Capítulo IV

JUAN BAUSÁ había atravesado la plaza apresuradamente. Apenas si saludó a la señora María, que parecía deseosa de hablar con él, sin duda sobre el tiroteo de la noche anterior, o sobre el último mitin republicano.

—Perdóneme, señora María. Se me hace tarde.

Y se alejó a toda prisa. La señora María le miró un instante; se sonrió. «¡Pobre! —murmuró para sí—. Es un reaccionario, sí, pero es un niño. Se le ha hecho tarde y va ya asustado, como un chiquillo que llega tarde a la escuela.» Y la señora María, sonriendo con indulgencia, volvió a sus castañas, que preparaba para asar.

En el campanario sonó el cuarto, grave, sonoro, como una explosión. Juan Bausá se sobresaltó como ante una terrible advertencia y apresuró más aún el paso. Ahora le preocupaba sólo su retraso, y ya se había olvidado del herido, de la noche pasada sin dormir, de todo, para pensar sólo en el jefe y en la excusa que le debía dar. Pensó, para consolarse, que acaso no habían retirado aún las listas de asistencia; había días en que se olvidaban de hacerlo; a veces permanecían hasta las once sobre la mesa. Tal vez hoy,… Estas listas habían sido instauradas últimamente, a fin de cortar los abusos. Los abusos, naturalmente, continuaban por parte de aquellos para los cuales fueron instauradas; las listas servían sólo para los débiles y timoratos, para que el jefe se divirtiera con sus miedos. Muchos de los compañeros de Bausá, sobre todo los nuevos, llegaban tarde todos los días. Al llegar se dirigían tranquilamente al despacho del jefe y le pedían la lista para firmar. Algunos lo hacían todavía más tarde, en la Secretaría. Juan Bausá ignoraba todo esto. Él, desde el primer día, había sido de los primeros en firmar. No parecía que aquellas listas hubieran de infundirle ningún terror, y de aquí que ahora, inesperadamente, se levantan ante él amenazadoras, como un instrumento de castigo puesto en manos del jefe. Avanzaba casi corriendo. Al doblar la esquina tropezó con una mujer y le tiró la cesta que llevaba en la mano; se esparcieron por el suelo naranjas, garbanzos… Quiso agacharse, pidiendo perdón, pero se acordó de la oficina, y se alejó de nuevo corriendo, perseguido por los insultos de la mujer.

Llegó sudando, jadeante, cayéndosele, como siempre, el pantalón, sin poder hablar. Sin ver a nadie atravesó el largo corredor que conducía a las oficinas y alcanzó la puerta. Desde allí dirigió la mirada a la mesa, a la izquierda. La lista había sido retirada. Permaneció un instante inmóvil, sin saber qué hacer, plantado en el umbral; miraba hacia la mesa, esperando que tal vez apareciese allí la lista por milagro, al conjuro de su desesperación. Al lado de la mesa, una de las mecanógrafas, ya anciana, tecleaba en la máquina. Se acercó tímidamente.

—¿Han retirado la lista? —dijo, casi sin voz, con ojos implorantes.

—Sí, ahora mismo. ¡Es lástima! —Habían envejecido en aquel lugar; ella sobre su máquina herrumbrosa; él sobre su expediente, no lejos el uno del otro. La vieja empleada tuvo piedad al verle tan acongojado, y añadió—: Vaya usted al despacho del jefe. Todos lo hacen. No sea usted tonto. Claro que ahora no tiene usted a su hija allí —añadió la vieja, no sin malicia—. Nada notó Juan Bausá. En este momento entró en la oficina una muchacha rubia, recién ingresada en el Departamento, relacionada más o menos íntimamente con el jefe superior. Era bella, con aire exótico, cabellos rubios, que brillaban como el oro; su rostro aplastado con algo de oriental, de nariz un poco chata y boca grande y sensual, desdeñosa, ofrecía, en su conjunto, una expresión de descaro no exenta de gracia; en su porte y ademanes era de una exquisita distinción. Estaba en excelentes relaciones con el jefe; no se escandalizaba ante sus chistes escabrosos, que escuchaba sonriendo, y también sonriendo escuchaba sus tímidas proposiciones para llevarla al cine, que no le daban frío ni calor; no decía que sí ni que no: sonreía y lo dejaba todo pendiente, sin prometer y sin defraudar del todo las esperanzas. Sabía, en suma, jugar con fuego sin quemarse; juego difícil, pero para el cual mostraba una maestría insuperable. A base de ello podía permitirse llegar tarde, firmar en el despacho del jefe o abajo, y salir cuando le convenía. Las viejas la odiaban por su belleza y distinción; le censuraban la libertad de su vida, de la que algo se traslucía en la oficina; pero la aborrecían, sobre todo, por su influencia con el jefe y por las ventajas de que gozaba. La vieja mecanógrafa, al verla entrar, le dijo a Juan Bausá, por lo bajo:

—Verá usted lo poco que se preocupa ésa. Obsérvela.

La muchacha ni siquiera miró si estaba o no la lista; saludó brevemente, sin preocuparse de si hablaban de ella o de la lluvia; dejó su monedero sobre la mesita, al lado de la máquina de escribir, y con el mismo aire desenvuelto, tranquila, con su rostro un poco levantado y sus cabellos rubios agitándose al ritmo de su paso, se dirigió al despacho del jefe.

—¿Lo ve usted? ¿Qué le he dicho? ¡Claro que usted no tiene…! Bueno, ¡ahora…! Ésta no saldrá de aquí como su hija de usted… esté seguro…

Juan Bausá no comprendía nada en las insinuaciones de la vieja, hechas oscuramente, con reticencias y vacilaciones.

—Sí, pero yo…

La puerta, en el despacho del jefe, había quedado abierta. Dentro se oían risas. El jefe debía de bromear con la muchacha, a propósito de su retraso. Tal vez le propusiera, en cambio, llevarla al cine, ante lo cual ella sonreiría, como siempre, sin decir que sí ni que no. Salió poco después, todavía con la risa en los labios, y cerró la puerta tras ella. Su rostro recobró en seguida su expresión habitual, más bien severa, con su leve mohín de desdén no desprovisto de gracia. Se sentó ante la máquina; sacóse un pequeño espejó del monedero, y se compuso el rostro, alisándose los cabellos, lejana, sin mirar a nadie. Hecho esto se puso a trabajar.

Juan Bausá se decidió por fin. Se dirigió al despacho del jefe. Ante la puerta cerrada se detuvo indeciso un instante. Dentro no se oía nada. El jefe estaba solo. Esto le animó. Tal vez a solas no sentiría necesidad de humillarle con alguna de las burlas a que era tan aficionado y con las cuales hacía reír a los otros. Llamó con los nudillos. Dentro se oyó la voz del jefe.

—Adelante.

Empujó la puerta y entró. El rostro del jefe, levantado hacia el que entraba, se puso de repente rígido, impenetrable. Juan Bausá avanzó con la pluma ya mojada en la mano, sin mirarle, con una sonrisa culpable en los labios, buscando la lista sobre la mesa. La lista estaba allí mismo, y en ella todavía se veía fresca la firma de la muchacha. Él alargó la mano:

—¿Me permite, señor Arderiu? Me he retrasado un poco, hoy. —Sonrió—. Es la primera vez… ¿sabe? —Calló y levantó los ojos hacia él, angustiado. Cuando cogía ya la lista, la mano del jefe se había adelantado y la había retirado, depositándola a su lado.

—¿No sabe usted que una vez retirada la lista no se puede firmar?

—Sí, sí… Es verdad, señor Arderiu. Pero… Es la primera vez que me sucede, ¿sabe? Perdone, pero…

—Nada. Retírese usted. ¡Ah! Allí le he dejado un documento para copiar; haga la copia y tráigamela. La necesito en seguida.

Salió sudoroso, confundido y avergonzado, más torpe que nunca, con una amargura de hiel en el alma. No veía a nadie; no oyó a la mujer, que le preguntaba si había firmado; no vio a dos de los jóvenes que se reían de él, de su facha, acentuada por la carrera y el aturdimiento. Juan Bausá se dirigió a su rincón. Ahora, más que el no haber podido firmar, le hería la nueva afrenta sufrida. Se sentó e intentó sumirse en el trabajo, pero los ojos se le nublaban. A la humillación se añadía ahora la preocupación por el trabajo que debía realizar, sin contar la fatiga de la noche pasada sin dormir, que le pesaba en el cerebro, sobre los párpados. Se esforzó. Allí tenía el documento para copiar, el trabajo que más le aterraba. Empezó tembloroso, afanándose en concentrar toda su atención en el texto. El recuerdo de la afrenta continuaba vivo en su alma, como una herida en carne viva. No le cabía en la mente que pudiesen tratarle de aquel modo; desechaba la preocupación; huía de la amargura, esforzándose por concentrarse en el trabajo. Pero, no podía; luego, la fatiga se apoderaba también de él, poco a poco, pero de manera invencible, con una fuerza contra la cual no podía luchar. Era más fuerte que su amargura, más que su temor y que su voluntad. En vano luchaba y se desesperaba contra aquella fuerza; en vano se sacudía el sopor y se aplicaba al trabajo con todas sus energías; poco a poco la fatiga le iba venciendo, y Juan Bausá acabó por quedarse dormido sobre el papel. Uno de los fieles del jefe, que debía de estarlo ya esperando, corrió al despacho con el parte. También esto, ante ciertos jefes, era una manera de hacer méritos y hasta de ascender, cuando no se tenían para ello otras cualidades. El señor Arderiu entró en el despacho, seguido de su satélite. Todos estaban ya al tanto de lo que sucedía, todos dispuestos a reír, mientras el pobre Bausá seguía en el mundo de sus sueños, lejos de allí, descansando de sus amarguras, de la humillación de este día, tal vez con su hija y su mujer, en su piso, leyendo el periódico o escuchando la radio. Estaba, en realidad, echado pesadamente sobre la mesa, con la cabeza de costado sobre el papel, y cayéndole un hilo de saliva.

El jefe se plantó ante él; el subordinado quedó un poco detrás, y todos los demás de píe detrás de sus mesas, riendo. El jefe cogió una regla plana que había a un lado de la mesa y descargó con ella un fuerte golpe sobre la madera, delante mismo de Bausá. El viejo se despertó de repente y con tal sobresalto, que derribó el tintero; la tinta corrió sobre el documento y sobre la copia. Miró al jefe, perplejo, lleno de angustia; miró el tintero, y volvió a mirar al jefe y volvió la mirada delante de él. La tinta, vertida ya toda, formaba una gran mancha sobre el blanco papel, y continuaba escurriéndose sobre la mesa, amenazando alcanzar los expedientes puestos a un lado. Juan Bausá levantó el tintero temblando, y en su aturdimiento, sin saber siquiera lo que hacía, empezó a limpiar la tinta con las manos, a enjugársela en el traje, haciendo reír a todos con su miedo y su torpeza. Buscaba a su alrededor, sin saber qué; sin duda el papel secante, un trapo, algo con que enjugar la tinta y que ahora no hallaba a mano.

El jefe, de pie ante él, no decía nada: gozaba. Aparte de que por inclinación natural hallaba placer en atormentar, el viejo le debía, además, una pequeña humillación en la persona de su hija. El que ella se hubiese ido como se fue, no siendo más que una mocosuela que tenía a su padre allí a merced de él y que en su casa dependían exclusivamente de lo que él ganaba allí, no lo podía comprender y menos perdonar. Había callado, pero no lo olvidaba. Era de los que dijo Gracián, con frase certera, que la pegan por detrás, como el alacrán; podía pasar tiempo, pero, tarde o temprano, se la cobraba. Continuaba de pie ante la mesa, gozando con la confusión del viejo, sin decir nada, apurando su agonía; una sonrisa sardónica, despreciativa, vagaba por sus labios pálidos, como queriendo decir a los otros que aquel hombre no tenía remedio. El viejo Bausá levantó de nuevo los ojos hacia él, sus ojos angustiados.

—Perdone, señor Arderiu. Le ruego que… Es que anoche no dormí…

La respuesta le acudió al otro en seguida a los labios; la dijo en voz alta, dirigiéndola, sobre todo, al auditorio:

—¿Fue usted de juerga?

Estallaron risas. El pobre Bausá se sintió más lleno de confusión.

—No, no, señor Arderiu, no fui de juerga… —No sabía lo que se decía. Nuevas risas saludaron su respuesta. El jefe reía también. Debía de hallarse en uno de los momentos más felices de su vida. El pobre Bausá, en cambio, sudaba, miraba a todos lados, volvía a mirar el papel, sometido a aquella lenta agonía, mientras todos se reían a su alrededor. ¡Cómo había cambiado en unas horas su situación! ¿Quién le habría reconocido aquí, humillado, temblando bajo la mirada del jefe, entre las risas de todos, si le hubiera visto unas horas antes, cuando saltaba de la cama e iba a auxiliar al herido? La vida le ha colocado en una mezquina coyuntura. Aquí no hay nadie a quien ayudar; él aquí nada tiene que hacer. Sólo soportar las burlas, los chistes, todo lo que quieran decirle, y mirar cómo se ríen de él.

El jefe continuó aún la comedia:

—¿Salió usted con una rubia o con una morena? —Y volvió a mirar en derredor. Esto le parecía el colmo de la gracia.

Juan Bausá ya no le oye. Está temblando, aturdido, acaso con un principio de indignación levantándose apenas allá en el fondo de su mansedumbre. Los oídos le zumban: una bruma espesa parece envolver su cerebro. Pero, a pesar de todo, a pesar de aquella débil protesta que quiere levantarse en su fondo, no reaccionará; no dirá nada. No puede explicar lo que hizo anoche; no puede decirles por qué no durmió. Tiene que callar, y soportar las gracias del jefe, las risas de los otros, devorar su amargura. La voz zahiriente vuelve a sonar ante él; ahora es una amenaza, pero ya no despierta en él ningún temor.

—Si continúa usted así, me veré obligado a tomar una resolución. Se lo advierto. —Alargó la mano hacia el documento, manchado de tinta—. En cuanto al documento, tendré que comunicarlo al jefe superior. Veremos qué dispone… —El señor Arderiu estaba dispuesto a continuar, irritado ahora ante la actitud indiferente de Bausá; estaba dispuesto a apurar la comedia; echar fuera hasta las heces de sus secretos venenos, cuando en aquel instante sucedió algo que sembró la estupefacción y el desconcierto en toda la oficina. Se vio, primero, al ordenanza, grueso y flemático, apresurándose entre las mesas, de un modo que llamaba la atención, pues no se había apresurado nunca, y con un rostro alterado, que nunca se le había visto, dirigirse hacia el jefe, y en seguida aparecieron dos policías, que esperaron en la puerta. El ordenanza habló un momento en voz baja con el jefe. El señor Arderiu levantó los ojos hacia los policías, sin saber de qué se trataba, pálido y descompuesto, perdida ya toda la arrogancia. Se hizo repetir por el ordenanza todo lo que le había dicho, como si no lo entendiera bien. Su rostro se serenó de pronto y salió a hablar con los policías. Se encerró con uno de ellos en su despacho. Todo el departamento estaba pendiente de lo que sucedía; nadie comprendía nada. El viejo Bausá había sido completamente olvidado; pasado un instante, se vio al ordenanza avanzar hacia él: le dijo algo en voz baja, como si cumpliese una dolorosa e importante misión; Juan Bausá se levantó, y con la misma actitud de aturdido se dirigió al despacho del jefe. Ya no volvió. Desde allí salió entre los dos guardias, detenido.

Juan Bausá caminaba entre los policías casi cayéndose, mirando a un lado y otro. El sentimiento que le embargaba hacía un momento se había desvanecido de su alma. Un mal cura otro mal. Juan Bausá ya no se acordaba de las humillaciones sufridas; su alma sólo estaba ahora preocupada por lo que había sucedido en su casa; por el herido, por Mari Juana, por su hija; y por encima de las humillaciones y de lo que pudiera suceder en su casa, sentía, a pesar de todo, unos deseos inmensos de descansar, de dormir.