Capítulo IV

NO PODÍA MOVERSE, a causa de los golpes y las magulladuras. Aparte de esto, sentía un verdadero terror ante la idea de tener que presentarse en la oficina. Temía las burlas de los compañeros, pero lo que más temía, lo que le aterraba con sólo pensarlo, era tener que enfrentarse con su superior. De momento, Lisa se encargó de telefonear a la oficina, avisando de que su padre estaba indispuesto. En la manera como le contestaron, Lisa advirtió al instante que en la oficina se sabía ya lo sucedido.

En efecto, allí se sabía ya la noticia. La cosa fue, desde luego, agrandada en perjuicio de Juan Bausá, ya tenido como sospechoso de profesar ideas reaccionarias. Aparte de ello, se rieron mucho a costa de él y de su borrachera, pues el caso se supo con todos los pormenores, y con todos los pormenores fue explicado al jefe. Era la ocasión esperada. Él odiaba a aquel viejo; ahora liquidaría su odio; se vengaría de la hija, y colocaría de paso en su lugar a un pariente suyo, que le molestaba desde hacía tiempo para que le colocase en su oficina. Sin embargo, esperaría un poco. En el fondo acariciaba la idea de que la muchacha fuese allí a suplicarle por su padre… Sonrió satisfecho. Echarlo fuera era facilísimo; tenía el antecedente de haber estado ya una vez en la cárcel. Nada costaría añadir a los motivos el de «haberse emborrachado», aunque no fuera verdad. No obstante, el caso por sí solo, sobre todo en aquellos días, ofrecía bastante materia al expediente. El nuevo jefe superior, aunque recto y alimentando las mejores intenciones, no entendía nada en los asuntos del Departamento. Sentía, sin embargo, deseos de señalarse en él con alguna acción enérgica y cortar con un ejemplo los abusos ya proverbiales en aquellos centros, quimera en que suelen incurrir todos los nuevos y que suele durar lo que la novedad del cargo. Esto, al personal administrativo, ya ducho en tales cuestiones, le hacía sonreír; pero el jefe ahora lo aprovecharía; no sólo lo aprovecharía, sino que, además, aparecería a los ojos del ingenuo jefe político, como lleno de celo en el cumplimiento de su deber, y en hacer cumplir la ley sin contemplaciones. Tal vez incluso le ascendieran. Se restregó de nuevo las manos con satisfacción y se puso a la tarea. El expediente de Juan Bausá fue puesto en marcha. Tenía también en su contra una falta de asistencia reciente; la falta no era nada en sí, pero podía agravarse con el motivo. Testigos no le habían de faltar; allí tenía a sus fieles, dispuestos a hacerse apalear, si convenía, a un ademán suyo.

El expediente fue instruido y fue pasado a la superioridad. El jefe superior, en vez de llamar al interesado, como procedía, llamó al jefe, y se hizo explicar minuciosamente lo que sucedía con aquel funcionario. Al señor Arderiu aquello, naturalmente, le dolía mucho; lo hacía violentando sus sentimientos por tratarse de un viejo funcionario, pero no había más remedio que tomar aquella resolución, dar un ejemplo de energía en el Departamento, si no se quería que cundiese la desmoralización. Se trataba, según él, de un borracho empedernido; de un pésimo funcionario, que con su mal ejemplo desmoralizaba a todo el Departamento, y sobre todo, de un reaccionario, enemigo del nuevo régimen, como lo había demostrado con sus repetidos vivas al rey. Tampoco en la oficina se recataba de manifestar sus ideas.

El jefe superior quedó convencido de la necesidad de proceder con energía y según la justicia, y alabó al subordinado por su celo y por anteponer el cumplimiento del deber a la benévola inclinación de su temperamento. Juan Bausá no tuvo quien levantara la voz por él en medio de aquel entusiasmo justiciero, y el expediente fue llevado adelante, como dijo lleno de celo el señor Arderiu, «sin contemplaciones».

Juan Bausá pasó un pequeño calvario aquel primer día en que tuvo que presentarse de nuevo en la oficina. Iba todavía vendado, y en la cara llevaba aún señales de golpes, pequeñas heridas. Las burlas, las indirectas, las injurias y risas no cesaron en toda la mañana, y toda la mañana, sentado a su mesa, se sintió cubierto de vergüenza, como si llevara un vestido sucio. Una cosa, sin embargo, le extrañó; le extrañó y le alegró en su inocencia: la actitud del jefe, el cual fue el único, en efecto, que nada le preguntó sobre lo sucedido; no le humilló; no le dirigió la menor recriminación. Otro, con un poco menos de buena fe de la que él tenía, hubiera recelado en seguida de aquella conducta tan extraordinaria. Él se alegró ingenuamente, y pensó incluso en ir a su despacho a disculparse y agradecerle su bondad.

Juan Bausá se puso a trabajar con ardor, sin moverse para nada de su silla, poniendo toda el alma en lo que hacía, levantándose el último y siendo el primero en llegar. Él hubiera deseado que el jefe le pidiera algo, que le mandara algún encargo, para poder demostrarle su gratitud y a la vez pedirle perdón por lo que había hecho. Había temido tanto las posibles consecuencias de su acto, que se había olvidado incluso de los motivos de disgusto que con él tenía, se había olvidado hasta de su hija. ¡Tanto le aterraba la perspectiva de quedar sin empleo!

Pero, una mañana de aquellas, al entrar en la oficina, Juan Bausá, encima de la negra cartera de su mesa, se encontró con un sobre azul dirigido a su nombre. El viejo funcionario lo tomó temblando; lo abrió, y sintió que el alma le desfallecía; los ojos se le nublaban y no podía terminar la lectura. En aquel oficio se le anunciaba su suspensión definitiva de empleo y sueldo.

Estaba sudoroso, removiendo el papel, que acababa de leer, entre sus manos. Quiso volverlo a leer, pero no pudo; no veía nada. Volvía una y otra vez la vista en torno suyo, como pidiendo auxilio; todos se hallaban abstraídos en su trabajo; sólo cuando él estaba distraído le miraban disimulando. Se dirigió al despacho del superior, para inquirir lo que aquello significaba, para arrodillarse tal vez ante él y pedirle perdón, suplicándole por su hija y por su mujer. El jefe se negó a recibirle, y le hizo repetir que estaba despedido definitivamente. Volvió a entrar a la oficina, sin saber ya lo que hacía. La vieja mecanógrafa, compañera casi de toda la vida, la única con quien se trataba, se le acercó, sorprendida, pues tampoco ella sabía nada. Él le tendió el oficio.

La vieja quedó sin palabras. Temblaba de indignación. Luego, repuesta de la sorpresa, le aconsejó que no se dejara atropellar de aquel modo, que fuese a ver al jefe superior. Él se dirigió abajo; frente al despacho del jefe superior había gran número de gente esperando. Él se acercó al portero; éste, sin mirarle, le preguntó qué quería; él mismo le dijo que aquel era asunto del jefe de Departamento y que el jefe superior, para aquel asunto, no le recibiría. Juan Bausá se retiró, sin saber qué hacer, ni adónde acudir.

Recordó que en el oficio se le decía que podía pasar por la Caja, que se le pagaría la mensualidad. Fue allí apresuradamente, con la esperanza de que allí le darían una explicación; en realidad esperaba que le dijeran que el caso no era grave, que el despido, en fin, no sería definitivo. En la caja le pagaron la mensualidad casi sin mirarle, y casi sin mirarle le confirmaron que estaba despedido.

Salió más aturdido aún, como ebrio. No comprendía exactamente lo que le sucedía. Había temido demasiado aquella posibilidad; demasiadas veces se había horrorizado con sólo pensarlo. ¿Qué haría? Se sacaba del bolsillo el oficio; ponía los ojos en él, queriendo acaso convencerse de que no estaba soñando. Se encontró ante su casa como si se le hubiera llevado a través de las calles envuelto en una nube. Subió las escaleras torpemente; las piernas le flaqueaban; temblaba de pies a cabeza y tenía que ayudarse con el pasamanos. Saludó a Mari Juana sin mirarla, ocultando los ojos. No preguntó por Lisa, según acostumbraba, y se hundió en la salita, como buscando refugio en ella para su desventura. Sus manos, casi sin querer, tropezaron de nuevo con el sobre y con el dinero, y atento a que ella no entrase y le sorprendiese, ocultó ambas cosas atropelladamente detrás de la radio, donde había un pequeño hueco en la pared.

Mari Juana no dijo nada; no sospechó. Desde lo de su borrachera estaba extraño, y lo atribuyó a que todavía le duraba la vergüenza de aquel día. Tal vez en la oficina le habrían disgustado también. Era inevitable. Mari Juana le dejó solo.

En la comida estuvo constantemente distraído, torpe, sin despegar los labios. Mari Juana intentó distraerle haciéndole algunas preguntas, pero no lo consiguió. Contestaba con vaguedades y volvía a sumirse en su ensimismamiento. Comió muy poco, y mucho antes de la hora se dispuso a marchar. Cuando Mari Juana le preguntó por qué se iba, pues todavía no era la hora, él se encontró confuso y atolondrado. Contestó con torpeza, balbuceando una excusa, y se fue rápidamente, con temor de que le descubriesen la verdad.

Toda aquella tarde vagó atontado por las calles; pensaba en Mari Juana y en su hija; se decía que al fin lo habrían de saber, y esta perspectiva le aterraba, le llenaba de angustia.

Por la noche, llegó más tarde que de costumbre, estaba agotado de andar; parecía más viejo. Mari Juana le miró con preocupación creciente; quiso aún atribuirlo a la vergüenza de aquel hecho y tampoco ahora se atrevió a interrogarle. Él conservaba el mismo aire de ensimismamiento; tampoco habló apenas. Sin embargo, esta vez preguntó por su hija, que todavía no había llegado; se mostró excesivamente preocupado por la tardanza de Lisa, saliendo al balcón y volviendo a salir, para ver si llegaba. Pero después volvió a caer en la misma actitud de aturdimiento, sombrío, taciturno. Comió muy poco, sin levantar la mirada; se levantó, dijo que estaba fatigado y se fue a la cama, sin ánimos de pasar a la salita, con miedo de encontrarse con ellas y de que le interrogasen.

—¿No te encuentras bien? —osó preguntar Mari Juana.

—Sí, sí… Estoy cansado —repuso él, sin detenerse, incluso apresurando el paso.

Se acostó. Era tanta su fatiga, su abatimiento, que a pesar de su inmenso desasosiego quedose dormido al poco rato. Durmió hasta el día siguiente, con un sueño denso y pesado. Cuando Mari Juana despertó, le encontró con un brazo encima de ella, en una actitud que, sin explicarse el porqué, la conmovió tal vez con un presentimiento. Le apartó el brazo con cuidado de no despertarle y se deslizó fuera de la cama.

Mari Juana volvió poco después, extrañada de que no se levantara. Se hacía tarde; tenía el desayuno en la mesa. Mari Juana le tocó en el hombro:

—Juan…

Él despertó sobresaltado, se incorporó y miró a su mujer con ojos muy abiertos y expresión de extrañeza en la cara.

Se levantó y empezó a vestirse apresuradamente, equivocándose, sin saber lo que hacía. De pronto, se acordó de algo que había sucedido el día anterior. ¿Lo habría soñado? Fue haciendo memoria, angustiándose por momentos. Sin terminar de vestirse, salió con paso rápido hacia la salita. Se dirigió al rincón donde estaba la radio, y palpó el hueco donde había dejado los papeles. Estaban allí. Todo era cierto. Se dejó caer en el sillón, sin valor para nada, paralizado de temor, lleno de perplejidad. Mari Juana le advirtió desde fuera por segunda vez que tenía el desayuno en la mesa, y que se le haría tarde. Volvió al dormitorio; terminó de vestirse; se desayunó maquinalmente y salió a la calle como si huyese.

Empezó a caminar hacia la oficina. Casi treinta años llevaba, día tras día, haciendo mañana y tarde el mismo camino. Podría recorrerlo con los ojos vendados. Ciegos de la Boquería, Boquería, Cali… Se detuvo junto a la entrada. A su lado estaban sentados los eternos guardias de uniforme, fumando. Se apartó a un lado, disimulando tras una columna. Entraban los funcionarios como cada día. Él tenía prohibida la entrada. Era como si le hubiesen arrojado del Paraíso, y hoy, sólo para él, estuviese junto al ancho portal el ángel irritado con su espada en la mano levantada. Sí, el Paraíso, porque allí estaba el bienestar de los suyos, su existencia, su comida diaria y su vestir. Y ahora, ¿qué haría? Un sentimiento de terror le paralizaba. Se volvía contra sí. ¿Cómo pudo caer en aquello? ¿Qué genio maligno le llevó a beber? Se alejó con temor de que le viesen; se perdió hacia la calle de la Catedral. Iba sin rumbo; sin saber qué haría y con deseos de llorar.

Al mediodía regresó a su casa, y al día siguiente volvió a levantarse como si fuera a la oficina, cada vez más abatido, más aterrado.

Un día se encontró a la vieja mecanógrafa y se dirigió a ella con alegría, como si hubiese descubierto su salvación. La anciana estaba indignada, más aún que el primer día.

—Han cometido con usted una canallada, una infamia…

—Estoy muy apenado, Antonia, créame. Pero, no sé qué hacer. Estoy en una situación terrible… Ha sido una crueldad, ¿verdad, Antonia?

—¿Una crueldad? Peor que una crueldad. Ha sido una infamia digna de él. Usted tendría que buscar influencias. Procurar que hablase alguien con el jefe superior. Usted no conseguiría verlo; ya se cuidará el otro de que no lo vea usted. ¿Sabe por qué lo ha echado?, porque todo es obra de él, créame; pues le ha echado para colocar a un sobrino suyo en su lugar. Ése ocupa ya la mesa de usted. Entra todos los días a las doce, si es que viene, y apenas mira el trabajo. Usted se preocupaba por firmar; él no había firmado ni un solo día.

Calló. Apenas podía concebir lo que le decían; pero no había duda de que era así. Le costaba mucho odiar; representaba para él una violencia terrible, algo que iba contra todas las inclinaciones de su alma, pero sintió que la llamita de odio, allá en el fondo de su ser, crecía en él contra aquel hombre y se agrandaba.

—Pero, ¿es posible que…?

—¿Si es posible…? Usted no ve nada. Tiene demasiada buena fe. Es lo más ruin, lo más bajo que existe. ¿Por qué cree que echó a su hija?, ¿porque había terminado su trabajo? Je, je —se rió—. Para la que él quiere no se termina nunca el trabajo. Su hija es muy buena; no ha querido disgustarlo y le ha ocultado la verdad. Pero yo le digo que él la despidió por otra cosa. No quiero hablar más. Usted créame a mí. Busque influencias. —Y la señora Antonia se alejó.

Volvió a casa más taciturno, más abstraído aún; se movía como un sonámbulo. Todavía huía más de encontrarse con su mujer y con su hija. La menor pregunta le conturbaba, le llenaba de sobresalto. Un día de aquéllos, después que él se hubo levantado de la mesa, Lisa le dijo a su madre:

—No sé qué tiene papá. Desde que pasó aquello, no parece él. Dijérase que se siente avergonzado ante nosotras. Tal vez, sin querer, le ofendiste tú, mamá, con tus palabras; debió de sentirse herido.

—Pero, ¡si no le dije nada! ¡Dios mío! ¿Será posible? Yo no le quise ofender, ya lo sabes, Lisa. Pero me disgustó tanto verle de aquel modo, me dio tanta pena y me indignó tanto a la vez, que no pude contenerme. Te lo juro, Lisa, apenas le dije nada, menos para que se ofendiera así…

A pesar de todo, Mari Juana empezó a sentirse preocupada; se dijo que su hija debía de tener razón, que él debía de sentirse ofendido. Se levantó y se fue a verle a la salita. Él pretendió levantarse, salir.

—No te vayas, Juan, quiero hablar contigo.

Se sobresaltó, como un niño cogido en falta. Mari Juana se sentó a su lado.

—A ti te pasa algo, Juan. Hace días que no eres el de siempre. ¿Quieres decirnos qué te sucede? —Él la miró, asustado, diciendo que no con la cabeza, con deseos de huir. Ella continuó en el mismo tono, dulcemente—: Si es por aquello, olvídalo, Juan; nosotros lo hemos olvidado. Si te hice daño, fue sin querer. Perdóname. —Calló, mirándole, y le puso la mano en el hombro.

Él la miró. No podía contener las lágrimas.

—No, no, Mari Juana… No… Adiós, Mari Juana, tengo que irme… Se me hace tarde. No, no, Mari Juana…

Y se fue, como si le persiguiesen. Y ya fuera, no pudo contener el llanto, pensando en su mujer. ¡Dios! ¡Cuán lejos estaban de sospechar la verdad! Y él, ¿cómo podría decírsela? Cuando se alejaba por las calles, todavía le caían las lágrimas; pensaba en ella, en su ternura. Se acordó de las palabras de la vieja mecanógrafa, y sintió encendérsele el alma en odio contra aquel hombre que era el culpable de todo: ¡ah, si Dios no le hubiese hecho tan cobarde! Era él el causante de su desgracia; tenía él la culpa de que le hubieran echado; por él amenazaba el hambre a su Lisi y a su Mari Juana…

Estaban ya a veinte del mes; se acercaba el día de cobro, aquel día que veía llegar con terror. Hasta entonces podía continuar engañándolas, haciéndoles creer que iba cada día a la oficina; aquél sería el último y se acercaba inexorable. Ella, Mari Juana, esperaría que le llevase el dinero, para pagar lo que tenía ya pendiente. Y antes de llegar ese día él tendría que confesárselo todo; tendría que encararse con su mujer. «Mira, Mari Juana, querida… ¿sabes…?» No, no lo sabría decir… Le aterraba. Era como un hombre arrastrado por una corriente impetuosa, sin fuerzas para luchar, y que mira acercarse el remolino donde se ha de hundir.

Ahora no podía mirar a Nieleta; no podía detenerse con nadie, ni ver ni oír desventuras ajenas. Sólo pensaba en los suyos. Porque, ¿qué sería de ellos? No quería pensarlo. La idea del jefe —su odio— le fue absorbiendo, obsesionándole con la conciencia de la propia cobardía, del reproche de su alma contra sí mismo. Una mañana se levantó con una decisión, aunque no muy firme. Temblando, cogió un cuchillo, se lo ocultó en el bolsillo interior de la americana y se dirigió hacia la oficina. Le esperó a la salida, oculto detrás de una esquina; le vio de lejos y, a su sola vista, se sintió de tal modo aterrado, que comprendió que nunca podría hacer nada contra aquel hombre. Sentía bien que, si al acercársele, al levantar el arma para herirle, él se volviese de repente, le caería el arma de las manos y sería capaz de pedirle perdón: «Perdón, señor», exactamente como cuando se le hacía tarde y él le llamaba a su despacho. Comprendía que era en vano luchar contra aquel sentimiento. El hábito de la servidumbre había echado raíces demasiado hondas en su alma; eran demasiados días de excusarse, de pedir perdón. Y esto no podía borrarse en un día. Era más fuerte que él. Sin embargo, llegó a tanto su desesperación que Juan Bausá fue a esperarle aún una vez más a la salida de la oficina, fue siguiéndole por la calle un largo trecho. Llovía; él, el jefe, iba envuelto en su impermeable, con su rostro verde, los labios finos, apretados, con las manos en los bolsillos. Pasaba poca gente, y no podía escoger momento mejor para su venganza, pero caminaba a la altura de él, sin atreverse a nada. Sólo de trecho en trecho le miraba de reojo. Recordaba cómo le había tratado; las humillaciones que le había inferido; el despido de Lisa; la miseria que les amenazaba por su culpa… Pero en vano: nada era lo bastante fuerte que lograse dominar su instinto. La palabra «cobarde» restallaba en sus oídos continuamente, como un latigazo, repetido. «Eres un cobarde.» No podía. Y sin embargo, de una cosa estaba seguro: Juan Bausá sentía que, a pesar de todo, si aquel hombre hubiese ofendido a su hija, a su Lisa, en su presencia, entonces él no habría vacilado; se habría convertido en una fiera para defender a su hija; se hubiera ensañado contra él con uñas y dientes. Pero necesitaba aquel estímulo. Sin aquello no lo haría; lo sentía bien, a pesar de hallarse ya convencido de la ofensa, y de que, sobre ofenderla, les había hundido ahora en la más horrible situación. A pesar de ello, no podía. «Eres un cobarde —se repetía—; no sabes defender a los tuyos. Eres un miserable.» Y regresaba a casa, con la misma desesperación, sin haber hecho nada.

Entretanto se acercaba el día de cobro. Él veía llegar ese día como el condenado mira llegar el día señalado para su suplicio.