Capítulo I

POR FIN se produjo el gran acontecimiento. La sentencia de Ortega y Gasset se cumplía; los sueños de la señora María se realizaban, y nadie podía imaginar que lo hicieran tan bellamente, en medio de tanta alegría. Fue la bomba del prestidigitador; parecía cargada de dinamita; olía a muerte y a incendio y, de momento, estalló sólo en lluvia de cintas de colores, de brillantes fuegos de artificio, de voces claras de alegría, de vuelos de blancas palomas. «España —como se dijo entonces— se había acostado monárquica y se despertó republicana.»

La transición, en efecto, fue un sueño, y un sueño de hermoso despertar. Una oleada de júbilo estremeció de extremo a extremo a la nación. No hubo jornada más clara; no hubo día más feliz que aquél, y de alegría más unánime y más espontánea. Fue una hermosísima aurora, el cielo no tardó en cubrirse de nubes, pero nada quitaron las nubes de después al claro esplendor de aquel amanecer.

Toda la mañana, en la oficina, había reinado una extraordinaria animación; corrían los rumores más increíbles; se hablaba de la abdicación del rey; de proclamación de la República, de levantamiento, de revolución. En todas partes se advertía una extraña inquietud, una vaga zozobra. Todos hablaban excitados; todos iban y venían y nadie se ocupaba del trabajo. Hacia última hora de la mañana se produjo por fin el primer acontecimiento. Desde el balcón de la Diputación había sido proclamada la República. La confusión creció; las noticias eran contradictorias; nadie sabía lo que sucedía, pero a la tarde la República era un hecho.

Juan Bausá, después de comer, salió de su casa para dirigirse a la oficina. Iba aturdido, un poco angustiado por lo que sucedía, por los rumores, por los grupos de la plaza, por el movimiento y los comentarios. En el camino se vio sorprendido por una alegre manifestación. Era algo nuevo, insólito, desacostumbrado en la atmósfera de aquellos días. No era una manifestación como las que acostumbraba ver tan a menudo, como aquella entre cuya violencia estuvo a punto de perecer hacía poco en la plaza de San Jaime, con gritos de odio, blasfemias y amenazas; ésta era una manifestación juvenil, riente, con voces alegres, sólo con «vivas», con banderas al viento; una fiesta. La tarde era clara, tarde de primavera, con un sol sin nubes en un cielo suave; los árboles, en los paseos, se vestían de verde y en los jardines se abrían las primeras flores. El aire era tibio; el cielo, transparente, con vuelos de palomas y de golondrinas; la alegría del cielo y del aire parecía hacer eco a la alegría de los corazones.

La noticia se extendía por toda la ciudad como una creciente y jubilosa oleada, en la cual, poco a poco, se sintió también él sumergido. Arrebatado de gozo, con lágrimas en los ojos por la luz que vertía el día aquel sobre la oscuridad de su alma, por primera vez, desde muchos días, levantó Juan Bausá los ojos hacia el cielo azul y respiró profundamente el aire puro, con el alma emocionada. Toda la zozobra se resolvía poco a poco en júbilo, en un júbilo que parecía penetrar hasta en los muros, hasta en las piedras de la ciudad. Juan Bausá lo iba sintiendo también en su alma, junto con la belleza del cielo, la suavidad benigna de la tarde, los cantos y la alegría de toda Barcelona, de toda España.

Cada vez más conmovido, Juan Bausá continuó su camino; más allá se encontró con un compañero de su oficina. Incluso éste parecía más bueno, como si también a su alma hubiera descendido algo de la belleza del cielo, del claro gozo del día. Aquel compañero, que antes apenas le hablaba, le trató esa tarde casi con afecto. Comentaron los sucesos con entusiasmo. Él, de pronto, miró la hora y quiso despedirse para ir al trabajo; pero el compañero le explicó que no había oficina, que iban a cerrar todos, tiendas y comercios, para celebrar el cambio, y le invitó a celebrarlo con él en el bar próximo. Juan Bausá advirtió que, en efecto, las tiendas, los comercios iban cerrando rápidamente las puertas, y la dependencia se lanzaba alegremente a la calle. Entraron en el bar y bebieron; pagó el otro, y luego quiso pagar él. Estaba conmovido por aquella prueba de fraternidad, desacostumbrada hasta entonces, y brindó sinceramente por la nueva República. La señora María tenía razón.

Salieron de nuevo a la calle. La oleada de entusiasmo crecía a medida que el día avanzaba; la alegría se contagiaba; pasaban grupos de muchachas cogidas del brazo y cantando; ondeaban banderas, y por todas partes se oían voces alegres que subían en la atmósfera clara. Una fraternidad como la que anunciaba la señora María, como la que él soñaba en su alma, parecía establecerse de repente entre los hombres. Fraternizaban soldados y paisanos, y la Guardia Civil —cosa inconcebible y no vista nunca—, se daba la mano con los trabajadores; cerrados los talleres, grupos de jóvenes obreros, de los dos sexos, se habían esparcido por las vías céntricas; pasaban en nutridos grupos cantando; el aire se llenaba de cantos, la bandera tricolor empezaba a ondear en los balcones, en los edificios oficiales.

Cerca de Juan Bausá, en un centro político, se izó la nueva bandera; pasaba un capitán del ejército; se cuadró y saludó a la enseña de la nueva España.

Juan Bausá, desde el fondo de su corazón, ante aquella magna manifestación de júbilo, saludó también conmovido el advenimiento del nuevo régimen. ¿Quién dudaba de que de aquella alegría habría de surgir algo grande, algo luminoso y bienhechor? Parecía, en efecto, como si a él fueran a cambiarle el jefe; como si Mari Juana hubiera de descansar un poco de sus fatigas; como si la pequeña vendedora de fósforos hubiese de aparecer al día siguiente con un vestido nuevo y jugando en la plaza con otros niños; como si al día siguiente Nieleta fuera a cruzar por allí, como él la había visto en el Paraíso: revestida toda ella de alegría, y al lado de su hermano, convertido en un apuesto mozo como sucedía en sus cuentos. Todos y cada uno de por sí, con respecto a sus preocupaciones, debían de alimentar el mismo sueño en aquella tarde maravillosa y única de Barcelona.

Para Juan Bausá la decepción llegó aquella misma noche, y su alma se sintió de nuevo triste y desasosegada. Había cenado alegremente. También Lisa había llegado radiante; una idea secreta le había hecho sentir más vivamente el júbilo que inundaba la ciudad; subida a un tranvía con otros compañeros, Lisa había girado por las calles dando vivas, cantando, sumergida de pleno en el gozo de aquella jornada. También Mari Juana, sugestionada por ellos, se mostró contenta.

Después de cenar, salieron un momento, llegando hasta la plaza de Cataluña; la ciudad estaba profusamente iluminada; ventanas y balcones aparecían engalanados, y una espesa muchedumbre circulaba por las calles y llenaba las terrazas. El aire, en la noche clara, vibraba todavía de canciones, que duraron hasta la madrugada. Toda Barcelona estaba en las calles.

Él se sentía fatigado y regresaron pronto a casa. Se acomodaron los tres en el saloncito y pusieron la radio. Esta noche —noche de contento— podrían escucharlo todo. Había discursos, proclamas, canciones cantadas a coro; la radio era un eco de lo que sucedía en la calle: un canto de júbilo. Y de pronto, en medio de aquel regocijo, una nota al parecer sin importancia, una nota triste turbó el ánimo de Juan Bausá. Era la noticia de la abdicación del rey y de su partida para el destierro. He aquí, pues, que había un hombre, aunque fuera uno sólo —por más que fuera rey— que en aquella noche de gozo para todos debía de sentir su alma acongojada. Juan Bausá sintió que su alegría se empañaba con la congoja que debía de afligir a aquel hombre. Empezó a figurárselo en esta noche, solo, abandonado de todos en su inmenso palacio solitario, adonde llegarían, como el oleaje de una tempestad, los ecos de la alegría del pueblo. Él estaría con su esposa, con sus hijos, algunos de ellos todavía muy niños; tenía cuatro, tal vez cinco; no lo recordaba bien, y él los había visto muchas veces en el periódico, sonrientes, felices. Recordaba, sobre todo, un retrato que le había hecho mucha gracia, que le había enternecido, y en el cual uno de los hijos, muy niño todavía, muy seriecito, vestido de soldado y con su gorro, de pie junto a su padre, que estaba sentado, hacía el saludo militar, vuelto de cara al objetivo.

Ahora pensaba en ese niño; y pensaba en los otros hijos del rey. Esta noche estarían allí en su inmenso palacio vacío, rodeando a su padre, tal vez llorando. También ellos habrían de seguirle en el destierro; habrían vivido siempre en su magnífico palacio, en medio de comodidades y de halagos, y ahora se verían obligados, también ellos —tan niños— a dejarlo todo, a dejar su hogar, y su tierra, acaso para siempre, y a vivir en un país extranjero.

Juan Bausá imaginaba el dolor del rey, pensando en lo que hubiera sido de él, si, de repente, le obligasen a dejar Barcelona, su hogar de la plaza del Pino, de donde no había salido nunca, e irse con su hija y su esposa a vivir en un país extraño. Imaginaba también que tal vez iría sin dinero, sin nada, y que acaso sus pequeños habrían de pasar dificultades. Para Juan Bausá no había rey, como no había habido terroristas ni rebeldes: había sólo un hombre, con sentimientos como los suyos, con su esposa y sus hijos, amenazados todos por la más horrible desgracia.

Juan Bausá miró a su esposa y a su hija.

—¡Pobre rey! Para él será una noche triste.

—Sí, será noche triste —repitió Mari Juana.

Juan Bausá ya no pudo apartar de él su imaginación. Más tarde, en la cama, con el balcón abierto por donde penetraba aún, como un eco lejano, en un alto y claro rumor, la alegría de la ciudad, él no pensaba ya más que en el rey.

Al día siguiente el cielo amaneció despejado, de un azul brillante, como de fiesta; la ciudad estaba toda engalanada. Un sol radiante inundaba las avenidas; penetraba por las calles y plazas; brillaba en el verdor de los árboles. En el aire, en el ondear de las banderas, en el verdor de los árboles, en el frescor de la mañana parecía aún vibrar el eco de la pasada exaltación. Las gentes andaban con paso más ligero; se saludaban gozosamente; los rostros aparecían rientes, animados; una esperanza de no se sabía qué promesas parecía flotar en todos los ojos. Sin embargo, Juan Bausá no sentía ya alegría. Al salir a la plaza lo primero que vio fue a Nieleta con su hermano; vio al ciego con su violín, en el mismo lugar; tocaba una canción nueva; debía de ser La Marsellesa, pero parecía la misma canción; y hasta con aquella canción guerrera producía la misma sensación de melancolía. La señora María le salió al encuentro; casi le abrazó. Llevaba un vestido nuevo y estaba radiante; era, tal vez, el día más feliz de su vida. Juan Bausá le decepcionó con su falta de entusiasmo. Realmente, era un reaccionario, un cavernícola de la peor especie; no había nada que hacer con él.

—¿Pero usted no siente alegría?

—Sí, sí, estoy contento.

—¡Cómo lloré ayer! ¡Qué día, Dios mío! No creo que lo vuelva a vivir igual en mi vida. Por la noche fuimos con mi hijo y mi nuera a la plaza de San Jaime. Estaba atestada de gente; una aguja tirada desde arriba no hubiera llegado al suelo. Estaban todos los focos encendidos; la fachada del Ayuntamiento parecía de plata. Era como de día. La Diputación tenía todos los balcones abiertos, y todos con colgaduras. Hacía una noche hermosa. Cuando salió el Presidente al balcón la plaza se hundía; los aplausos y vivas duraron largo rato: la gente enronquecía y, de pronto, empezaron todos a cantar. ¡Qué efecto hacía, de noche, la plaza rebosando de multitud, y todos cantando! ¡Parecía que la plaza entera, con las piedras y los edificios, se hubiera puesto a cantar!

—Sí, sí… Debía de ser hermoso.

—Y ¿cómo no fueron ustedes?

—Fuimos a la plaza de Cataluña. También había gente; también cantaban. Era hermoso.

—¡Pero había que ver la plaza de San Jaime!

—Sí, sí. Me voy, señora María, se me hace tarde.

—¿Tarde? Pero, ¿hoy va usted al trabajo? Hoy es fiesta.

—No dijeron nada. Iré a ver.

La señora María le siguió con los ojos. «Reaccionario, cavernícola», murmuró para sí, pero con una mirada indulgente, como siempre, acordándose de sus bondades. «Ni siquiera hoy está contento.»

Juan Bausá estaba ya preocupado; ahora pensaba en el rey y en sus hijos, en los cuales, antes de aquel día, apenas había puesto atención. Lo olvidaba; pero, con el menor motivo, volvía a recaer en la misma idea. Éste era el asunto que en aquellos momentos le interesaba más, pero los periódicos apenas se referían a ello. Corrían también rumores contradictorios. Se decía que estaba en España, que estaba prisionero en el propio palacio, que había huido, que no había podido huir… Por fin pudo leer la noticia. Era una larga crónica con referencia minuciosa de lo que sucedió en el palacio aquella tarde. Estaba escrita con evidente simpatía hacia el monarca, fuera circunstancial o por convicción; campeaba también en ella un respeto algo anacrónico por las jerarquías y cierta admiración mal velada por los gestos heroicos y las actitudes dramáticas, con algo de solemne y emocionado. A partir del mediodía, en Madrid había empezado a notarse una enorme agitación. Hacia las tres, una imponente manifestación se dirigió hacia la plaza de Oriente. La muchedumbre se fue concentrando rápidamente en la Puerta del Sol. Los acontecimientos se precipitaban. Consultado el Comité revolucionario, señaló al rey un plazo brevísimo para que abandonara España y firmase su renuncia al Trono. «Antes que el sol se ponga —dijeron— la República será proclamada.»

Hacia el atardecer Madrid entero se había lanzado a la calle. Pasaban automóviles atronando el aire con sus bocinas, ondeando banderas rojas. El clamoreo crecía según pasaba el tiempo; se hacía amenazante. Una inmensa multitud rodeaba el alcázar en actitud amenazadora, contenida a duras penas por la fuerza pública. El rey se detenía a veces ante el balcón, para mirar a la plaza. Quizá pensaba entonces en las veces que aquella misma multitud se había estacionado allí para aclamarle. No hacía aún dos meses que, con motivo del regreso, de Londres, de la reina, había tenido que salir con su esposa a este mismo balcón para recibir la manifestación de entusiasmo más ardorosa; acaso, sobre este recuerdo, reflexionara amargamente sobre la rara inestabilidad de los sentimientos del pueblo. Pero no era hora de reflexiones. Ahora se trataba de su existencia; de la salvación de los suyos; se trataba de España. Si quería salvarlos, si no quería que la furia del pueblo estallase al fin en los horrores de una contienda civil inacabable, no había tiempo que perder. Entonces se discurrió el medio para salir de España con la mayor urgencia posible. Alguien propuso aún que se organizara la resistencia; pero el rey se opuso decididamente, diciendo que por él no quería que se vertiese una gota de sangre (esto emocionó a Juan Bausá). Se pensó entonces que el monarca podría dirigirse a Irún, pero se desistió en vista de la excitación que contra él reinaba en las provincias del Norte; se pensó también en Portugal, pero se abandonó igualmente la idea. Por fin, el ministro de Marina ofreció seguridades para llevarle al extranjero en un barco de guerra, y el monarca se decidió por este medio. Habría, sin embargo, que llegar hasta Cartagena, donde le esperaba el «Príncipe Alfonso».

Había ya oscurecido. El rey se dispuso a marcharse. En palacio en aquella hora apenas quedaba nadie a su lado, aparte de su familia. Estaban sus cuatro hijos (Juan estaba en Cádiz en la Academia Naval) y sus demás familiares. Todos, o casi todos, le habían abandonado y hasta allí continuaban llegando los cantos y gritos de la multitud exaltada celebrando su caída. Allí dejaba a su familia; a su esposa y sus hijos, uno de los cuales, Alfonso, estaba enfermo en la cama (Juan Bausá se detuvo un instante, sacudido por un sollozo); en Cádiz se dejaba a don Juan, y también Cádiz ardía en fiebre revolucionaria. Dios sabía cuándo y cómo se le reunirían, o si simplemente se le reunirían alguna vez. Acaso, en esta hora, el drama reciente aún de la familia imperial rusa, exterminada por los bolcheviques, se cerniese sobre su alma, como una visión de pesadilla. La efervescencia aumentaba sin cesar en las calles, y todo, en aquella hora, se podía temer. Debieron de ser momentos amargos en que el oficio de rey debió de parecerle una pesada carga, pero supo mantenerse sereno y confortar a todos con su presencia de ánimo. Primero fue a la habitación de su hijo mayor para despedirse de él en el lecho. Se detuvo aún ante el balcón, para mirar una vez más abajo, a la plaza. Regresó y se despidió después de su esposa, de sus más íntimos allegados; lo hizo después de cada uno de sus hijos. Algunos no podían contener las lágrimas. Sólo el rey se conservó sereno hasta el final, animándoles con su presencia de ánimo y sus palabras. (Juan Bausá tuvo que hacer una nueva pausa. Luego terminó.) A las nueve menos cuarto salía Alfonso XIII de su palacio, que abandonaba para no volver más, camino del destierro. A lo lejos continuaba oyéndose el alto rumor de los cantos y gritos de la multitud, como el estruendo de una tempestad. En torno de él quedaban sólo algunos servidores, los más fieles, del palacio, y su guardia de alabarderos, que le rindió honores por última vez. Salió por la puerta llamada «incógnita», abierta sobre el Campo del Moro. Con él iba sólo su primo, el infante don Alfonso de Orleáns. En tres automóviles le acompañaban algunos fieles, y detrás, cerrando la marcha, una camioneta de la Guardia Civil, con algunos números. Los pueblos celebraban con gran bullicio el advenimiento del nuevo régimen; por todas partes se oían cantos, voces de júbilo bajo la noche clara; así pasaron por Aranjuez, La Roda, Albacete, Murcia… En uno de los pueblos era tan viva la efervescencia, que tuvieron que dar un rodeo, y por fin llegaron a Cartagena.

La noche estaba ya muy avanzada. Una muchedumbre silenciosa presenció la llegada del rey; le vio apearse de su automóvil y pasar desde él al barco de guerra. El «Príncipe Alfonso» partía a los pocos momentos con rumbo a Marsella. El alba empezaba a aclarar el cielo por Oriente. El monarca, de pie en la toldilla, permaneció con los ojos puestos en la tierra, hasta que la perdió de vista.

En el nuevo amanecer, el navío entraba en el puerto de Marsella. Era una mañana gris; los muelles y la ciudad aparecían envueltos en una densa niebla. El rey, mirándola, tenía un aire ausente. También aquí, si le quedaba tiempo para ello, podía reflexionar sobre las raras coincidencias del destino. Cinco decenios antes, en una mañana de principios de invierno, Alfonso XII, su padre, de diecisiete años de edad, embarcaba para España en este mismo puerto, pero con destino completamente opuesto al suyo. Aquél venía del destierro, e iba a la patria para ser recibido en ella triunfalmente, y para morir allí, tras un glorioso, aunque breve reinado, entre las bendiciones y el llanto del pueblo. Él venía de su patria fugitivo, perseguido por los gritos y las amenazas, que resonarían aún en sus oídos; ante él había una ciudad fría y solitaria y el largo camino del destierro. Al final del camino, aunque imprevisible, la muerte lejos de su patria. En esta ciudad se cruzaban sus destinos.

El navío se había detenido ya en la parte exterior del puerto. Era el fin. Alfonso XIII se despidió de los oficiales. Descendió después a la canoa, y, ya en ella, con voz enérgica, pronunció el «abre», con que se ordena la partida. Fue su última voz de mando.

Hasta este momento, Alfonso XIII se había mantenido sereno, había paseado, conversando con los oficiales, todavía rey; pero, en el momento de pisar tierra francesa, en el momento en que la canoa partía de nuevo, y mientras en el buque se izaba la bandera del nuevo régimen, el monarca fue acometido de una honda congoja y los ojos se le llenaron de lágrimas. Había dejado de ser rey. Era sólo un simple mortal, desterrado con los suyos de su patria, y en aquel instante quizá presintiera que no había de volverla a ver.

Juan Bausá apenas pudo terminar la lectura; sus ojos estaban arrasados de lágrimas, y la imagen del rey y de Sus pequeños no podía ya apartarse de su mente. Para él, todo el gozo de aquel cambio se había desvanecido en la amargura de aquel hombre al que él siempre había imaginado feliz.