Capítulo I

LA SITUACIÓN de España continuaba agravándose; cada vez eran más frecuentes los tumultos, las manifestaciones, huelgas y atentados. Los periódicos aparecían con grandes titulares, y por las noches los vendedores voceaban las noticias por calles y plazas. En el Norte se produjo un conato de sublevación; fue sofocado a duras penas y detenidos los principales instigadores; un clamor de protestas se levantó en los cuatro puntos de España, y los detenidos fueron puestos en libertad. La atmósfera, en consecuencia, se enrareció más aún; los ánimos se mostraron todavía más excitados. En Barcelona se reprodujeron las violencias y los atentados; se había declarado una huelga de metalúrgicos, y poco después, sin haberse resuelto ésta, la de cargadores del puerto. Un conflicto se añadía a otro. Se levantaron barricadas, y se decretó el estado de sitio. Por las calles, por las plazas, por todas partes, especialmente en las barriadas extremas, en Sants y en San Andrés, surgían grupos de obreros en actitudes levantiscas; por doquier se respiraba la misma atmósfera de odio, de rebeldía, de furiosa hostilidad. Una sorda protesta se incubaba en el aire; la atmósfera se cargaba de electricidad; las palabras sonaban como disparos, la impotencia de las autoridades era cada vez más manifiesta y todo parecía presagiar el estallido.

Una de aquellas noches se quedaron ante la radio hasta muy tarde. Fuera se oía llover. Escucharon primero las noticias con el ánimo encogido, y preguntándose, como todo el mundo, qué pasaría. Juan la cerró. Escucharon después la obra teatral, que continuaba dándose. Era martes. Cuando se retiraban, apenas se oía ya llover. Era una noche de octubre, y, aunque lluviosa, no hacía frío. Lisa dormía hacía ya rato en su cuarto. A ellos dos parecía como si algo les impidiese esta noche irse a dormir. Había terminado la obra y todavía permanecían allí como si esperasen algo. Ni siquiera Mari Juana mostraba deseos de acostarse.

—Parece que ha cesado de llover —dijo ella.

—Sí, parece que sí.

Pero los dos pensaban en lo mismo.

Él, por hacer algo, asomó la cabeza al balcón. La noche era desapacible; el cielo estaba encapotado, y la silueta de la iglesia, allí enfrente, con sus torres en los ángulos, sus contrafuertes y su campanario, era una masa negra confundida casi con el cielo negro. La lluvia había cesado; no se veía ni una estrella. Abajo, la plaza estaba sumida en la tiniebla; y aquí y allá las luces de las esquinas ponían reflejos sobre el empedrado mojado. No se veía un alma; en todo el ámbito de la plaza reinaba un absoluto silencio; sólo de vez en cuando llegaba hasta allí, desde las Ramblas, muy débilmente, el ruido de un tranvía, tras lo cual se restablecía el silencio. Los atentados menudeaban; las noches eran peligrosas, y la gente, en su mayoría, se quedaba en casa.

—No se ve nada. Ha dejado de llover —dijo él, volviendo—, pero el cielo continúa nublado. Es lástima, porque mañana me hubiese gustado…

Calló de repente, y suspendido el ademán, miró a su mujer, asustado. Abajo, en la oscuridad, acaso hacia la calle de la Boquería, o por las callejuelas cercanas, había sonado un disparo. Se escuchó un tropel de pasos; se oyó una voz y sonaron nuevos disparos, dos o tres, repetidos. Mari Juana apagó la luz; en la oscuridad se cogió al brazo de Juan. Él le apretó la mano. Permanecieron los dos así, sin moverse, escuchando. La mano de ella, entre las de él, temblaba.

—¿Qué será? —preguntó él en un susurro—. Parece…

Había sonado un nuevo disparo, pero esta vez mucho más cerca, tal vez allí mismo, en la plaza. Se hizo otra vez el silencio. Escucharon. De pronto, ella se cogió a su brazo:

—¡Calla!… Parece que se quejan…

Prestaron atención. Sí, no había duda. Alguien se quejaba, y parecía cerca de allí. Más lejos volvieron a oírse voces, tropel de pasos; sonaron nuevos disparos, pero cada vez más lejanos. Ahora sonaban hacia el lado opuesto, quizás hacia la plaza del Pino o por la calle de Petritxol, o en la del Cardenal Casañas, ya cerca de la Rambla. En la sombra, Juan y su mujer empezaron a avanzar a tientas hacia el dormitorio.

—Habría jurado que se quejaban.

—Sí, se quejaban. No hay duda.

—¿Lo has oído?

—Sí, sí; lo he oído muy bien.

—¿Quién sería?

En el dormitorio no encendieron la luz; Mari Juana se dirigió al cuarto de su hija; comprobó que estaba dormida y regresó.

—¿Está dormida? —le preguntó él, en voz baja, en la sombra.

—Sí, duerme. Vamos a acostarnos.

Se desnudaron con la luz apagada y se acostaron.

Llevaban como un cuarto de hora acostados cuando oyeron de nuevo voces en la plaza y ruido de pasos. Mari Juana reconoció la voz del vigilante; parecían acercarse hacia allí, y, en efecto, oyeron sonar las llaves. Abajo, el vigilante abría la puerta. No cabía duda que no se trataba de ningún vecino; se oían voces de hombres, y ruido recio de botas contra el empedrado.

—¿Quién será? Parece que viene aquí —susurró ella. Él guardó silencio. Abajo abrieron la puerta; llamaron al piso inferior. Se oyeron voces, pasos apresurados. Luego, el llanto de un niño. El alma se les acongojó.

—¿Qué será?

Cesó el ruido: cesó el llanto del niño; abajo cerraron la puerta y se oyeron de nuevo pasos recios que subían hacia allí por la escalera. Se detuvieron afuera. Ellos apenas respiraban pegados el uno al otro, sin hablar. Sonó el timbre. Ellos no se movieron. El timbre volvió a sonar, más prolongado, más insistente. Mari Juana se decidió; saltó de la cama y encendió la luz. Se puso su vieja bata de franela que tenía colgada junto al lecho, y salió al corredor. Por la mirilla preguntó quién llamaba.

—Abra a la policía —contestó una voz. Mari Juana abrió. Ante ella estaba un joven oficial, acompañado de dos agentes, que permanecían detrás.

—Perdone. Hemos tenido que molestarla. Buscamos a un hombre herido y tenemos casi la seguridad de que se ha refugiado en esta casa. ¿Usted puede decirnos algo?

De repente, Mari Juana se sintió serena, sin asomo ya de temor. Su pulso latía con regularidad. También Juan, vestido de cualquier manera, con la americana echada sobre el pijama, estaba allí a su lado, ayudándola.

—Aquí no se ha ocultado nadie. Puedo asegurárselo. Estamos sólo mi esposo —señalándolo— y yo; también está nuestra hija, que duerme ahí en su cuarto. Como ve, estábamos ya acostados. Sin embargo, si quiere usted mirar…

En su acento había tal sinceridad, que el teniente, tras haber vacilado un instante, acabó pidiéndole excusas. Saludó; se excusó una vez más de haberlos molestado y se retiró con sus subordinados, seguido también del vigilante. Subieron al piso superior. Mari Juana y él regresaron al dormitorio. Antes se aseguraron de nuevo de que su hija dormía. Lisa no se había despertado. Volvieron a la cama.

Juan Bausá estaba cada vez más impresionado por lo que sucedía: por los disparos, la persecución, la visita de la policía, y ahora por el hombre herido en el centro de aquel misterio. Se acordó de los lamentos que había oído poco antes.

—¿Te acuerdas, Mari Juana?… Debía de ser él. ¿Quién será? ¿Dónde estará? —Juan Bausá sentíase lleno de piedad por el desconocido, con deseos de prestarle ayuda. Acaso estaría desangrándose en algún rincón, en la buhardilla, o en el terrado, sin auxilio alguno. Juan Bausá no podía dormir.

—¿Y si fuéramos a mirar, Mari Juana? Tal vez esté escondido por ahí; quizá podamos ayudarlo.

Ella le miró. Una lucha dolorosa se había entablado en su interior, y esta lucha se reflejaba en su rostro. Prefería no creer en aquella posibilidad.

—Se habrán engañado. La puerta estaba cerrada. ¿Cómo es posible que se haya refugiado aquí?

—Podría haberlo hecho al entrar alguno de los vecinos. Muchas veces la puerta queda abierta.

En el piso de arriba se oían ahora los pasos de los policías, resonando con fuerza en el pavimento. Estaban registrando el piso; no cabía duda. Acaso estuviera allí. A Juan Bausá el corazón le palpitaba con fuerza; ahora deseaba ardientemente que no lo descubrieran.

Volvieron a salir; en la puerta se escucharon voces, pero no se entendía lo que hablaban. Sin embargo, parecía seguro que el registro no había dado resultado. Los pasos descendieron la escalera, alejándose. Abajo, el vigilante cerró la puerta. Se hizo el silencio.

Callaban, intentando dormir, pero en vano; los dos pensaban en el hombre herido. Transcurrió un rato, y de pronto, oyeron un ruido en la escalera, que les llenó de sobresalto. Él se incorporó a medias en la cama:

—¿Has oído, Mari Juana?

—Sí.

Prestaron atención, escuchando. A él le pareció que percibía claramente algo así como un gemido, y el ruido de un cuerpo que se arrastrase por la escalera. El ruido se iba acercando muy lentamente. No cabía duda de que alguien, que estaba en la escalera, se acercaba a la puerta del piso.

—Debe de ser él.

Mari Juana calló. Acostada en la cama le sentía temblar; también ella temblaba; apenas osaban respirar. Escucharon de nuevo. El ruido había cesado. Pero en seguida oyeron unos golpes tenues en la puerta.