EN ESTOS últimos meses la agitación política fue creciendo en España. En Barcelona reinaba una profunda inquietud. La atmósfera de la ciudad parecía haberse entenebrecido de repente, con una tensión de violencias contenidas que amenazan estallar con el menor motivo. Juan Bausá se sentía cada vez más triste, más desolado. En vano la señora María, la vendedora de la esquina, aquella cuyo hijo trabajaba en un almacén de drogas y que profesaba un republicanismo vagamente revolucionario, le exponía sus razones:
—Desengáñese, señor Juan. Esto es natural. Mientras unos tengan tanto y otros tan poco, habrá protestas y gritos, habrá descontento. Mientras unos se harten como cerdos y beban hasta emborracharse, como yo los he visto, y los otros no puedan comer, el mundo no irá bien. Habrá guerra y es natural que la haya. Mire usted a aquel pobre, que tiene que venir aquí a mendigar con un pequeño, porque no tiene trabajo. Mire usted esa desgraciada criatura que vende fósforos ahí, tiritando de frío en las noches de invierno, como la he visto yo, y tantos que no vemos. Mientras existan casos como éstos no puede haber paz.
Su teoría era sencilla. Conque los ricos diesen un poco de lo que les sobraba, de lo que malgastaban en juergas y en excesos, habría bastante para que todos estuviesen bien, sin necesidad de que unos trabajasen como perros y pasaran una existencia del infierno.
Sí, sí, todo aquello era cierto. Pero, ¿quién lo arreglaba? ¿La república? ¿El comunismo? A él todo esto le sonaba sólo a nombres. Todo aquello se anunciaba sólo con protestas, con odios, con amenazas. Era un frenesí. Él no concebía el odio. Todo, para él, podría arreglarse por las buenas y en paz. Sin gritos, sin protestas, y, sobre todo, sin barullos ni tiros. Si no podía arreglarse en paz, era mejor que continuase como hasta entonces. A Juan Bausá, por otra parte, que otros hombres se hartasen, pasearan en coche y se entregaran a costosas diversiones y se emborracharan, le dejaba indiferente. Que le dejaran a él con su Mari Juana, con su Lisa y su colección, y no envidiaría ni al propio rey, que para él era quien debía de estar mejor, con toda su pompa, sus coches, sus palacios y su servidumbre. Sólo un pequeño aumento en el sueldo hubiera deseado, eso sí, para que ella, Mari Juana, pudiera descansar un poco, que bien lo merecía, y para que Lisa pudiese terminar sus estudios y ser una muchacha instruida.
«Es usted un reaccionario, un cavernícola», estaba a punto de espetarle la señora María, con la expresión reservada entonces para sus enemigos por los de ideas avanzadas, y que constituía casi un insulto. ¡Qué lástima! ¡Un hombre tan bueno, y tan pobre además, y que no pudiese comprender estas cosas!
—Es que usted no lo quiere comprender, señor Juan. Usted me habla de su mujer, de su hija… Pues a eso vamos. Claro; de eso mismo se trata. La mejor solución es la república. Nada de comunismo —a la señora María le sonaba esto a cosa remota, extraña e incomprensible—. República —afirmaba con convicción—. La culpa de todo la tiene el rey. Que se vaya él, y verá cómo cambian las cosas. Y se irá, se lo digo yo; y, si no se va, lo echarán. El otro día, en un mitin…
El señor Juan se alejaba aturdido, con una sensación de malestar ante aquella vehemencia de palabras… Pensaba en Mari Juana. Cada día su esposa estaba más necesitada de descanso; esta necesidad, de día en día se hacía en ella más visible, más apremiante, y Juan Bausá se repetía angustiado que ella acabaría por enfermar. Sí, un aumento en el sueldo sería tal vez una solución; tal vez así podría descansar. Luego estaba la muchachita de la esquina, vendiendo sus cerillas allí. Tenía razón la señora María; también él la había visto tiritar de frío en invierno bajo sus harapos, ofreciendo su mercancía. Juan Bausá la miró de lejos, con una sensación casi de culpa. Sí, tal vez tuviese razón. ¿Qué había hecho ella, la inocente, para que le impusieran aquella pena? Sus padres… Pero, ¿era posible que tuviese padres y que la dejasen allí de aquel modo, por más necesitados que estuviesen? ¿Dejaría él a su Lisa? Se estremecía de horror ante este pensamiento. No, él no la dejaría; irían, si llegara el caso, a mendigar juntos. No; mendigaría él… No, él no concebía que sus padres… No los debía de tener. Y si no los tenía, ¿cómo no había quien se compadeciese de ella y la recogiera? «Si no tuviéramos a Lisa, tal vez nosotros…» Pero no terminaba el pensamiento, porque ni en pensamiento podía prescindir de su hija. «Pero ¿y el Gobierno? —se decía—, ¿cómo no organiza centros adecuados, y recoge, educa y convierte a esos desgraciados en hombres de bien?» Sí, tal vez tuviera razón la señora María, por más que él se negase a admitirlo.
Con estas ideas, la cabeza le daba vueltas. Por un lado, veía la injusticia y por el otro odiaba la violencia. Juan Bausá, con esto, se sentía aún más afligido ante la vida.
También en la oficina se dejaba sentir un aire de renovación, de trastorno. Últimamente habían ingresado nuevos funcionarios, y con ellos, en el cementerio pareció entrar un aliento perturbador; una agitación desusada se precipitó en el recinto peligrosamente. Empezaron las discusiones, los gritos, el tumulto, ante la mirada atónita de los antiguos, los cuales, momificados en sus creencias, como en sus empleos, miraban aterrados aquella invasión. Tal vez temieran que aquel viento sacudiese el polvo de sus cuerpos debajo de sus trajes y les dejase sólo con sus esqueletos.
Él, Juan Bausá, aunque quieto también y sosegado como los demás, no era, sin embargo, hombre de creencias, sino de sentimientos, y en esto radicaba el secreto de su vitalidad. Él estaba con todos; con los de ayer y con los de mañana, con los de siempre. Por esto aparentemente no estaba con nadie, porque, en el afán proselitista de aquellos días, cada cual exigía de él una adhesión incondicional a que no podía someterse.
Él permanecía en su rincón entre los expedientes polvorientos, con su manguito de algodón, luciente, protegiendo del roce la manga de su americana; seguía aislado y silencioso, y temblando, como siempre, cada vez que el jefe le mandaba llamar, aunque últimamente la tensión política parecía haberle hecho olvidarse un poco de él. De vez en cuando levantaba sus ojillos en su rincón para mirar a los otros entregados a sus eternas disputas, y una expresión desolada se le pintaba en la cara. Aquel estado de tensión continua le sumía a Juan Bausá en una verdadera angustia. A su alrededor sólo se respiraba intransigencia, fanatismo, odio. Se reproducía allí, en pequeño, el estado que reinaba en la ciudad, donde se repetían continuamente los atentados, manifestaciones, huelgas, tiroteos entre la policía y los obreros; era el que reinaba en la nación, donde todo parecía crujir, desmoronarse bajo el peso de las nuevas ideas. Él, Juan Bausá, en medio de aquella violencia, se sentía como un náufrago. Escuchando las amenazas, las encendidas disputas, los insultos que se arrojaban a la cara unos y otros —los jóvenes, sin ningún respeto por la vejez; los viejos, perdiendo toda compostura—, su gran corazón le hacía daño. Él no podía comprender que los hombres pudieran llegar a odiarse por una cosa tan vaga como una idea, por algo tan efímero como el color de una bandera. Él no podía ni concebir que los hombres se odiasen. El que un hombre pudiese levantar un arma contra otro en medio de la pacífica ciudad —donde jugaban los niños, y los hombres y las mujeres iban a sus tareas— le llenaba de horror y de tristeza. Juan Bausá, ante esto, no pensaba en Nieleta, ni en la pequeña vendedora de fósforos de la esquina; no pensaba en las palabras de la señora María, ni en su mujer, para la cual deseaba un pequeño aumento de jornal. Precisamente por eso, para arreglar esas deficiencias, él habría deseado que se amaran todos, que se dedicaran todos, ricos y pobres —un sueño digno de Juan Bausá—, a ayudarse mutuamente en sus desgracias, a recoger y defender a la pobre pequeña de la esquina, que en medio de las riñas y los gritos quedaba más abandonada que nunca.
Con esto, Juan Bausá no tomaba nunca parte en las discusiones. Cuando le preguntaban algo, contestaba vagamente. Se hizo sospechoso a los dos bandos, fue para muchos un «reaccionario», como para la señora María, porque no se entusiasmaba con la idea de la República y de la libertad, aunque fuese a través de la revolución; y para los otros fue un hipócrita, porque no las impugnaba, y ocultaba, según ellos, sus verdaderos sentimientos. Unos y otros le declararon la guerra, y Juan Bausá, sin haber hecho nada, pudo notar que, sobre la hostilidad del jefe, se había atraído la de todos los compañeros; que vivía en el centro de una guerra sorda de miradas coléricas, de malévolas alusiones.
Un día de aquellos, a la salida de la oficina, Juan Bausá se encontró, sin darse cuenta, en el centro de una larga manifestación, que con pancartas y banderas, dando gritos, se dirigía al Ayuntamiento. En ella iban también mujeres; vestidas pobremente, algunas casi harapientas, sucias y desgreñadas, una de ellas con un niño en los brazos. Avanzaban todos como soldados, en largas hileras, pero formando un solo grupo, en número de varios centenares. Bajaron así por las Ramblas, y al doblar la calle de Fernando cesaron en sus voces y gritos, y empezaron a cantar con un canto lento y solemne, con algo religioso y de guerrero a la vez que hacía estremecer. Por la parte opuesta, en la plaza de San Jaime entraba en aquel momento un piquete de policía. Al mando de un teniente, que iba en cabeza, la policía avanzó hacia los manifestantes. Detrás de ellos, como reforzándolos, aparecieron otros policías a caballo.
El choque se produjo cuando la manifestación entraba ya en la plaza de San Jaime. Los manifestantes dejaron de cantar; el himno se extinguió poco a poco, en sus últimas voces retrasadas, roncas, trémulas de emoción, resonando en el silencio de la plaza. La manifestación se detuvo; se levantaron gritos, silbidos, protestas; de nuevo resonaron «vivas» y «mueras». Un teniente avanzó hacia las primeras filas y les invitó a dispersarse; los gritos, los «mueras», los insultos crecieron al pretender aquél detener a uno de los manifestantes que iba delante, y que se le había insolentado. Éste forcejeaba violentamente para desasirse de las manos de los policías que, pálidos, no sabían qué hacer. Un amplio clamoreo, mezclado con fuertes silbidos, llenó la plaza; se agitaron puños amenazantes. El aire parecía arder. La plaza entera se encendía de voces, de gritos, de tumulto. Sonó un disparo. Un movimiento de pánico agitó a los manifestantes; algunos iniciaron la huida. La policía corrió tras los fugitivos, empuñando sus armas. Se produjo una reacción por parte de aquéllos; se oyeron caer algunas piedras, que rebotaron ruidosamente contra el empedrado.
De pronto, desde un ángulo de la plaza, un policía se lanzó enfurecido contra un grupo, seguido de algunos compañeros; tenía una herida en la frente y le corría la sangre por el rostro. Hubo otro movimiento rápido de repliegue, parecido al que se produce en las capeas cuando el toro se vuelve inesperadamente. Los grupos se rehicieron, no obstante, por el lado opuesto.
En aquel momento, un muchacho que corría con el grupo de fugitivos, tropezó con una piedra y cayó al suelo. Era casi un niño. Iba a levantarse, cuando el policía herido le alcanzó, y con toda la fuerza de su cólera, le descargó un golpe. El muchacho cayó de nuevo desplomado, como muerto. Un grito de indignación se elevó de los manifestantes; un amplio movimiento de cólera los recorrió, y en nutrido grupo se lanzaron contra el policía, que había quedado aislado. Intentó éste sacar la pistola, pero no tuvo tiempo; la multitud se abalanzó sobre él con los puños en alto, gritando. Desde el extremo opuesto cuatro caballos avanzaron contra el grupo, con sus jinetes con los sables desenvainados. El grupo se dispersó con rapidez; los hombres huyeron por las bocacalles; algunos apostados en las esquinas disparaban piedras contra los de a caballo.
El policía había quedado tendido, solo, sobre los adoquines ensangrentados. El muchacho había desaparecido. Por el otro lado, la lucha seguía enconada; los grupos se deshacían y se formaban de nuevo. La policía parecía impotente; se oían insultos, silbidos; las piedras volaban.
Juan Bausá acababa de salir de la oficina en el momento en que la manifestación se adentraba por la calle de Fernando. Se detuvo un poco, asustado, sin adivinar lo que sucedía. Cuando quiso retroceder ya era tarde; estaba encerrado entre los manifestantes que se acercaban por un lado y la policía que descendía por el opuesto. Intentó retroceder hasta la plaza, por donde el camino parecía más expedito; avanzó, arrimado a la pared; dobló la esquina hacia la calle del Cali. Estaba a punto de llegar a ella cuando un grito llamó su atención. Se volvió asustado; en aquel instante el policía herido había alcanzado al muchacho, y le asestaba el golpe, derribándole. La escena se desarrollaba entre el Ayuntamiento y la calle de Fernando, y Juan Bausá apenas pudo ver qué sucedía. Oyó sólo gritos, y vio el tumulto. Con el alma agitada, tembloroso, se refugió en la entrada de una tienda. No sabía qué hacer y seguía mirando hacia allá, tratando de adivinar lo que pasaba. De pronto, allí frente a él, un policía cayó al suelo, derribado por una pedrada. Aparecieron grupos, y el tumulto volvió a encenderse hacia aquel lado. Juan Bausá, en medio del terrible alboroto, de las piedras, del ruido de los caballos, en la congoja que le invadía, vio caer al herido, y en un impulso espontáneo, instintivo, echó a correr hacia él para auxiliarle. Entonces, ante Juan Bausá ya no había caballos, ni gritos, ni tiros, ni golpes, ni amenazas; había sólo un hombre herido, caído en mitad de la calle, y ni siquiera sabía si era un policía, o un obrero. Juan Bausá, pesado, grueso, con paso torpe, pero decidido, avanzó hacia el caído, entre los gritos, los silbidos y las pedradas. Un caballo cruzó veloz a su lado, al galope; el jinete esgrimió el sable e hizo ademán de descargarlo sobre él. Una piedra alcanzó en aquel instante al caballo, que se encabritó; el jinete se asió a las riendas, y Juan Bausá continuó hacia el herido sin haberse dado cuenta de nada. Se escuchó un grito, creció el tumulto. El jinete, recobrado ya de la sorpresa, pálido y tembloroso, volvió a esgrimir el sable, arrebatado por la ira; pero ahora lo hacía contra una mujer. Era ésta seca; iba con el cabello despeinado. Se había adelantado corriendo hacia el caballo y se asió a las riendas, tirando de ellas con violencia. Parecía loca; injuriaba al jinete con expresiones obscenas, brutales, zarandeaba las riendas con ademanes violentos y trataba de alcanzar al hombre, derribarle tal vez, golpearle, o quitarle el arma. El furor la arrebataba y mostraba un vigor que nadie hubiera sospechado en su cuerpo esquelético. El caballo se encabritaba, la levantaba del suelo; pero con la mano crispada, sarmentosa, continuaba aferrada a las riendas; empeñada en alcanzar al jinete, mientras con la otra le amenazaba con el puño. El jinete levantó rápido el sable y descargó un golpe sobre la mujer; ésta exhaló un gemido, casi un alarido, y se desplomó. Un clamor de protestas, de voces indignadas resonó de nuevo, más ardiente aún, en el ámbito de la plaza. Juan Bausá, cerca ya del herido —todo había sucedido con gran rapidez—, se volvió al oír la gritería, y vio caer a la mujer. Allí, ante él, estaba el agente, de costado, con la mano sobre el pecho, gimiendo; detrás de él, también herida, cubierta de sangre, estaba la mujer, a la que nadie se acercaba. Tuvo un instante de vacilación, y al fin corrió hacia ella. Un grito resonó muy cerca de él; oyó el galope de un caballo, y Juan Bausá se vio arrojado violentamente contra el suelo; se enderezó de nuevo, dolorido, atontado; corrió, tambaleándose, hacia la mujer todavía unos pasos; en aquel instante, allá a sus espaldas, clara, inconfundible, oyó la voz de su hija que le llamaba con un grito:
—¡Papá!
Juan Bausá fue a volverse, pero no pudo hacerlo. Un caballo pasaba cerca de él, al galope, como un torbellino. Sintió un golpe violento en su espalda y un dolor vivo como una quemadura. Sintióse como arrancado del suelo, arrojado por una fuerza violenta; un golpe seco, duro, hizo crujir su cráneo; y, en el desfallecimiento, en que todo se le iba confundiendo, oyó de nuevo la voz de su hija que le llamaba, más cerca, con un acento de terror y de alarma. No oyó nada más.
Lisa se lanzó corriendo hacia su padre.
El caballo se alejó hacia la calle de Fernando. La plaza había quedado despejada. En torno a Juan Bausá no había nadie. Más allá yacía aún la mujer, como muerta. Algunos hombres se adelantaban hacia ella; uno de ellos se quedó con Lisa, ayudándola a levantar a su padre. Entretanto, los manifestantes, dispersados en la plaza, a una voz de mando se habían reunido todos en la calle de Fernando. Formados en una larga columna, como habían venido, rompieron a cantar mientras se ponían en marcha hacia las Ramblas. Era un canto bronco, que tenía de triunfo y de desafío; se fue alejando paulatinamente, lentamente, entre el rumor del tráfico. Los policías, lívidos de cólera, apretando los puños, los miraban alejarse.