Capítulo VI

AQUELLOS DÍAS de encierro le habían trastornado ligeramente. Juan Bausá salió con una extraña excitación; abrazó a su hija y a su esposa, que le esperaban afuera desde hacía rato, pero tenía un aire ausente, raro. Tardaba en contestar a las preguntas, y a menudo las dejaba sin respuesta; a veces pedía perdón sin saber de qué. Por la noche Mari Juana había preparado una cena especial, un poco fuera de lo ordinario, para celebrar la alegría de verse de nuevo reunidos. Pero también en la cena Juan Bausá se mostró extraño, como si no acabase de entrar bien en la vieja alegría de su hogar, como si en el encierro hubiera perdido algo de su alma. Las preocupó. Esperaron que le pasara. Él reanudó la vida en la oficina. El jefe le saludó con una severa reprimenda, pero tampoco la admonición pareció afectarle como las otras veces. La intención de aquél había sido formarle el expediente, pero la situación política había llegado a una tensión tal, se respiraba en el aire con tal certeza la inminencia de un cambio, y el cambio encerraba tantas incógnitas, que todos vivían pendientes de lo que iba a suceder, sobre todo en los centros oficiales. Ello le salvó, por esta vez, y Juan Bausá, cada vez más viejo, más pesado, con el alma cargada de tristeza, pudo continuar en su puesto, con sus expedientes.

En medio de su aturdimiento, Juan Bausá se acordaba del herido; no sabía qué extraña simpatía le había nacido por aquel hombre. Tal vez en sus sentimientos había, incluso, admiración.

Así que salió de la cárcel, la primera persona por quien preguntó fue por él, y en él, aparte de los suyos, había pensado a menudo en los días de encierro.

—Lo llevaron al hospital —le explicó Mari Juana—, pero después no se ha dicho ya nada. Tal vez esté en la cárcel. Según el periódico había cometido delitos terribles.

Él calló, y durante un rato fue pensando en el perseguido.

Ahora lo recordaba a menudo; pensaba en las palabras de la mujer de la esquina, en las humillaciones del despacho, en Lisa —recordaba a este propósito las razones de la vieja mecanógrafa: «A ésta no le sucederá como a su hija». En el misterio que rodeaba el despido de su hija, Juan Bausá presentía un motivo de vergüenza para él—, pensaba en Mari Juana; en la muchachita vendedora de fósforos, plantada allí en la esquina, con su eterno vestidito roto y su cajita, implorante; se acordaba de Nieleta; consideraba el inmenso desamparo en que viven los pobres y los débiles… Una sensación de angustia le sobrecogía; una voz misteriosa parecía susurrar cosas terribles a la inocencia de su alma, algo que le turbaba hasta lo más íntimo: un profundo disgusto del mundo se apoderaba de él, y sobre todo ello, en turbadora visión, se erguía el joven con sus ojos encendidos, su cabellera revuelta, con la bomba en la mano, ya levantada, como una visión infernal. Juan Bausá apartaba los ojos con horror, y volvía a refugiarse en el recuerdo de los suyos, o bebía.

Ahora se interesaba mucho más por las desgracias de la calle. Hablaba más con el ciego que estaba junto a la iglesia, con la pequeña vendedora de fósforos; y hablaba, sobre todo, con la señora María, cada día más entusiasmada con su república, que no podía tardar. «Le digo que eso está maduro. Ya verá, ya verá.» Juan Bausá sabía ahora muchas cosas de estos seres, casi todas tristes; entre éstas, la que más le conmovió, la que más había deseado saber, para aumentar sus melancolías: la historia de Nieleta. Ante Nieleta él continuaba experimentando el mismo supersticioso temor; continuaba sin atreverse a hablarle; no sabía qué respeto le infundía aquella figura severa, consagrada por entero a una abnegada, a una terrible misión. Nieleta era, no obstante, a quien veía más; aquella muchacha se le había convertido casi en una obsesión. Una mujer, amiga de la señora María se la había explicado a ésta, estando él presente; Juan Bausá conocía aquella historia.

Hacía tal vez veinte años, tal vez treinta, los padres de Nieleta eran unos pacíficos burgueses que residían en el viejo barrio de Santa María, donde poseían una tienda. «Yo —les dijo la mujer—, todavía la conocí.» Nieleta era, a la sazón, una niña alegre, que llevaba lindos vestidos y salía a pasear con una muchachita que tenían ex profeso para acompañarla en sus paseos. Una anciana criada cuidaba del hermano, idiota de nacimiento, y por el cual Nieleta, que era en extremo cariñosa, sentía una rara ternura. Esta felicidad duró poco para la pequeña. De repente, enfermó su padre, muriendo poco después. La madre de Nieleta servía poco para el negocio; parecía incluso algo atontada. La muerte del marido, acostumbrada como estaba desde años a descansar en él en todo, la sumió en un estado de atontamiento más profundo. De vez en cuando, hasta sirviendo en la tienda, inesperadamente se ponía a llorar. El negocio empezó a ir mal; sé terminaban los géneros y no se reponían; empezaron a faltarle artículos y los parroquianos fueron desertando. Tuvieron que despedir, primero a la muchacha, después a la vieja sirvienta, y Nieleta, todavía una niña, tuvo que encargarse de su hermano. Desde entonces ya no le abandonó. Puede decirse que en aquel momento la vida se acabó para ella; debía de contar trece años. Se vendió por fin la tienda y se mudaron de piso. Entonces la madre tuvo un puesto de castañas en la esquina de la calle de la Argentería y la Vía Layetana. Allí se la vio mucho tiempo, con el hijo idiota sentado en el suelo, y Nieleta a su lado. La madre continuaba, sin embargo, en la misma actitud; siempre con su atontamiento, al que se añadía ahora una expresión de animal asustado, asustado tal vez de la vida. A veces, no se acordaba de cobrar; se equivocaba en los cambios; si daba de menos, naturalmente, reclamaban; si daba de más, se lo guardaban. En poco tiempo acabó también con el puesto. Entonces vino lo más triste. «Parece que los veo aún —prosiguió la mujer—. La madre, alta, seca, pálida, parecía un fantasma; Nieleta, con un vestidito de sus buenos tiempos, pero que le iba ya corto y estaba estropeado, colocada de pie al lado de su madre; al lado de ella estaba su hermano. Yo les vi mucho tiempo así, sobre todo al anochecer, ante el portal de la iglesia de Santa María; y sólo Nieleta tendía la mano suplicando una limosna.» La mujer se enjugó una lágrima. «¡Era tan triste!», dijo, como justificación. Juan Bausá parecía ausente; respiraba anhelosamente, y no apartaba los ojos de aquella mujer. Ésta continuó: «Una vecina, compadecida, buscó a la madre una colocación en un café. La madre aceptó. A cualquier cosa que le hubiesen propuesto hubiere dicho igualmente que sí. Continuaba siempre con la misma actitud, y todavía, de vez en cuando, se ponía a llorar sin que ella misma supiese la causa. Entonces ocuparon el piso que ocupan ahora. Nieleta quedó en la casa para cuidar a su hermano. Era ya crecidita; había perdido su alegría, y había ya adquirido este aire que tiene ahora. Tuvo aún que salir a pedir muchas veces, con su hermano, hasta que se estableció la lotería. Su situación mejoró; pero la suerte de Nieleta estaba ya fijada. Ahora viven solos. Su madre murió hace un par de años».

Juan Bausá se alejó en silencio, con el pensamiento en Nieleta, en todo lo que acababa de oír.

Las dos mujeres quedaron mirándole. Al fin, la señora María, en voz baja, casi con misterio, le dijo:

—Estos días ha estado en la cárcel.

—¿En la cárcel?

—Sí. Ocultó en su casa a un pistolero, que estaba herido y a quien perseguía la policía.

—¿A un pistolero?

—Sí. Es más bueno que el pan. Es un reaccionario, un cavernícola, pero tiene un corazón de oro.

—Ya se le ve. Parecía a punto de llorar cuando yo hablaba de Nieleta. Y ¡cómo escuchaba!

—Estoy segura de que va llorando. Pero, ya lo ha visto usted. No ha dicho una palabra. Desde que salió de la cárcel está muy extraño; no parece el mismo. Viven aquí cerca. Tiene una hija muy linda y también muy buena, como él. A su mujer la conozco poco, pero me parece que es igual que ellos.

—¿Son ricos?

—¡Quiá! Pasan lo suyo. Está empleado no sé dónde, y viven de su sueldo.

La imagen de la muchacha se clavó aún más a partir de ese día en el alma de Juan Bausá; ahora sólo veía a Nieleta. Al mediodía, a la salida del trabajo, habiendo tal vez bebido un poco, Juan Bausá se detenía a esperarla. Cuando la veía aparecer a lo lejos al lado de su hermano, le excitaba la emoción; se encendía todo él en piedad. Ella llevaba al hermano como siempre, calmosa y dulce, sin impaciencia; le sostenía con fuerza cuando él, en una de las sacudidas con que avanzaba, se inclinaba casi hasta tocar el suelo, y le esperaba cuando se detenía fatigado. Por la plaza cruzaba tal vez un coche, con estrépito de bocinazos; pasaba, acaso, un chiquillo corriendo; quizás un vendedor pregonando su mercadería; tal vez se oía el violín del ciego, junto a la iglesia… Juan Bausá sólo veía a Nieleta avanzando al lado de su hermano. Recordaba la infancia de la muchacha, y el alma le rebosaba de angustia y ternura, porque pensaba, sin querer, en su Mari Juana y en su Lisa… Ahora lo sabía todo. «Por la mañana, cuando se levantan, Nieleta tiene ya que ocuparse de él; lo tiene que vestir, casi en su falda; le ayuda a hacer sus necesidades, como si se tratara de un niño… Después le lava la cara, lo peina, porque de sus días lejanos la muchacha conserva aún ese amor al aseo…» Los ojos se le humedecían; el corazón le palpitaba dolorosamente. La plaza parecía desvanecerse entre brumas con sus edificios, con sus figuras: «Ay, Nieleta —pensaba él, y lo decía casi en voz alta, tembloroso—, ay, Nieleta, ¡qué destino te ha dado Nuestro Señor! ¿Quién, viéndote a ti, se atrevería a quejarse de su suerte? Hay mujeres que tienen monumentos en las ciudades —continuaba, recordando algo que había leído—; hay Juanas de Arco y Agustinas de Aragón, y otras que no sabemos lo que hicieron y que son veneradas por los hombres. Pero tú tienes un monumento en el Cielo, y a ti te veneran los ángeles y te venera Dios, porque si no fuese así, ¿qué sería la vida?».

Juan Bausá, entonces, olvidado por un momento de su esposa y de su hija, olvidado de las propias desazones, entre las brumas del alcohol, en su deseo infinito de hacer bien, se sentía elevado hacia un sueño en el cual apagaba la sed de bondad de su alma. Juan Bausá imaginaba que un día la vería allá arriba, descansando, por fin, entre ángeles y serafines, en la gloria del Señor, donde deben de estar todos los desgraciados de este mundo. Él, el hermano, se habría convertido en un joven apuesto como en sus cuentos del Patufet, donde la vida era tan hermosa, donde Dios premiaba siempre a los buenos y perdonaba a los malos, que a partir de entonces dejaban de serlo; el hermano se habría convertido en un joven apuesto, porque en el Cielo no existe fealdad, y paseaban los dos, felices, recordando los días amargos sufridos en la tierra. No pasaban por las calles de una ciudad oscurecida de impiedad y de odio, llena de humo y de ruidos, sino por un hermoso prado, en una eterna primavera, con altos árboles, con flores y corrientes de aguas tranquilas, como en una de las reproducciones que él había visto en un libro de láminas de su padre. Cuando pensaba en el Cielo —y cada vez pensaba más en él—, cuando pensaba en el dulce reposo del más allá, donde estaban su padre y su madre, donde irían él, Mari Juana y Lisa a reunírseles, Juan Bausá siempre lo veía como en aquella reproducción.

Nieleta ha doblado la esquina, se ha perdido por el fondo de la calle. Juan Bausá continúa aún en el mismo sitio. El recuerdo de su mujer, de su hija le han asaltado de pronto con una sensación agobiante, aterradora. El cerebro se le oscurece; la razón se le trastorna. Sin él querer, su pensamiento le transporta al futuro. Ve la plaza del Pino, como está hoy; ve las viejas casas enfrente con sus amplios y bajos portales, sus tiendas; con su pequeño árbol allí en medio. Ve a Nieleta, que avanza con su hermano… Pero la imagen se trastrueca de pronto, y no es Nieleta, no es su hermano: es la madre de ellos, a la que no conoce; va de luto por la muerte de su esposo, y alta, seca, casi fantasmal, avanza atontada, mirando a todos lados… Pero tampoco es ella… no: es Mari Juana, pequeña, pálida, vestida de luto, y a su lado va Lisa, también pequeña y también vestida de luto, pero con harapos. «Llevaba un vestido de sus buenos tiempos, pero le iba ya corto y estaba estropeado.» Es el sueño de sus temores de estos días últimos; el sueño de sus días de encierro, con el temor de su destino. Se han detenido junto a la iglesia, y Lisa tiende la mano… «Señor, una limosna por el amor de Dios…» ¡No, no! Señor… ¿Es posible? Su Mari Juana… ¡Dios! ¡Ella, tan buena!… ¿Es posible que sucedan tales cosas en una ciudad donde se reverencia a Cristo, en una plaza pública y frente a una iglesia donde se predica el amor? ¡No, no, no es posible! Oye la voz del jefe. «Si continúa usted así, me veré obligado a tomar una resolución.» Juan Bausá se recobra de su enajenamiento momentáneo, y se apresura hacía su casa. Casi duda de que el sueño no sea verdad, y siente una terrible ansiedad por verlas, por oírlas hablar. Tal vez estén enojadas con él, que no sabe defenderse en la vida ni defenderlas. Llama y vuelve a llamar.

Pero, no; allí está ella, como siempre, sólo que hoy no sonríe.

—Mari Juana…

Ella calla; continúa mirándole con su rostro apenado.

—¿Ha llegado Lisa, Mari Juana? Perdón, Mari Juana, es que…

—No, no ha llegado todavía… Pero… ¿Por qué te pones así? Te he estado observando desde el balcón. Te detienes demasiado en las desgracias, Juan. No se puede vivir siempre así. Hay demasiadas penas en el mundo, para que uno tenga continuamente los ojos en ellas. Es verdad que despierta mucha compasión esa muchacha, pero tampoco puedes hacer nada por ella. Además, está ya acostumbrada y no le pesa lo que hace. Todos nos acostumbramos a lo que la vida nos da.

—Sí, sí, Mari Juana. Pero no puedo remediarlo. ¡Me da tanta pena! Además, de un tiempo a esta parte, cuando veo estas cosas me asaltan pensamientos tristes…

—¿Pensamientos tristes…?

—Sí, pienso en vosotras. Perdona, Mari Juana… Pienso en si perdiera mi colocación…

Mari Juana le miró, sobresaltada. Luego sonrió.

—Y aunque fuera así. Si perdieras ésta, encontrarías otras; además, me tienes a mí: yo puedo trabajar más, podría planchar, coser… Luego, está Lisa… Eres un niño, Juan; no reflexionas y cualquier nadería te asusta.

—¿De veras, Mari Juana? ¡Qué peso me quitas de encima! Lejos de ti, todo me asusta; te oigo a ti, estoy a tu lado, y ya no temo nada ¡Ahora me parecen tan necios mis temores!

—¡Claro que lo son! Eres un niño, te lo repito.

En aquel momento se oyó la puerta y Lisa entró.

—Hola, papá —le besó, le tendió la mejilla.

Él la besó, llorando, pero entonces sus lágrimas eran lágrimas de felicidad.