MARI JUANA, aquella noche, durmió poco, revolviendo sus dudas, pero al amanecer se levantó tranquila. Él dormía aún. Le dijo a Lisa que tenía que salir, y que se estuviera con su padre hasta que ella volviera. Se compuso un poco; se peinó —siempre había sido limpia y ordenada—. Ahora, con sus cabellos blancos —los tenía enteramente blancos—, su rostro bondadoso un poco fatigado, un poco triste y dolorido, Mari Juana tenía un aire de nobleza y de bondad que impresionaba. Se dirigía a la oficina, y conmovían un poco su decisión, su seguridad en aquel paso, nacidas de su ignorancia y de su buena fe. También ella era un poco ingenua dentro de su decisión. Creía que no habría más que llegar, decir su nombre o el de su esposo, y ser recibida en seguida y escuchada. Mari Juana se forjaba incluso ilusiones sobre la sorpresa y la alegría de él viéndose de nuevo admitido, y sobre su gratitud hacia ella, porque apenas le cabía duda de que había de conseguirlo. Esta mañana, en su sencilla confianza, se había olvidado casi de Lisa, y hasta alimentaba la ilusión de que volverían a ser felices.
Traspuso el umbral, y al internarse por el inmenso edificio sintió desfallecer su ánimo, se sintió pequeña. No obstante, preguntó por la oficina y subió las anchas escaleras de mármol hacia la residencia de los dioses. Subió otras escaleras, estrechas éstas, y se internó por un largo corredor. En el fondo estaba el despacho del jefe, apartado de las oficinas, que quedaban más al fondo al lado opuesto.
Ante el despacho había dos hombres esperando; estaban de pie, absortos en una animada conversación. Cerca de ellos, sentado en su sillón, frente a una pequeña mesa, se hallaba el ordenanza; estaba leyendo el periódico, y dispuesto a recibir a los visitantes con aquella amabilidad ya proverbial en los centros oficiales. Al oír los pasos levantó los ojos del periódico, y considerada la importancia de la visita volvió a sumirse en la lectura.
Mari Juana, de pie ante él, pequeña y humilde, le preguntó por el jefe.
El diosecillo, servidor de los dioses, bajó un poco el periódico, y sin mirarla, le preguntó qué deseaba. Una vez oída, continuando sin mirarla, le señaló el banco, como diciendo: «Espere ahí sentada», según la fórmula consagrada para tales casos. Y Mari Juana se sentó. Obedeció con humildad, pero, a pesar de todo, no pudo evitar el sentirse ligeramente ofendida por las maneras de aquel pequeño dios del Olimpo. Mari Juana, después de casada, no había salido apenas de su casa, y todavía conservaba un resto de esos sentimientos que en nuestro mundo de gangsters, de ladrones y aventureros, se han arrinconado ya en el desván, y con razón, no sólo por inservibles, sino por nocivos. Mari Juana, ante una falta de atención, se sentía dolorida; se sentía vejada ante el más pequeño desprecio, porque ella era incapaz de hacerlo sentir a la criatura más humilde del mundo, ni de inferir a nadie, ni siquiera a un animal, la más ligera ofensa, y menos aún hacerla objeto de desprecio. Su sensibilidad, ante un desprecio, ante una grosería, se sentía herida de tal modo que le acudían las lágrimas a los ojos, pésima condición para navegar en nuestros mares, cuando no se es jefe de algo o fabricante, o banquero o estraperlista, y se es, por el contrario, una pobre mujer, una mujer sencilla, insignificante, esposa de un funcionario despedido, y ha de ir a rogarles a los poderosos de este mundo. En su simplicidad, apenas salida de su tiempo, Mari Juana creía aún en delicadezas y cortesías, creía en la bondad, en la compasión, en todas esas zarandajas que han quedado ya para los cuentos de niños. Ella creía que todo el mundo estaba dispuesto o poco menos, como ellos, a ir a la cárcel por dar cobijo a un hombre herido, por ayudar a uno que lo necesitara; creía que un hombre, por alto que estuviese, por mucha que fuera su soberbia, siempre estaría dispuesto a escuchar una razón, a compadecerse de una desgracia, cosas, en suma, del Patufet, al que también ella había sido aficionada.
No obstante, a pesar de su amargura, sentóse a esperar, más por no desobedecer al del periódico que por deseo de estar sentada. Sin embargo, lo necesitaba. Dos horas después todavía estaba en el mismo sitio. Varias veces sintió deseos de irse; a tanto habían llegado su amargura y su sentimiento de humillación, pero cada vez pensó en la situación de su casa y se dijo que lo tenía que hacer, si no por ella, por él y por su hija. Los dos hombres que esperaban habían entrado y habían salido. Pensaba que entonces el señor del periódico le avisaría. Éste había salido y había entrado dos veces; había ido abajo una vez con un fajo de papeles, con evidente mal humor, y cada vez había vuelto a su lectura. Mari Juana temblaba ante la idea de molestarle, pero al fin se decidió. El ordenanza había dejado en aquel momento el periódico sobre la mesa y encendía un cigarro con el rostro muy inclinado; sin mirarla, le repitió con un ademán que esperase. Acabó de encender el cigarro; dobló el periódico, apartó el sillón, todo ello muy lentamente. Se detuvo ante la puerta, le preguntó el nombre, también sin mirarla. Ella se le acercó animada. Le dijo que era la esposa de Juan Bausá, el funcionario de allí, y trató de sonreír; pero él no se inmutó por saber el nombre. Llamó con los nudillos a la puerta, a la vez que la entreabría, preguntando si podía pasar. Entró, volvió a salir, y le dijo de nuevo que esperase, siempre con la misma amabilidad. Mari Juana se sintió un poco más vejada; notó un sabor amargo en su boca; pero, de nuevo, le pidió paciencia a su alma, que tanto sabía de ella, porque era la esposa de un insignificante funcionario despedido, e iba a pedir gracia para él a los poderosos.
En aquel momento, por el fondo del corredor avanzaron hacia allí dos mujeres, ya algo maduras, muy pintadas, vestidas elegantemente; avanzaban charlando y riendo, con alboroto, y levantando un gran estrépito con los tacones sobre el pavimento de madera. El ordenanza se levantó rápido, y les salió al encuentro sonriendo. Preguntaron si estaba el jefe, si estaba solo, y se internaron sin más en el despacho, sin dejar de charlar y reír. Mari Juana sintió más viva la humillación; se sintió más despreciada, más insignificante. Quiso pensar que serían familiares, tal vez hermanas del jefe, pero el corazón le decía que no; y aunque no se lo decía todo, la sensación humillante persistía y la saliva se le hacía amarga. Dentro continuaba el alboroto de risas y voces, a los que se unía ahora la voz del jefe. Se le hacía tarde. Mari Juana se levantó; se acercó al ordenanza, y casi sin mirarlo, casi llorando, le dijo que volvería otro día.
Al día siguiente la escena se repitió. Ella fue al ordenanza; el ordenanza la hizo sentar, pasaron el recado. El jefe estaba, desde luego, ocupado. Tendría que esperar. Mari Juana esperó. Vio cómo entraba de vez en cuando alguna señora, algún señor de aquellos por quienes se levantaba rápido el ordenanza; los vio salir. Se le hizo tarde y tuvo que marcharse sin ver al jefe.
No obstante, se revistió de valor; se dijo una vez más que tenía que hacerlo, que lo que importaba era conseguir que volviesen a admitir a su esposo, y Mari Juana volvió aún a la oficina. Ese tercer día fue aún peor. Estaba ya cansada de esperar, cuando se abrió la puerta del despacho y apareció un señor, más alto que bajo, vestido de negro, y con lentes. Llevaba un fajo de papeles bajo el brazo. Mari Juana adivinó inmediatamente que era el jefe; de no haberlo adivinado se lo habría dicho al punto la obsequiosidad del ordenanza que corrió hacia él y su actitud servil al recibir órdenes. El jefe iba, según dijo, a despachar con el superior, y parecía llevar mucha prisa. Al ver su rostro, Mari Juana se desanimó. Sin embargo, se revistió de valor y se fue derecho a él.
—Perdóneme, ¿es usted el señor Arderiu?
—Sí, soy yo —le contestó, sin dejar de andar y sin mirarla, según el uso del Olimpo, pero con la cabeza inclinada con estudiada deferencia, para escucharla.
—Deseaba hablar con usted. Soy la esposa de Juan Bausá, y quisiera hablarle de mi esposo. Ya sabe usted…
—¡Ah!, sí, sí… Lo siento mucho, pero en este momento no puedo atenderla. Tal vez luego…-Y se alejó sin más, caminando de prisa por el corredor.
Mari Juana tragó el nuevo sorbo del amargo brebaje que le servían esos días, y esperó. El ordenanza se le acercó para aconsejarle piadosamente que lo mejor que podía hacer era volver otro día, aunque dándole a entender que lo mejor para ella tal vez fuera no volver más. Ella no dijo nada.
Pasó una larga hora. El jefe apareció por fin por el fondo del largo corredor. Vio a Mari Juana y se puso a hojear con gran interés los papeles que llevaba, afectando cierta preocupación. Por detrás de él avanzó otro señor; debía de ser el jefe de otro departamento. El señor Arderiu le esperó como a un salvador, y avanzó hacia allí charlando con el otro, muy pegado a él. Mari Juana le vio clara la intención de pasar sin detenerse, como si ignorara la presencia de ella. Dominando su sentimiento, se adelantó.
—Perdone…
—Ah, ¡es verdad! Tendrá que volver otro día. Me es imposible recibirla…
—Es que sólo deseaba…
—No puedo; no tengo un momento… —Y sin haber terminado aún, se metió en su despacho, cerrándole la puerta en su misma cara casi de golpe. El ordenanza estaba ya allí, junto a la puerta. ¡No fuera a pretender entrar! Él ya se lo había dicho.
Lágrimas de indignación le brotaron de los ojos a Mari Juana. Tenía deseos de gritar, de golpear la puerta, de sublevarse, pero no hizo nada. Se volvió lentamente, anonadada, sin oír al ordenanza que le reprendía aún que él ya se lo había dicho, y se alejó por el largo corredor, a ciegas, tambaleándose.
Entonces, Mari Juana tomó una resolución aún más heroica, y fue la de hablar con el jefe superior, abajo, como alguien le había aconsejado.
Al día siguiente madrugó; preparó los desayunos; se compuso como cada día y se dirigió de nuevo al Olimpo, pretendiendo, en su ingenuidad, ver al dios mayor. Esta vez, no obstante, y a pesar de las seguridades que le habían dado, Mari Juana temblaba un poco más y había perdido buena parte de la confianza que la guiaba la primera vez. A pesar de ser muy temprano, había ya mucha gente esperando, y Mari Juana se desalentó.
Aquí el ordenanza estaba de pie junto a la puerta, como el cancerbero a la entrada del Infierno: para lamer los pies a los que se acercaban con el ramo de oro, a los que ostentaban cargos importantes; para mostrar los dientes de sus tres cabezas a todos los otros sin distinción, y para ladrar, como los perros, a los miserables, también visibles a la legua. Éste era distinto del de arriba; éste era un humorista, un socarrón, que bromeaba con la impaciencia de los visitantes y se divertía con sus prisas. Había gente que llevaba allí un mes y hasta dos esperando, acudiendo día tras día. Muchos habían trabado allí amistad, y se consolaban mutuamente de no ser recibidos y se animaban mutuamente a volver.
A algunos los recibía el segundo secretario, y si se conformaban, los despedía con promesas. A Mari Juana se le encogió el corazón. Los había de toda condición; desde el obrero sin trabajo, en busca de colocación, al escultor, pintor o poeta, que solicitaba protección para que no se malograse su genio; viudas que solicitaban pensiones, amnistiados en busca de la recompensa. Había una mujer, vestida humildemente, que iba a participar al Gran Jefe, pero sólo a él, el nacimiento de su hijo.
Ella, ante la sonrisa de los otros, aseguraba que la noticia le alegraría, y hasta imaginaba que tal vez le hiciera un regalo. Al paso que iba, sin embargo, le comunicaría, no su nacimiento, sino su primera comunión o su casamiento.
De vez en cuando pasaban los jefes de Departamento, presidentes de comisiones, secretarios, secretarios de secretarios; a veces pasaba un diputado de nuevo cuño. Iban directos hacia la puerta, con la cabeza erguida, entre las miradas de todos y seguidos por un murmullo de voces; llegaban a ella, y sin mirar al ordenanza, colocado a un lado, ya inclinado y manteniendo con una mano la puerta abierta, pasaban al interior. Entraban y salían sin estorbo, visiblemente halagados por el murmullo que se levantaba a su alrededor, pero sin mirar a nadie. Casi todos eran nuevos en sus cargos, especialmente los cargos políticos; procedían en su mayoría de situaciones humildes, a veces de los pueblos, y se movían en ellos como con trajes nuevos; pasaban envanecidos de la facilidad con que lo hacían, de la reverencia del ordenanza, allí donde tantos no podían pasar. Algunos funcionarios, especialmente los inferiores, que necesitaban exagerar su importancia, salían con fajos de papeles y afectaban grandes prisas, retrocediendo rápidos a veces, como si se hubieran olvidado la receta de la inmortalidad, y se alejaban como si llevasen entre manos la salvación del mundo, cuando, en realidad, llevaban la de su familia. Era una pequeña comedia; los espectadores eran en número crecido y dispuestos a la admiración, y el hombre, sea del partido que sea, así que tiene espectadores, se siente inevitablemente con aptitudes de comediante.
A veces, muy pocas, se producía una disputa. Acudía el ordenanza; amenazaba con hacerles echar, y se restablecía el sosiego. Eran pequeñas erupciones del mal humor, engendradas por la larga espera, pero en general se esperaba el turno con paciencia, y hasta con humor. Todo se necesitaba.
Mari Juana, pequeña, temblando un poco, se dirigió al ordenanza. Éste se rió de su pretensión. ¿El jefe superior? ¡Caramba…! Le obligó a explicarle de qué se trataba. Ella se resistió, pero no tuvo más remedio que explicárselo, temerosa de que la echara. Él le dijo que aquello era asunto del jefe de Negociado. Ella le contestó que ya lo sabía, pero que deseaba hablar con el jefe superior.
—Bueno —repuso él—, espere ahí a que le llegue el turno. Todos ésos esperan. —Y añadió con sorna—: Si no tiene usted prisa tal vez consiga verle.
Mari Juana sintió que volvía a su boca el amargo sabor de estos días, y que las lágrimas pugnaban por asomar a sus ojos. No obstante, esperó. Estando allí, vio al jefe del Departamento; llevaba su fajo de papeles, y pasó entre la gente, también él engreído, sintiéndose importante, ante las zalemas del cancerbero abriéndole la puerta ante aquella multitud de infelices que no podían pasar y que le miraban calculando qué cargo debía de tener, quién sería. Mari Juana notó que la había visto y se sintió avergonzada. El jefe se dio cuenta de su presencia. El jefe superior no carecía de sentimientos, y sobre todo, sustentaba aún la idea un tanto ingenua de hacer justicia. Era difícil que Mari Juana lograse verle, pero, dada la obstinación que mostraba, todo entraba en lo posible. Si lograba verle aquella mujer podía desbaratárselo todo. Arderiu habló con el secretario, con quien se entendía perfectamente, pues eran tal para cual, y se volvió satisfecho. Mari Juana ya podía esperar. A la hora de cerrar, todavía quedaba mucha gente, casi siempre los mismos. El ordenanza anunció, con evidente satisfacción, que el jefe superior no recibiría a nadie más, y, con cierto aire de sorna, añadió que volvieran al día siguiente que tal vez les recibiría.
Mari Juana acudió todavía dos días más. En estos días no vio al Gran Jefe, pero presenció algunas escenas que la instruyeron un poco más sobre cómo iban las cosas. Trabó amistad con una pobre mujer de un pueblo de la costa. La mujer, entre otras cosas, le explicó que hacía un mes que acudía allí día tras día; le dijo que el jefe superior la conocía, pues en su juventud había estado de maestro en el pueblo de ella, y su hijo había ido a la escuela con él. Entonces, decía, estaban ellos en buena posición, y el actual jefe había comido algún domingo en su casa, invitado por ellos. Últimamente las cosas les habían ido mal y ella quería hablarle, para ver si colocaba a su marido. Estaba convencida que, de haberla visto, la hubiera hecho pasar en seguida, pero, según explicó, le desagradaba pasar ante los otros, y procuraba que no la viese. Que cada cual entrase cuando le correspondía. Cuando Mari Juana se fue al fin, para no volver, a su amargura de antes se había añadido un sentimiento de casi asco. Se acercó a la mujer y se despidió de ella amablemente; parecía muy buena, y tan ingenua, por lo menos, como ella. Le deseó suerte, y la dejó con su temor de que la viese un día su antiguo invitado y la hiciera pasar delante de todos.
Mari Juana sentía en su alma una inmensa fatiga; se sentía herida en sus íntimos sentimientos. Al llegar a su casa no pudo más: tendióse sobre el lecho y se puso a llorar. Lisa, que estaba en su cuarto, la oyó y corrió a su lado a ver qué le pasaba. Mari Juana dominó su llanto, pero se sentía tan triste, tan abatida, que acabó por explicárselo todo a su hija; desahogó en ella su corazón.
—Si me lo hubieras dicho te hubieras ahorrado este disgusto. Yo te lo habría desaconsejado. Le conozco. Ahora te lo puedo decir todo. Hasta ahora te lo oculté. Si abandoné la oficina, no fue porque se terminara el trabajo, fue por ese hombre. ¿Recuerdas que mi padre me vio un día en la calle con un muchacho? Era el hijo de él. Fuimos bastante tiempo juntos; lo suficiente para que lo llegara a conocer. Demasiado tiempo. Él habló a su padre para que me colocara en la oficina. No quiero explicarte lo que sufrí en aquellos días. No quiero recordarlo. A raíz de esto, reñí también con él. Fue un horrible desencanto. Pero, ¿a qué hablar de cosas tristes? Ahora ya está olvidado. Es preciso que papá renuncie definitivamente a este cargo. Creo que él se alegrará también. Acaso yo le encuentre algo mejor, por lo menos algo que a él le guste más. No te desesperes. Estos días…-Y Lisa calló de pronto, arrepentida de haber hablado tanto. Mari Juana la miró. Lisa no dijo nada más. Era su secreto.