SERÍA HACIA LAS DOCE. El herido había quedado solo en el piso. Mari Juana no había regresado aún, Juan estaba en la oficina y Lisa se encontraba en el mercado, esperando a su madre. Lisa estaba inquieta. El recuerdo de la reciente escena con el herido no se apartaba de su mente. Cada vez que recordaba sus palabras le entraban deseos de llorar y, no obstante, anhelaba verle de nuevo, saber de él, y sentíase preocupada por la suerte de aquel hombre.
Mientras ella estaba allí, y Mari Juana cumplía su encargo, tres policías de uniforme, acompañados de un agente de paisano —vestido con gabán de entretiempo y sombrero de fieltro un poco echado sobre los ojos—, salían de la Comisaría; cruzaron por detrás de la Catedral en dirección a la plaza del Pino; una vez allí, doblaron hacia la izquierda. El agente de paisano iba mirando los números. Se detuvo, de pronto, ante la casa; se sacó un papel del bolsillo.
—Es aquí —murmuró—. Vamos. —Dobló el papel y se lo guardó de nuevo en el bolsillo—. Que uno de vosotros se quede aquí en la puerta sin dejar salir a nadie. Preparad las armas —dijo, previniendo su pistola y hundiéndola en el bolsillo de su gabán—. El pájaro es de cuidado; no sea que nos dé algún susto. Si ofrece resistencia, disparad sin contemplaciones.
Subieron al piso, mientras uno de ellos quedaba abajo vigilando. Se detuvieron frente a la puerta. El herido los había ya oído. Había sonado un ruido extraño en la calle; algo anormal; y la sospecha le cruzó en seguida por la mente. ¿Le habrían denunciado? ¿Sería posible? ¿Sería casualidad que no hubiera quedado nadie en el piso? Estaba arrepentido del lenguaje que había usado con la muchacha; un ardiente deseo de verla de nuevo, de borrar la impresión causada, le había atormentado hasta entonces. No podía quitarse de la cabeza la imagen de ella, tal como la vio al entrar, junto al umbral, sin atreverse a acercarse; no obstante, ahora, ante aquella sospecha, renegó de su debilidad. «Todas iguales. Malditas sean.» Los pasos de los policías se oían en la escalera; se acercaban. Ya no cabía duda. Miró desesperado a su alrededor. La imagen de la cárcel pasó aterradora por su mente. Aquello representaba decirle adiós al mundo, acaso para siempre; adiós a la santa libertad, que era lo que más amaba. Tal vez le enviaran a una lejana colonia, a trabajos forzados. En el fondo de su inquietud, ahora, a pesar suyo, estaba también la imagen de aquella muchacha; la había tenido allí en aquella habitación, cerca de su lecho, y no había sabido sino ofenderla. A pesar de todo, no podía desechar su recuerdo; no podría ya arrancárselo nunca del alma. ¡Cuando menos, si hubiera podido verla, interrogarla, saber de ella que no era culpable; por lo menos, no tener que maldecirla también a ella!
Los policías estaban ya ante la puerta. No había tiempo que perder. ¿Qué le importaba aquella muchacha? ¿Qué tenía que ver con él? —volvía a decirse—. Sin duda, la había tratado como merecía, y si no, ¿qué le importaba? ¿No le habían denunciado sus padres? Ahora se trataba de su libertad, que estaba en peligro, tal vez de su vida… Era preciso ver sí había posibilidad de salvarse. Hizo un esfuerzo desesperado, y logró descender de la cama; después, poco a poco, apoyándose en el lecho, en una silla, en las paredes, llegó hasta la ventana. Miró abajo; estaba en un segundo piso; la galería era altísima; las otras ventanas estaban demasiado apartadas; la huida por allí era imposible. Fuera llamaron. Casi arrastrándose, salió al comedor; allí no había nada que pudiese ayudarle; desde el comedor pasó al salón con balcón a la calle, donde pasaban las veladas los dos esposos. Fuera volvieron a llamar, con golpes más recios. Él se asomó al balcón, buscando ansiosamente la huida, pero tampoco por allí se ofrecía la menor posibilidad. Se dijo: «Estoy perdido». Le pareció, de pronto, que no había mirado bien la ventana de la alcoba; que tal vez por allí pudiese aún intentar la huida. Volvió a la alcoba, y apenas consiguió llegar. Entonces se le ocurrió una idea. Si pudiese llegar a la puerta, quizás ocultándose detrás… Lo había visto en el cine, en cierta película de gangsters, y la cosa le pareció hacedera. Pero en seguida sonrió. «Es una tontería. Esto pasa sólo en el cine», pensó. No cabía duda que dejarían algún policía en la puerta, vigilando la salida; no podía escapar. Los policías habían dejado de llamar; pero él continuaba adivinando su presencia ante la puerta. «Habrán ido a buscar un cerrajero, para que les abra —se dijo—. ¡Qué lástima! Si pudiese…» Pero de pronto se sintió sin fuerzas para nada, invadido por un súbito y total desaliento. No tenía armas para defenderse; de tenerlas se hubiese defendido y hubiera muerto, cuando menos, matando. No había posibilidad de huida, y por añadidura, su mal se dejaba sentir ahora de un modo indecible; en la espalda sentía un dolor atroz, le acometían vértigos y las piernas le temblaban y se le doblaban. Le invadió una especie de fatalismo, un deseo de abandonarse a lo que quisiera venir. Un estremecimiento de frío le recorrió; los dientes le castañetearon. Subió a la cama con un gran esfuerzo y se abrigó; continuaba temblando. «Sea lo que quiera», se dijo. En el fondo de su ser se había iluminado una esperanza. En los centros donde él concurría se alimentaba la convicción de un cambio inminente en las cosas de España… «Acaso la situación…» Y la figura de Lisa volvió a surgir ante él, clara; la veía huir de allí casi llorando. Cerró los ojos. Fuera se oía va descerrajar la puerta y las voces impacientes de los policías.
Avanzaron con precaución, registrando el piso, hasta dar con él. Desde la puerta le encañonaron con sus pistolas.
—¡Manos arriba!
Él levantó los brazos, pero no pudo hacerlo totalmente. El policía repitió la orden en tono conminatorio.
—Dispara ya —le dijo el otro—, o si no, déjame a mí.
El herido le miró con odio, sin hablar, y con esfuerzo, apretando los dientes a causa de las heridas, levantó los brazos un poco más.
Se adelantaron hacia la cama, uno detrás del otro.
—¿Conque estabas ahí? Levántate, ¿qué esperas? —Y, asiéndole por el brazo, le echó de la cama abajo.
El otro le empujó con el pie.
—¡Hala, perro!
Él quedó sobre la alfombra, al pie del lecho, doblado sobre el costado izquierdo; los ojos le chispeaban; las manos se cerraban crispadas, y las facciones se le contraían de dolor y de ira. Sólo una cosa habría deseado: poder levantarse inesperadamente, saltarle encima, echarle las manos al cuello, morderle… Pero era en vano. El dolor le tenía agarrotado, encogido en el suelo. Sin embargo, no pudo contenerse; esbozó una sonrisa amarga, y desde el suelo donde estaba, mirándolo, desahogó su cólera.
—Eres un valiente. Mereces que te den un premio.
—¡Maldito perro! Si no callas… Me dan ganas de… —Levantó el pie y le dio con fuerza en el costado. Él se dobló por el dolor; pero su rostro no expresó la menor emoción. Quizá vibró un destello más vivo en sus ojos; vibró una ira más concentrada en su voz.
—Eres un valiente, te lo repito. Hombres como tú hacen grande a una nación.
Ardía en una oleada de ira salvaje; las heridas le dolían horriblemente, y sin embargo, sonreía. Todo le daba igual ahora; necesitaba sólo injuriarle, desahogar su cólera, aunque fuese a costa de su vida. Lo miraba con desprecio, desafiante.
—Ese hijo de p… —habló el policía—. Todavía me desafía… —Soltó una blasfemia y fue para darle con el arma.
El otro agente le contuvo, y para aplacar a su compañero, le dio también con el pie.
—¿También tú? ¡Vivan los valientes! Hay más de los que pensaba. Vosotros hacéis grande a la nación. ¡Vivan los valientes!
Su alma ardía en coraje; una cólera violenta le arrebataba; pero un íntimo desfallecimiento empezaba a ganarle, con un dolor intolerable en el costado, donde se le había abierto la herida.
—Levántate —le ordenó el agente.
—¿Que me levante? —contestó, esforzándose aún por sonreír, por encima de su dolor y de su ira—. Si pudiera levantarme no me habrías cogido; no me habrías pegado… A pesar de tu valentía.
El policía se adelantó sin poder contenerse:
—Pero… ¿es que vamos a tolerar que…? ¡Dale, hombre! ¡Déjame a mí! Verás.
El otro le contuvo de nuevo.
—Déjalo. Es una bestia dañina, una alimaña; pero ahora es menos que una pulga. No es nada. ¿Ves? —Y con el pie, pero sin pegarle, le volvió hacia el otro lado—. Es un monigote.
El herido cayó desvanecido, agotado por el esfuerzo, aturdido por la violencia de su dolor y de su ira. De la herida abierta le manaba ahora la sangre; le formaba una mancha sobre el pecho y le caía al suelo gota a gota.
El agente, sin darse cuenta de su estado, continuó hablándole:
—Mal lo vas a pasar, amigo. Te auguro unas vacaciones largas. A lo mejor, un viajecito… y no de bodas. Ja, ja, ja. —Le asió por el brazo, sacudiéndole—. ¡Caramba! Parece muerto. —Y volviéndose hacia su compañero—: Oye, avisa a Giménez que baje a telefonear; que comunique la detención y haga mandar a una ambulancia.
El agente se alejó de mala gana, mirando al herido y volviendo a mirarlo.
—La ambulancia se la daría yo. ¡Si llego a estar solo! ¡Maldita sea!
El herido permanecía en el suelo más contraído aún sobre sí mismo, como uno que tuviese frío. La mancha de sangre se iba agrandando en su pecho; la sangre continuaba cayendo gota a gota; pero más abundante, y formaba un pequeño charco en el suelo.
Cuando Mari Juana llegó, ante la casa estaba parada una ambulancia. Se detuvo con el corazón palpitante. Junto a la puerta había un policía vigilando; otro policía dispersaba los grupos estacionados frente a la casa. En el portal aparecieron dos hombres llevando un camilla. En ella, cubierto con una manta, iba el herido. Lo subieron a la ambulancia, que partió en seguida. El son de la campanilla lleno por un momento la plaza; luego se fue perdiendo hacia las Ramblas.
Mari Juana permaneció sin saber qué hacer. El policía que estaba en la puerta continuaba en el mismo sitio. Ella, oculta en el seno, llevaba una carta para el herido. Miraba y volvía a mirar, sin atreverse a ir. Algunos vecinos estaban asomados a los balcones. Mari Juana por fin se adelantó. El policía la detuvo:
—¿Vive usted aquí?
—Sí, señor.
—¿En qué piso?
—En el tercero.
—Tendrá que acompañarnos a la Comisaría.
—¿Me permite usted que avise a la vecina…? Vendrán mi hija y mi esposo…
—Su esposó no vendrá…
Mari Juana le miró, aterrada.
—Está detenido. Si quiere hablar con alguien, hágalo de prisa, que se hace tarde.
Mari Juana, aturdida, sin dejar de pensar en su marido, subió seguida del policía. Llamó a la puerta de la vecina, que salió al momento. Mari Juana le explicó que Lisa estaba para llegar, y le suplicó que la tranquilizara. Sin duda no sería nada grave. Era casi seguro que volvería en seguida. Pero hablaba sin firmeza, distraída, con el pensamiento en su marido, por todo lo que sucedía, aterrada.
—Volveré pronto, ¿no? —preguntó al guardia.
—Eso depende.
La vecina le prometió hacer lo que le pedía, y acompañada del guardia, Mari Juana salió camino de la Comisaría. Una vez allí la hicieron esperar en una sala donde esperaban otras personas. Transcurrió un rato largo; tristes presagios cruzaban por su cerebro. Parecíale como si una tempestad se hubiese desencadenado de repente sobre su hogar, tan tranquilo antes, dispersándolo todo; parecía ser víctima de una horrible pesadilla; Mari Juana se pasaba la mano por la frente; los pensamientos, las imágenes se le confundían. ¿Qué esperaba allí? ¿Qué le harían? Pensaba en el herido; pensaba en Lisa, pero, sobre todo pensaba en él, en su marido. ¿Dónde estaría? ¿Qué le habría sucedido? ¿No le habría engañado el policía?
El mismo agente la llamó desde una puerta. Ella avanzó hacia él, y acompañada por el hombre entró en un espacioso despacho. Allí enfrente, un poco elevada, había una mesa. Un señor de mediana edad, con lentes y pequeño bigote estaba sentado detrás. En la pared, sobre él, se veía el retrato del rey; a su izquierda había una muchacha rubia sentada ante la máquina de escribir. Interrogada por el señor sentado a la mesa, de pie ante él, pequeña, asustada, Mari Juana fue contestando a sus preguntas. La muchacha las escribía con rápido tecleteo. Terminada la declaración la hicieron sentarse y le dijeron que esperara. Un momento después, por una puerta pequeña, que se abría en el fondo, apareció Juan Bausá, al lado de un policía. Llevaba el cabello despeinado y las ropas desaliñadas. Miraba a todas partes como si acabara de salir de un pesado sueño. Mari Juana, al verle, tuvo deseos de llorar. La hicieron levantarse. Él no la había visto y, de pronto, la descubrió allí junto al policía, y la llamó con un grito:
—¡Mari Juana! —intentando correr hacia ella. El guardia le sujetó por el brazo. Parecía loco—. Mari Juana… Mari Juana… —Y mirando al policía que le sujetaba—: Es mi mujer… —E hizo ademán, de nuevo, de ir hacia ella. El guardia le volvió a sujetar.
Les hicieron separarse un poco más y empezó de nuevo el interrogatorio. Juan Bausá se dio cuenta, con horror, de que también ella estaba detenida y de que acaso la encerraran. Se hallaba excitadísimo.
—Es mi mujer, señor comisario, es Mari Juana. No ha hecho nada. Todo lo hice yo; yo le dije que abriese la puerta… —Pensar que pudieran encerrarla a ella en aquella celda lóbrega y húmeda de donde él acababa de salir, le llenaba de terror, le enloquecía—. No, no, señor comisario, por favor. Todo lo hice yo…
El comisario dio un golpe con la regla sobre la mesa.
—Usted aténgase a las preguntas del interrogatorio.
—Sí, señor comisario, sí… Pero es que ella…
—Le repito que se atenga a las preguntas del interrogatorio.
—Sí, sí.
Escuchaba ahora con la cabeza levantada, con su aire de atontado, la boca un poco abierta y con la misma expresión de temor, jadeando. Mari Juana no osaba mirarlo; sentía que, de hacerlo, no podría dominar las lágrimas. Él, en su aturdimiento del primer momento, sin saber apenas lo que decía, había incurrido en algunas contradicciones en su declaración. El comisario le preguntó con voz clara, fuerte, silabeando casi:
—Cuando la policía llamó anoche a su casa, ¿estaba o no estaba el herido en el piso?
—No, no estaba, señor comisario, no, ¿verdad, Mari Juana?
—Antes dijo usted que sí…
—Dije que… No, no estaba, señor comisario… Todo lo hice yo, todo… No estaba, señor comisario. Estábamos sólo Mari Juana, yo y Lisa. Lisa es mi hija. Estábamos en la cama, y oímos tiros; después oímos un hombre que se quejaba. Cuando le abrí la puerta, cayó. Yo le recogí, yo señor comisario, y lo metí en la cama, yo solo, yo… —Se excitaba con aquel temor; volvía a olvidarse de todo; hablaba en voz más alta cada vez, sin escuchar las protestas del comisario—. Yo le abrí; yo lavé las manchas de sangre que había en la escalera. Había perdido mucha sangre, ¡pobre! Así que abrí la puerta, cayó a mis pies como muerto. Yo lavé las manchas de sangre con una palangana y un trapo; y solo, nadie me ayudó. Subí hasta el terrado, y también allí lavé los rastros de sangre; todos los lavé, y del terrado salté a la casa de al lado, y me caí, pero lavé la sangre también allí. Todavía quedaban dos manchas. Yo solo lo hice, señor comisario, yo solo. —Jadeaba—. Perdone… Diga, señor comisario, diga… —Y quedaba igual, con el cuerpo echado hacia delante, y el rostro levantado, un rostro de estúpido, en el que se pintaba el temor más vivo; pero ahora temblaba todo; todo él era presa de una viva excitación.
—Sin embargo, los policías lo registraron todo, hasta el terrado. Luego cerraron la puerta. Ellos juzgan imposible que el herido pudiera entrar después. ¿Cómo lo explican ustedes?
—Debió de estar oculto en el terrado esperando a que se fueran los policías —contestó tranquila Mari Juana—. No hay duda de que subió por la casa de al lado.
Él miraba ahora a su mujer, con la misma actitud de embobamiento, haciendo con la cabeza señales afirmativas; un hilo de saliva le corría de la boca, cayéndole al suelo.
—Sí, sí, señor comisario, sí…
Mari Juana se sacó el pañuelo, se adelantó hacia él y le limpió los labios. Él le cogió la mano, en un arrebato, y se la besó llorando.
—Mari Juana…
El comisario pareció conmovido.
—De todos modos, ustedes sabían que el herido era un delincuente, y que su obligación era dar parte inmediatamente a la policía.
Él repetía:
—Sí, señor comisario, sí… Todo lo hice yo; yo lavé la sangre de la escalera… Perdón…
El comisario cortó:
—Volvedle a su celda. —Y a Mari Juana—: Usted puede regresar a su casa. Está libre. Si acaso, se la llamará después.
Se lo llevaban por un brazo, casi a rastras. Había oído que dejaban libre a Mari Juana y su rostro se había iluminado de felicidad.
—Sí, sí, señor comisario. Gracias. —Y gritando, con lágrimas en los ojos, de cara a su mujer—: ¡Mari Juana, adiós! No creas que estoy triste; no lo creas. Soy feliz, Mari Juana, ya lo sabes… Es como si me mirase Dios, como si Dios me estuviese mirando… Y si mañana mismo llamase un herido a nuestra puerta… —El policía le fue empujando suavemente.
—Vamos, vamos…
Habían llegado a la puertecita del fondo. Él gritaba aún:
—Adiós, Mari Juana. Soy feliz… soy feliz… Ya lo sabes; si…
Habían cerrado la puerta; se oyó todavía su voz del lado de allá, mientras se lo llevaban; no se entendía ya lo que decía; su voz se fue extinguiendo hasta que dejó de oírse.
Mari Juana tenía los ojos arrasados en lágrimas. Se adelantó hacia el comisario.
—Perdóneme, señor comisario. No haga caso. Está trastornado; no sabe lo que dice, pero ¡es tan bueno! ¡Si usted lo conociera! No hace daño al pan que se come. ¿No le dejarán ir?
—Por ahora es imposible. Hemos de aclarar aún algunos puntos. Esperamos primero la declaración del herido. Veremos después. De todos modos, creo que no será por mucho tiempo.
Mari Juana, animada por la amabilidad del comisario, le suplicó aún:
—¿No podrían soltarle ahora? ¡Qué alegría le darían!
—De momento, no puede ser.
Mari Juana no insistió. Tendría que regresar sola. Se alejó lentamente, con paso torpe, hacia la salida. Iba envuelta en su desolación; las lágrimas le caían por el rostro, y parecía más pequeña, más insignificante.
Empezó a bajar la escalera, paso a paso, cogida a la barandilla, y de pronto oyó a Lisa que la llamaba, y entre las lágrimas que le nublaban los ojos, la vio correr hacia ella por la escalera.
La abrazó llorando; la tuvo un instante apretada contra su pecho.
—Mamá, mamá. ¿Y papá? —le preguntó Lisa, angustiada.
Mari Juana hizo un esfuerzo por dominar su pena.
—Ha quedado detenido. Pero han dicho que saldrá pronto… Tal vez mañana…
Caminaron un momento en silencio, abrumadas por el dolor.
—¿Has estado en casa?
—Sí, mamá.
—¿No estaba él?
—No; se lo llevaron en una ambulancia.
—¿Adónde lo habrán llevado?
—¡Quién sabe! Tal vez al hospital…
Callaron. Avanzaron las dos abatidas, como dos ancianas, apoyándose una en la otra mutuamente, abrumadas bajo el peso de aquel desencadenamiento de sucesos adversos, como si caminasen bajo una tempestad invisible.
Toda la tarde transcurrió en el piso con una gran tristeza.
Lisa no salió, pero apenas hablaron. Al atardecer, Lisa le dijo a su madre que salía un momento. Quería comprar el periódico. Sin duda traería la noticia; quizá podrían saber algo sobre el paradero del herido, saber quién era. Lisa temblaba de curiosidad y de temor. Mari Juana quiso acompañarla; parecía temer el quedarse sola en la casa aquel día aciago. Salieron las dos hacia las Ramblas. Atardecía. El cielo estaba oscuro; una ancha nube cubría toda la parte alta, hacia la altura del Tibidabo y ensombrecía la atmósfera. Soplaba un aire húmedo; acaso volviera a llover. Empezaban a encenderse las luces. Al entrar en las Ramblas oyeron ya vocear los primeros periódicos por los muchachos que descendían desde la plaza de Cataluña; bajaban veloces, e iban desparramándose por las calles, llenándolo todo con sus gritos, deslizándose entre los vehículos, subiendo y bajando de los tranvías. Tuvieron que subir un buen trozo de calle. Lisa vio de pronto un muchacho que vendía el periódico allí cerca.
—Espera un momento, mamá —y se apresuró hacia el vendedor. Éste, que se había lanzado ya a correr, se detuvo y le dio el periódico atropelladamente sin dejar de vocear; se metió los diez céntimos en el bolsillo, y se alejó corriendo.
Lisa desplegó el periódico; las manos le temblaban; su corazón palpitaba de temor y de ansiedad; recorrió los títulos y se detuvo al fin en la noticia que le interesaba. «Detención de un peligroso terrorista.» Lisa sintió que le faltaba el aliento, como si un puñal le atravesara el alma. «Es él», se dijo, aterrada. La relación ocupaba casi una columna entera. Cerca de un farol leyó de prisa las primeras líneas, y vio que, efectivamente, se trataba de él. Dobló el periódico y volvió al lado de su madre.
—¿Trae algo?
—Sí. Lo leeremos en casa.
—¿Quieres que regresemos?
—Sí, mamá.
Descendieron por la Rambla. Lisa sólo pensaba en la noticia; sentía curiosidad y miedo a la vez; tenía deseos de llegar a casa, para leerlo con calma y, a la vez, anhelaba retardar aquel momento.
Se hallaban ante la iglesia del Pino. Había ya anochecido; las luces en las calles estaban todas encendidas. El cielo, sobre el espacio de la plaza, se extendía negro, sin una estrella; pasaban ráfagas de aire y la lluvia parecía cercana. En la iglesia se celebraba un acto religioso; los fieles entraban y salían, y en los breves intervalos en que la puerta permanecía abierta se oía la voz de un predicador. En aquella voz palpitaba una amenaza violenta; parecía surgir de una profunda caverna, de una remota lejanía de siglos; debía de resonar terriblemente en las altas bóvedas vacías; se perdía y volvía a surgir, como en oleadas, y en estos momentos despertaba ecos aterradores, como de anuncios de tremendos castigos. Un aire frío pasaba por las esquinas, como si viniera también el tiempo pasado. Lisa se apretó contra su madre.
—¿Tienes frío?
—Sí, mamá.
Mari Juana quería entrar a rezar, pero no dijo nada. Se alejaron. Los fieles continuaban entrando, y la voz del predicador, en los intervalos, continuaba sonando con violencias de tempestad.
Ellas se alejaron hacia su casa.
Lisa, impaciente, se adelantó a su madre; abrió la puerta, y sin quitarse el abrigo se dirigió a la sala. Encendió la luz.
Mari Juana se sentó a su lado; Lisa desplegó temblando el periódico, y en voz alta, con un leve temblor de emoción, leyó la referencia. «Esta mañana, hacia las doce, en una casa de la calle de los Ciegos, frente a la plaza del Beato Oriol, la policía procedió a la detención de uno de los elementos más peligrosos del terrorismo barcelonés. Llámase el delincuente Pedro Muñoz; cuenta sólo veintidós años y ha tomado parte en varios hechos delictivos acaecidos en esta ciudad en los últimos meses. Según nuestros informes, se le acusa de ser uno de los que más directamente intervinieron en el reciente tiroteo de Sants, donde fueron heridos dos agentes, uno de los cuales murió a consecuencia de las heridas; se le imputa, asimismo, el haber incendiado, con otros terroristas, varios tranvías durante la huelga del pasado julio y la colocación de un petardo en una de las cocheras, cuya explosión ocasionó la muerte de un niño.»
Lisa se interrumpió. Estaba pálida; la voz se le debilitaba; los labios le temblaban, y hubiera deseado no saber más; doblar el periódico e irse a su habitación a llorar. Se pasó la mano por la frente y continuó: «Se rumorea que el susodicho Muñoz tomó parte también en el reciente atraco a un banco de esta ciudad, aunque este extremo no ha sido confirmado, y que es también autor de otras fechorías de menor importancia. La policía seguía en estos últimos tiempos la pista de este conocido terrorista, sin que lograra dar con él, a pesar del celo desplegado por nuestros agentes. La autoridad tuvo noticias de que la noche última varios elementos terroristas celebraban una reunión en un piso cercano a la calle de los Ciegos. Varios agentes acudieron al citado piso a la hora señalada para la reunión, entablándose un tiroteo entre algunos terroristas que vigilaban la calle y la fuerza pública. En el tiroteo resultó herido un agente; uno de los malhechores fue muerto por un disparo.
»Pedro Muñoz resultó herido en el pecho, pero, a pesar de la gravedad de la herida, logró escapar amparado por la oscuridad. Se refugió en un piso de la calle de los Ciegos, donde, con la complicidad de los dueños, permaneció escondido.
»Una confidencia hecha por una vecina puso a la policía sobre la pista del malhechor, y esta mañana, hacia las doce, se procedió a su detención. Cuando fue la policía, el terrorista estaba solo en el piso. Nadie contestó a las llamadas de la autoridad, por lo que se mandó abrir la puerta a la fuerza, penetrando los agentes en el interior. El delincuente estaba en la cama, pero, no obstante hallarse gravemente herido, intentó hacer frente a la autoridad, siendo reducido en seguida por los dos agentes que llevaron a cabo la detención.
»El terrorista fue trasladado al hospital, donde quedó estrechamente vigilado, para evitar que sus compañeros pretendieran rescatarle por sorpresa, repitiendo el acto de audacia llevado a cabo recientemente. A causa de su estado, el herido no ha podido prestar declaración. Se confía que sus declaraciones han de ofrecer gran interés para el esclarecimiento de algunos actos de terrorismo ocurridos estos últimos meses y que continúan rodeados de misterio.
»Han sido detenidos el dueño del piso, Juan Bausá, funcionario, y su esposa, María Juana Balart. Ésta, después de prestar declaración, ha sido puesta en libertad. Juan Bausá continúa detenido en los calabozos de la Comisaría».
Lisa dejó el periódico y guardó silencio.
Fuera se oía el ruido de la lluvia, que, impulsada por el viento, azotaba la persiana, para alejarse de nuevo; después se oía sólo el monótono rumor del agua. Al fondo del murmullo del agua y del viento se percibía latente el continuo fragor sordo y sostenido de las Ramblas. Ahora parecía llegar como una oscura, como una misteriosa amenaza, desde el alma de la ciudad, sumida en la noche bajo la lluvia.
—Pero, ¿es posible? —exclamó al fin Mari Juana—, ¿es posible que sea verdad? ¡Si casi parecía un niño!
Lisa seguía callada. En su espíritu reinaba una infinita desolación. Estaba agitadísima, horrorizada. Y, no obstante, el deseo de verlo, de verlo a pesar de todo, de interrogarle, de que le dijese que no era verdad, era más vivo que nunca en su alma. Tenía a su padre encerrado; tal vez les amenazaba un gravísimo peligro, lo peor que pudiera sucederles. Sin embargo, Lisa sólo pensaba en él. Lo veía en la cama riendo, hablándole como embriagado; no se acordaba ya de las ofensas; sólo oía su voz en los momentos en que la emoción le velaba las palabras, y, sobre todo, en aquel en que había pronunciado su nombre: «Lisa… Ya ves, hasta me acuerdo de tu nombre.» Una dulce emoción la conmovía hasta lo más hondo, y Lisa no podía creer que aquel hombre fuese el mismo a quien se citaba en el periódico.