FUE POR ESTOS DÍAS cuando la vida empezó a cobrar ante Juan Bausá un cariz de dureza y de hostilidad que nunca, en su ingenuidad, había podido presentir. Muchas causas habían coadyuvado al hecho; las tristezas venían acumulándose desde hacía tiempo en su alma; con la violencia creciente de las luchas políticas, con la atmósfera de odio cada día más pronunciada, con las necesidades de su casa y su demostrada incapacidad para prosperar en la oficina… Pero la causa principal, la que entenebreció más densamente la atmósfera a su alrededor, y acreció la importancia de todo lo demás hasta colmar el vaso de sus amarguras, fue un hecho al parecer sin importancia: el cambio de jefe, determinado también por los nuevos acontecimientos políticos.
Hasta entonces la oficina había sido un lugar tranquilo; en él apenas se notaba la presencia de seres humanos.
Ellos, los funcionarios, eran momias. Casi todos vestían de oscuro; algunos llevaban lentes; usaban todos un manguito de algodón para preservar del roce la manga; no tenían color, hablaban todos con voces débiles, y se movían con pasos silenciosos. Aquello era un cementerio y, ellos, los muertos, cada uno en su nicho. No eran ni felices ni desgraciados: como los difuntos, y todos, poco más o menos, profesaban las mismas ideas, cuando profesaban alguna. Sólo un anhelo les hacía creer que estaban vivos: el del ascenso.
Iban cumpliendo su tarea, metódicos, leales a su obligación, sin altibajos, siempre iguales. Entraban y salían a las mismas horas; decían «Buenos días», o «Buenas tardes», hasta que un día dejaban de asistir, y otro más joven ocupaba su lugar, para repetir la existencia de ellos.
Juan Bausá hasta entonces había vegetado allí pacíficamente, como uno de tantos, como un muerto más en su nicho; cada día se había sentado, año tras año, en el mismo sillón, ante la misma mesa, con la misma tarea ante él. El jefe, a la sazón, retirado en su despacho, como otro muerto más en su nicho, apenas se mostraba ante ellos, apenas le conocían. Era ya un anciano, desengañado de todo, interesado sólo en el cobro de las gangas y emolumentos, y eh escribir dramas, de los cuales logró ver estrenar alguno, y hasta con cierto éxito. Este jefe nunca tuvo interés en molestar a nadie; y, sobre todo, le interesaba que no le molestasen a él. Tenía, como todos, sus favoritos, y entre éstos, los que más le aplaudían en las noches de estreno y los que más vivamente le alababan después sus obras. Entre éstos, naturalmente, no se encontraba el simple de Bausá. Su pecado mayor, con respecto a este jefe, fue no asistir a sus estrenos; ni siquiera se le ocurrió. Esto fue causa de que no se viese nunca favorecido; pero tampoco se le molestó; se le había dejado tranquilo, en su nicho, con su expediente polvoriento y la rutina de su trabajo, rodeado de los otros muertos, esperando la hora de estarlo de verdad. No obstante, si algo había necesitado de él —un día de permiso con motivo del santo de Lisa, o una tarde cuando la enfermedad de Mari Juana—, el jefe, aunque sin verle, a través de su ayudante, se lo había concedido siempre. Él, sin embargo, no abusó nunca de esta facilidad, que, por otra parte, se hallaba al alcance de todos, que la utilizaban para causas menos justificadas. Él, dentro de su limitación, era un excelente funcionario, leal, cumplidor y honrado, absolutamente puntual, y escrupuloso en su trabajo. Apenas daba la hora en el reloj de la Catedral, entraba en la oficina, se endosaba su manguito negro de algodón, para que el roce no le estropeara la manga, abría su carpeta de expedientes, y sin prisas, pero con aplicación, con absoluta seriedad, empezaba su trabajo. Una vez instalado allí, apenas levantaba ya la cabeza, ni se preocupaba de si éste o el otro llegaban tarde, o si aquél o el de más allá, por ser hijos de un personaje, dejaban de asistir. Él se ocupaba sólo en lo suyo. Pero el cambio de jefe trastornó totalmente el curso de las cosas, y fue para Juan Bausá el anuncio del fin de su tranquilidad. El nuevo jefe era un hombre de mediana edad, más alto que bajo, moreno de cara, de un tinte oliváceo; vestía de negro casi siempre, y usaba lentes, velando con ellos su intención, como Grandet con su tartamudez. Abogado sin pleitos, formado en la política y el chanchullo, Jaime Arderiu había conseguido el cargo en unas oposiciones sin oposición, y debido a influencias políticas, como se consiguen tales cargos. Su ilusión, después de haber enterrado otras ilusiones menos concretas, aunque más dulcemente acariciadas, había sido destacar como abogado de fama, pero no lo consiguió. Fracasó por falta de aplicación en los estudios; le atraían más los placeres que los libros; le gustaba más figurar que ser. En lo que más fallaba, sin embargo, era en la inteligencia, y en esto no tenía remedio. Tras aquellos fracasos intentó después medrar en la política, pero fracasó también, asiéndose, por fin, a aquel cargo público, como el último refugio. Llegaba a él, pues, lo suficiente amargado para hacerlo sentir a cuantos estuviesen bajo sus órdenes; sufría por añadidura de la vejiga. Bajo y vil, había llevado a la oficina la amargura de todos sus fracasos, su oscuro resentimiento, que iba segregando allí, como el áspid su veneno, en el trato diario con sus subordinados, haciéndoles víctimas de su maligno humor y de su capricho, aunque siempre disimulando. Con él habían ingresado también funcionarios jóvenes; algunos gozaban de poderosas influencias; éstos eran intangibles: podían llegar tarde, irse con cualquier pretexto, dejar de asistir; los había, en cambio, atentos al ascenso, obsequiosos, rastreros, dispuestos siempre para la adulación, a reírle a carcajadas sus malos chistes en los días en que se sentía de humor, y a llevarle los partes de cuanto sucedía en el departamento. Con éstos, en general, se mostraba irónico, despreciativo, superior, convencido de que la adulación de que le hacían objeto era una prueba de natural sumisión, de reverencia a la superioridad de su talento. Su indiferencia y desprecio con los de abajo eran sólo comparables a su servilismo ante los de arriba, que llegaba a extremos casi inconcebibles. Cumplidor en el aspecto exterior, hábil, atento y obsequioso, y adulador a su vez, se había atraído la simpatía y hasta la admiración de los altos jefes. Se le reputaba como un excelente funcionario, y gozaba allí de una poderosa influencia.
No obstante, este excelente funcionario tenía que descargar sus secretos rencores, sus envidias ahogadas, la contrapartida de sus bajezas y adulaciones, y lo hacía sobre las mujeres, sobre las viejas, de las que no esperaba favores; sobre los viejos, cansados ya y envejecidos en sus tareas y que, en su limitación, le ofrecían blanco magnífico, y sobre las jóvenes que no se sometían a sus deseos, porque, entre sus virtudes, tenía, además, la de creerse un donjuán. No es preciso decir que la víctima preferente fue el pobre Bausá, que no sabía adular, ni acogía a carcajadas sus malos chistes. El jefe sabía que ese viejo no pertenecía a ningún partido, no contaba con el apoyo de nadie, ni tenía ninguna influencia. Era, por otra parte, un hombre sin malicia, un pusilánime con el cual podía permitírselo todo impunemente. Aquí tenía carta blanca, y desde el primer día el mortificarle pareció una de sus más importantes ocupaciones en el departamento, si no la primera. En Juan Bausá vio la presa mejor, la más débil, y fue cebándose en ella. Le gustaba llamar al viejo a su despacho e interrogarlo sobre cualquier asunto, sólo por el gusto de verle temblar y balbucear asustado su respuesta. Le quitó una parte de su trabajo, y le dio otros de los que nada entendía. Para Juan Bausá fue como si le quitaran la tierra de debajo de los pies; se sintió aterrado, sudó y se angustió, afanándose en las nuevas tareas; le obligó también a escribir a máquina, aunque en su vida hubiese tocado una tecla, sólo por el placer de hacerle repetir diez veces la misma copia, y verle sudar y sufrir, y le atormentaba, en fin, con todos los medios con que un jefe puede atormentar a un subordinado; y, más aún, a un subordinado como el pobre Bausá. Entre el cretinismo tan abundante en estos medios, Jaime Arderiu era, sin duda, el cretino mayor.
Aterrado, Juan Bausá había visto cernerse aquel oscuro nublado sobre su cabeza, añadido a sus preocupaciones domésticas. Él no lo comprendía. Su buena fe, su absoluta simplicidad, le impedían creer que un hombre pudiera complacerse en tales bajezas. Él quería creer que el que se introdujesen aquellos cambios era necesario para la marcha del departamento; si por una coma puesta de más o de menos le hacía repetir todo un documento, que le había costado sudores, él creía que, en efecto, aquello debía volverse a hacer y que él había cometido una torpeza imperdonable. Le costaba mucho imaginar que un jefe, al que él veía como un dios, encerrado allá en su despacho como en un trono, con tantas cosas importantes que hacer en sus manos, y tantos y tan sagrados intereses que defender, pudiera entretenerse en aquellas pequeñeces, y en atormentar a un ser como él, tan insignificante comparado con el jefe. Esto no le cabía en la cabeza, y Juan Bausá se entristecía, atribuyéndolo todo a su propia ineptitud. Y se esforzaba con toda su alma en hacerlo mejor. No obstante, a pesar de su buena fe, había una cosa que le hería profundamente, y era la manera como el jefe le mandaba lo que tenía que hacer, el modo con que le devolvía un documento, después de haberlo repasado. Antes de empezar, en cuanto le tomaba la copia, ya le ofendía:
—A ver qué nuevo disparate ha puesto usted. —Y no había más remedio que encontrar el disparate, existiese o no—. Tomaba la pluma y, con ella en la mano, como armado con una lanza —la lanza con que le había de herir— repasaba la copia con malévola atención.
Juan Bausá, entretanto, de pie ante él, inmóvil y en silencio, casi sin respirar, seguíale los menores movimientos temblando. Y, en efecto, la pluma caía implacable sobre el papel —sobre su alma— trazando una enorme cruz que abarcaba todo el texto. Se lo devolvía sin mirarle.
—Lo que me figuraba; vuélvalo a hacer. No sirve usted para nada. —A menudo la falta era una simple coma olvidada, o puesta de más.
Él se retiraba excusándose, lleno de aflicción por su torpeza. Volvía a copiar el documento, poniendo en él otra vez toda su atención, comprobándolo línea por línea, con toda la voluntad de que era capaz. A cualquiera le habría desanimado ensañarse con un ser como aquel; al jefe, por el contrario, la insignificancia y bondad de Bausá le servían de acicate. Su candidez, la paciencia y buena fe con que repetía los trabajos, parecían irritarle aún más. Hubiera querido, sin duda, verle enojado u ofendido, que sintiese la afrenta y se atormentase, y cada día inventaba para él nuevos motivos de humillación. Un día llevó su cretinismo a pedirle un expediente que el día antes se había dejado Juan Bausá olvidado en su despacho. Lo vio allí, y se le ocurrió en seguida la treta. Después, mientras Bausá, sudoroso y angustiado, revolvía legajo tras legajo, y abría carpetas, llenando con ellas todas las mesas, él, en su despacho, con sus más íntimos adeptos, se reía de él. De vez en cuando se le ocurrían gracias como ésta, con las cuales se divertía.
Ahora, cuando salía de la oficina, Juan Bausá caminaba aturdido, con un vivo sentimiento de humillación. Una vaga conciencia de lo que sucedía a su alrededor, de lo que se hacía con él, parecía penetrar poco a poco en su alma, y una tristeza muy honda se iba apoderando de él.
Esta conciencia le inclinaba todavía más hacia los desgraciados; le hacía sentirse más próximo a ellos, en una especie de hermandad salvadora; más insignificante ante los hombres; y, sin comprenderlos, más triste. Ahora saludaba afectuosamente, casi fraternalmente, a la señora María, que tenía su puesto en la esquina; a veces, incluso se detenía a hablar con ella. Era una mujer de gran bondad. Tenía un hijo empleado en un almacén de drogas; y ella vendía castañas en invierno; y en verano almendras, avellanas y pasas, con las cuales completaban los obreros sus parcas comidas. «Cada día se vende más —decía, sin alegría—. Es el hambre, no le quepa duda.» Era de una gran bondad, pero sustentaba ideas que a Juan Bausá a veces le asustaban. La señora María profesaba un republicanismo de avanzada, y hasta soñaba con la revolución, cosa que a él le llenaba de angustia. No obstante, la quería. A veces se detenía con la niña que vendía fósforos. Era la misma que había visto el viejo Andersen en una ciudad de otro país, en cualquier ciudad, con su caja de fósforos, su vestido roto, sus pies descalzos, que seguía en el mismo sitio. Continuaba allí, a pesar del viejo Andersen, a pesar de aquel hermoso sueño de una noche de Navidad con que la piedad del poeta quiso elevarla sobre sus amarguras. Incluso en las noches de invierno, hasta muy tarde, se la podía ver tiritar bajo su vestidito roto vendiendo sus cajitas. Juan Bausá se acercaba a ella; la interrogaba sobre su vida, se entristecía, y acababa por comprarle un par de cajas, que después llevaba en los bolsillos días y días. No obstante, quien le inspiraba más piedad, a quien más veía, era a Nieleta.
A Nieleta, cada día a la misma hora, se la veía pasar limpia y compuesta, siempre con el mismo aire sosegado, sin alegría, pero sin tristeza, llevando del brazo a su hermano, y en el otro, el taburete plegable donde el chico se sentaba para vender sus números de la lotería de inválidos establecida recientemente. Antes lo sacaba para que vendiera cajas de cerillas o aleluyas. Era un pobre idiota. Cuando andaba, las piernas parecían descoyuntársele, vueltas hacia el interior; todo él se movía balanceándose, como en una danza grotesca, con el rostro echado hacia un lado, el cuello largo, muy estirado. Daba la impresión de irse a caer a cada paso, de no sostenerlo su hermana. Tenía un rostro largo, como de caballo, rojizo; las cejas estiradas hacia arriba, con una expresión de estupidez completa o como de enojo perpetuo; a veces, muy pocas, sonreía, o parecía que sonreía, y entonces recordaba inevitablemente el bobo de Coria, del cuadro de Velázquez. Su cara asumía aquella expresión inefable, vagamente aterradora en su implacable realismo y su misterio, que el pintor, con lucidez sobrehumana, ha sabido imprimir en las facciones de su personaje: aquella expresión que podía ser de un animal, si no fuera por la ensoñadora, la remota y misteriosa humanidad de la sonrisa, que más que salir de él, parece flotar sobre su rostro.
Nieleta lo llevaba todas las mañanas hasta la Boquería, donde se sentaba a vender sus números y sus cerillas, junto a la esquina. Al llegar allí, la niña se descolgaba el taburete del brazo, lo abría, mientras sostenía con el otro a su hermano y lo hacía sentar. Él se quedaba ladeado, invariablemente, guardando de un modo milagroso el equilibrio. Nieleta, con una aguja, le prendía en la solapa la tira de números, después de lo cual volvía a su casa, mientras él, echado siempre hacia un costado, se quedaba allí esperando a los compradores. De vez en cuando se paraba alguien, generalmente una mujer que iba al mercado, o un oficinista; le desenganchaban los billetes; cortaban los que querían y le entregaban el importe, que él hundía con torpe ademán en su bolsillo. Nieleta, entretanto, de regreso en su casa, hacía la limpieza del piso, preparaba la comida para su hermano, ella y su madre, empleada en un café. A mediodía, ya dispuesta la comida, volvía Nieleta a buscarle. Contaba el dinero; doblaba cuidadosamente las tiras de los números sobrantes; ayudaba a su hermano a levantar y, después de cerrar el taburete, regresaba con él a su casa. Ésta era su vida.
Juan Bausá se detenía a mirarla; siempre había sentido hacia ella, mezclada con la piedad, una profunda simpatía, pero nunca se había atrevido a hablarle, por no sabía qué respeto por su destino, o qué temor, que le contenían. Él, a Nieleta, la sentía casi como si fuese de su familia, la quería casi, y este sentimiento había crecido en él últimamente al conocer una parte de su historia. Ahora sabía que a Nieleta la habían visto de niña ataviada con trajes hermosos y, en su barrio, al otro lado de Barcelona, había pasado por las calles acompañada de su sirvienta.
Juan Bausá, cada día más intrigado, sentía en su alma una vivísima curiosidad por conocer completamente aquella historia, pero no había podido conseguirlo.
Hacía ya años que se la veía en la plaza del Pino, llevando a su hermano día tras día, y también ella, Nieleta, había envejecido; estaba más delgada, más blanca, pero pasaba con la misma actitud y con la misma seriedad; le llevaba, como siempre, sin violencias, calmosamente, sin alegría, como siempre, pero sin tristeza, mientras la vida de la ciudad se agitaba indiferente a su alrededor, y las gentes iban y venían, impelidas por sus afanes.
Sólo por la noche, entre los suyos, Juan Bausá se sentía bien, olvidando realmente sus penas, casi feliz, por más que en su fondo se agitase latente el recuerdo de la última humillación sufrida en el despacho, de la miseria más reciente vista en la calle.
Después de cenar entraba en su saloncito. La niña, Lisa, dormía en su pequeño cuarto. A él le quedaba aún el bienestar inefable de la última caricia de su hija, como un soplo refrigerador para su alma, de su beso último.
—Buenas noches, papá.
Ya ni esto, Juan Bausá, en el progresivo debilitamiento de su voluntad, podía soportarlo sereno. Se marchaba la niña y él tenía que enjugarse las lágrimas. ¡Ella, su pequeña, sí que le quería! Tal vez incluso más que su madre. Y él, ¡cómo la quería también! A todas partes, ya desde pequeñita, quería ir con él: a la plaza de Cataluña los domingos, a jugar al sol con los otros niños; a la Catedral, en la mañana de Corpus; a bendecir la palma, el Domingo de Ramos; al Circo, a reír con los payasos…
El recuerdo que más lo conmovía de los que tenía con ella, era el del Sábado de Gloria. El sábado de Gloria, Lisa y él salían al balcón a voltear la carraca, a hacer sonar los platos y las tapaderas. ¡Cómo gozaba aquella mañana! Él salía medio desnudo, arrastrado de la mano por ella, cayéndosele los pantalones y tirando de ellos hacia arriba continuamente, con los tirantes colgando. El aire era suave, impregnado de fragancias primaverales. El cielo, sobre la silueta de la iglesia, sobre los terrados, era de un azul deslumbrante. Un silencio absoluto, un suavísimo silencio y una amplia calma envolvían la ciudad; no circulaban tranvías, ni autos, ni carruajes; no se oía un ruido, y hasta la brisa parecía haber plegado sus alas reverentemente. Los altos árboles, en los parques, en los jardines y avenidas, debían levantar sus copas inmóviles al cielo azul, sin cantos de aves, con las ramas tendidas, esperando. Todo había callado, y Barcelona entera era la plaza del Beato Oriol, el recinto de la Catedral ungido de quietudes y de gratos silencios, y en esta calma inmensa, en esta suspensión maravillosa, en que todo, en el cielo, y en la tierra, parecía sumido en una espera emocionada, las campanas del Pino daban, de pronto, al aire su sonoro tañido. A las del Pino contestaban las de la Catedral; con éstas se mezclaban las de Belén —todas lanzadas al vuelo— y luego eran otras más allá, y otras y otras, que se juntaban, se confundían, hasta formar un solo canto con todas las campanas de Barcelona resonando con ecos remotos. Todo estaba lleno de sones de campanas; las campanas ensordecían el aire —temblaban en su gran corazón—, temblaban sobre todo el ámbito de la plaza, sobre las calles, sobre la ancha Rambla rumorosa, y más allá, sobre los campos y las suaves colinas. Se alzaba el largo, el prolongado aullido de las sirenas de los buques del puerto, el estrépito de las carracas, platos, cacerolas, hierros, hojalatas en todas las ventanas y balcones, y voces alegres de niños; y las campanas, las sirenas del puerto, el estrépito de los platos y las carracas, las voces de los niños, todo mezclado y confundido se elevaba como un canto único, alto, limpio, sonoro, hacia el cielo azul, en el aire tranquilo, como el canto de alegría de la ciudad por la Resurrección de Aquél que quiso morir para salvar a los hombres.
Él, Juan Bausá, se acordaba entonces de sus días de niño, cuando salía al balcón con su madre, para, con ella, dar también al aire, en el loco estrépito de la carraca y de los platos, el grito puro de su alegría. Él golpeaba, saltaba también, gritaba como su niña, y en medio del inmenso canto que se elevaba desde toda la ciudad, las lágrimas, sin él darse cuenta, le inundaban los ojos, le resbalaban por las mejillas, incontenibles. Juan Bausá no podía reprimirse; cogía a su hija, la estrechaba entre sus brazos, y la besaba en un transporte de gozo, mientras nuevas lágrimas, grandes, vergonzosas, seguían corriendo por su cara. Después llamaba a Mari Juana para que saliera con ellos al balcón, para que gozara con ellos de la alegría de aquel día, en que el aire, las casas, las calles, la ciudad entera elevaban su canto por la Resurrección del Señor. Si tardaba en salir, Juan Bausá iba adentro y la sacaba casi a rastras.
Ahora la pequeña Lisa dormía en su cuartito, tras haberle dado su último beso. «Buenas noches, papá.» «Buenas noches, hija niña.» Después, desde allí la había oído elevar su ingenua oración a Dios, para que le concediese un tranquilo sueño y la protegiese de mal, para que guardase a su papá y a su mamá, y velase por todos, como le habían enseñado, como lo deseaba ella. Lisa, en su inocencia, no lo sabía, pero dentro de la inmensa ciudad, en aquella casa que parecía tan firme, su padre la veía como un marinero que rezase en una nave amenazada por la tempestad. Y también esto a Juan Bausá le conmovía.
Ahora estaba solo. Se había enjugado ya los ojos; se había acomodado en su viejo sofá; cogió su Vanguardia; allí, a mano, tenía su colección de la Ilustración y la del Patufet, que había leído con su hija muchas veces. Juan Bausá apenas leía nada, pero en cambio, el periódico lo devoraba del principio al fin, incluso las esquelas mortuorias. En verdad, sentía hacia ellas una especial inclinación, a la cual proveía ampliamente el importante rotativo. Juan Bausá las leía hasta el final, haciendo conjeturas sobre la edad del difunto, sobre quién podía ser, sobre la pena de la familia y entristeciéndose. Su tristeza mayor, su llanto casi, era cuando, al leer las esquelas, sus ojos tropezaban con la de un niño, que era cosa de cada día. Entonces, Juan Bausá pensaba en su hija y una terrible congoja le apretaba el corazón, porque su corazón era cada día más grande, y cualquier cosa le enternecía, porque ahora tenía una hija ya crecidita por quien preocuparse y temer; también porque la vida —ahora empezaba a entreverlo—, aún aquí, en la ciudad, tal vez más aún en la ciudad, era como una oscura selva, poblada de peligros y encrucijadas, y no sabemos en cuál de ellas nos hemos de perder, ni dónde nos espera la desgracia. Juan Bausá, con estas ideas, no podía ya contenerse, se levantaba, cuidando de que no le oyera su mujer; se dirigía de puntillas al cuarto de su pequeña y abría la puerta con sigilo. Bajo el reflejo de la luz, que penetraba por la puerta entreabierta iluminando blandamente sus facciones, Juan Bausá, de pie junto a la puerta, contemplaba en silencio a su hija dormida. Permanecía un momento en la misma actitud, tembloroso de gozo, sintiendo palpitar su corazón. Luego avanzaba quedamente, e, inclinándose sobre ella, estampaba un beso suavísimo, dulcísimo, sobre su frente. Quedaba todavía un instante mirándola arrobado, y, de puntillas, se volvía a su sitio.
Poco después, ya terminada la cocina, llegaba Mari Juana; se traía, como cada noche, su cesto de labores, y sentábase a su lado a coser. ¡Cómo la quería también! La vida para él, en medio de la gran ciudad agitada y sombría, se encerraba entonces al área de este rincón, en la compañía de los dos seres queridos. Fuera de allí, a esta hora, nada había en la vida. Él ignoraba que a aquella hora había hombres que corrían tras las más extrañas diversiones; que se bebía y se cantaba en prostíbulos y cabarets; que se daban mítines en los grandes locales de la ciudad, donde derechas e izquierdas vociferaban y prometían la salvación en nombre de un ideal político, que era siempre el mejor; ignoraba que había comerciantes meditando la operación próxima; abogados afanándose en su pleito y redondeando sus engaños; estafadores preparando sus fraudes; que había borrachos, ladrones, prostitutas; todos tendiéndose asechanzas, adulándose, persiguiéndose, agitados por sus afanes, por su sed de ganancia, de diversiones, de éxitos, de concupiscencias.
Él permanecía, entretanto, aquí, con su Mari Juana y su hija, que dormía allí cerca de ellos, sin afán ni ambición, contento, con su empleo, con su humilde dicha.
—Mari Juana…
—¿Qué quieres? —levantaba los ojos, sonriente.
—Nada.
Ella volvía a coser, sonriente, como si hubiera leído su pensamiento.
Juan Bausá la contemplaba inclinada sobre su labor. Una vaga angustia se le iba pintando en las facciones, mientras miraba a su esposa, a la que no había visto así desde hacía muchos días. Unos cabellos sueltos le caían a Mari Juana sobre la frente, uno de ellos blanco —veía bien cómo brillaba a la luz—; la frente tenía algunas arrugas, y su rostro expresaba un profundo cansancio. «Tendrías que hacer algo por ella —se decía— acabará por enfermar. Tendrías que hacer algo.» La miraba de nuevo, angustiado.
—¿Estás cansada, Mari Juana?
—Sí, la verdad —sonreía lánguidamente—. A esta hora sólo tengo ganas ya de acostarme. ¿Has visto a la niña?
—Sí, está dormida.
—¿Oyes? Parece que llueve, o bien, «hace viento», o «hace una noche tranquila».
Ella se restituía a su labor. Él la miraba otra vez. Parecía imposible que la pudiese querer más de lo que la quiso al principio, en los primeros días de casado, y, sin embargo, Juan Bausá estaba seguro de que la quería más todavía, con un cariño imposible de expresar. ¡Qué bien se estaba allí con ella, en esta paz de su saloncito, sentado en su sofá, y con su hija dormida allí al lado! Algunas noches encendían la radio. Si había discursos políticos, proclamas, consignas, voces de odio, la cerraban al punto. Escuchaban música, pero, cuando se quedaban más rato era cuando daban una pieza teatral. Entonces la ponían bajo, para que no despertase a la niña con los gritos y los sollozos del final, pues siempre se acababan entre lágrimas y gritos, y la escuchaban hasta la última frase, y aún esperaban a que la voz del locutor confirmase la terminación, y se despidiera de ellos cariñosamente, como si los conociera y estuviera viéndolos. Mari Juana dejaba la labor y se sentaba más cerca de él, junto al receptor. En estas noches gozaban en silencio siguiendo las perspectivas del drama transmitido por el altavoz, especialmente si se trataba —y esto era lo corriente— de algo sentimental, un poco simple, a la vez triste y alegre. Entonces sus corazones latían tan al unisonó que, en los momentos culminantes, cuando la emoción era más viva, si levantaban los ojos para mirarse, se encontraban que los dos estaban llorando.
Mari Juana trabajaba en estos días como siempre, y aún más; no se daba punto de reposo. Ya tenía que bajar a la tienda, ya que ir a la Boquería; ya arreglaba las camas, fregaba o barría, y cambiaba las ropas a la niña, o lavaba. No paraba un momento. No obstante, ya no pensaba en el pasado. ¡Había quedado tan lejos aquel sueño! Mari Juana no necesitaba resignarse. Parecía como si algo de la bondad de él, con el roce constante, se hubiera añadido a su ingénita bondad, para hacerla aún más capaz de sacrificios. Mari Juana ya no pensaba con nostalgia en los bosques de Vallvidrera, en las noches del viejo Turó desaparecido como sus sueños; no pensaba ya en el Tibidabo, por cuyas sendas había retozado de jovencita. Mari Juana ya no suspiraba en medio de su trabajo, como en los primeros tiempos de casados, ni necesitaba decirse para consolarse: «¡Es tan bueno!» La bondad de él y el cariño de ella —también la propia bondad— se habían fundido en una perfecta armonía de ternuras y comprensiones. Ahora Mari Juana sentía muy bien que, de encontrarse con él ante el altar, como en aquel día, con sus ademanes torpes, con su traje algo ancho y sus pantalones caídos, y el sacerdote, de pie ante los dos, le repitiera ahora la pregunta, ella en seguida, con voz conmovida, pero firme, segura y sin vacilación, le contestaría: «Sí, padre». Y le miraría feliz, sonriente, y no con la tristeza inexplicable, con el íntimo temblor con que lo hizo el día de su boda.
Si quería conmoverse aún más, sentirse todavía más segura, tener la prueba más infalible de su cariño, a Mari Juana le bastaría recordarlo durante los días en que ella estuvo enferma. No hacía falta, es cierto, llegar a aquel recuerdo; en cualquier detalle, en el hecho más insignificante, podía hallar una prueba del afecto que él le profesaba, de su profunda devoción por ella, como de aquel que no tiene a nadie más en el mundo. Sin embargo, aquellos días de su enfermedad no se le apartarían nunca de la memoria; era como un estímulo para los días de desfallecimiento. Entonces le bastaba recordarlos para sentirse al instante recobrada, dispuesta para acudir a su lado y caminar de nuevo junto a él. Porque, ¿qué había en la vida que pudiera compensarla de tales pruebas, de esa continua compañía de todas las horas, las buenas y las amargas? ¡Con qué solicitud la cuidó entonces! ¡Cómo veló por ella, por las noches, junto a su cabecera! El silencio se hacía poco a poco en las calles; los hombres, bajo las luces de la ciudad, bajo la noche, se dirigían presurosos a sus diversiones, a sus vicios o a sus perversiones; a calmar unos su tedio; otros a satisfacer sus bajos instintos. Entretanto, él se inclinaba sobre su mujer, angustiado, atento a sus menores deseos.
Noche tras noche había permanecido allí, sin apartarse de ella un momento, pendiente de sus movimientos; como si de ellos dependiese su propia vida. A veces, agotado por la fatiga, se quedaba dormido en la silla, junto a la cabecera, con la cabeza apoyada en el lecho. Entonces, ella, cuando la enfermedad había ya cedido, le acomodaba bien la cabeza y le apartaba los cabellos, como si fuese un niño. ¡Cómo la ayudaba a acostarse o acomodarse bien en la cama y a levantarse; con qué cuidado, para no hacerle daño! ¡Con qué angustia se inclinaba sobre ella en las primeras noches terribles de su enfermedad, cuando el sopor la amodorraba y la fiebre la arrebataba en oleadas! Después, liberada de aquella densa tiniebla, de aquella noche aterradora, ella le sonreía, le cogía la mano entre las suyas y se la retenía largo rato. «¿Te sientes mejor, Mari Juana?» «¿Cómo te encuentras?» Y a la vez, en sus ojos parecía asomar una angustiosa súplica: «¡Guárdamela, Señor; no me dejes solo! ¿Qué sería de mí sin ella? ¡Señor, guárdamela! ¡Que no me quede solo en este mundo!»
Era verdad que, a veces, con su torpeza le ocasionó más de un sobresalto. Una vez, calentando la leche, hirvió ésta, y mientras, atolondrado, buscaba el trapo para sacarla del fuego, se le vertió casi por completo. Otra vez púsole sal en vez de azúcar. Todavía la hacía reír el recordar la cara desolada con que, llevando el bote vacío en la mano, se presentó ante ella aquella vez, o al ver la mueca de ella al probar la leche y darse cuenta de su torpeza.
Luego vino la hija; el parto fue largo, doloroso; Mari Juana pasó por momentos de verdadero peligro, y también entonces le tuvo en toda ocasión junto a ella; y todavía después, en las muchas veces en que tuvieron enferma a la niña, pues su salud no fue nunca robusta, él permaneció siempre a su lado, relevándola para velarla, y rogándole que fuera a acostarse apenas la notaba fatigada. ¿Adónde podría volver el pensamiento, a qué momento de dolor, a qué trance, a qué tristeza, que no le encontrase allí a su lado, con su rostro angustiado, inclinado sobre ella? «¿Te encuentras bien, Mari Juana?» «¿Cómo te encuentras?» Y siempre con aquella súplica ardiente, silenciosa en los ojos, que ella parecía sentir en su interior: «¡Señor, guárdamela! ¡No me la quites, Señor! ¡No me dejes solo, sin ella!» Y luego, ¿en qué alegría, en las pocas que la vida le deparó, en qué alegría no le tuvo también a su lado, feliz de verla contenta? No, a Mari Juana no le pasaba ya nada. Así llegarían a la vejez, unidos los dos, como en el primer día ante el altar de la iglesia de la Concepción, iluminado con cirios, aquel día en que el rostro de él resplandecía de una felicidad tan pura, y en que ella, a la pregunta del sacerdote, no supo decir: «Sí, padre», con toda la firmeza, con toda la seguridad y la emoción con que lo diría ahora. Sin vacilar. Y ahora, unidos, además, en la pequeña Lisa, más unidos aún, hasta la muerte, y tal vez más allá…
—¿Quieres que nos acostemos, Mari Juana?
—Sí, sí, vamos a acostarnos. Es ya muy tarde. Fuera no se oye ni un rumor.
—Si quieres que estemos un rato más… Podríamos poner la radio… ¿Qué te parece?
—No, no. Me está entrando sueño. Te lo iba a decir.
Sin palabras, se dirigían al cuartito de la niña; abrían la puerta con precaución, y al reflejo de la luz que penetraba por la puerta la contemplaban un momento. Ella susurraba: «Parece un ángel…»
Él ya no podía hablar. Se retiraba en silencio. Luego, ya solo, al lado de ella dormida (Mari Juana se dormía en seguida), en el ancho lecho matrimonial, con el gran crucifijo sobre la cabecera, Juan Bausá pensaba en su mujer, pensaba en su hija, y en medio de aquella Barcelona agitada, indiferente, fría y hostil como un desierto, acordándose de la oficina, sentía como si en la sombra una mano le apretara la garganta.