EL CIELO amaneció encapotado; las calles, los muros, los empedrados parecían sumidos, ya de madrugada, en una atmósfera sombría, como de anochecer. Una densa masa de cúmulos avanzaba desde el Norte por el cielo nublado, ensombreciendo más aún el día. Juan Bausá había dormido muy poco aquella noche, y su sueño, en lo poco que había dormido, había transcurrido inquieto, interrumpido por súbitos sobresaltos, entre fragmentos de pesadilla. Se levantó, se lavó y se fue al saloncito, sin pasar por el comedor. Desde el comedor le llegaba la voz fresca de Lisa; después, la voz baja, cansada de su mujer. Hoy estas voces le penetraban en el alma, le conmovían como nunca. Era como si hubiera muerto y las escuchase ya desde el otro mundo.
Ellas debían de estar ahora desayunándose. Él no tenía apetito. Se encontraba cansado; le dolía la cabeza y se sentía en una profunda postración de todo su ser, como si acabase de llegar de un viaje largo y pesadísimo, como efectivamente llegaba. Cerca de un mes, día tras día, no había hecho más que caminar de un lado a otro, sin rumbo y sin objeto, a través de las calles, mirando acercarse este día; había venido saliendo por la mañana de casa y regresando al mediodía, volviendo a salir por la tarde y regresando a la hora de siempre, haciéndoles creer que iba a la oficina. Pero esto ha terminado y ha llegado la fecha fatal: el veintiocho. No es posible dilatarlo más; no puede escapar. En otro tiempo, este día era alegre. Cuando trabajaba Lisa en la oficina, ¡qué feliz era él en este día! El veintiocho era casi festivo. Desde la primera hora, la oficina presentaba un aire de fiesta y hasta él, el culpable de todo, parecía ese día de mejor humor, más amable con todos. Abajo en la Caja hacían esperar un rato, y en la antesala había siempre grupos de jóvenes que charlaban alegremente. Él y Lisa bajaban juntos a cobrar. Arriba se cumplían los trabajos más urgentes; se despachaban los asuntos del día, y sí no había nada extraordinario, se salía un poco antes de la hora. Si el trabajo estaba terminado, después de cobrar, muchos ya no volvían. Entonces Lisa y él —siempre salían juntos— tomaban por la calle Fernando, o la de la Boquería, y se dirigían a las Ramblas. A él nunca le habían gustado las Ramblas, pero con ella era diferente; con su Lisa al lado en todas partes se encontraba bien.
A veces llegaban hasta Colón, y en uno de los bares cercanos al puerto, a la vista de los grandes barcos, se sentaban a tomar un refresco. ¡Cómo gozaba él, sentado allí, al lado de su hija, con el mar enfrente, mientras la pianola tocaba pieza tras pieza, y a sus acordes se detenían a veces a bailar los pilluelos del puerto! Entonces Juan Bausá no sabía aún qué era esta pequeña felicidad de bajar a la Caja y dirigirse después a su casa, para entregarle el dinero a Mari Juana; ahora sí lo sabe, porque hoy, por más que se esfuerce, aunque clame y se desespere, no lo podrá hacer. Y Mari Juana está allí, tan confiada. Esta mañana, ayer, habría dicho en la tienda: «Hoy cobra mi marido; esta tarde o mañana le pagaré». Y el tendero: «No se preocupe, Juana; no sufra», porque sabe que nunca faltó. Y hoy, aunque se hiciera pedazos, no lo podría llevar. Veintiocho. Allí está, terrible, como una sentencia sin apelación, como un castigo. ¿Qué hará? ¿Adónde irá? Lisa ha entrado. Él ha desviado el rostro, asustado, temiendo acaso que le lea en los ojos la verdad.
—Adiós, papá. —Le ha besado, y él ha sentido que las lágrimas le acudían al punto a los ojos. Ella estaba ya en la puerta, y él todavía no había vuelto de su aturdimiento. «Adiós, papá»… Y, sin embargo, hoy hubiera querido también él decirle adiós. «Adiós, hija mía», y besarla. Como si no hubiera de verla más. «Adiós, papá»… «Adiós», murmura aún maquinalmente, inundado de lágrimas el rostro.
Y, no obstante, ella parecía feliz. Hasta él lo notó, a pasar de su turbación. Sí, Lisa estaba contenta. Tal vez…
—El desayuno se te está enfriando, Juan, ¿no sales…?
—Sí, sí, ya voy…
La oye que se aleja hacia el dormitorio. Mari Juana empieza ya la tarea, como cada día, como si nada sucediese, confiada, tranquila.
Él tiene el desayuno sobre la mesa, pero no siente apetito. Una viva angustia le oprime la garganta, le pesa sobre el estómago; aunque se esforzara no podría comer. Mari Juana está arreglando la cama. Saldrá para irse y le dirá adiós. Él quería que saliera a la puerta; le gustaría besarla hoy, como a su hija. «Adiós, Mari Juana.» Como si no hubiese de verla más.
Se levanta; coge su sombrero; mira el desayuno. Después ella irá al comedor y verá que no se ha desayunado. Pero no puede. Se aleja, arrastrando los pies; se detiene un momento de cara al dormitorio. Las piernas le flaquean; la angustia le ahoga; las rodillas parecen doblársele y las lágrimas pugnan por asomarse de nuevo a sus ojos.
—Me voy, Mari Juana. Adiós. —La voz ha sonado trémula, ahogada. Mari Juana, sumida en su trabajo, no lo advierte. Desde dentro, sin dejar de trabajar, le contesta:
—Adiós, Juan.
Como siempre, tan natural y tan dulce; como cada fin de mes en que él se iba, y a la vuelta le entregaba los billetes, y ella los ponía en el armario, en el pequeño cajoncito, sin contarlos.
Bajó las escaleras; iba completamente abstraído. Al llegar abajo se detuvo un instante como si vacilara. Luego, inconscientemente, empezó a caminar en dirección a su oficina.
No sabía por qué había ido allí. Se detuvo junto a la puerta; luego, traspasó el umbral. Los guardias estaban, como siempre, allí, paseando junto a la entrada. Se apartó a un lado ocultándose detrás de una columna. Desde allí vio a las muchachas, las mecanógrafas, pintadas, elegantes, perfumadas, algunas con sus sombreros puestos, que bajaban la escalera, camino de la Caja. Bajaban alegremente, como siempre, charlando y riendo. Algunas, acompañadas de jóvenes, regresaban ya, después de haber cobrado. Juan Bausá se sentía intimidado como un niño, sin fuerzas ni valor para nada. No obstante, avanzó hacia la entrada. Y, de pronto, sin saber por qué, sintió levantarse en su alma una vaga esperanza. Le parecía demasiado dura la verdad; le parecía que no podía ser. Acaso se hubieran engañado y no se tratara de una cosa definitiva. ¿Era posible que con un simple papel, así, en un instante, se quebrara tan terriblemente el ritmo de su vida, se condenara al hambre a él y a los suyos? Se dispuso a entrar. Probaría.
En aquel instante vio a uno de su oficina, y Juan Bausá retrocedió. Se ocultó de nuevo detrás de la columna y esperó a que pasara. Salió a la calle asustado. Se alejó hasta un callejón cercano, y oculto tras la esquina fue espiando la salida de sus antiguos compañeros. Cuando le pareció que no quedaba nadie, volvió a acercarse, pero esta vez lo hizo sigilosamente, como un ladrón, acobardado y trémulo, y se internó por el vasto edificio. Nunca le había parecido tan vasto, ni él se había sentido tan pequeño, tan poca cosa. Ante la ventanilla de pago, había aún dos muchachas. Juan Bausá esperó todavía. Se alejaron las dos, y él, pasado un momento, avanzó poco a poco y pesado, como si llevara plomo en los pies. En su pecho, el corazón parecía haber dejado de palpitar. Se detuvo ante la ventanilla; asomó la cabeza buscando al pagador. Le sonrió.
—Llega usted muy tarde.
Se animó; casi no respiraba.
—Sí, sí… Es que…
El otro buscaba su nombre en la lista. Él temblaba de pies a cabeza; la opresión le ahogaba.
—Pero, usted 110 figura en la nómina. Ahora lo recuerdo… Está usted cesante…
—Es que yo… ¿Sabe?…
—Lo siento, pero yo no puedo hacer nada. He de atenerme a la lista…
Y le cerró la ventanilla en la cara, como si cerrase ante él la puerta de la vida.
¿Qué hará ahora? ¿Adónde irá? Permaneció un momento allí, sin ver a nadie, sin preocuparse ya de que le vieran, como arrojado en un lugar desierto, en el frío y en la soledad. Comenzó a caminar hacia fuera, lentamente, más pesado aún, ensimismado. Era tarde. El enorme edificio estaba casi desierto. Aquí y allá se veía un empleado, de uniforme, paseando. Se encontró en la calle. Miró a un lado y otro, sin saber adónde ir. El cielo sobre la plaza estaba oscuro. Soplaban ráfagas de aire húmedo; no obstante, se dejaba sentir el bochorno. La lluvia se presentía cercana. A lo lejos se oyó el estallido de un trueno. Empezó a andar, sin saber hacia dónde, pero caminaba hacia su casa. Había andado ya un buen trecho. Estaba en la calle de la Boquería, a punto de doblar la de los Ciegos, cuando se detuvo, de pronto, sobresaltado, como si despertase. Mari Juana estaría allí cerca, esperándole, tal vez impaciente por los pagos, y él había de llevarle el dinero. No, no podía ir a su casa, no podía enfrentarse con Mari Juana y decirle… No podía. Retrocedió asustado, con temor de que le viesen y empezó a andar en sentido contrario, sin rumbo.
Ahora caminaba confundido con una multitud indiferente, y en medio de la inmensa ciudad caminaba más solo que si estuviese en un desierto. El cielo estaba cada vez más sombrío, como si acompañara a su alma. Tal vez lloviera. Pero ¿qué le importaba? Uno que pasaba casi corriendo le dio un empujón. Continuó su camino; más allá tropezó y estuvo a punto de caer.
Parecía no darse cuenta de nada. Continuaba avanzando. ¿Qué representaba él, Juan Bausá, un pobre funcionario cesante, un insignificante funcionario, qué significaba él con toda su angustia, en esta inmensa ciudad indiferente? Nada. Nunca había sido nada, pero hoy era menos que nada. Era una mísera hormiga, y uno podía pasar y aplastarle con el pie, así, como se aplasta a una hormiga, y aplastar con él a toda su familia. Poco a poco, la débil llamita de su odio volvió a encenderse, a su pesar, en el fondo de su alma. Era una necesidad, y para alimentarla, se acordaba de las palabras de la vieja compañera de oficina. La imagen odiada del jefe se levantaba ante él, y aún ahora, en su desesperación, su evocación le producía el mismo escalofrío de miedo. «¡Cobarde!» La palabra volvía a restallar en el aire, junto a su oído, en su alma. «¡Cobarde! ¡Cobarde!»
Ahora saldrá él; tiene que salir. Podría esperarle detrás de una esquina; lanzársele encima, morderle, ensañarse con él, con uñas y dientes. «Ofendió a tu hija, y tú la has dejado ofender. No eres nadie. No le esperarás; no harás nada. ¡Cobarde! ¡Cobarde!» «Pregúntele a su hija por qué la despidió, pregúnteselo. Es un canalla. Ahora, en el puesto de usted, ha colocado a un sobrino suyo.» «Y no harás nada. Vas por la ciudad más solo que un niño en una selva; perdido. Te han ofendido. La ciudad gira indiferente, sombría, tumultuosa, insultante. Y eres en la ciudad como una hormiga, que uno puede, si le da la gana, aplastar con el pie, y aplastar con ella a su familia. Así, como a una hormiga. No eres nada.»
Hablaba solo y seguía marchando, sin rumbo. Había dado la vuelta por detrás de la Catedral, y de nuevo, sin él decírselo, sin saberlo, se dirigía a su casa por la parte alta. Estaba en la calle de la Paja; cerca ya de la plaza. Se detuvo y retrocedió otra vez. Volvió por detrás a la plaza de San Jaime, dando un amplio rodeo, y por la calle de la Boquería —siempre en torno a su casa—, se dirigió hacia las Ramblas. El calor era sofocante. Se detuvo fatigado; estaba sudando, tenía la garganta seca, y de pronto se sintió atormentado por la sed. Se palpó los bolsillos; no llevaba dinero. Esta comprobación pareció acrecer su sed; su necesidad de beber se hizo más violenta, irresistible. Siguió apresuradamente hacia el final de la calle. Allí estaba la fuente, con sus tres caños manando sin cesar. A aquella hora no había nadie. Juan Bausá pisó con tanta prisa el pequeño escalón, que tropezó, dando casi de pecho contra la pila. Se irguió, sin hacer caso, se asió con una mano a uno de los caños, hundió la boca en el chorro y bebió un largo trago, sin tomar aliento. El agua manaba con fuerza y le salpicaba las ropas, pero con la sed no se daba cuenta de nada. Se retiró completamente mojado. Se enjugó el sudor de la frente, y permaneció un momento indeciso, sin saber qué hacer ni qué camino tomar. Empezó de nuevo a andar; se alejaba otra vez por la calle de la Boquería; otra vez en dirección a su casa…
Frente a los Ciegos pareció vacilar un instante; desde allí, adentrándose dos pasos, vería el balcón de su casa. Acaso en el balcón… Hizo ademán de adelantarse, pero la idea de que Mari Juana o Lisa pudieran verle le hizo retroceder asustado. El cielo sobre estas calles estrechas aparecía más sombrío, más bajo y oprimente; la circulación era muy escasa; a aquella hora, por aquellas calles, parecía andar por una ciudad abandonada bajo la sombra creciente del nublado.
Se oyó de nuevo tronar, un poco más cerca, por el lado de San Andrés. Él continuaba andando. No pensaba nada; no sentía los truenos, ni la proximidad de la lluvia; ni sabía si estaba nublado o sereno, si llovía o lucía el sol; sólo el terrible hecho estaba presente en su alma, y se movía con una sensación de encarcelamiento. El destino le había preparado una trampa, y él se agitaba en ella prisionero, como un animal cogido vivo, sin posibilidad de escapar. Se movía completamente por instinto, maquinalmente, dentro de un inmenso vacío; aunque a distancia giraba siempre alrededor de aquel centro, aquel centro donde había transcurrido su vida, donde tenía su vida en las dos imágenes queridas. Se movía como un animal herido en torno al refugio donde dejó a sus pequeñuelos, sin poder llegar a él, en el más atroz de los suplicios. Allí estaba su vida; allí el recuerdo de sus padres, de su niñez feliz, transcurrida en una dulce inconsciencia, tan ajena siempre de los bienes y males del mundo; allí estaba su salita, su dulce rincón, con las veladas y la compañía de Mari Juana y de Lisa… Él no se decía nada; nada sabía, pero sus pies le llevaban infaliblemente al mismo lugar, al lugar donde continuaba viviendo con el pensamiento, donde, como un árbol, había echado raíces, y del cual se sentía arrancado de golpe, perdido.
Pasaron las horas; la tarde avanzó y sobrevino el anochecer. Juan Bausá todavía continuaba vagando; iba sin rumbo, pero siempre por las mismas calles. El día se había aclarado y se había vuelto a ensombrecer. El cielo estaba completamente cubierto; los truenos se oían más cerca, por el lado del mar, y había empezado a llover, aunque sin fuerza. Él continuó andando, sin hacer caso de la lluvia, sin sentirla.
La gente, después de comer, había vuelto a llenar las calles; él, huyendo de la gente, se había refugiado en la ciudad gótica, por los alrededores de la Catedral; avanzaba por las calles desiertas, calladas y estrechas, con tiendas de antigüedades, rodeadas también de silencio.
Su aspecto era lamentable; parecía un mendigo, un vencido de la vida, el hombre más miserable. Había estado andando casi sin cesar desde la mañana; se había sentado a descansar en un banco, junto a un portal, en una calle solitaria, pero su inquietud, su terrible zozobra, le aguijoneaba sin cesar; se levantó con esfuerzo, apoyándose en la pared y volvió a andar. Iba cada vez más pesado, agotado por el cansancio, empapado de sudor, exhausto. Los zapatos, ya viejos, se le habían abierto por los lados; el derecho tenía la suela partida, y la piel le rozaba el suelo; con los pies hinchados, andaba cojeando y, sin embargo, no podía dejar de andar.
A medida que la tarde avanzaba, otro tormento se añadió a los que padecía, y fue creciendo hasta dominar todos los demás: el hambre. No había comido nada en todo el día, y el hambre le mordía ahora el estómago, le impulsaba también a caminar. Las sombras del anochecer se hacían más densas sobre la ciudad, y él se dirigió de nuevo hacia las Ramblas. No tenía dinero; no sabía qué hacer; no pensaba. Sólo sentía la necesidad irresistible de comer; el grito doloroso del estómago que le empujaba hacia allá, que le hacía olvidarse de su situación. Por delante de la Catedral avanzó hacia la plaza de Santa Ana. En la Catedral dieron las siete. Se estremeció. Aquello no tenía sentido; no había ni ciudad, ni calles, ni casas, ni campanarios; no había tiempo ni personas, y él iba hambriento, solo, perdido en un infinito de sombra y de amenazas. Era un terrible anacronismo. Sintió temor de las campanas, y huyó con paso más apresurado, casi cayendo a causa de sus pies heridos. Al llegar a la plaza retrocedió, tal vez por la inmanente atracción de su casa, pero sin confesárselo tampoco esta vez a sí mismo; sin embargo, en seguida se desvió hacia la Puertaferrisa. Caía un fuerte chaparrón; tronaba y relampagueaba. Él no lo sentía, pero iba calado por completo. La cabeza le ardía; y, no obstante, a causa de la debilidad sentía ahora estremecimientos de frío. Iba como desatinado, cayendo aquí y levantándose allá. A veces balbuceaba palabras ininteligibles; se detenía un instante a mirar, y volvía a caminar. Miraba los escaparates con los quesos amontonados, los jamones, las latas de conserva, las gruesas longanizas cortadas al sesgo. La boca se le llenaba de saliva, que tragaba sin cesar. En los bares, sentados en la barra, muchachas elegantes, hombres, jóvenes parejas tomaban el café con leche humeante, el chocolate; hundían en él el croisant y se lo llevaban a la boca.
Él, parado ante la puerta, cerca de una muchacha, iba siguiendo con la mirada, como un perro, al croisant, del vaso a los labios, de los labios al vaso, engullendo saliva. La muchacha le vio de repente. Se asustó de su aspecto y estuvo a punto de gritar. Él se retiró rápido, como sorprendido en una actitud vergonzosa, casi con temor. Un poco más allá había otro bar; aquí tomaban vermut, cerveza. Al lado de los vasos, en pequeños platos, se veía ensalada rusa; calamares fritos o pulpitos con salsa; pedazos de bacalao con guisantes; huevos duros partidos por la mitad, y hasta él llegaba el olor apetitoso de los platos, que le despertaba todavía más viva su tortura. Mientras bebían y comían, los hombres reían y hablaban alegremente. No le daban ninguna importancia. Un pequeño plato quedó allí con un poco de ensalada sin terminar. Lo estuvo mirando fijo, hasta que el mozo lo cogió, lo limpió con la cuchara tirándolo en el cubo bajo el mostrador y lavó el plato.
Se alejó torpemente, pero con prisa, a pesar de sus pies lastimados. Ráfagas de desesperación le sacudían. Sólo pensaba en el hambre; en aquel grito insistente, desesperado, de su estómago que se retorcía, produciéndole casi dolor. Empezó a notar el contacto de las ropas mojadas; sus carnes temblaban con repentinos estremecimientos. De nuevo tenía un bar delante; allí estaba, con sus taburetes, con sus jóvenes devorando sandwiches y pastas, tomando café con leche. ¿Y si entrase? Podría pedir un vaso de café con leche, y luego,… No, no podrá; no tiene valor. Vuelve a caminar. La lluvia continúa cayendo. Las gentes pasan con indiferencia, protegidas por sus paraguas, envueltas en sus impermeables, extrañas, lejanas, como de otro mundo. No tienen nada con él ni él con ellos. Está solo. A veces le empujan, tropiezan con él, se alejan blasfemando de su torpeza. Él no los ve, no los oye. Es como si tropezara con un árbol; se aparta y continúa. No sabe adónde va, ni qué hará; no sabe qué hace, qué espera en este lugar; apenas sabe ya quién es. No sabe cuánto hace que vaga por las calles, ni cuándo cesará de andar. Acaso, al fin, cuando no pueda más, se deje caer junto a un portal y ya no se levante; acaso emprenda al fin el camino hacia el campo, y se tienda en cualquier lugar, donde nadie le vea. Si cae, sabe que no se levantará. Pero ahora tiene hambre. ¡Hambre! Hambre como para romper a puñetazos los escaparates y atracarse. Pero él es un cobarde y no lo hará.
Los ojillos, pequeños, tristes, se le desorbitan mirando los escaparates; la boca se le hace agua y traga saliva sin cesar. La calle termina aquí; la lluvia ha cesado un momento, y en el cielo brillan algunas estrellas. Muy lejos, hacia el mar, se oye aún tronar de vez en cuando. Ante él está la Rambla, como un gran río turbulento, ruidosa y agitada; la gente va y viene; sube y baja a la sombra de los grandes plátanos, como una riada. Aquí, al final, hay un pequeño puesto donde venden frutas, caramelos. En invierno, en este lugar, venden castañas. Es el mismo dueño. Hace años y años que el puesto se halla aquí; cuando él era niño ya estaba. Entonces había una anciana; ahora es un hombre, pero el puesto es el mismo. Él recuerda a este hombre levantando la tapa del hornillo, removiendo con la pala sus castañas, y le parece percibir el grato olor de las castañas asadas. ¡Cómo le gustan! Entonces pasaba por aquí con su padre, y se detenían a comprarlas. Pero la mujer debió de morir; su padre ya no existe, y él es una triste hormiga, un pobre hambriento perdido en la ciudad; no es nada. Hoy no hay castañas; las castañas se venden en invierno y ahora es verano; es un día de verano, caluroso; ha llovido y truena aún por el lado del mar. No hay castañas, pero aquí están los sabrosos higos; están los de Fraga expuestos en un cajoncito, que parece invitar a comer; después hay almendras tostadas. ¡Si tuviera al menos un real! Pero nada: ni una triste moneda. Nada, Registra los bolsillos, nerviosa, torpemente. Nada. El hombre arregla un poco los higos; los remueve de modo que queden arriba los de mejor aspecto. Es un hombre pequeño, nervioso, y tiene cara bondadosa. De pronto, una idea le iluminó la mente: la señora María. Ella le daría cuanto quisiera; le ayudaría. Podría ir, pero en seguida vuelve a su abatimiento; piensa que está al lado de su casa, que le verían. Es casi seguro que la señora María sabe ya todo lo sucedido, sabe que se emborrachó, que, dio vivas al rey en plena calle, que le han echado de su empleo… Y, sin embargo, si no estuviese junto a su casa, iría. Está seguro que le ayudaría.
El hambre le distrae de nuevo de estos pensamientos. Es más fuerte que todo. Un anciano se ha detenido ante el puesto y ha comprado un cucurucho de almendras. Se ha alejado comiendo. El hombre ha removido un poco las almendras y él ha percibido su olor. Cuando él era niño ya estaba este puesto aquí, estaba en el mismo lugar, pero entonces había una mujer, una buena mujer. Él iba con su padre, cogidos de la mano. Los recuerdos iban afluyendo, enterneciéndole; por su rostro comenzaban a correr las lágrimas. Hablaba bajo, febrilmente, en un monótono balbuceo. Él iba con su padre; su padre le compraba castañas, y la mujer le daba siempre una para él, a veces dos. Él era muy niño. Una vez fue niño pequeño; vestía un trajecito azul y tenía un padre y una madre, y fuera de ellos no sabía nada de la vida. Un día pasaba por aquí con su padre; debía de ser domingo; él iba con su trajecito azul y con su gorra marinera… ¿Cuánto hace de esto? ¿Diez años? ¿Veinte? ¿Cien? Luego se casó. Un día, el más feliz de su vida, estuvo arrodillado ante el altar en la capilla de la iglesia de la Concepción al lado de ella, y quedaron unidos para siempre. ¿Para siempre? Tenían una casa, y por las noches él se sentaba a leer junto al fuego; escuchaba la radio y esperaba que viniese ella… Allí se sentó muchas veces a jugar con su pequeña… Luego, le echaron de su empleo… ¿Cuánto hace de esto? ¿Un día? ¿Un año? ¿Diez?… Él era un niño pequeño; debía de ser domingo aquel día… Si le pidiese… Tiene cara de buen hombre. Si le pidiese… Ahora se ha detenido una pareja; deben de ser novios y parecen felices. Él pide higos; ella los toma. Él le da el dinero al hombrecillo… Un higo ha rodado por el suelo. A Juan Bausá los ojos se le van detrás. El higo ha ido a parar junto a la acera. ¿Se habrán dado cuenta? Esperará un instante. ¡Lo pisarán! Los pies van y vienen junto al pequeño fruto. Él no deja un momento de mirarlo por entre los pies que pasan. El corazón le palpita angustiado. ¡Lo pisaron! La saliva le aumenta, le inunda la boca; se la traga y vuelve a tragarla; mira a su alrededor, se agacha rápido y lo oculta en su bolsillo. Lo aprieta un momento allí, con mano trémula, y apresurada, golosamente, se lo lleva a la boca; mastica rápido, lo engulle con voluptuosidad, y en seguida vuelve a mirar los higos rebosantes en la cajita, las almendras, las pasas… ¿Si le pidiese?… Un señor se ha detenido de repente ante él y le alargaba una moneda. Él huye, en un movimiento instintivo, asustado.
—No, no…
Le han tomado por un mendigo.
Tuvo piedad de sí mismo, pero, en seguida lo olvidó, y hasta pensó que habría podido tomarla. Le hubieran dado cinco, tal vez seis higos. El que ha comido ha servido sólo para despertarle más el apetito. Podría pedir. Así, con el sombrero echado sobre los ojos, no le reconocerían… «Señor…» Pero, no; no puede. ¡Dios, cómo cuesta alargar la mano! No, no es posible. «Señor…» No, no hay manera; la mano no quiere alargarse; la retienen desde el corazón. No hay manera. Llora. Mira a su alrededor, con los ojos inundados de llanto. ¿Le habrán visto?
«¿Qué importa? Estás solo; las gentes van y vienen, pero tú estás solo; inmensamente solo, y en la ciudad eres una hormiga a la que uno, si le da la gana, aplasta con el pie, así, como una miserable hormiga, y con él aplasta a toda su familia.» Se aleja. El hambre le atormenta horriblemente; está mojado; suda, pero siente estremecimientos de frío. Se arropa en su americana, y se estremece más aún. Llora sin querer, sin darse cuenta; los pies no le pueden sostener, y no cesa de moverse para descansarlos alternativamente de su peso, para aliviarlos.
Ahora vuelve a llover.
La gente sigue pasando junto a él bajo sus paraguas, envuelta en sus impermeables, silenciosa, lejana, como si fuese de otra raza y Barcelona se hubiera convertido en una ciudad extranjera. Otro hombre se detiene a comprar almendras. Él retrocede y fija su atención en el cucurucho, quiere ver si cae de nuevo algún fruto. Pero nada. El hombre se aleja; pasa junto a él. Las cáscaras crujen entre sus dedos; las tira y cada vez lleva el fruto a la boca; él traga saliva; parece como si sintiese en la boca el grato sabor de la fruta masticada. Mira un instante las cáscaras en el suelo. Los que pasan las van pisando. Se aleja de nuevo, torpemente y pesado, con los zapatos destrozados, los pantalones cayéndole, mojado, con el rostro inundado de llanto. ¿Dónde irá? Vuelve a pensar en su casa. Su casa está allá arriba; es una habitación quieta, tranquila. Sobre la mesa hay una luz encendida. Allí está Mari Juana, está su hija… Es el Paraíso; le han echado de él, y él está desnudo, lleno de ludibrio, en la noche y la desolación, en el infierno. Llora.
De pronto, se rehízo, aterrado, como uno que avanzando por un prado pisa inadvertidamente una serpiente. Se lanzó contra un portal, ocultándose. Allí, al otro lado, muy cerca de él, estaba Lisa, estaba su hija. Iba distraída, con su impermeable, mirando a los que pasaban, escrutando ansiosamente bajo las luces con expresión desesperada. Tal vez lloraba. Lisa le iba buscando; no cabía duda. Pasado el primer impulso de temor, de huida, se puso a contemplarla. Nuevas lágrimas corrieron por su rostro, mientras la miraba enternecido. Quiso gritar, correr hacia ella como un loco; se retuvo, detenido por aquel sentimiento que le impulsaba a huir de los suyos, y cuya causa apenas recordaba. Empezó a retroceder hacia las Ramblas, cuidando de que no le viera. Ganó la esquina y se alejó sin mirar, con la cabeza gacha, escondida bajo el sombrero. Avanzaba tambaleándose, casi cayendo, sobre sus pies deformes, doloridos. La voz de Lisa sonó, de pronto, en su noche; resonó en su alma vacía:
—¡Papá!… ¡Papá!…
Él echó a correr, aterrado, arrimado a la pared; se lanzó a través de la Rambla, ocultándose en el gentío. Un ¡ay! vibró junto a él. Un auto se había parado con rápido frenazo.
El guardabarros le había rozado la pierna. Se oyeron voces, pasos, carreras; el chófer increpóle, entre blasfemias, y en medio de la confusión, de las luces, de los gritos, volvió a percibir la voz de su hija, más angustiosa, más cerca:
—¡Papá!…
Él continuó corriendo, tambaleándose, casi cayendo. La voz de Lisa continuaba llamándole; y de pronto, obedeciendo a un impulso súbito, se volvió rápido, buscándola, con los ojos arrasados en lágrimas y la llamó también con un grito:
—¡Lisa! —Y quiso correr hacia ella con los brazos abiertos, pero las fuerzas le faltaron y cayó al suelo, llamándola.
Estaban ya en el taxi, camino de su casa. Él temblaba ahora con un nuevo temor. Las palabras de Lisa no habían conseguido tranquilizarle.
—¡Lisa!…
—Te he dicho que 110 te preocupes, papá. Mamá lo sabe todo; lo sabemos todo…
—Y… ¿me espera?…
—¡Claro que te espera! ¿Cómo puedes dudarlo? Vamos, papá —acariciándole—. Sé razonable.
Él calló.
El taxi se detuvo por fin ante la casa. Lisa pagó; ayudó a bajar a su padre. Al pie de la escalera estaba Mari Juana; vio pararse el taxi; vio a Lisa; buscaba ansiosa, angustiosamente, detrás de Lisa; descubrió la figura de él removiéndose en la oscuridad, y lágrimas de alegría, de emoción le asomaron a los ojos. Se dominó en un esfuerzo y se adelantó hacia él.
—Juan…
Él ocultaba el rostro.
—Ven. Apóyate en mí. ¿Por qué has hecho esto?
Él no podía hablar; de nuevo estaba llorando. Mari Juana le dejó; tenía que hacer un enorme esfuerzo para no estallar también ella en llanto.
Le condujeron a la alcoba; le mudaron la ropa entre las dos. Él no hacía más que enjugarse las lágrimas; le lavaron los pies, se los curaron y vendaron; le pusieron los calcetines secos de lana, y le calzaron las zapatillas de fieltro. Una oleada de bienestar, un profundo enternecimiento le iba inundando. No podía mirarlas.
—Levanta el pie, papá, así…
—Cuidado, Juan… ¿Te duele?
—Ahora, la izquierda.
—Ya está…
Apoyado en las dos se dirigió al saloncito. Era su deseo. Se sentó en su sillón. Mari Juana habló. Se movía animada, contenta de tenerle de nuevo con ella.
—Mira, voy a comprar algunas cosas que me faltan para la cena. Tú quédate con él, Lisa. Entretanto, vigila el fuego. Yo vuelvo en seguida.
Salió.
Quedaron solos él y Lisa.
Él miró a su hija. Estaba sentado cómodamente en su sillón; dentro de las ropas secas, suaves; tenía los pies vendados, en sus viejas zapatillas de fieltro, y estaba en su saloncito, con la luz encendida en la mesita, y tenía a su hija allí. Y, sin embargo, sentía una honda pena, como si no mereciera tanta dicha. Miró a Lisa, y se sintió de nuevo conmovido; un impulso de exaltación le fue arrebatando, y el alma le fue asomando a los labios.
—Lisa, ángel mío… Eres mi ángel de la guarda. Me vi derribado sobre el empedrado; estaba en una plaza sombría donde los hombres se mataban; una plaza llena de gritos, de tiros, de blasfemias, y yo estaba derribado bajo las patas de un caballo; creía morir, y de pronto, Lisa, oí tu voz que me llamaba. Andaba perdido por las calles; la ciudad no parecía la mía; era una ciudad extraña, dura, sombría, y yo iba por ella como en una pesadilla; yo era el más miserable de los hombres, era un perro, un pobre mendigo. Uno que me vio me alargó una limosna; iba hambriento, desesperado, y en medio de mi agonía oí el sonido de tu voz que me llamaba. Estaba muerto de hambre, Lisa; el hambre me consumía y hubiera cometido un delito por un pedazo de pan. Oí tu voz, Lisa, y ya no siento hambre ninguna. ¿Ves? Estoy tranquilo. Cuando esté en el infierno, Lisa, ángel mío, porque iré al infierno, donde me enviará Dios por mis cobardías, por mi indignidad…
—Papá, no digas eso… ¿Por qué hablas así? Si eres el hombre más bueno del mundo…
—No, no… He sido un cobarde; no he sabido defenderme, ni defenderos a vosotras, e iré al infierno. En el infierno, Lisa, en medio de las torturas del infierno, sólo le pediré a Dios que me deje oír tu voz, y oyéndola me sentiré feliz, como me he sentido hoy, porque vengo del infierno, Lisa, y estoy seguro que Dios no puede inventar un infierno como éste del que acabo de salir. Gracias, Lisa, ángel mío. Iba por el mundo, estaba abandonado de todos, y no pensé ni un momento que mi ángel guardián me seguía. Pensaba estar solo en el mundo y no me acordaba de que tenía una hija. Perdón, Lisa, perdón…
—Pero, papá… ¿Por qué te pones así? Mira, ya vuelve mamá.
Mari Juana llegó animada. Preparó la cena, y también él se fue animando.
No comió mucho, a pesar de su hambre; parecía que con el bienestar espiritual que había descendido hasta él se le calmaban también las torturas físicas; hasta los pies se los sentía tibios, suaves, envueltos en las vendas, y la sangre circulaba por ellos ligera, como un agradable cosquilleo.
Oía la voz de ella, dulce, consoladora; a veces, un poco lejana, dentro de su fatiga, dentro del sueño que se iba apoderando de él, a pesar de sus esfuerzos.
—No tenías que preocuparte, Juan. Si has perdido tu colocación, encontrarás otra. Si no la encuentras, aquí estamos nosotras. ¡Ah! Me olvidaba de decírtelo. Fui a ver a Aranda; le hablé de la deuda que tenía y la necesidad en que estábamos. No me lo pagó todo, pero con lo que me dio tenemos para unos días. —Mari Juana le ocultaba la resistencia de él a pagarle, la violencia con que había tenido que proceder.
Él, mientras hablaba ella, quizás en su deseo de ayudarlos, en la vergüenza que a pesar de todo experimentaba, se acordó de repente del dinero que había escondido tras la radio. Vaciló un instante asustado; le parecía que revelar aquel secreto era sacar de nuevo a la luz su vergüenza, pero al fin se lo dijo.
Mari Juana fue a la radio y sacó el dinero. Pareció haber adivinado sus sentimientos, pues apenas le habló de ello. Lo habló sólo con Lisa.
—Así tendremos para algún tiempo. Esto nos permitirá buscar sin agobio. —Ante él se mostró de nuevo animosa, esforzándose en infundirle ánimo.
Él, no obstante, no parecía animado. Continuó como avergonzado, casi sin atreverse a mirarlas.
Después de cenar pasaron a la salita. Mari Juana dejó los platos sin lavar y se quedó con su marido y su hija. No quería hablarle ya más a Juan de lo sucedido, pero él continuaba preocupado. La transición había sido demasiado brusca, y pegada a su alma parecía aún llevar la sombra del temor pasado. Mari Juana le habló dulcemente; con suavidad, y su voz caía como un bálsamo sobre su alma herida.
—Precisamente Lisa ha encontrado trabajo. Aunque tardes tú en colocarte, podemos arreglarnos muy bien. Además, me tienes a mí. Mientras no encuentres nada, yo puedo planchar, o coser para las vecinas. Por las noches todavía me queda tiempo…
¡Qué fácil lo volvía todo esta mujer! Lo que le parecía antes tan horrible, ahora, escuchándola a ella, quedaba en nada, y él se había comportado como un loco.
—Perdón, Mari Juana.
—¿Por qué? No puedo comprender cómo pudiste ocultárnoslo. ¡Era tan sencillo decirnos lo que te sucedía!
—Sí, sí, es verdad. Todo era sencillo.
—Hoy he hablado ya con cierta persona. Lo más seguro es que vuelvan a reponerte en tu puesto. Y si no, entrarás de ordenanza en un banco. Esto no será difícil. Además, Lisa nos ayudará…
¡Qué dulce sonaba su voz allí dentro! Fuera llovía; se oía la lluvia contra el balcón y, muy lejos, el alboroto sostenido de las Ramblas. Era la tempestad; era la fiera de cuyas garras había escapado, que ululaba todavía a lo lejos; era el infierno, aquel infierno en donde había oído la voz de Lisa anunciándole la salvación. No sabe lo que hubiera sido de él. Tal vez se hubiese vuelto loco; quizás habría terminado por robar, por mendigar; quizá, mejor, hubiera buscado una calle desierta, o un árbol, como un perro, y se hubiera tendido junto a él, para morir. La lluvia suena monótona en el balcón. Aquí cerca se oye la voz de Mari Juana. ¡Qué suave suena su voz! Un dulce sopor le adormece. Es como si estuviera en la cuna y se durmiera al arrullo de una vieja canción.
—Te estás durmiendo, Juan. Vamos. Te acompañaremos a la cama.
Él se deja llevar, entre su hija y su mujer. Se tiende en la cama. Lisa se ha ido. Desde el fondo de su pesadez mira a su mujer.
—Mari Juana.
—Vamos, duerme. Como si fueses un niño. ¡Qué tonto eres! ¡Verás qué felices seremos! —Las lágrimas brotan en los ojos de él, y continúa sin apartar los ojos de su esposa. Ella le arropa—. Verás. Hala, duérmete.
Mari Juana le mira un momento, feliz de tenerle otra vez aquí, después de las zozobras pasadas, y ahora, dormido él, deja que corran sus lágrimas. ¡Había sufrido tanto aquella tarde!… Él duerme con un sueño feliz; se le adivina: como un niño, con el sueño tal vez más feliz de su vida desde muchos años. ¡Cómo descansa!
Desde el corredor llega hasta Mari Juana la voz de Lisa, que le habla:
—Yo me voy también, mamá. ¡Estoy tan fatigada! Buenas noches. —Y se va.
Mari Juana se sobresalta. Quisiera preguntarle: «¿Ya te vas, Lisa?», pero no puede. No sabe ni siquiera contestar a sus «Buenas noches». Mari Juana apaga la luz, y paso a paso, muy lentamente, sale al saloncito. La sospecha, el temor le asaltan ahora cruelmente. A Mari Juana no le cabe duda: Lisa esta noche rehúye encontrarse con ella, hablar a solas con ella. ¿Cómo podía concebirse, en efecto, que después de lo sucedido no la esperase para hablar de su padre, para discutir juntas lo que tenían que hacer, para ayudarle? ¿Cómo ha podido dejarla sola esta noche?
Mari Juana entra en el saloncito. Y, sin embargo, estaba ansiosa por hablarle. ¡Necesitaba tanto aligerar un poco su pecho; sentir que tiene alguien, también ella, en quien apoyarse! Porque, a veces, siente Mari Juana que sus fuerzas flaquean, y, por más que finja serenidad, también a ella le asusta el porvenir. No es como cuando era joven; ahora se siente ya anciana, y a veces tiene miedo a enfermar. Siente vértigos, dolores de cabeza, flaqueza en las rodillas… Esto la aterra. Saca por puro hábito su cesto de la ropa y se sienta junto a la luz a coser. Pero no puede; ahora nota la falta de él a su lado, su compañía de cada noche, su pregunta: «¿Estás cansada, Mari Juana?» Esto parecía darle fuerzas. Recuerda detalles de su vida con él. Se enternece. «¿Es posible —se pregunta, estremecida— que haya quien le pueda hacer daño?»
Mari Juana revive ahora con el pensamiento los momentos de esta tarde de agonía; recuerda las torturas de su espera, en que se sintió asaltada por las más negras ideas. De esta tarde, Mari Juana comprende aún con más claridad cuánto le quiere. ¡Se ha acostumbrado tanto a su compañía, a su bondad! También ella ha soñado siempre con llegar a la vejez a su lado; irse cuando Dios lo disponga, pero irse juntos como han estado siempre en la vida, y sintiendo al lado de ellos a Lisa, y verla tal vez casada, ya sin pesar.
Pero esta noche en su alma ha resucitado una duda terrible, una angustiosa incertidumbre. Se ha librado de la preocupación por él y ya siente que una nueva preocupación no menos terrible le ensombrece el alma a causa de Lisa. Mari Juana no acierta a comprender lo que sucede en el alma de su hija, pero en su actitud de estos días adivina algo que la hace temblar. No es que dude del amor de Lisa por su padre, del que siente por ella. De esto no puede dudar. Y, sin embargo… Mari Juana repasa en su mente todos los incidentes de esta noche, y la actitud de Lisa la afirma más y más en sus dudas; ahora la ve clara su actitud. Cada vez que ella, hablando con él, para animarle, se refería a la ayuda de Lisa para superar las dificultades, ella desviaba los ojos y guardaba silencio como avergonzada. Ella, Mari Juana, había insistido varias veces, buscándole los ojos, pero no pudo conseguir que la mirara un momento y le dijera que sí, aunque fuera sólo con la mirada. ¿Qué ocultaba su hija tras aquel silencio? ¿Qué había sucedido en su vida, que no se atrevía a decirlo? ¿Qué nuevo golpe le preparaba el destino tras aquella enigmática actitud? Él, Juan, no ve nada. Él es feliz y duerme con el más blando de los sueños. Ella le ha devuelto la paz; pero se ha quedado con la incertidumbre y la zozobra.
Mari Juana hace un esfuerzo para librarse de sus pensamientos. De momento, hay cosas más apremiantes en que se debe ocupar. Tiene sólo dinero para unas semanas, ¿y después? Hay que moverse, buscar. Ante todo, mañana irá a la oficina a hablar con el jefe. No le dirá nada a Juan ni a su hija. Es verdad que, en el fondo, tiembla un poco ante aquel paso. Siente miedo de aquel hombre; pero irá; le hablará de la bondad de Juan, de cómo se había afanado siempre por cumplir; tratará de excusarle de lo que hizo; le explicará después la situación en que han quedado, sin hablar naturalmente, de Lisa, y le suplicará. Ella tiene ya pensado lo que le va a decir. Dicen que es malo, ¿pero lo será tanto que no se conmueva?