SE ACERCABAN las Navidades. Aquel año las Navidades llegaban sin paz; los días se sucedían agitados, sombríos, preñados de fatales augurios.
Madrid, España entera, hervía en fiebre revolucionaria. Se habían producido algunos intentos de sublevación, frustrados todos ellos al nacer; en Barcelona se detuvo a varios complicados, como el capitán Sancho, que enfermó en Montjuich, muriendo poco después en el hospital. En Madrid, el comandante Franco, encerrado en la prisión de San Francisco, se había evadido misteriosamente, sin que hasta días después, fuera de España, se lograra averiguar su paradero. La tensión, sin embargo, no cedía; las huelgas se sucedían en todas las capitales, y siempre con carácter de violencia deliberada; la prensa arreciaba en su campaña; las conspiraciones se llevaban casi en pleno día.
De pronto empezó a correr la noticia de que en Jaca se había sublevado la tropa. El capitán Galán había lanzado al fin sus soldados a la calle, y había proclamado la República. Sus hombres fueron cercados y desbaratados cuando se dirigían a Huesca, y el intento quedó sofocado. El día 16 los periódicos publicaban la noticia del juicio sumarísimo, y de la condena a muerte del capitán y de su ayudante García Hernández. A las tres de la tarde del mismo día eran pasados por las armas en los Polvorines, cerca de la carretera de Barbastro, a la derecha del Cerro de los Mártires. Se supo después que el intento fracasado respondía a una vasta conspiración en la que estaban comprometidos los hombres más destacados del país, procedentes de todos los partidos, coligados todos para derribar a la Monarquía. La impaciencia del capitán Galán había sido la causa del fracaso.
Al fracaso de Jaca siguió el de Madrid. También en Cuatro Vientos se produjo un intento para sublevar a la guarnición; pero fue dominado rápidamente y sus jefes más destacados se refugiaron en Portugal. Coincidiendo con este movimiento, se produjeron nuevos desórdenes. En Madrid, en un hundimiento murieron cuatro trabajadores; el entierro, dos días después, se convirtió en una formidable manifestación; se produjo un choque entre la fuerza pública y los asistentes al entierro, y resultaron muertos y heridos. Se declaró una huelga de cuarenta y ocho horas, que se extendió a todas las capitales de España. En Barcelona se levantaron barricadas; hubo choques entre los huelguistas y la fuerza pública, resultando también muertos y heridos. La huelga se prolongó y fue declarado el estado de sitio. Se celebraron manifestaciones tumultuosas, la violencia arreció, y en los mítines se atacaron con saña las instituciones monárquicas; se pidió a gritos la abdicación del rey, y se invocó la revolución. Eran los días que precedieron a la caída de la Monarquía. España entera se agitaba como en un ansioso presentimiento. En medio de la expectación, de la inquietud de aquellos momentos, Ortega y Gasset, en un artículo que tuvo honda repercusión en toda España, lanzó su «Delenda est Monarchia», como la sentencia final.
A Juan Bausá le dolía el alma ante todo lo que sucedía. Aquel día había leído la sentencia del Consejo contra los sublevados de Jaca. Le repugnaba la violencia, pero ahora compadecía a los reos, y no hacía más que pensar en ellos.
Al salir de casa se detuvo con la señora María. Ésta se había mostrado excitada, locuaz, rebosante de contento. Parecía enterada de todo. Alabó el heroísmo de los capitanes, y se mostró apenada por el proceso, pero sin perder la esperanza.
—Esto se acerca. Ya verá, ya verá… Esto es el primer paso…
—Yo les tengo piedad… Es verdad que se levantaron en armas, que a causa de ellos…
—Sí —le interrumpió la señora María—, pero lo hicieron con la mejor intención; no le quepa duda. Lo han hecho por el bien de usted, de mí, de Nieleta y su hermano, de la pobre niña de la esquina, para que todos vivamos mejor y los ricos no nos aplasten. No le quepa duda. Ellos querían implantar la República…
—Y con la República, ¿cree usted que vendrá todo esto?
—¡Claro que vendrá! ¿Qué duda cabe? ¿No va usted a los mítines?
Confesó, casi con vergüenza, que no había ido nunca a ningún mitin.
—¡Pues vaya usted, pero no a los de las derechas! ¿Qué quiere que digan estos, hartos como cerdos, cargados de millones? Vaya a los otros, a los nuestros, y sabrá usted lo que es la República. La República es, ¿cómo se lo diré?… En ella no manda nadie; todos somos iguales, todos somos como hermanos. En ella no habrá amos ni esclavos: habrá libertad. Mandaremos el pueblo, nosotros, usted, yo… Se irá el rey, y todos estaremos mejor. Ellos se han lanzado a la calle por esto; lo han hecho por nuestro bien, no le quepa duda: por usted, por mí, por todos los pobres. Con la República —añadió— muchas cosas que vemos no las veríamos.
—¿Está usted segura?
—Claro que lo estoy. Esas cosas sólo suceden con el rey.
Él no parecía convencerse. La señora María estaba asombrada sinceramente de su ignorancia; le creía un reaccionario, pero no tan ignorante.
—Pero, ¿quiere decir que el rey…?
—¡Claro que sí! ¡Hay que ver! Pero, ¿usted sabe lo que cobra el rey?
—¿Mucho?
—Miles y miles y miles. Ya no me acuerdo. Lo dijeron en el mitin el sábado. Una vergüenza, créame usted. Y todo, ¿para qué? Para ir a cazar, para pasear en coche y hacerse retratar sonriendo… ¡Ya le daría yo! Con lo que él cobra, todos los pobres podríamos vivir sin pasar necesidades. Ya lo ve usted. Vaya usted a un mitin. Le convencerán. El sábado fui a uno, con mi hijo y mi nuera. ¡Qué cosas oí! Había un señor bajo, gordo; no sé quién era. ¡Qué bien hablaba! Era un pico de oro, y ¡qué sentimiento! ¡Cómo me emocioné! ¡Cómo lloré! Vaya a los mítines. Créame. Usted vive ciego. Por esto no sabe nada de lo que ocurre; ni de lo que intentaba este capitán…
—Oiga, y ¿cree usted que los fusilarán? —la interrumpió Juan Bausá. La idea aquella no le abandonaba; la perspectiva le aterraba.
—Son capaces de todo. No me extrañaría. Pero si fusilan a éstos, se levantarán otros. No lo dude. Hasta que se vaya el rey…
—¿Cree usted que se irá el rey?
—Si no se va le echarán. Está dictada ya su sentencia. La República es un hecho.
Juan Bausá se alejó más aturdido aún, dándole vueltas la cabeza. En su mente sólo veía ahora a aquellos dos hombres, encerrados en su calabozo, condenados a muerte. Pensaba que acaso tenían hijos y mujer, y en el fondo de su alma rogaba a Dios para que los salvara.