AQUEL DÍA era fiesta; no era, sin embargo, una fiesta importante, y casi en todas partes se trabajaba hasta el mediodía. Esta vez en la oficina no habían dicho nada. La noche anterior, Juan Bausá la había pasado casi entera sin dormir, atormentado por sus nuevas preocupaciones, que no hacían sino crecer. A última hora había estado con Mari Juana en el saloncito. Lisa dormía. Mari Juana, como siempre, se trajo el cesto de la ropa. Al sentarse exhaló un suspiro. Quedó parada un momento, y se puso a trabajar. Él la miró, con miedo casi de que ella lo advirtiese. Mari Juana estaba fatigada; no cabía duda. Había adelgazado más aún y estaba más descolorida. También los trabajos la fatigaban más. No se quejaba, pero esto se veía claramente; sobre todo, lo veía él, que tenía los ojos sobre ella constantemente, lleno de temor. Estuvieron poco tiempo y se acostaron casi en silencio. Pero él, después, con la luz apagada, no podía dormir. Pensaba en Mari Juana, pensaba en Lisa y en el porvenir, que se le aparecía de nuevo inseguro.
«Tendrías que hacer algo», se dijo, repitiendo lo que se había dicho tantas veces. «Podrías buscarte un trabajo y hacerlo por las noches, ayudar un poco en vez de leer y escuchar la radio. Hay muchos que lo hacen. Mari Juana va a enfermar. Acaso sea demasiado tarde.» Después pensó en su oficina y una sensación opresiva le hizo removerse en el lecho, como si se sintiera prisionero. Se durmió muy tarde, con estas cavilaciones, y al día siguiente se levantó, aturdido, colmada el alma de una infinita amargura.
Al salir a la plaza las primeras personas que vio fueron Nieleta y a su hermano. Les contempló un momento y se alejó. Una pena muy honda, un sentimiento como nunca lo había experimentado, de abandono y de soledad, fue apoderándose de él.
Un azar quiso que antes de llegar a la oficina se encontrase con un antiguo compañero de la tertulia, al que hacía mucho tiempo que no había visto. Él no tenía ya tierra, ni dinero; el otro llevaba prisa, pero él experimentó una alegría desmesurada, como si hubiese encontrado a un hermano, y ante él sintió brotar en su pecho toda la ternura dominada desde tantos días. El otro, por no defraudarle, le invitó a beber en el bar; este gesto, en su estado de ánimo, acabó de conmoverle. Después le invitó él, y volvieron a beber. Él se sintió de pronto locuaz; sentía su alma rebosante de tristeza y le hubiera confesado sus pesares al primero que encontrase a su paso, al primero que le quisiera escuchar. No podía ya hacerlo con Mari Juana ni con Lisa —así lo creía él—, pues eran ellas la causa principal de su aflicción, y esto aumentaba aún su tristeza. Volvieron a beber; hablaron de tiempos pasados. El otro le preguntó por Mari Juana, por su hija. Juan Bausá empezó a hablar de la bondad de ella y de su hija, y, cosa extraña, a medida que hablaba sentía que su tristeza se esfumaba. Poco a poco se animaba, como si la sangre fuese circulando más ligera por sus venas, y en su alma nacía un irresistible deseo de compartir con todos este nuevo gozo, una viva ternura por los dos seres queridos. Antes de despedirse volvió a beber; rogó al otro que se quedara un poco más, pero éste se excusó alegando que le esperaban. Se separaron, y al despedirse, Juan Bausá casi le abrazó. Él se dirigió al trabajo.
En la oficina se respiraba un aire de fiesta; Juan Bausá supo en seguida que el jefe no había ido. Unos se entretenían leyendo; otros, disputando; algunos se habían ido ya. Juan Bausá bajó a la calle, se dirigió al bar y volvió a beber. Hoy era fiesta. Su alegría se hizo más dulce, más viva; sentíase enternecido; pensó en su mujer y en su hija, y experimentó la irresistible necesidad de decirles cuánto las quería, para que no interpretasen mal su actitud de los días anteriores. Luego, sintió que su ternura iba extendiéndose paulatinamente a todos los demás; a la señora María, al ciego de la esquina, a todo el mundo; hoy hubiera abrazado —lo sentía— hasta al propio jefe. Hoy se notaba con ánimos de acercarse a él, sí, de suplicarle: «No se enfade conmigo; seamos amigos. Yo, a pesar de todo, no le quiero mal». Invitó todavía a uno de la oficina, y, de haber tenido dinero, los hubiera invitado a todos, y hasta a los que pasaban, al primero con quien se encontrase: «Vamos, amigo, bebamos». Su bolsillo le permitía sólo hacerlo con aquél. Bebieron y volvieron a la oficina.
Llegó a casa bastante alegre y más locuaz que de costumbre. Abrazó a Mari Juana, y le dijo que la quería mucho. Ella le miró, extrañada ante esta actitud que contrastaba tanto con su reserva de aquellos días. «¿Qué le sucederá? —se dijo—. ¿Habrá bebido?» Y se extrañó, porque nunca había notado nada a este respecto.
Él preguntó por Lisa. Estaba dentro y fue a su encuentro. La abrazó, y le dijo también que la quería mucho, que no estuviese triste.
—Si no lo estoy, papá.
Y también Lisa se sintió sorprendida de aquel cambio.
—Mira, si quieres, te acompaño al cine. En esta casa no salimos nunca. También nosotros hemos de divertirnos. Iremos los tres, ¿verdad, Mari Juana?
Mari Juana pensó en el dinero, pero no quiso defraudarle en su inesperado entusiasmo. Además, y por extraño que le pareciese, pensó que tal vez había cobrado alguna paga extraordinaria, y que de aquí debía de proceder sin duda su euforia.
—Podríamos ir al Coliseum, papá —dijo Lisa—. Dan Luces de la Ciudad, de Charlot. Dicen que es muy bonita.
—Sí, sí. Me gusta. Me gusta mucho Charlot. Esta noche iremos al Coliseum. Tú también, Mari Juana. Iremos los tres.
La comida entera transcurrió en el mismo tono, y hasta más animada; él bebió más vino que de costumbre. Por la tarde no había oficina, pero él se sentía demasiado feliz para quedarse en casa. Se acordó que no tenía dinero y le pidió un duro a Mari Juana. Ella le miró, alarmada, pero en vista de su naturalidad, reflexionó: «Será que necesita cambiar». Y le dio el duro.
—¿Sales?
—Sí, voy un rato.
—Pero, ¿no has dicho que no había oficina?
—No, pero saldré un rato por ahí. Me desperezaré un poco. Aquí en casa me enmohezco. Volveré temprano, y esta noche, ya lo sabes… —La abrazó de nuevo; volvió a decirle que la quería y se fue, repitiendo que volvería temprano y que se preparasen para ir al cine.
Mari Juana no supo responder. No podía pensar nada malo, y sin embargo, viéndole así y considerando sus palabras, se alarmaba. Cuando se fue, a ella le quedaba una vaga inquietud por él. Se lo dijo a Lisa, y también ella fue de su opinión.
—Es verdad; está algo raro.
Él, primero, se dirigió al café. Buscó si había algún conocido para invitarlo, para charlar con él y hacerle sentir su efusión, pero no vio a nadie. Pidió café y copa. Paseaba satisfecho los ojos por todos los asistentes; todos le parecían buenos y simpáticos; todos reían; todos eran felices; con todos le hubiera gustado charlar esta tarde amigablemente. Cada vez se hallaba más animado; una jubilosa excitación iba prendiendo en él, a medida que pasaba el tiempo y bebía nuevas copas. Se sentía feliz, bueno; sentía cada vez más un vivo deseo de comunicarse con los hombres. Los sentía a todos como hermanos. La vida, de repente, le parecía hermosa, y todas sus preocupaciones, todos sus temores le habían desaparecido.
Salió del local cada vez más agitado por aquel sentimiento, pero ya dando traspiés: le quedaba aún dinero y volvió a beber, porque a la vez que su ternura, crecía su sed.
A media tarde se le había terminado el dinero; salió del último bar completamente ebrio; avanzaba por el centro de la calle, y todavía le era estrecha. Caminaba haciendo eses, yendo de un lado a otro, a punto siempre de caer. Fue avanzando al azar; no sabía adónde iba. Su alma estaba inundada de ternura; de una ternura suave, difusa, de un sentimiento inefable y bienhechor. Por las calles de la Catedral, avanzó camino de la Vía Layetana. Entró en ella por la calle de Jaime I. Torció a la izquierda, y subió un poco de cara a los grandes edificios. Se detuvo y miró hacia arriba, extrañado de pronto, deslumbrado, como si hubiera entrado en una ciudad desconocida. Era la Barcelona nueva, orgullosa, soberbia; la ciudad de los grandes negocios, de los bancos, con su fisonomía americana, sin árboles, sin poesía, sólo con la silueta imponente de sus enormes construcciones. Despachos y edificios habían cerrado sus puertas, y lo que por la mañana era una vía febril, llena de movimiento y de ruido, turbulenta y agitada, era ahora una ancha calle casi desierta; el barrio de una ciudad abandonada. Un poco más arriba de donde estaba él, el urbano regulador del tráfico, con su casco blanco colonial, su uniforme azul a la moda inglesa, y la pequeña porra pintada de blanco, se aburría esperando. En el silencio en que estaba sumergida la vía, con el escaso tránsito de aquella hora, los altos edificios parecían aún más imponentes, más altos, aplastantes. En el fondo se veía una estribación del Tibidabo, un pedazo de monte en declive, recortándose vigoroso contra el cielo claro.
Él, hijo de la antigua Barcelona, enamorado de su paz, siempre se había sentido un poco extranjero en esta vía, un poco perdido; nunca le había gustado esta calle alborotada, de aire americano; había estado en ella muy pocas veces y a disgusto. Pero hoy era diferente. Hoy la Vía Layetana era una hermosa avenida de una hermosa ciudad, y por ella subían y bajaban los hombres, sus hermanos, y por ella pasaban mujeres con niños de la mano o en los brazos, y pasaban chiquillos corriendo. Todos eran bonísimos y el mundo era un paraíso; ¡qué bien se estaba en él! Él no tenía el destino vinculado a un empleo del que pudieran echarle o retenerle a capricho. Era libre; todos eran libres; todos tenían el sustento asegurado —la comida y el agua—, como las avecillas de Dios, y la Vía Layetana se había convertido en algo así como una antesala del Cielo. El día era hermoso; el cielo, hermoso, la calle, hermosa: todo era bueno y bello; toda una bendición.
La ternura de su alma crecía; su alegría crecía, y crecía su exaltación. Juan Bausá tenía ya lágrimas en los ojos. Sentía deseos de hacer bien, de querer más aún a los hombres, de ayudar a todo el mundo para que todo el mundo participase hoy de su felicidad.
Quiso subir a la acera y no pudo, y a poco más cae derribado; se empeñó de nuevo en subir, pero fue en vano. Desistió de su empeño; su alegría aumentaba; su ternura crecía, crecían su ansia de amor y de fraternidad.
Bajaba una mujer; se le acercó dando traspiés y le dijo una galantería, una torpeza. La mujer se alejó riendo de su facha y de su galantería. Él se sintió más feliz aún, más animado, más rebosante el alma de ternura, con deseos ahora de abrazarla, lleno de gratitud.
De pronto se puso a cantar; seguramente no lo había hecho en su vida, pero ahora la canción había brotado sola, espontánea, como la expresión viva de su felicidad. Hacía un extraño efecto cantando, grueso, desgarbado, con el sombrero ladeado, los pantalones algo caídos, la americana desabrochada, la corbata torcida y con el nudo muy bajo, y manchas de licor en la camisa. Pero él estaba con sus alegrías, con su alma de aquella tarde, ligera, aérea, como el cielo que brillaba en lo alto, y estaba en una hermosa vía de una enorme ciudad, donde los hombres, sus hermanos, iban y venían, y por eso cantaba, aunque nunca había cantado y por eso sentíase dichoso, como nunca se lo había sentido, y terminaba la canción y la volvía a comenzar. Era una canción vieja, oída acaso en su niñez, que le debió de impresionar; quizá le acudió a la mente por casualidad, o porque respondiese en algo a su actual estado de ánimo. La cantaba muy mal, con voz desentonada y ronca, pero no se sabía qué ímpetu juvenil le infundía, y las palabras salían impregnadas de la rara, de la profunda ternura de su alma, y cantando se enternecía aún más. Cantaba sólo la primera estrofa —no debía de acordarse de nada más—, y la volvía a repetir, siempre la misma, cada vez más animado, con un entusiasmo más vivo:
Solos los dos iremos,
solos los dos;
a nuestro rincón iremos,
solos tú y yooo…
Parecía que en ella palpitaba para él algo de personal y muy íntimo, algo que se relacionara, por ejemplo, con Mari Juana, tal vez con Lisa, mejor con las dos a la vez, fundidas en una. El ritmo era, no obstante, muy vivo, y él iba marcando el compás con los pies. Dos pasos adelante, uno hacia atrás; dos pasos a la derecha, dos a la izquierda; y vuelta a cantar:
Solos los dos iremos,
solos los dos;
a nuestro rincón iremos,
solos tú y yooo…
Un intento de subir a la acera; ya tiene un pie en ella, ¡cuidado!, y otra vez abajo cayendo, y recobrando el equilibrio, vuelta a la canción: Solos los dos iremos… con ritmo cada vez más vivo, más animado.
Pasaba una muchacha de servicio.
Ni siquiera vio que era una muchacha. Se le acercó. Sentía un deseo incontenible de abrazar a todo el mundo; de manifestar en actos la ternura de su corazón, y sin pensar en nada, Juan Bausá pretendió abrazarla. Ella le dio un empujón; le insultó y Juan Bausá rodó, con toda su alegría, por los suelos. No hizo caso; no se indignó; debió de pensar que no le había comprendido; se levantó tras muchos esfuerzos y volvió a su alegría y a su canción, como si nada hubiera sucedido. Tras el fracaso, ya no intentó abrazar a nadie. Continuaba moviéndose atrás y adelante, a un lado y a otro, cada vez más torpemente, cada vez con el pantalón más caído, asomándole ya la camisa por entre el chaleco y el pantalón, y sin dejar de cantar. Ahora, cuando pasaba uno, hacía sólo el ademán de abrazarlo, pero se retiraba antes de hacerlo, como si recordase el batacazo, y siempre sin dejar de cantar, llevando el compás con los pies, atrás y adelante, a uno y otro lado. Tal vez por no poder comunicarse con nadie, por no tener con quien compartir sus sentimientos, se acordó de repente de su esposa, se acordó de Lisa. Su corazón se sintió enternecido ahora por ellas, que le querían tanto; los ojos se le llenaron de lágrimas. Continuaba cantando, pero ahora lo hacía con una voz más triste, en un tono llorón y grotesco, y su canción sonaba casi como la canción de un payaso en la pista. Se acordó de Nieleta y tuvo deseos de ir a buscarla, de estrecharla contra su pecho y decirle toda la piedad que le inspiraba, todo el afecto que sentía por ella. Tenía los ojos llenos de lágrimas. A su alrededor se habían ido congregando algunos, que reían de su borrachera. Dos o tres chiquillos cantaban con él, burlándose. Él no veía a nadie. De pronto, se le ocurrió la idea más descabellada, la más loca que podía inspirarle su borrachera y su ternura de aquel día.
Hacía muy poco que había leído la partida del rey, que había dejado en su alma tan honda impresión; todo lo que había leído le fue acudiendo a la memoria en trozos sueltos y a través de ellos iba reviviendo la suerte del monarca. Le veía en su palacio, rodeado de sus pequeños, que lloraban, y despidiéndose de ellos; le veía marchando al destierro, a través de los pueblos de España, iluminados de fiesta, y él, solo, el único triste en aquella noche. Le nació una honda piedad, una honda simpatía por el rey y hubiera deseado que estuviese allí para abrazarle, para manifestarle sus sentimientos. También él era un desgraciado, una criatura del Dolor; y toda su simpatía, toda la ternura de su corazón se fueron concentrando en la figura del rey.
Entonces miró a su alrededor; vio vagamente las personas que le rodeaban; pensó que todos odiaban al rey, que habían contribuido a su desgracia, y, en medio de la fiebre republicana de aquellos primeros días, ante la gente que reía de él y le escuchaba, Juan Bausá, con toda la fuerza de sus pulmones, lanzó un «¡Viva el rey!», que resonó estentóreo en el silencio de la desierta avenida. Lo repitió aún más emocionado con su idea, más arrastrado por su ternura, y quiso repetirlo aún una tercera vez, pero ya no le dejaron. Algunos del grupo habían empezado a murmurar; uno gritaba indignado. Un joven, vestido con traje castaño, elegante, se destacó del grupo y le asestó un puñetazo en pleno rostro. Juan Bausá se desplomó. Un policía se acercaba corriendo con la porra en la mano; los golpes y puntapiés llovían ahora sobre él desde todas partes. A duras penas podía contener el policía a los circunstantes indignados, y únicamente con la ayuda de otro compañero que llegó en seguida, logró apartarlo del furor del público. A no ser por ellos, aquél hubiera sido sin duda alguna el último día de sus alegrías y de sus sufrimientos. Los policías lo llevaron hacia la cercana Comisaría. Ofrecía un aspecto lamentable; la camisa le asomaba por debajo del chaleco, sobre el pantalón caído; llevaba la americana rota, de un tirón que le habían dado; tenía el rostro inundado de sangre manándole sobre la camisa. Estaba llorando, y continuaba dando vivas al rey, como si se hubiera vuelto loco, y llorando. Uno de los policías sacó su porra de caucho, dura y flexible, y le asestó un golpe en la cabeza. Juan Bausá se dobló como un pelele y cayó al suelo derribado.
En el cielo de la Vía Layetana empezaba a avanzar el crepúsculo; los altos edificios destacaban sus contornos duros contra el cielo suave y proyectaban sombras gigantescas en la calle; junto a los altos muros llenos de sombra, los hombres iban y venían como hormigas, insignificantes. Allá arriba, en el fondo, el Tibidabo era una faja de bruma violácea, y encima de ella, separado por una línea neta, concreta, el cielo destacaba purísimo, de una claridad deslumbrante.
Era ya noche cerrada cuando, ayudado por dos hombres, entró en su casa. Llegaba en un estado lastimoso; con los vapores del alcohol no del todo vencidos, pero sí lo bastante para que estuviera aterrado de su conducta.
Mari Juana había hecho la cena temprano, con la intención de ir al cine; Lisa estaba arreglada, pero la tardanza de él las tenía alarmadas y no sabían qué pensar. Lisa, en aquel momento, había salido hacia las Ramblas, impaciente ya y asustada, esperando encontrarle por allí. Mari Juana se había asomado varias veces al balcón, mirando si llegaba, invadida por creciente zozobra, temiendo que le hubiera sucedido algo. Mari Juana no se acordaba ya del cine. Así que le oyó, se lanzó escaleras abajo a recibirle. Al primer momento, creyó que había sido víctima de un accidente.
—Pero, ¿qué tienes, Juan? ¡Dios mío! ¿Qué ha pasado?
Uno de los hombres rió. Él hizo una extraña mueca; la sospecha cruzó por el alma de Mari Juana y sintió una pena muy honda, unos deseos inmensos de llorar por él, por ella y por su hija. Dio las gracias a los hombres que, ante su actitud, habían dejado de reír, y ayudado por ella, en silencio, fue subiendo las escaleras. Le entró en el piso sin decirle nada. Experimentaba una infinita desolación, y apenas podía creer en lo que veía.
A duras penas pudo acompañarle hasta el lecho. Él se tendió sobre la cama, mirando a su mujer, como pidiéndole perdón. Mari Juana, sin embargo, desviaba los ojos para no verle. Empezó a quitarle la ropa; mientras le ayudaba, no pudo más y estalló en sollozos. Entonces le dejó solo y se fue a la cocina a desahogar su pecho de su terrible congoja.
Un momento después regresó; tenía ya los ojos secos, pero sentía una amargura inmensa y, a la vez, indignación, sin comprender cómo había podido hacer aquello. Mari Juana no pudo contenerse y empezó a afearle su conducta; le trató duramente y se echó a llorar de nuevo. Él, tendido en la cama, con el rostro hinchado y manchado de sangre, dolorido por los golpes, miraba a su mujer, le buscaba los ojos, con una angustiosa súplica en la mirada. «No me riñas, Mari Juana —parecía decirle—; no llores. ¡Me haces tanto daño! Acostumbrado a que siempre me consolaste, ¡qué daño me hacen hoy tus palabras! ¡Por Dios, Mari Juana! ¡No llores! ¡No me hables así!» Y de pronto, sin poder contenerse:
—Me han pegado —dijo, estallando en sollozos—; me han pegado, Mari Juana. ¿Oyes? ¡Me han pegado! Y te veo a ti, y espero que me consueles, y también tú… Es cierto que he obrado como un infame, que me avergüenzo de mí mismo… que me avergüenzo de miraros, pero ¡si supieras qué angustia sentía, qué triste me encontraba!… Y todo por ti, Mari Juana, y por Lisa… No me riñas, Mari Juana… ¡Si supieras el daño que me haces!…
—Pero, ¿cómo has podido?
—No sé qué me ha pasado, Mari Juana, Perdóname. ¡Dios mío, qué miserable soy!
Fuera en la puerta se oyó a Lisa que llegaba.
—¡Es Lisa! No le digas nada, Mari Juana, ¡por favor! ¡No le digas nada!
Lisa entró alarmada.
—¿Qué sucede?
—Nada. Tu padre… Se ha caído y se ha hecho un poco de daño…
Lisa entró corriendo, alarmada.
—¿Qué tienes, papá?
Al día siguiente Juan Bausá no pudo levantarse del lecho.
Él rompió a llorar. Le cogió la cabeza entre las manos, empezó a besarla, a pedirle perdón.