar, rendida de sueño y de fatiga. Además, ahora tampoco ella era la misma de antes, y el trabajo agotador de estos días hacía crujir su fortaleza como bajo un peso excesivo. A veces temía incluso caerse al suelo y no poder ya levantarse, y sólo a fuerza de pensar en su marido y en Lisa encontraba energías para continuar. Mari Juana sentía, sin embargo, que aquello no podía durar.
Él se levantaba de su sillón; salía, las miraba un momento, con su aire grave, doloroso. No podía ayudarlas en aquel trabajo, y se volvía a su rincón, donde, sentado, permanecía inmóvil, en su silencio sombrío, sin hacer nada.
Uno de estos días, Lisa les comunicó que la colocación de su padre iba por buen camino, que podía ya casi darse como segura; sin embargo, Lisa lo dijo sin alegría, cada vez más misteriosa y extraña. Él se animó un momento con las palabras de su hija. Entonces serían felices, completamente felices, porque, ¿qué les habría de faltar? Pero su animación duró poco; volvió a sumirse en su silencio, sombrío y retraído. Ahora habla poco; mira a Lisa, mira a Mari Juana, casi siempre en silencio. También Lisa aparece preocupada. La preocupación de Lisa no es la misma de antes, pero él es incapaz de advertir nada extraño en la nueva actitud de su hija. Se acuerda todavía de aquel muchacho, y se entristece también por ella.
Lisa entra en el saloncito; arregla unos libros en el mueble. Hay momentos —ahora mismo, mientras sacude el polvo— en que Lisa parece feliz; trabaja con viveza, animada. Pero él no lo ve.
—Hola, papá. ¿Qué haces? ¿Quieres el periódico?
Él se sobresalta.
—No…
La presencia de ella le reanima poco a poco.
—¿Quieres que te ayude, Lisa?
—Pero, papá, ¡si no hago nada! Descansa, que muy pronto tendrás que trabajar.
—¿De veras? —pregunta, sin interés, siempre distraído.
—Ya verás, ya… Estarás muy bien, ¿sabes?
Un pensamiento parece ensombrecer, de repente, la alegría de Lisa. La muchacha calla, y con la cabeza baja, como ocultando el rostro, continúa su trabajo.
Él la mira, y como siempre que la mira, se siente poco a poco conmovido, ahora más que nunca, porque se nota viejo e inútil. De fuera, del comedor, llega de vez en cuando el golpe intermitente de la plancha al ser depositada sobre el pequeño soporte de hierro. Mari Juana plancha en silencio. Él mira de nuevo a su hija. «Ya es una mujer —se repite para sí—. ¡Cómo ha crecido!… Es buena, como su madre… pero estos días se la ve un poco seria, preocupada.» Se entristece aún más por ella; no tiene motivo, pero él no lo sabe. Si lo supiera se entristecería por sí mismo y por Mari Juana. Juan Bausá se acuerda de aquella noche infernal, cuando en medio de su agonía la oyó que le llamaba. Parecía imposible que él pudiera huir aún después de oír su voz. La ve después correr a él, como loca, con los brazos abiertos. ¡Con qué alegría, con qué fuerza le apretó contra su pecho y cómo lloró él entre sus brazos! ¡Qué lástima que riñera con aquel joven! ¡Pobre Lisa! Cuando menos que tenga suerte en la vida. ¡Que Dios la proteja!
Juan Bausá se siente más enternecido a cada momento; poco a poco surge en su espíritu un recuerdo. Se ha caído de una silla y se ha lastimado el pie. Después anda cojo por la casa, y a veces se apoya en el hombro de Lisa. Apoyado así en ella, mientras anda por la casa, a Juan Bausá, siempre lleno de aquel recuerdo, se le representaba la imagen de Nieleta conduciendo a su hermano. «Sí, ella sería como Nieleta, capaz de conducirle por las calles», se repite una vez más. «Mira, Lisa, ¿sabes? Tal vez no me cure ya; tal vez me echen de la oficina.»
Juan Bausá se estremece. ¡Cuán lejos estaba entonces de pensar que un día sería verdad! Ahora, recordándolo, se le nublan los ojos; se le hace un nudo en la garganta…
—Lisa.
—Papá, ¿qué quieres?
—Nada. Quería oírte la voz. Te estaba mirando y me decía a mí mismo, ¿será la misma? No sé por qué me parece como si te hubiesen cambiado…
—Papá…
—Sí, me lo ha parecido. Acércate. Sí, me lo parece. Pero veo tus cabellos negros cayéndote sobre los hombros; te veo los ojos claros, como los de tu madre; te veo esta pequeña peca junto al ojo izquierdo; y me digo: es ella. No me cabe duda; es mi hija… Pero, ¿qué tienes, Lisa, lloras?
Lisa se había echado en los brazos de su padre, llorando.
—Pero, Lisa, hija mía… ¿Te he ofendido acaso? ¿Qué tienes?
Lisa continuaba sollozando, con fuertes sollozos, que le sacudían las espaldas, inconsolablemente. Él no sabía qué hacer. Se desesperaba, y no sabía más que pronunciar su nombre y volverlo a pronunciar:
—Lisa, hija mía, Lisa… Pero, Lisa…
La acarició. Luego pensó: «Ya sé por qué llora», y se sintió también él con deseos de llorar. Pero, como siempre, estaba lejos de adivinar la verdad.
Lisa tenía el propósito de hablar, por fin, esta noche misma, con su madre, de explicárselo todo. De aquí su fácil ternura, su propensión de esta noche al llanto.
Lisa ayudaría a su madre a planchar y luego, una vez su padre acostado, le haría aquella confesión que le pesaba en el alma, que ya no podía ocultar. Tampoco podía ya esperar; el tiempo, por otra parte, apremiaba. Esta noche se lo diría.