Capítulo III

AL DESPERTAR, ya más sereno, el herido miró a su alrededor. La alcoba era espaciosa; los muebles, antiguos, pero en buen estado, y la pieza ofrecía en conjunto un aspecto de orden y de comodidad. A un lado estaba el magnífico armario de luna; enfrente, un pequeño mueble con cajones, con un espejo en la parte superior; encima, diversos objetos artísticos. A un lado, una litografía, representando una escena de amor sacada de alguna ópera. Sobre el espejo del pequeño mueble se veía el retrato de un señor. Él detuvo los ojos en el retrato. Representaba un hombre grueso, de unos sesenta años, pero de expresión enérgica, y de mirada penetrante bajo la sombra de las espesas cejas. Sólo se le veía la parte superior del cuerpo; vestía un traje negro; la americana era alta, con solapas muy cortas, y la llevaba abrochada hasta el último botón; un cuello duro parecía obligarle a mantener la cabeza levantada; del cuello brotaba una gruesa corbata, con un enorme alfiler cuya cabeza debía de ser un brillante. Toda la figura respiraba dignidad y suficiencia, aunque había en aquel rostro algo de máscara superpuesta, de seriedad exagerada, y un tanto de intención aviesa en la mirada. En la solapa llevaba una pequeña flor, o tal vez fuese una condecoración o una medalla. Una sonrisa irónica dilató levemente los labios del herido, hacia la comisura. «Gran farsante debiste de ser», pronunció entre dientes. «Debías de pegársela al propio diablo, si es que has muerto, como supongo.» Volvió a mirar a su alrededor, un poco asustado de aquel lujo, que a él, acostumbrado a las miserias de su barrio, le parecía de primer orden. «¿En dónde habrás caído? ¿No te denunciará esta gente?» Esto le infundía terror. Era la cárcel; se trataba de la libertad, que era lo que más amaba en el mundo, más aún que la vida; lo único que amaba, y que acaso había de perder para siempre. No: aquello no; antes la muerte. Hizo un movimiento, como para librarse de una opresión enojosa.

Una necesidad física que hacía rato que le atormentaba, que le había despertado tal vez, interrumpió sus reflexiones. Miró a la puerta con ansiedad, pero no se atrevía a llamar. Mari Juana entró en aquel momento.

—Parece que esté usted mejor.

—Sí —le contestó sin mirarla—. Es posible.

Mari Juana le miró extrañada. Él, que se había mostrado tan seguro de sí en todo momento, expresándose siempre sin la menor inquietud, que no había mostrado apenas agradecimiento a cuanto hacían por él, aparecía entonces molesto, como avergonzado o irritado. Casi sin mirarla le preguntó por su esposo y si éste podía ir allí. Mari Juana quedó al principio sorprendida, pero comprendió en el acto y fue a despertar a su marido, que acababa de dormirse.

Él quedó esperando, impaciente y avergonzado, irritado contra sí mismo. Era, en verdad, extraño su pudor ante una necesidad natural; pero la verdad era que siempre lo había experimentado, y en la situación en que estaba aquello le atormentaba más que nada. Era un pudor excesivo, casi incomprensible. «Deben de ser resabios burgueses», se había dicho a sí mismo en cierta ocasión. Había que ver la poca importancia que tenía la fisiología en el ambiente de los centros revolucionarios de las barriadas y la crudeza con que se aludía a estas cosas entre las propias muchachas, muchas de las cuales hacían gala en ello de competir con los muchachos más desvergonzados. Es cierto que muchas veces había en esto una cierta complacencia casi morbosa en remover suciedades; había también una parte de reacción contra los melindres que en aquel aspecto se atribuían a las burguesas, por más que, en otro sentido, se les atribuyeran todos los vicios. La verdad era que, en general, ellos le daban a todo muy poca importancia. Apenas era concebible que en tales medios él hubiese conservado siempre ese delicado pudor que esa noche había de atormentarle tanto, sobre todo en presencia de Mari Juana. Llegaba a tanto, que un momento había intentado incluso levantarse solo, pero tuvo que desistir. Tener que pedir ayuda para aquello era algo que le irritaba ya contra sí mismo con sólo pensarlo, y lo peor para él de la situación en que se hallaba. Ya el hecho de haber tenido que acogerse a aquella casa le hubiera llenado de ira en otro momento. Ahora estaba un poco de vuelta de sus ideas y de sus creencias; a pesar de su juventud, había visto demasiado, y sentía una íntima, una amarga decepción de todo. Un día aquella existencia suya, llevada desde muy jovencito entre peligros, le había parecido magnífica, digna de admiración y hasta no desprovista de grandeza; hoy no; hoy se movía, en cierto modo, en un vacío, pero tampoco sentía deseos de volver atrás. A dondequiera que volviese los ojos, la vida se le ofrecía igualmente estúpida, baja, llena de miseria y de engaños. Hoy avanzaba por pura inercia; a veces, por jugar con el peligro, juego al que había tomado ya gusto.

Un ruido de pasos cercanos le interrumpió en sus pensamientos. Juan Bausá estaba allí, ante él, dispuesto a ayudarle en lo que fuera. Había ido corriendo, cayéndosele las ropas, sosteniéndose con las manos el pantalón, y se había plantado al lado de la cama interrogándole. El herido le miró un instante, y tuvo casi deseos de reír; viéndole ahora se acordaba de sus temores recientes. Bastaba verle a él con aquella facha y con su cara de bondad, bastaba pensar en Mari Juana para sentirse al punto tranquilizado. La figura de él, sobre todo, le hacía gracia; verle con aquella facha, y su cara de atontado, y siempre dispuesto a ayudarle, le hacía reír por un lado, y por el otro, casi le conmovía. Ahora notaba que desde el primer momento le había cobrado ya una extraña simpatía; no obstante, rehuía mirarle, pues hasta él le resultaba enojoso ante aquella necesidad. Juan Bausá, como siempre, no advertía nada; él estaba entregado ya de lleno a su tarea:

—Apóyese en mí —le dijo, llevándole la mano a su brazo—, así… fuerte. —Le pasó el brazo por la cintura—. Así, poco a poco… Por aquí… vamos…

Le esperó; le ayudó a atarse el pijama y le condujo de nuevo al lecho, donde el herido se desplomó, no pudiendo ya más, con un dolor intenso en el pecho.

—¿No quiere nada más?

—No, déjeme.

Juan Bausá apagó la luz y se fue; miraría de dormir todavía un rato.

Ya de madrugada, Mari Juana volvió a encontrar despierto al herido. Se le acercó sonriente, decidida.

—Parece que está usted mejor. Me alegro.

Tenía la cabeza en una posición incómoda. Ella trató de acomodarle en la almohada. Él hizo un ademán de impaciencia, casi de irritación, como cada vez que se veía tratado con solicitud excesiva. Se pasó la lengua por los labios resecos, tragó saliva y le pidió de nuevo de beber:

—Agua, por favor.

Mari Juana la puso un poco al fuego para quitarle la frialdad y se la dio.

—No beba mucho, podría hacerle daño.

Él bebió con avidez, vaciando el vaso.

—Deme más —le pidió casi severo, mirándola sin ternura a los ojos, sin gratitud.

Mari Juana no se atrevió a rehusársela. Él bebió una poca más; parecía que su único objeto era no seguir el consejo. Luego volvió a amodorrarse. Mari Juana apagó la luz, y de puntillas, sin hacer ruido, salió. Juan Bausá, recostado en su sillón, había conseguido por fin dormirse. Ella no podía más; se recostó en el diván y apoyó la cabeza en el respaldo, con la mano contra la mejilla. En el campanario sonó la hora.

Era ya día claro. Abajo se oían los rumores del tráfico; el paso de un auto, un coche arrastrado por caballos, que resonaba con estrépito; niños que corrían por la plaza; la voz de un vendedor, que lanzaba su pregón matinal, siguiendo la antigua costumbre; el pregón del trapero… En la iglesia cercana sonaron dos, tres campanadas. Mari Juana fue a llamar a su marido. Tenerle que despertar le dolía y había retrasado ya un poco el momento de hacerlo, pero se hacía tarde, y temía por él, tan cuidadoso siempre de llegar puntual, o más bien, con tanto temor de llegar tarde. Descansaba tan profundamente que Mari Juana vaciló todavía un instante. Por fin se decidió; le llamó tocándole suavemente en el hombro. Él se despertó sobresaltado; debía de estar soñando.

—Juan, es la hora.

Se levantó de un salto, un poco asustado al ver la luz que penetraba ya por el balcón. Miró el reloj. Faltaban sólo cinco minutos. Iba a llegar tarde, no cabía duda. Desde luego, su mujer o su hija podían telefonear diciendo que estaba indispuesto, pero no lo había hecho nunca, ni se le ocurrió tampoco en este momento, a pesar de que, con aquel herido allí, hacía falta en la casa. Juan Bausá sólo pensaba ya en el retraso; veía ante él el rostro entre severo y burlón del jefe, pidiéndole explicaciones que él no le podía dar. Era la primera vez en su vida que le sucedía aquello y se sentía asaltado de un sentimiento casi de terror. Así, él, que no se asustaba de la cárcel ni del destierro ante su gesto de aquella noche, se aterraba ahora por aquel pequeño escollo de la oficina. Hasta tal punto se había incrustado en su alma el hábito de la servidumbre y la conciencia de aquel deber. Se vistió apresuradamente. Dejó el desayuno intacto, pero antes de salir quiso ver un momento al herido.

Salió en seguida, tranquilizado en cuanto al herido, aunque con el mismo desasosiego a causa de la hora.

—¿Parece estar mejor, eh, Mari Juana?

—Sí, parece más tranquilo. Es fuerte y su naturaleza va dominando el mal. Ahora le haré una cura.

—¿Sola? ¿Cómo podrás? Debería ayudarte yo, pero es que…

—No, no, tú vete a la oficina. Se te hace tarde. Yo me ocuparé de él. Lisa irá a la compra. No te preocupes. Si acaso, para curarle esperaré que vuelvas…

—Sí… sí… Perdóname, Mari Juana… Pero, es que… —Temblaba ya otra vez, pensando en la oficina, en el jefe, ante el cual habría de excusarse. No estaba acostumbrado a mentir; ahora se vería obligado a hacerlo y era lo que más le atormentaba.

—Adiós, Mari Juana. —Cogiendo ya su sombrero, abriendo la puerta atropelladamente, tembloroso—. Adiós… Después veremos lo que hemos de hacer…

Mari Juana cerró la puerta y regresó. Lisa dormía aún. Entró en la alcoba. El herido reposaba; parecía tranquilo. Mari Juana sentóse junto a él. Apenas había dormido; sentíase agotada, pero ahora, sobre su agotamiento se había apoderado de ella una viva preocupación a causa del herido. No le cabía duda de que era un perseguido; sin duda sería el autor de algún atentado. Parecía imposible, viéndole allí, tan joven, sobre todo en los raros momentos en que sonreía. Pero era casi seguro que debía de serlo, y si le descubrían allí… Además, estaba gravemente herido. Era necesario, a pesar de todo, que le viese un médico. Tampoco sería fácil tenerle allí sin que se enterasen; era posible también que volviese la policía. Con sólo pensar en esto, Mari Juana se sentía llena de piedad. Entonces le miraba y se preguntaba quién sería aquel desgraciado, y qué habría hecho.

En aquel momento el herido se agitó un poco en la cama, hizo un leve movimiento con el brazo derecho, abrió los ojos y miró a Mari Juana. Lo hizo dulcemente, con naturalidad, como un niño; inmóvil, sin dejar de mirarla, pareció reflexionar un instante. Luego le hizo seña de que se acercase. Mari Juana se levantó.

—¿Se encuentra usted mejor?

—Sí, estoy mejor. Desearía agua; sólo tengo sed.

—Tal vez será mejor que tome un poco de leche. Le alimentará y le calmará la sed a la vez. No creo que pueda dañarle. La verdad es que yo no sé qué hacer. Creo que deberíamos llamar a un médico.

Él negó resuelto con la cabeza, sin dejarla apenas terminar. Intentó hacer un movimiento, y una mueca de dolor le deformó el rostro con una crispadura de ira. Sonrió con risa forzada, sarcástico.

—Esos bandidos… Me han dejado para el arrastre. ¿Quiere ayudarme? Quisiera incorporarme un poco.

De pronto, se detuvo, mirándola fijo. Una sospecha ensombreció sus ojos, y una línea dura, casi amenazadora, se marcó en la leve contracción de sus cejas y en la ligera arruga de su frente.

—¿Y su esposo?

Mari Juana contestó tranquila:

—Ha ido al trabajo.

—¿Al trabajo?

—Sí, a su oficina.

Calló un momento, como si reflexionase, y dijo por fin:

—No pretenderá denunciarme, supongo… porque…

Mari Juana se sonrió.

—No le conoce usted. ¿Denunciarle él? ¡Si le hubiese visto anoche borrar las huellas de sangre que había usted dejado en la escalera!

—¡Es cierto! Me preocupé de ello hasta llegar a la azotea, pero después ya no pude; estaba todo empapado.

—No se preocupe; las borró hasta en el terrado. Sin duda estuvo usted escondido allí. Había una gran mancha.

La expresión del rostro del herido se suavizó. «Es cierto —pensó, recordando la figura de Bausá, puesto ante él para ayudarle—. No; este hombre no puede hacerle daño a nadie.» Y sonrió pensando en él y aun en sus propias aprensiones. Miró a Mari Juana y, cambiando el tono de voz, le habló:

—Ahora usted debería hacerme un favor. Primero, tráigame un pedazo de papel; escribiré dos líneas; digo, si puedo, porque con este brazo… Luego debería ir alguien de ustedes, debería ser precisamente uno de ustedes, a llevarlo a la dirección que yo les indique. Se trata de avisar para que vengan a buscarme. Supongo que lo harán esta misma noche. Así no tendrán ya que pasar miedo, ni molestarse —añadió con un matiz apenas perceptible de amarga ironía, adivinando la preocupación de Mari Juana.

—No, no…

—No se disculpe. No es nada agradable, lo sé, tener en casa a una persona como yo. Ellos harán bien su trabajo; nadie se enterará, y ustedes estarán tranquilos. De todos modos, no olvidaré lo que han hecho por mí. No todo el mundo es capaz de exponerse así para salvar… a fin de cuentas, ¿a quién?… —Un leve matiz de sarcasmo veló su voz. Calló, dejando la frase sin terminar. Luego, con ademán despectivo, ayudado de un movimiento de labios, exclamó—: Pero, ¿qué importa? Al fin y al cabo… si no fuese que uno… —Y tampoco esta vez expresó su pensamiento oculto—. Bueno, dejémonos de tonterías. Tráigame el papel, que ahora es lo que importa.

—¿Quiere que antes le ayude a acomodarse, o quiere…?

—Bueno. Ayúdeme —contestó, y mientras hablaba se esforzaba ya en hacerlo sin la ayuda de ella.

Mari Juana se apresuró a sostenerlo. Le puso otra almohada sobre la que tenía, de manera que quedasen por debajo de la herida; le colocó otra al lado derecho, para que pudiera descansar en ella la cabeza. Durante la operación él mantuvo los dientes cerrados, como siempre y el rostro crispado, dominando el dolor, poniendo en ello toda su voluntad.

—Bueno, ya estoy bien; ahora deme el papel.

Mari Juana le dio un pedazo de papel. Él, con gran dificultad, esforzándose por dominar el leve temblor de su mano débil, trazó unas líneas. Al pie de ellas puso la dirección.

—Ya está. Ahora sería necesario que uno de ustedes lo llevara a esta dirección. Tendría que ser persona de confianza. Usted, por ejemplo; puede coger un taxi; en mi americana hay dinero. Tome el que necesite. Será cosa de un momento. Una vez allí, pregunte usted por un tal Pardinas. Un pájaro de cuenta —añadió, sonriendo—; ya lo verá. A él, pero sólo a él, puede explicárselo todo. En el papel le digo, de todos modos, donde estoy. Por lo demás, ya se arreglarán ellos.

Mari Juana vaciló un instante con el papel en las manos. Estaba perpleja, asustada.

—Bueno —dijo al fin—, iré yo misma. Tal vez antes sería mejor qué le hiciese otra cura.

—No, no; vaya usted allí. Para mí es lo más urgente.

—Pero solo aquí, usted…-repuso Mari Juana.

—No se preocupe. Vaya…

Mari Juana vaciló todavía. No sabía cómo arreglarlo. Pensaba en Lisa, que estaba aún en la cama. No podía dejarla sola en la casa, con el herido allí; dejarlo a él solo, tampoco le parecía prudente. Sin embargo, no veía la solución. Por fin, le pareció lo mejor ir ella misma a llevar el encargo, y que Lisa, entretanto, fuese al mercado.

Mari Juana se dirigió al cuarto de Lisa; ésta se había levantado ya. La halló en la cocina, preparándose el desayuno. Lisa pensaba sólo en el herido, se había acostado con la imagen de él en la mente, había soñado con él, y ahora, mientras se preparaba el desayuno, continuaba pensando en el desconocido. Esta mañana, de puntillas, se había acercado ya a la habitación, y sin que la vieran había estado mirándole mientras él hablaba con su madre. Lisa, profundamente intrigada, le preguntó a su madre por él.

—¿Está mejor, mamá?

—Sí, está mejor.

—¿Sabes ya quién es?

—No. Ni él ha dicho nada ni yo he querido preguntarle. Es una lástima, tan joven y…

Lisa calló.

—Óyeme, Lisa. Yo tengo que ir por un encargo; tú, entretanto, irás al mercado. Saldremos juntas. Cuando termines de la compra, espérame a la entrada. Yo iré allí a buscarte. Si no has terminado, te esperaré.

—Es que todavía tengo que desayunarme, vestirme…

Lisa deseaba que su madre se fuera. Una vez sola, acaso se atreviera a entrar a la alcoba… Ya encontraría cualquier excusa.

—Vete, mamá. Yo terminaré en seguida. Entretanto, si el herido necesita algo, iré yo.

—Es que… dejarte sola con él…

—No soy ninguna niña, mamá. Además, él está herido. No puede ni moverse.

Mari Juana entró de nuevo en la alcoba. El herido se había adormecido. Ella salió con sigilo.

—Bueno, Lisa. Está dormido. No hagas ruido. Cuando termines, vete al mercado. Yo tomaré un taxi y estaré de vuelta en seguida.

Mari Juana se fue.

Lisa, llena ya de un íntimo temblor, se desayunó, y empezó a componerse. Hoy, sin saber por qué, se arregló con especial cuidado; se puso su mejor vestido; peinóse cuidadosamente sus negros cabellos, que le caían en bucles hasta los hombros; se miró y se volvió a mirar en el espejo. A medida que iba terminando, crecía su inquietud. El joven que estaba allí la atraía irresistiblemente, y a la vez le infundía temor. Sentía una viva ansiedad por saber quién era, tal vez también piedad por su situación. Se dijo, sin embargo, que debía irse; no se atrevía a entrar. Si supiera que estaba aún dormido…, Pero, no: a lo mejor lo encontraba despierto, y entonces, ¿qué le diría? Caro, podría preguntarle si necesitaba algo, pero, ¡se le conocería tanto que mentía! Con sólo pensarlo sentíase ya sonrojada. No, no… Además, su madre regresaría, y si no la encontraba en el mercado… Lisa cogió la cesta y se dispuso a salir… Avanzaba sin firmeza por el corredor; se detuvo y miró al fondo en dirección a la alcoba. La puerta estaba encajada. Lisa se adelantó hacia allí, de puntillas, dejó el cesto en el suelo junto a la puerta, y avanzando la cabeza, empujó. Un leve grito de sorpresa se ahogó en su garganta, y quiso cerrar y alejarse, pero no pudo hacerlo. Él, recostado en la cama, la estaba mirando, la estaba esperando, y le sonrió, saludándola levemente con la cabeza.

—Pasa —le dijo—; no tengas miedo, pasa. —Ella abrió la puerta, adelantó un poco y se detuvo temblando—. Pasa, ¿por qué temes? «No eres ya una niña», y, además, «yo estoy herido», tienes razón, y «no puedo moverme de la cama». Aunque pudiera moverme, podrías entrar lo mismo. No te comería, mujer… —Calló, mirándola, dejando de sonreír.

Ella se sonrojó, y avanzó otro paso llena de turbación.

«Caramba —pensó él—, esto es de cine. Vaya una mocita. Esto es un sueño. En tu barrio no se ven estas cosas. Es de Paseo de Gracia. ¡Caramba!»

—Acércate más —le dijo—. No tengas miedo. Deja que te vea… Lisa. Ya ves, hasta sé tu nombre… Acércate; no te dé vergüenza. Te vi anoche y, desde que te vi…

Y, de repente, calló; en su rostro se insinuó en el acto una mueca despectiva y amarga. Sin saber por qué, le invadió un sentimiento de ira contra aquella muchacha. «¿Te pondrás sentimental por una mocosuela como ésta?» Él había ido poco con muchachas. Las actividades del Centro le habían absorbido mucha parte de su tiempo, pues siempre había sido de los más decididos y entusiastas, de los más valientes, sobre todo cuando la fe le sustentaba. En su vida había sólo algunas incursiones nocturnas por Atarazanas con algunos amigos; a hacer cola los sábados en los peores prostíbulos; detenerse en casa el Sacristán o en «La Criolla», donde los invertidos bailaban con las prostitutas o entre sí, al son de la pianola, con sus zapatos de tacón alto, su blusita de seda, con la cadenita y la medalla oculta, mostrando el escote, pintados y empolvados, las cejas alargadas y con grandes ojeras; y después, a tomar unos chatos en casa Juan, donde se cantaba y se bailaba flamenco, que era lo que más le gustaba. Con todo, de aquellos barrios salía siempre con una sensación de asco y de tristeza. Debía de tratarse de aquellos «resabios burgueses» de que se acusaba a veces sonriendo, y de que le acusaban los otros sin sonreír. Tampoco con las muchachas que conocía hallaba diversión, y menos con las que frecuentaban el Centro, alguna de las cuales le había mostrado cierta inclinación. La mayoría eran rudas, malhabladas, fumaban tabaco ordinario y hasta blasfemaban, y eran todas ellas partidarias del amor libre. ¡El amor libre! ¡Qué necedad! ¡Como si el amor no hubiese sido siempre libre, pensaba él, y la libertad en el amor consistiese en parecemos cada vez más a los perros! «Resabios burgueses», sin duda, y algo más, pero ¡sentía estas ideas tan firmemente! Así, cada vez que había salido con una de ellas a bailar por la tarde en los merenderos de la falda de Montjuich, a la vuelta, ya con la noche, habían acabado, infaliblemente, por buscar un lugar solitario, en pleno campo, con árboles, y juntarse sin grandes preámbulos, a menudo entre frases obscenas. ¡Un idilio! Sobre él, a veces, incluso brillaba la luna y hasta cantaba algún oculto ruiseñor. No; resabios burgueses, pero él no estaba hecho para aquello. Luego, las obreras de las fábricas, sucias, raquíticas, mal vestidas. Le inspiraban piedad, pero nada más. A él la mujer le gustaba como ésta, como las veía en el cine, en las Ramblas: elegante, pintada, limpia. «Resabios burgueses.» Sin embargo, en nombre de las que habían sufrido —las obreras de las fábricas— perdiendo la salud en los sombríos sótanos, estropeándose los ojos con las emanaciones de los productos químicos, destrozándose las manos; en nombre de las ancianas atadas al torno como bestias de trabajo; en nombre de ellas había odiado a estas burguesitas, todas iguales, según la idea que se tenía de ellas en los centros, todas ellas criadas en el ocio, y en el bienestar, viciosas todas —«no te fíes de ninguna; la más inocente tiene su amante»—, o gozando de privilegios que eran una ofensa para aquellas otras. A causa de ellas, a causa de su propia infancia de desheredado, sentía ahora brotar en su alma un amargo rencor contra ésta; el rebelde surgía en él duro y despiadado.

En el fondo, sin que él lo advirtiera, se trataba sólo de una defensa contra el sentimiento que le había inspirado aquella muchacha desde el primer momento en que la vio; contra la propia ternura, que sentía brotar de su alma ante ella. ¿Qué tenía que ver él —pensaba—, perseguido como un perro, viviendo siempre fugitivo y ocultándose, quizá con una sentencia de muerte sobre su cabeza? ¿Qué tenía que ver él con esta muchacha? ¿Se pondría ahora sentimental como un imbécil? Sin embargo, allí estaba mirándole dulcemente, con su elegante trajecito, menuda, graciosa, bonita, agradable. Agradable sí lo era, ¡caray!, y bonita…

—Ven, acércate. ¿Te da vergüenza? Sin embargo, seguro que vas con tu novio a cualquier sitio, o con otro, y haces… porque, ¿supongo que tienes novio? ¡Claro!, o dos o tres… Vosotras, las burguesitas, no os priváis de nada… Y ¿ahora te da vergüenza? Ja, ja, ja… Tienes novio, y acaso dos, y tres… y te llevarán al cine, o al baile, y vuelves tarde a casa fatigada de correrla. Y ¿ahora tienes vergüenza?

Lisa se sentía invadida de un profundo malestar; el llanto, un llanto amargo le quemaba la garganta. ¿Qué no hubiese dado ahora por retroceder, por no haber dado aquel paso? Porque si amargas eran las palabras con que la hería, más lo era todavía la expresión casi demoníaca de su rostro. Y, sin embargo, una fuerza extraña la retenía allí, sin ánimo de contestar, ni preguntarle, anonadada bajo sus palabras, y aún bajo el tono despiadado y mordaz con que las decía. Él prosiguió:

—¡Caramba, caramba con la mocita! Con su traje elegante y sus zapatitos; su cine los domingos, sus novios, su paseo por la Diagonal o el Paseo de Gracia, su «perdone» y «cómo está usted», y el aperitivo en la terraza. —Miró el retrato de la pared y continuó, casi sin respirar—: ¿Y aquí tienes a tu abuelo, no? ¡Buen pájaro debió de ser! La cara no puede mentir. Lo menos concejal del Ayuntamiento, político y del partido lerrouxista, me apuesto el cuello. Ése es de los que ganan siempre. De negro, con el cuello alto, la corbata y el alfiler con el brillante, la americana larga, bien abrochado, por si acaso, y la flor en el ojal, como si le hubiera brotado del pecho. Ja, ja, ja… ¿El padre de tu padre o el de tu madre? ¿Callas? ¿No lo quieres decir? ¿Estás ofendida? ¡Claro! La nieta del concejal se ofende. Era un hombre honorable, su abuelo, y respetado. En la calle, cuando pasaba él, se quitaban el sombrero. «Buenas tardes, señor…» ¿qué nombre? ¿No contestas? Bueno, el que fuera, lo cual no le quitaría, por otra parte, el que fuese un perfecto bribón. Sin embargo, pasaría por las calles, serio, importante… «Buenas tardes, señor concejal… ¿Es su nieta? (porque tú irías con él de paseo). ¡Caramba, cómo ha crecido! ¡Y qué bonita es! ¿Cómo te llamas, monina? ¿Cuántos años tienes? ¡Ah, qué preciosa…! Se llama Lisa…» Es lo de ahora, ya se sabe. Lisa. Mary, Loly, como en los… Bueno, no quiero decirlo. —Volvió a mirar el retrato—: Tiene, en verdad, buena pinta. Cara de perro de presa. ¿El padre de tu padre o el de tu madre? ¿No me contestas…? Bueno, si era el de tu padre, me apuesto un brazo a que él no me hubiese abierto la puerta. Me hubiera dado con el pie en las narices: «¡Hala allá, perro!», y hubiera corrido a avisar a la policía. Los conozco. —Y, de repente, cambiando de tono, casi sonriendo—: Esto me recuerda una zarzuela que vi hace algún tiempo. Soy zarzuelero, yo; me gustan la zarzuela y el cante jondo. Soy zarzuelero. Una vez fui al Liceo. ¡Cómo me aburrí, Dios! ¡Que no me vengan con ópera! ¡Una vez y noche vuelto más! Esto me recuerda un chiste de un viejo de mi barrio. Su juramento de siempre era: «Maldita sea la suerte», pero desde que vio una ópera (una sola vio), y en lo sucesivo, su juramento fue siempre: «Maldita sea la ópera». Y no volvió más. Como yo. Yo estaba allí arriba, cerca del cielo (o el paraíso, como quieras) y abajo, en la tierra, en el fondo de un tubo negro, entre luces y sedas, un hombre y una mujer gritaban y corrían de un lado al otro, se juntaban con los brazos en alto, desesperados, se separaban y volvían a gritar; parecían haberse vuelto locos. Él llevaba un puñal, todavía no sé si para matarla o para qué. Empezaron a entrar otros hombres, otras mujeres y todos se ponían a gritar, pequeñitos allá al fondo del tubo, y movían los brazos, se amenazaban, gritaban más, mientras un ruido infernal llenaba el teatro. ¡Qué música, Dios! ¡Cómo me aburrí! Salí del teatro loco, buscando aire… En cambio, la zarzuela… ¡Qué tardes! ¡Todos los domingos iba al Nuevo! Allí me rompía las manos aplaudiendo. Tú no has ido nunca al Nuevo, ¿verdad? No sabes lo que es el Paralelo. ¡Claro! ¡La nieta del concejal! La señorita va al cine por las tardes; va a dar una vuelta por el Paseo de Gracia; va a la terraza del Colón a tomar el aperitivo. Tú no sabes nada del Nuevo, ni del Paralelo, ni de las barracas de Montjuich, ni de las fábricas, ni de las muchachas que se levantan al amanecer y se destrozan las manos en el trabajo, ni de los hombres… No sabes nada… ¡Ah, la zarzuela! Soy zarzuelero yo. He visto todo lo que han hecho durante dos años, he visto todas las zarzuelas. ¡Ah, aquel de rosas, aquellos Bohemios, aquellas Carceleras! Las Carceleras era la que más me entusiasmaba. ¿No has visto tú Carceleras? —Ella dijo que no con la cabeza, asustada aún, pero animada de pronto, aunque ligeramente, por el tono suave con que le hablaba él ahora, sin darse cuenta, arrastrado por la inevitable ternura que ella despertaba en su alma. Prosiguió, sin mirarla—: Imagínate que hay dos rivales; dos que quieren a la misma mujer. Cuando dos quieren a la misma mujer no hay solución. Además, uno es muy malo y cobarde; el otro, bueno y valiente, como siempre sucede en las zarzuelas; por esto me gustan. La música es formidable; hay un momento en que él le jura que la quiere más que a todo el mundo, más que a su propia vida, que antes que perderla prefiere la muerte, y ella le contesta con aquello de:

El agua va por el río

y va murmurando:

la promesa de los hombres

es un engaño,

pues en cuestión de amor

es cosa sabida

que aquel que más promete

más pronto olvida.

—Es bonita, ¿no?

Ella, más interesada a cada momento por la dulzura que iba adquiriendo la voz de él, volvió a afirmar con la cabeza. La verdad era, además, que había cantado muy bien, con poca voz, pero muy entonado. Lisa tenía ya casi ganas de ponerse a reír ante aquel entusiasmo zarzuelero. Pero, por otra parte, sentíase atraída e interesada por él; le gustaba ahora lo que decía, y, sobre todo, la manera como lo decía. Aquella mezcla de burla y entusiasmo le hacía gracia; le gustaban la pasión, el sentimiento, la vida, la alegría, diría, que ponía en sus palabras, y un dulce sentimiento había sustituido en su alma a la amargura desolada del primer momento. Él siguió hablando:

—Pero lo mejor viene al final. ¡Qué final! ¡Qué música! ¡Había que oírle a Gorgé y romperse las manos aplaudiendo! El bueno mata al malo, está claro; siempre sucede así en las zarzuelas; si no, el público no iría a verlas. Lo entierran. Luego sale el cuadro final. Él, el bueno, ha sido detenido, y aparece preso entre dos civiles. Parecen de cartón, pero es igual; producen su efecto, y además, cosa que no sucede nunca en la vida, los guardias se esperan para que él le cante la despedida. ¡Qué despedida! La luz se va apagando; el telón empieza a caer lentamente, la música suena muy bajo, y él Canta:

Ven a Córdoba a la cárcel, allí en la reja te espero; te cantaré mi querer, que es el querer verdadero…

» Luego calla la música. Los civiles le esperan un poco más, como si fuesen de cartón. Son diferentes en la vida, pero da lo mismo. La música suena ahora más fuerte, con el motivo de la última canción; el telón sigue bajando; la luz se apaga, y allá, en el fondo, se oye la voz de él, que le pregunta: Soledad, cuando salga de la cárcel, ¿serás mía?

»Y la respuesta de ella: Tuya siempre, Juan Manuel.

Lisa estaba aturdida. Él hablaba en tono exaltado, pero en burla, y sin embargo, ahora parecía emocionado. Prosiguió:

—No lo digo por mí, no lo creas; no tengo la menor intención de ir a la cárcel, y si voy a ella, «mal para el cántaro». Acaso no viera más el sol; acaso…

Y calló bruscamente. Se había embriagado un poco con sus palabras, dejándose arrebatar por su extraño entusiasmo. La propia situación se había mezclado al relato de aquel final melodramático y estúpido de zarzuela y le había llegado a emocionar a causa de la joven. Se acordó de nuevo de quién era él y de quién era ella, o de quién pensaba que era ella: el rostro volvió a contraérsele en una expresión sarcástica, y el alma se le llenó de nuevo con su intención rencorosa de antes, más rencorosa ahora, a causa de aquel instante de debilidad.

—¡Qué estupidez la mía! ¡Hablarte de zarzuelas! ¡Qué tontería! Tú tienes otras costumbres; levantarse tarde y bostezar: «Adonde iré hoy», y luego el aperitivo… Vas con traje elegante y con sombrero, y por las noches me apuesto a que vas por ahí a correrla con tus amigos, a pesar de esa carita de inocente… Todas sois iguales.

Calló de repente. Lisa, en un arranque súbito —ira e indignación—, había salido corriendo.

Él, sorprendido, arrepentido ya, guardó silencio un instante. «Caramba, tiene razón —se dijo, poco a poco—. Eres un loco, Pedro. La has ofendido, Caramba… Merecerías que…»

Volvió a mirar hacia la puerta; cada vez se sentía más acongojado, más arrepentido. «La has hecho llorar. Eres un salvaje. La podrías llamar. Lisa, se llama Lisa, y ha estado aquí escuchándote… sentada aquí, ha estado, con su trajecito y su carita, y sus ojos, que te miraban. Pero, llamarla, ¿para qué? Al fin y al cabo, ¿qué te importa? ¿Qué tienes que ver tú con esta nieta de concejal?» —Adiós, señorita— mirando hacia la puerta, y haciendo ademán de saludar. —Adiós, señorita…— Y, de pronto, se dio cuenta de que había brotado una lágrima de sus párpados. Se la enjugó con ira, y murmuró aún, muy bajo: «Adiós…» Se hallaba rendido, agotado por el esfuerzo y por la excitación; la herida le dolía horriblemente. Fuera oyó la puerta del piso al ser cerrada de golpe. «Se ha ido —exhaló, con un débil suspiro—. Adiós… señorita…» Cerró los ojos, y de nuevo una lágrima brotó de sus ojos, resbaló hacia el oído. Él la dejó que corriese. Murmuró aún, sólo con el movimiento de los labios: «Adiós…»