Capítulo VIII

ERA POR SEMANA SANTA; la Semana Santa llegó para él, por primera vez, sin alegría. Tras el fusilamiento de los dos capitanes, la agitación en el país no hizo sino crecer. Se reprodujeron las huelgas, los disturbios, las manifestaciones. España era como una nave sin gobierno combatida por una creciente tempestad. Juan Bausá veía, aterrado, acercarse aquella ola de violencia y crecer. Sufría por Mari Juana, sufría por su hija, sufría por los que veía en la calle; sufría por España. Nadie era capaz de arrancarle de aquella tortura; sólo el beber un poco le hacía olvidar de vez en cuando.

El domingo de Ramos salió al balcón. Era un domingo claro, como todos los años. La plaza estaba tranquila; el cielo era puro, sereno; todo parecía invitar a la paz y sólo el corazón de los hombres estaba oscurecido de odios, de rencores. Por la plaza, abajo, cruzaban niños con sus palmas, con sus ramos verdes, cogidos de las manos de sus padres, camino de la iglesia para la bendición. En otros años él salía en este día con su padre, con su traje nuevo y su palma, con su corazón infantil, rebosante de gozo; en otros años, ya mayor, salía con su hija, también ella con su palma, para acompañarla a la iglesia para la bendición. Hoy estos recuerdos sólo despiertan tristeza en su alma; hoy su alma está triste, a pesar del cielo azul, de las campanas, y de la paz que reina en el aire cruzado por bandadas de palomas; su alma está triste a causa de los hombres.

Abajo, en la plaza, van acumulándose más niños; van reuniéndose palmas, palmones y ramos. Las palmas ondean en el aire; se extienden como un bosque de oro; se oyen voces, risas. El aire es un puro alborozo de palmas, de sol, de alegría de niños. La iglesia debe de estar perfumada de incienso, con todas las luces del altar encendidas; por calles y plazas, por todas las iglesias de la ciudad; por las anchas avenidas, donde los árboles levantan al cielo primaveral el primer verdor trémulo de sus hojas; por todas partes habrá palmas, ramos, ondeando en manos infantiles, y el cielo será claro y azul, mientras la tempestad que ruge en el corazón de los hombres se acerca ya amenazadora; y luego, en seguida, vendrá el Sábado de Gloria, y las campanas serán echadas al vuelo en todos los campanarios de la ciudad por la resurrección de Aquel que quiso morir por los hombres.

Juan Bausá se acuerda de los tiempos lejanos; mira el bosque de palmas abajo, y los ramos, y los niños con su alegría. Poco a poco acuden a su mente las viejas narraciones, los cuentos inocentes escuchados o leídos; ve el buen Jesús entrando por las calles de Jerusalén, saludado con palmas y ramos, con gritos de entusiasmo y con alegres voces de bienvenida que resuenan en el aire claro. Y Juan Bausá sueña por un momento que también aquí, resucitado, podría entrar en esta hora por una ancha calle de la ciudad, montado en su borriquito, saludado por millares de voces, por gritos de alegría, vuelto aquí para salvar otra vez a los hombres, entregados al odio y a la desesperación, más miserables que nunca, más esclavos.

Juan Bausá le ve ya adelantarse por el centro de la amplia avenida, bajo los árboles verdes, que mueven sus ramas como saludándole; y ve las gentes correr como locos a su encuentro desde todas partes; ve las gentes ansiosas de paz y de amor, anhelantes, sobre todo, de paz, saludándole con grandes voces, arrodillándose, llorando a su paso, llamándole, llenando el aire con el amplio clamor de todos los anhelos, de todas las esperanzas resucitadas.

Pero Él no vino. La Semana Santa transcurrió también entre odios y violencias; en los días santos corrió la sangre. En Tarragona, al ser embarcados para las Chafarinas los condenados por la sublevación de Jaca, la multitud trató de impedirlo; hubo tiros, protestas, golpes y, como siempre, se derramó sangre inocente.

Era la primera vez que la Semana Santa, el Sábado de Resurrección, llegaba para Juan Bausá sin alegría, preñado de extrañas nostalgias del pasado, de angustiosos temores ante el porvenir. No, este año no corrió con Lisa al balcón a la hora en que las campanas lanzaban al aire su alegría por la Resurrección del Señor. Las campanas este año habían de resonar en su alma con no sabía qué ecos de toque funeral por no sabía qué desgracias.