Capítulo II

EXISTE una vieja teoría según la cual todos los hombres deben de haber nacido para realizar algún fin en la vida; sólo que son muy pocos los que logran dar con el fin para que nacieran. En este hecho radica, según cierto pensador, la causa de la ingénita miseria del mundo y del profundo descontento de los humanos. Lo que hace al hombre especialmente desgraciado es el no encontrar el empleo justo y adecuado de sus sentimientos y sus energías; no encontrar, como dice Goethe, la herencia, factor importantísimo en la realización del destino de uno. Unos lo hallan en la guerra, como César y Napoleón; otros en la paz, como Augusto; unos en las letras o en las artes, otros en las armas, y los hay, en fin, que lo hallan en los accidentes más vulgares de la vida corriente.

También para Juan Bausá la vida debía de tener su oculta finalidad fuera de su oficina y de sus expedientes, que nunca debieron entrar en los cálculos de la Naturaleza, como digna ocupación de un hombre, por bajo e insignificante que éste fuese. El objetivo de un hombre como Juan Bausá no podía ser más que pequeño, pero podía tener muy bien una especie de grandeza, dentro de su pequeñez, para los que saben ver lo grande tanto en las pequeñas como en las grandes acciones de los hombres; para los que saben hallar grandeza en el gesto de Eugenia Grandet, disponiendo, para salvar a su primo, del dinero que le diera su padre, como en el gesto de Juana de Arco o de Agustina de Aragón. Uno no tiene más remedio que oponer hechos de novela —que, por otra parte, podemos comprobar todos los días— a un hecho real, porque esas pequeñas acciones, a causa de su intrascendencia, no las registra ninguna historia ni están perpetuadas en ningún monumento; son recogidas sólo y realzadas por la sensibilidad de algún poeta, sin que por esto sean menos grandes y menos verdaderas. También para Juan Bausá se había presentado el momento, aunque brevísimo, de encontrarse con su destino, fuera de aquel vegetar de sonámbulo en que transcurría su existencia. Ya en otra ocasión había demostrado el fondo de sus sentimientos: cuando, entre los tiros, las voces, las piedras, entre el galopar de los caballos, y las carreras, le vimos correr sin vacilación a prestar auxilio a un hombre que había caído herido en la plaza. Esta vez nos daría la plena confirmación.

Juan Bausá había nacido para ayudar a un necesitado, para trabajar y sacrificarse en beneficio de sus semejantes. Cuando encendió la luz, Mari Juana le miró llena de asombro. Juan Bausá parecía otro. Estaba transfigurado. Él había nacido, en efecto, para esa piedad activa que su condición exigía de él en este momento, sintiendo que un necesitado llamaba a su puerta. Mari Juana, su hija, las sombras de insignificancia, de humillación y vilipendio en que se desarrollaba su existencia, habían quedado borradas. A Juan Bausá no se le ocurrió ni por un instante pensar en quién podía ser aquel hombre, si pertenecía a este o al otro partido, si pensaba en negro o en rojo, ni en medir, a la manera farisaica y para justificar cobardías, las virtudes que pudiera poseer para merecerlo. Tampoco reflexionó en el peligro que pudiera ocultarse para él en el gesto que iba a realizar. Él sabía sólo que en la escalera había un hombre herido, una criatura necesitada de ayuda. Juan Bausá atravesó el corredor y abrió la puerta sin vacilar. Un hombre, que estaba apoyado en ella por la parte exterior, cayó a sus pies exhalando un gemido, que era a la vez una blasfemia. Juan Bausá se agachó sobre el hombre; él no lo oyó. Lo asió con cuidado, aunque torpemente, por debajo de los brazos y lo levantó. El otro se apoyó en él, con todo el peso de su cuerpo.

—Venga, venga usted —le decía Juan Bausá, dedicado en cuerpo y alma a su tarea—. Apóyese usted en mí.

—Gracias —pudo decir el otro al fin, como un soplo, y esforzándose en sonreír—. Estoy herido… Me persiguen…

—Pase, pase… Venga usted…

Se sentía lleno de piedad hacia el desconocido; un entusiasmo generoso y ardiente le encendía la sangre en deseos de prestar ayuda a aquel necesitado, de hacer el bien. No, no estaba ahora en el rincón polvoriento de su oficina, donde tantos pequeños se hacen grandes; no estaba ante el escrito del jefe, y obligado a copiarlo dos y tres veces a causa de una coma: estaba ante un noble menester, que le solicitaba con una fuerza invencible. Mari Juana había salido y permanecía junto a él. Su asombro ante la actitud de su esposo crecía por momentos. Ni siquiera hubiera sospechado la energía física que desplegaba en aquel momento, y, dentro de su pesadez habitual, la firmeza y decisión de sus ademanes.

—Prepara la cama, Mari Juana. Lo acostaremos. Yo lo llevaré.

Había intentado, agachándose, cargarse el herido sobre el hombro, acomodándole en él suavemente, pero éste se quejaba de tal modo, que tuvo que desistir de llevarlo así. Entonces le pasó un brazo por la espalda y otro por las piernas, y de este modo, con sumo cuidado, como si se tratase de un niño, lo llevó hasta la alcoba. Mari Juana había preparado la cama. Antes de acostarlo lo desnudaron; estaba lleno de sangre; Mari Juana trajo un pijama de su marido y se lo pusieron; dentro del pijama, anchísimo, tenía una facha un poco grotesca. Lo tendieron en la cama, cuidadosamente, y Mari Juana le acomodó la cabeza sobre la almohada. El herido, que hasta entonces había parecido estar sin conocimiento, abrió los ojos, y muy bajo, con voz casi inaudible, pidió agua. Ahora se le veía a la luz. Estaba muy pálido; inundado de sudor, con los cabellos empapados, como si saliese de un baño, con la respiración alterada. Parecía exhausto, y los labios, sin sangre, le temblaban ligeramente. Era muy joven, casi un muchacho. De facciones correctas y ojos claros, su nariz era de una perfección griega, a pesar de las aletas un poco levantadas, que temblaban con su respiración; tenía la frente despejada; y los cabellos negros, espesos, brillantes y un poco rizados. Sus ojos eran penetrantes, pero había en ellos dureza, como la había en la leve elevación de la barbilla y en la expresión viril de sus mandíbulas. Su boca, bellísima, insinuaba una mueca de desdén, que armonizaba con la expresión de su rostro. En conjunto era un rostro bello, con algo, a pesar de todo, femenino, y que recordaba a lord Byron de joven en uno de sus retratos más populares. Podía tener dieciocho, podía tener veinte años, y a lo sumo, veintidós. Mari Juana sintióse conmovida ante la juventud del herido y ante su desgracia. El joven volvió a pedir agua, más insistente aún. Tenía los labios resecos y engullía continuamente, como si lo hiciese con un agua imaginaria, en una viva tortura de sed. Mari Juana se la trajo y él bebió ávidamente. Pareció reanimarse. Dobló la cabeza hacia atrás, y su rostro, con las mandíbulas apretadas, expresaba ahora un agudo dolor. Señaló con un ademán el lugar donde le dolía. Mari Juana, ayudada por su esposo, le desnudó el pecho. Lo tenía tan cubierto de sangre, que era imposible descubrir dónde tenía la herida; la sangre parecía manarle desde todas partes. Sólo ahora se dio cuenta Juan Bausá de que también él estaba lleno de sangre. No se preocupó, interesado de momento en curar al herido. Mari Juana llevó un poco de agua caliente, y con sumo cuidado empezó a lavarle la sangre hasta que apareció la herida. Era un pequeño agujero, en la parte derecha, exactamente bajo la clavícula. La sangre le manaba ahora de ella en un hilo muy débil. Le incorporaron, y descubrieron también en la espalda otra herida un poco mayor, en línea recta con la primera, y por donde habría salido la bala. Ésta, sin embargo, había cesado de manar sangre. Una mancha de ella le cubría la espalda por aquel lado hasta la cintura, pero estaba casi seca. Mari Juana volvió a traer agua y se la lavó también cuidadosamente.

—Tendríamos que buscar un médico, ¿no, Mari Juana? —dijo él.

El herido, que hasta entonces había estado en silencio, soportándolo todo sin quejarse, con el rostro rígido y las mandíbulas apretadas, se volvió hacia Juan Bausá. Su rostro se había endurecido de repente, con una expresión casi irritada.

—No necesito médico; no hace falta…

—Es que nosotros…-repuso Mari Juana, tímidamente.

—Así está bien. Véndeme y no se preocupe. Sólo necesito que me dejen pasar la noche aquí.

—Por eso no se preocupe. De todos modos, tenemos agua oxigenada; de momento, podemos lavarle con ella las heridas.

—Bueno, lávelas. Pero no quiero médico.

Mari Juana fue por el agua oxigenada y el algodón; volvió y lo colocó sobre una silla. Luego, mientras Juan sostenía al hombre, ella, con sumo cuidado, iba lavándole de nuevo las heridas. El joven apretaba los dientes, para dominar su dolor; se esforzaba en no mostrar debilidad, en quitarle importancia a su mal, pero estaba sudando; a veces, sin querer él, una mueca de dolor le contraía las facciones, y de vez en cuando se le escapaba un suspiro.

—¿Le hago daño?

Él denegó con la cabeza.

—No se preocupe —dijo, como irritado por la pregunta, tratando siempre de quitarle importancia a su mal, y también a lo que hacían por él; sin gratitud, que no la había mostrado en toda la noche.

Mari Juana le lavó la herida de la espalda; después le aplicó en una y otra sendos pedazos de algodón empapado en agua oxigenada, y entre ella y su marido le vendaron.

Mientras le vendaban, el herido, de pronto, levantó la cabeza sorprendido, mirando detrás de ellos, hacia la puerta. Mari Juana se volvió. Era Lisa. Había oído el ruido y se había dirigido al dormitorio de sus padres, asustada. Se quedó inmóvil, en el umbral, muda de sorpresa, mirando al herido, que la miraba a su vez sorprendido, sin atreverse a pasar.

Mari Juana, con la venda en la mano, le habló:

—Vuelve a la cama, Lisa. Ahora iré yo. —Y de cara al herido, sonriendo—: Es nuestra hija. Se ha asustado.

Pero Lisa seguía sin moverse, de pie en el umbral, en la misma actitud, con sólo la batita que usaba por las mañanas puesta sobre la camisa, y en los ojos aquella expresión de sorpresa, casi de temor. Por fin retrocedió lentamente y volvió a su cuarto; pero, una vez allí, no se acostó. Su alma temblaba de curiosidad y de miedo ante lo que había visto y esperaba impaciente a que le dijeran qué sucedía. Poco después oyó los pasos de su padre y le llamó en la oscuridad.

—Papá.

—Lisa.

—¿Qué sucede, papá? ¿Quién es ese hombre?

—No lo sabemos, Lisa. Está herido y llamó a nuestra puerta pidiendo auxilio.

Lisa guardó silencio.

—Anda, acuéstate, Lisa, querida. Nosotros cuidaremos de él. Tu madre ha terminado de vendarlo. Mañana veremos quién es y lo que hemos de hacer. Anda, Lisa, querida; no te preocupes. —La arropó con ternura y la besó. Luego se fue.

El herido estaba ya tendido; parecía sumido en una espesa modorra; sólo sus labios temblaban. Tal vez tuviese fiebre. Mari Juana apagó la luz; salieron en silencio, y se dirigieron al saloncito. Él se sentó en su sillón y ella en el diván, junto a la radio cerrada. Esta noche la pasarían allí. Mari Juana parecía preocupada. Él no; si había en él alguna preocupación era la de no poder hacer más por el desconocido. Tenía miedo de que la cura resultara insuficiente; él hubiera querido ir en busca del médico; saber cómo estaba, si la herida era de cuidado o no; hacer todo lo que pudiera hacerse. Mari Juana le dio vueltas a su íntima preocupación.

—¿Quién será?

—No te preocupes, Mari Juana. Es un hombre herido.

—Sí, es verdad, es un herido —musitó, tratando en vano de tranquilizarse.

Callaron. Mari Juana insistió.

—¿Y si nos resultara de esto algún daño, si este hombre fuera…? Ya has visto… No ha querido que fuéramos por el médico…

—Es natural. Le persiguen; tiene miedo. Pero ¿íbamos acaso a dejarlo que se muriera solo, Mari Juana, sin ayudarle?

—Es verdad. No podíamos dejarlo.

—No, no, Mari Juana. No te inquietes por lo que hemos hecho. Piensa que nos mira Dios. Lo he hecho y lo volvería a hacer, y mil veces que se me presentara, mil veces volvería a hacerlo. ¿Ves? Estoy contento. No sé cómo explicártelo. Ya te lo he dicho; es algo así como si me mirase Dios. Eso es: como si Dios nos estuviera viendo. Y, cuando al realizar un acto, piensas que te mira Dios, y no sientes pena sino alegría, ¿qué puede importarte lo demás? —Estaba incluso elocuente, como siempre que le arrebataba el sentimiento, en el entusiasmo de su acción—. Mari Juana le miraba como si fuese un hombre nuevo. Él prosiguió, arrastrado por aquella ola de íntimas alegrías: —Si alguien se plantara ante mí, Mari Juana, fuera quien fuese, y me amenazara con la cárcel, con el destierro, con el castigo peor, porque, ¿qué castigo peor podría haber para mí que el separarme de ti y de mi hija? Pues bien: si me amenazaran con este castigo, y al otro lado oyera a este hombre, oyera a un hombre llamando herido a mi puerta y pidiéndome auxilio, siento que, a pesar de todo, correría a auxiliar a ese hombre. Os pediría perdón, e iría a socorrerle.

Calló. Ella le cogió la mano y se la estrechó entre las suyas.

Mari Juana le vio de pronto la sangre en el vestido; una mancha en la manga, otra en el costado; tenía también sangre en las manos.

—Tendrías que lavarte y cambiarte de ropa. Estás lleno de sangre.

—Es verdad. Iré a lavarme. —Salió. Antes de entrar en el lavabo vio una mancha en el suelo y otra un poco más allá. El rastro de sangre seguía hasta la puerta. Juan Bausá, antes de lavarse, se dirigió a la cocina, cogió una pequeña palangana con un poco de agua y un trapo y salió a borrar las huellas del suelo.

Apenas había salido él, cuando Lisa, en su camisón de dormir, se presentó en la salita. Mari Juana la oyó y levantó los ojos hacia su hija. Ella se adelantó con pasos silenciosos y sentóse al lado de ella.

—¿Qué pasa, mamá?

Hablaba en voz baja, asustada.

—Nada, hija mía. Tranquilízate. Ya lo has visto. Es un hombre que llamó a nuestra puerta. Está herido y pidió que le ayudáramos.

—¿Pero, quién es, mama? ¿Quién le ha herido?

—No lo sabemos, Lisa. Hemos oído tiros en la calle. Tú dormías. Poco después oímos a alguien que se quejaba en la escalera; luego llamaron a la puerta.

Mari Juana le ocultó a su hija la visita de la policía; fue como si se la ocultara a sí misma.

—Vete a acostar, Lisa.

—¿Quién podrá ser, mamá? ¿Parece muy joven, verdad? —Miró a su madre, y con una sospecha en los ojos, le preguntó—: ¿No será?… —No terminó la pregunta, pero Mari Juana adivinó lo que quería decir, porque también ella abrigaba el mismo temor.

—No sé, Lisa. No pensemos lo peor. Ahora duerme. Mañana veremos. Anda, vete a acostar.

La acompañó hasta su cuarto. Lisa se acostó a desgana, convencida de que ya no podría dormir. Toda la noche estaría viendo ante ella el rostro pálido, y, sin embargo, bello, del desconocido; los ojos febriles puestos en ella… y, allá, en el fondo de su espíritu, persistía su temor.

Mari Juana al salir oyó un ruido extraño; procedía al parecer del corredor, tal vez de la escalera. Buscó a su marido, y no lo pudo encontrar. Salió fuera un poco asustada. Sí, había ruido en la puerta. Mari Juana llamó en voz baja:

—Juan…

Él le contestó también en voz baja:

—Soy yo, Mari Juana.

Mari Juana salió para ver qué sucedía. En aquel instante, en la oscuridad, encendió él un fósforo, e hizo seña a Mari Juana para que guardase silencio. Estaba sin americana, con los brazos arremangados; tenía junto a él la pequeña palangana, y un trapo mojado en la mano. Mari Juana comprendió en seguida lo que hacía.

—Mira, ¿ves? Las manchas. Todo el corredor estaba lleno. Abrí; delante de la puerta había un pequeño charco; lo lavé; luego las gotas siguen escalera arriba. ¿Ves? Mira… ahí… allí… otra… Las borraré sin hacer ruido.

—¿Quieres que te alumbre?

—No, no, ya lo haré yo, Mari Juana. Podrían vernos. Con un fósforo me basta. Parece que estaba arriba, en la buhardilla, o en el terrado. Yo subiré hasta allí. Con estas manchas le descubrirían en seguida. Tú vete a dormir.

Mari Juana se fue sin convencimiento. Cada vez estaba más preocupada; veía todo complicarse más. Sólo Dios sabía adónde podía llevarles aquello. Fue a la alcoba. Escuchó un momento. El herido dormía, pero se le oía hablar. De sus labios salía un agitado y febril susurro. Acaso soñaba que aún le perseguían. Mari Juana encendió la luz. Estaba dormido. Le puso la mano en la frente; tenía fiebre, no cabía duda, sus labios se movían; en sus facciones se pintaba fuerte excitación; a veces, miedo; a ratos, ira, pero Mari Juana no entendía lo que decía. Apagó la luz y se fue a la salita. Juan todavía no había regresado. De fuera no llegaba ya ningún ruido. Mari Juana esperó en la penumbra; el corazón le palpitaba con temor, y también Lisa, en su cuarto, continuaba despierta.