Capítulo IV

EN AQUELLA serie de temores, desencantos e inquietudes, la vida a Juan Bausá se le iluminó por un momento; una dicha inesperada bañó su espíritu como un rayo de sol, le hizo olvidar todas sus tristezas y preocupaciones y revivir de nuevo las horas ya casi olvidadas de sus primeros años de casado.

El recuerdo del tumulto en la plaza de San Jaime había quedado detrás. El despertar de la pesadilla fue hermoso, y él se veía andando por las calles apoyado en su hija, dejándose casi llevar por ella; se veía en su casa convaleciente, y dando después con ella los primeros paseos por sus calles queridas. Habría deseado que no terminase nunca aquella existencia, pero terminó, y él volvió a la oficina.

En uno de aquellos primeros días, después de su convalecencia, Juan Bausá descubrió el secreto de su hija. Lisa iba con un muchacho apuesto, elegante. Los vio un día en que él iba a aguardarla a la salida de la Academia, en la Puerta del Ángel, y Juan Bausá no volvió ya a esperar a su hija. Si el descubrimiento le entristeció por un lado, por otro le alegró, pues el muchacho le pareció digno de Lisa y, al llegar a casa, comunicó la noticia a Mari Juana. Tampoco ella supo si alegrarse o entristecerse. «¡Es tan joven aún!» Pero se resignó, como ante su casamiento: «Sea lo que Dios quiera. Dios la proteja y le dé suerte».

Lisa no les habló para nada del asunto, la vieron sólo más alegre, feliz. Ellos le respetaron el secreto. Pero, uno de aquellos días, Lisa les comunicó que había encontrado trabajo y su decisión de dejar la Academia. También esa novedad les alegró y les entristeció; les entristeció porque hubieran deseado que continuara sus estudios; les alegró porque su ayuda aliviaría las necesidades de la casa, cada día más apremiantes. Ella envolvió la noticia en un gran misterio. «Ya veréis, ya veréis. Para papá será un buena sorpresa. Ya veréis.»

El misterio no tardó en aclararse; la sorpresa fue realmente grande para Juan Bausá. Una mañana, al entrar en la oficina, se encontró a su hija sentada ante una de las máquinas de escribir. Lisa estaba, pues, empleada en la misma oficina, en su mismo departamento. Sin embargo, por más que hicieron, no lograron averiguar cómo había entrado. «Ya lo sabréis», decía con aire sibilino. Mari Juana supuso en seguida que el hecho estaba relacionado con el descubrimiento que había hecho Juan recientemente, pero no dijo nada a su hija.

Juan Bausá vivió entonces aquellos breves días de felicidad que nunca habría de olvidar. Él y su hija, por la mañana, después de desayunarse, salían juntos camino de la oficina; a mediodía regresaban juntos. Si ella tenía trabajo, él la esperaba. Si lo tenía él, le esperaba ella. El día de cobro, el 28, Lisa y su padre lo celebraban. La situación, con el sueldo de Lisa, había mejorado un poco en la casa; tal vez el dinero hiciera falta para otras cosas, pero ¡era tan agradable sentarse en un bar, aunque fuera una sola vez de tarde en tarde, en estas mañanas de otoño, para tomar un aperitivo, mientras brillaba el sol y arriba en las ramas dejaban oír los gorriones su clara algarabía!

Una vez, al principio, habían ido muy temprano. Él pensó en Mari Juana, ocupada siempre en la casa, sin apenas salir. Estaban en un café de la Rambla; la mañana era templada y suave, y la Rambla presentaba una animación de fiesta. Él, con su hija, hasta era capaz de hallarle encanto a aquella calle, a pesar del movimiento y del ruido.

—¿Y si fueses a buscar a tu madre?

—Sí, papá. Voy en seguida. —Se entusiasmó con la idea—. Iré y la traeré conmigo aunque no quiera.

Pero Mari Juana no se dejó convencer. Estaba preparando la comida. Tenía que cambiarse de ropa.

—Cuando terminara de arreglarme sería ya la hora de comer. Quedaos allí vosotros; no os preocupéis por mí; yo estoy igualmente contenta. Otro día iré.

Tuvieron que renunciar a su compañía. Lisa volvió apenada al lado de su padre. No obstante, todos los meses, los pocos que duró el empleo de Lisa, el día 28 continuaron celebrándolo, y todos los días fueron juntos y salieron juntos del trabajo.

Lisa no era la misma; era ya una mujer. En lo físico se parecía a su madre; tal vez en lo moral tuviera un poco de él. Lisa había cumplido en abril diecinueve años; estaba desarrollada, y aunque pequeña de estatura, era esbelta y de una belleza delicada. Lisa tenía una sonrisa encantadora, y la gracia y suavidad de sus maneras cautivaban. En cuanto la vio, el jefe puso los ojos en ella. Lisa, en aquel breve sueño, fue incluso pasada al despacho de aquél para sustituir a la secretaria, que estaba de vacaciones. No hubo nadie que, al ver las atenciones con que la trataba, no entrara en sospechas sobre sus intenciones.

Juan Bausá no se dio cuenta de las sonrisas disimuladas, de las alusiones y secreteos. El jefe no lo molestó a partir de la entrada de Lisa en la oficina; al contrario, pareció tratarle más amablemente. Hasta en los compañeros notó más suavidad. Él lo atribuyó a la simpatía que Lisa despertaba en todas partes. No le extrañó, se alegró por él y por su hija, y se dejó mecer por aquella aura de felicidad que soplaba sobre su vida inesperadamente. Pero, de pronto, su dicha se apagó.

Al cabo de poco, Lisa les comunicó que cesaba en su trabajo. La miraron atónitos, sin comprender; pero tampoco ahora osaron preguntarla. De este modo, tan misteriosamente como lo consiguió, Lisa volvió a perder su empleo.

Ella les explicó que había entrado como eventual y mientras durasen ciertos trabajos extraordinarios —cosa a la que antes no había aludido—; les dijo que había terminado aquella tarea y que sus servicios no eran ya necesarios. La cosa, les explicó, era natural. Cuando volviese a haber trabajo, la llamarían de nuevo.

Lisa se había esforzado en darle a su voz la mayor naturalidad, pero Mari Juana adivinó al instante que su hija les ocultaba algo, y también esta vez pensó que el hecho estaba relacionado con aquel descubrimiento de su esposo. Sin embargo, no le dijo nada a él, que, en su simplicidad, creyó a pies juntillas las palabras de su hija. Juan Bausá se afligió por la interrupción de su dicha y sintióse nuevamente sumergido en sus desventuras, como si Lisa lo hubiera soltado de la mano, abandonándolo en un peligro.

Al día siguiente la oficina volvió a ser para él la de sus viejas amarguras; su cárcel. Y el jefe se erigió otra vez en su carcelero. Ahora, el señor Arderiu tenía un nuevo motivo para cebarse en él: tenía una decepción que vengar.

Juan Bausá volvió a experimentar la desazón de la situación política, del ambiente hostil de la oficina. Volvió a inquietarse por la casa y por Mari Juana. Ahora, en medio de su angustia, hallaba un goce aún más vivo en las veladas junto a los suyos, en la paz de su hogar. Las amenazas que se cernían sobre su vida parecían conferirle nuevos atractivos de sosiego, de seguridad, aunque nunca exentos de temores; todo el sabor de esta paz, en compañía de ella y de su hija, los únicos seres que le acompañaban en el mundo, nunca lo había gozado con tanta intensidad como en estos días, con un goce casi atormentado.

A veces, antes de ir a casa, tomaba un par de copas; siempre había bebido, pero sin exceso; sólo cuando estaba muy triste bebía un poco más.

Después de beber se sentía enternecido. Entonces esperaba que llegara Lisa; la esperaba impaciente, ansioso casi, como si temiese que pudiera sucederle algo y no fuese a llegar.

Él no notaba nada en su hija. Era incapaz de leer en su mirada, ni en el tono de su voz, ni en su actitud. Sólo Mari Juana había sabido adivinar que algo extraño se ocultaba en el silencio de su hija; y un día, no pudiendo contenerse más, la interrogó. Lisa se esforzó por sonreír; le aseguró que no tenía nada; quiso aparentar tranquilidad. Pero tampoco esta vez logró engañarla.

Sólo él continuaba viéndola como siempre; no quería admitir que su hija estuviera disgustada. Sin embargo, sentíase más atraído todavía por ella, y tal vez también ella le tratase con mayor ternura.

Lisa llegaba, por fin, animada; cuando menos así la veía él. Se adelantaba presurosa, encendidas un poco las mejillas.

—Hola, papá. —Le besaba; se quitaba el abrigo—. Él la miraba. Cada día la encontraba más hermosa y la quería más. Recordaba el día en que su hija se lanzó en medio del tumulto y los tiros; el día en que oyó su voz angustiada llamándole. «Será como su madre», se repetía. La evocaba en el largo trayecto hacia su casa, en que él iba apoyado en ella, casi llevado por ella, y descansando a cada momento. «Pesas mucho, papá. Descansemos.» Y él pensaba en Nieleta, y las lágrimas le asomaban a los ojos. Si, Lisa habría sido como Nieleta, y también ella habría conducido día tras día a su hermano desde su casa a la Boquería, sin quejarse, con mansedumbre, acaso sin sonrisas, como ella —¿era posible sonreír?—, pero sin tristeza.

Juan Bausá la recuerda cuando era niña. Entonces a él le gustaba charlar con su hija. Con sólo verla a su lado ya se enternecía; sobre todo, si había llegado afligido a causa de algún disgusto; una pregunta de ella en aquel instante le trastornaba. Entonces, arrastrado por la ola de su ternura, Juan Bausá inventaba para la niña historias infantiles, tristes, lamentables, que la hacían llorar a lágrima viva, y que acababan por hacer saltar a Mari Juana indignada. Un día, por ejemplo —hacía ya tiempo de esto—, mientras colgaba un cuadro, Juan Bausá se cayó de la silla, lastimándose un pie. La herida se le infectó y tuvo que permanecer varios días en casa, sin moverse de su sillón. No sabe por qué estos días aquel recuerdo acude continuamente a su memoria y le llena de un extraño temor. Ella era aún muy niña entonces, pero al ver a su padre en el suelo, se asustó, rompió a llorar, y después no quería separarse de su lado. ¡Cómo gozó él aquellos días! Cogía la colección del Patufet, la revista infantil; le leía los cuentos que le habían gustado más y que tenía señalados. Ella le escuchaba con profunda atención, pendiente de lo que él decía, grave y severa. De vez en cuando le interrumpía para preguntarle algo que no entendía. Él dejaba la lectura y le daba las explicaciones con toda seriedad, pacientemente, como si se tratase de una persona mayor. Cuando la niña había comprendido, el padre continuaba leyéndole.

Un día se enterneció. Su mal no parecía mejorar. Juan Bausá empezó a hablar. Parecía imposible que él, que serenamente era incapaz de pronunciar dos frases seguidas, arrastrado por el sentimiento fuese capaz de hacerlo con la abundancia y la emoción con que lo hacía. Casi siempre se debía, sin embargo, al recuerdo de un cuento, o de alguna escena presenciada en la calle de las que más le llamaban la atención; tal vez pensaba entonces en Nieleta.

Guardó un momento silencio, y de pronto, con aire desolado, le dijo:

—¿Sabes, Lisa, querida? Creo que no me curaré nunca ya. —Empezó tal vez bromeando, pero él mismo, mientras lo decía, fue creyendo en sus propias palabras e impresionándose con la historia anticipada de su desgracia, mientras ella le miraba con ojos asustados—. ¿Sabes, Lisa? Tal vez no me cure ya nunca. Entonces es posible que me quiten mi colocación, porque no serviré para nada. Y a un pobre inútil, ¿quién lo quiere? (Pero, ¿podrían echarle de su puesto?) ¿Tú me querrás lo mismo, verdad, Lisa? Y yo a ti también. Te quiero mucho, Lisa, mi pequeña, mucho. Si me echan de allí, porque podrían echarme, ¿sabes?, entonces compraremos un carrito pequeño, con unas ruedas pequeñas, como uno que vi un día por la calle. Yo me sentaré en él, con mi pierna inútil bien envuelta en gasas y algodón, y tú me empujarás por las calles. ¿Verdad que lo harás? Entonces no nos separaremos nunca. Siempre juntos… —Su emoción crecía con el tono de sus palabras, y la emoción seguía impulsándole a hablar, cada vez más conmovido, cada vez más elocuente, llevado por el sentimiento—. Entonces yo no ganaré nada; tal vez tengamos que pedir; sí, tendremos que pedir. Nos detendremos en una esquina, yo en mi carrito, y tú de pie a mi lado. Tal vez tenga que cantar; pero no: será mejor que aprenda a tocar algo, el violín, por ejemplo. Cuando era pequeño, así como tú ahora, la gran ilusión de mi padre era que aprendiese a tocar el violín; sin embargo, tuve que dejarlo. Era muy torpe, ¿sabes? Siempre he sido un poco torpe. No te apena tener un padre torpe como yo, ¿verdad, Lisa? Me quieres lo mismo, ¿no es cierto? Tuve que abandonar el violín, pero ahora aprenderé, o tal vez sea mejor el acordeón. Parece más fácil y a la gente le gusta más. Entonces, al anochecer, a la hora en que hay más gente por las calles, saldremos con nuestro carrito. Tú empujarás y yo iré dentro sentado, con mi pierna enferma bien envuelta en vendas y algodón, para que no me haga daño. Iremos a la plaza de Cataluña, que es el sitio más a propósito. Nos instalaremos junto a la pared. Yo tacaré mi acordeón, y tú, con un pequeño plato en la mano (compraremos un pequeño plato) pedirás limosna a los que pasen. —Las lágrimas grandes, cálidas, corrían ya por el rostro de Lisa, le llenaban el rostro; sin embargo, continuaba escuchando, con expresión dolorida, pero con profunda, con amarga atención. Él nada veía ya; y proseguía, cada vez más exaltado, más enternecido—: Yo tocaré mi acordeón y tú pedirás con tu pequeño plato. «¡Señor! ¡Señor! ¡Una limosna, por amor de Dios!… Una limosna para mi padre, que no puede andar.» Y al oír tu voz, todos se volverán a mirarte, y dirán para sí: «¡Qué niña tan hermosa! ¡Pobrecilla —dirán— tan niña y tiene ya que pedir limosna, tan niña y tiene a su padre lisiado!», y tú dirás: «Mi padre tenía un buen empleo; mi abuelo fue un hombre muy importante. Mi padre, cuando era niño, llevaba hermosos trajes, e iba a veranear, e iba a pasear con su criada…» —Se ahogaba. Las lágrimas le inundaban la cara; le caían sobre la ropa. Mari Juana acudía, indignada, sin poder contenerse:

—¿Has perdido el juicio? ¿Por qué le dices esas cosas a tu hija? ¿Te has vuelto loco? —Y, cogiendo a Lisa, deshecha en llanto, se la llevaba—. Ven, hija mía. Tu padre está loco. —Pero Lisa quería volver con él, quería consolarle.

Y, sin embargo, ahora, Juan Bausá no se hubiera atrevido a decírselo; en la inseguridad en que se hallaba, temía que tan penosa fantasía pudiera un día convertirse en realidad. No, ahora no se lo diría; con sólo recordarlo se sentía el pecho traspasado.