PASARON LOS AÑOS. Los árboles se cubrieron de verde una y otra vez con sus nuevas hojas, adornaron de gracia y de frescor las anchas plazas y las avenidas; una y otra vez las hojas volvieron a amarillear; se volvieron de un hermoso color de cobre, de herrumbre brillante en los castaños, y se desprendieron entre las ráfagas de otoño, entre las lluvias y los vientos; luego volvieron a brotar con el buen tiempo, para dar sombra y belleza, y volvieron a amarillear y a caer. Otras tantas veces, en los parterres de las plazas y de los parques, junto a los monumentos de mármol, se encendieron la roja salvia, que florece en otoño, la caléndula, con su hermoso naranja resplandeciente, o los lirios de color de sangre, y volvieron a desflorecer, mientras las estatuas mostraban su blanca desnudez al tibio sol del invierno, o a la bruma de los húmedos anocheceres.
Los años se señalaron también, aparte de eso, con grandes mudanzas. Estalló la guerra, terrible, con tremenda furia homicida, en la tierra, en el cielo y en el mar, y Europa entera resonó de combates y de violencias. Los hombres sucumbieron a millares; las ciudades fueron destruidas, los campos arrasados, y, como en todas las guerras, gimieron millares de inocentes. Luego se hizo la paz. Era la tregua consabida del clásico: «Luego vino una tregua, pero duró poco». Toda la Historia es una repetición de esta frase del viejo Herodoto. España se mantuvo al margen de la contienda, pero ésta tuvo en ella hondas repercusiones; hubo más huelgas, más atentados, más agitación y más violencia, como un reflejo de la violencia y del odio que, no lejos de allí, ensombrecía los campos de Europa, antes bañados por un sol de paz, como quizá no brillará ya nunca.
A pesar de todo, en Barcelona, la vida continuaba igual, al menos aparentemente. La gente hablaba, como siempre, de fútbol y discutía los resultados en las noches del domingo, en nutridos grupos frente a Canaletas, entre el estrépito de los autos y los tranvías; asistía, como siempre, a los toros; llenaba cines y teatros; acudía a los dancings y a las diversiones de moda. No obstante, también en este aspecto se produjeron algunos cambios. El vals y la mazurca, que estaban en auge, declinaron, y triunfaron el fox y el charlestón; languideció éste a su vez, poco a poco, y acabó por desaparecer; luego vino el tango, que perduró. El vicio de fumar las mujeres traspasó el recinto de los prostíbulos y penetró en las casas particulares, y no sólo el de fumar. Las mujeres se cortaron el pelo y volvieron a dejárselo crecer (más adelante, no contentas con esto, se añadieron postizos). Las Lolas empezaron a llamarse Lolys y las Montserrats, Monses. Se puso de moda la falda corta algunas veces, y la falda larga otras; se llevó ya holgada, ya estrecha. Las señoras llevaron el sombrero hacia la derecha, hacia la izquierda; de través, redondo o en punta, unas veces a lo Nelson y otras a lo Napoleón. En el orden social y en el político se produjeron también algunos cambios: estallaron importantes huelgas, violentas manifestaciones de obreros, disgustados porque los patronos iban en coche y ellos tenían que ir a pie, porque aquéllos comían en lujosos restaurantes y ellos apenas podían comer, cosa que todavía no se ha resuelto. Se produjeron incidentes; hubo carreras y sustos frente a la Universidad y sonaron tiros. Estallaron, más adelante, graves desórdenes en diferentes puntos de España: la guerra de Marruecos se reprodujo con inusitada violencia; hubo protestas y se anunciaron grandes cambios, pero no sucedió nada. Los desórdenes y el malestar, en lo político y en lo social, continuaron latentes; no se anunció nada, y vino la Dictadura; fue un paréntesis abierto en la agitación; la Dictadura conoció un momento de prosperidad; declinó después rápidamente y acabó también por desaparecer. Con la Dictadura de Primo de Rivera se cerraba una nueva etapa de la Historia de España. Nuevos desórdenes y violencias conmovieron de un extremo al otro todo el país. España, ya desde hacía tiempo, se debatía como en dolores de parto.
En los atardeceres sombríos de la ciudad, nutridas manifestaciones de obreros, con pancartas y banderas, desfilaron por las calles céntricas entonando himnos revolucionarios. Eran los primeros truenos de la tempestad, todavía lejana, que, con violencia desenfrenada había de desencadenarse al fin en guerra inacabable y fratricida.
La plaza del Pino, frente a la iglesia de este nombre, en el corazón de la vieja Barcelona de iglesias y conventos, con sus campanarios, de casas vetustas, conservaba con poca variación la misma fisonomía, y el año 1920 podía confundirse allí con el 30, o con el 12, y hasta con el 40, después de haber estallado la contienda que acabó, al fin, por estallar.
Corría el 1931. Habían muerto algunos seres por un lado; otros, en número aproximadamente equivalente, habían venido al mundo por el otro, y la campana del Pino tañía para los nacimientos y para los entierros. Desde tiempo inmemorial venía sucediendo así; y así se restablecía el equilibrio. Las calles, de este modo, presentaban, poco más o menos, la misma fisonomía; la animación sufría escasas variaciones. Los días parecían también ser idénticos, sin cambios ni mudanzas sensibles; con algunas hojas verdes en los árboles, con algunas hojas secas, o con las ramas desnudas; con golondrinas en el cielo o sin golondrinas; con el puesto de castañas en la esquina en invierno, y el ciego del violín en verano. El movimiento parecía siempre el mismo. La vida pasaba, ola tras ola, pero las olas eran todas iguales, de una aplastante monotonía. Las mismas mujeres iban y venían desde las tiendas a sus casas, o iban a la Boquería, y volvían de ella con el cesto de las provisiones; los mismos chiquillos pálidos y enclenques jugaban en la plaza, frente a la vieja iglesia del Pino. Sólo la canción del ciego de la esquina iba cambiando, pero nadie se daba cuenta: siempre parecía la misma: como el pino raquítico y enfermo de la plaza, como la vieja fachada de la iglesia, con su enorme rosetón semejante a un ojo vigilante, como el alto campanario y las torrecillas, como las mujeres que iban y venían, como el trapero que, tarde tras otra tarde, con su voz ronca y quebrada, voz de campana rota, lanzaba su pregón.
También en el hogar de Juan Bausá las cosas se habían desenvuelto hasta entonces con el mismo ritmo; se había producido, sin embargo, una novedad: el nacimiento de Lisa. Lisa había venido para alegrar con su presencia y su bondad el pacífico hogar. Era menuda, esbelta, delgada; llena de gracia y simpatía, cariñosa y sencilla. «Será como su madre», se había dicho Juan Bausá, conmovido. Mari Juana continuaba ocupada en su cocina; en su coser, en su lavar y en su barrer; en cuidar también de que él pudiera llevar su pantalón planchado, su americana no del todo sucia y arrugada, ya que del todo limpia y sin arrugas era imposible, y que pudiera presentarse decentemente en la oficina. También en Mari Juana se advertían cambios; había perdido a sus padres; estaba un poco más vieja, más enflaquecida; la llamaban ahora simplemente Juana; tenía una expresión más dulce y resignada y se había olvidado completamente de sus antiguos sueños. A pesar de esto, Mari Juana no parecía sentirse defraudada. Reía, es verdad, mucho menos que antes; Mari Juana apenas reía; pero nadie hubiera dicho que le pesara su destino.
Luego estaba él, Juan Bausá. Continuaba atravesando, mañana y tarde, el mismo trozo de plaza, pasando por las mismas calles, camino de la oficina; continuaba con su expediente único, con su rostro algo más arrugado, del color ya del papel amarillento de los expedientes y del polvo prendido entre sus hojas, un poco más pesado, un poco más grueso —se sentía casi avergonzado de su gordura, como si en ello hubiera una ofensa para su mujer, cada vez más delgada—, un poco más lento en el caminar, con los primeros cabellos grises asomando sobre sus sienes, con su eterno aire de aturdido, con su cerebro cada vez más pequeño, y su corazón cada día más grande.
Solamente los domingos Juan Bausá rompía la monotonía de esta existencia; dejaba que en ella penetrase un soplo, aunque fuera pequeño, del aire de fuera.
Los domingos por la mañana, en invierno, si lucía un buen sol, Juan Bausá se llegaba con su pequeña hasta la plaza de Cataluña, para que jugara con los otros niños y con las palomas. Él entonces se acomodaba en un sillón y contemplaba a su hija sin perdería de vista, gozando intensamente viéndola gozar a ella; a veces, mirándola así, quedaba tan embebecido, que sonreía solo, sin él darse cuenta.
En algunas fiestas solemnes, en Corpus, por ejemplo, salía también con la niña: la acompañaba a la Catedral, para ver ou com baila; puestos tras la verja miraban los dos admirados, el blanco huevo danzando sobre la frágil columna de cristal, subiendo y bajando, girando vertiginosamente entre una lluvia de salpicaduras, mientras los grandes gansos bogaban abajo, en el agua, perezosamente.
Con su niña salía también el Domingo de Ramos. En esta jubilosa fiesta, Juan Bausá se ponía su traje nuevo e iba a acompañar a su hija —a veces iba también con ellos Mari Juana— a bendecir la palma, en aquella ceremonia emocionante que le trasladaba a los días de su niñez cuando iba también él con su madre a bendecir su palma.
Cuando salía, Juan Bausá lo hacía siempre con su hija. Mari Juana, salvo en algunas ocasiones, quedaba en el piso, terminando el trabajo, preparando la comida; pero al regreso salía a recibirles al pie de la escalera, mientras Lisa, desde abajo, le iba ya explicando con voz atropellada todas las maravillas que había visto en la fiesta.
También a veces, Juan Bausá, en algún domingo por la tarde, había llevado al Circo a su hija, aunque no se sabe por quién lo hacía más, si por él o por la niña. El Circo era una de sus debilidades, uno de los pocos gustos que se permitía, y hasta alguna vez había conseguido que Mari Juana les acompañara. Había que verle entonces al buen Juan Bausá reír como un loco con las gracias de los payasos, teniendo junto a él a su Mari Juana y a su Lisa. Entonces él gozaba más que su hija.
Excepto en estas ocasiones, Juan Bausá apenas salía para nada del recinto de sus calles queridas. Él era de este rincón, y en ningún lugar se encontraba como aquí. Juan Bausá amaba la plaza, amaba las calles, los muros, las piedras grises y gastadas. Allí había transcurrido su niñez y su juventud, y todo aquel rincón estaba sembrado para él de gratos recuerdos. Los espacios de trazado irregular, la plaza del escultor Amadeu —una gloria local, tan humilde y tan simple, que hubo necesidad de ponerle en la placa la profesión para que todos supieran en qué actividad había alcanzado su fama—, la del Beato Oriol, frente de su casa, la del Pino, ante la fachada de la iglesia, el pino raquítico, o un vástago suyo, que le dio nombre, la silueta imponente de la vetusta iglesia; todo ello le era tan familiar como la silueta de Montjuich, o la imagen de las Ramblas en día de fiesta, como el rostro de sus familiares o el piso donde vivía. El fragor de la moderna Rambla, desbordante de animación y de tránsito; el estrépito de los tranvías; los cláxons y bocinas de los coches, la incesante y sostenida trepidación del tránsito llegaban, cuando llegaban, muy apagados, como el eco de una lejana marea que el oído acostumbrado apenas lograba percibir. Si llegaba era para subrayar aún más la paz y la suavidad que reinaba en el recinto.
Para Juan Bausá no había lugar en Barcelona cuyos encantos pudieran compararse con los de este apacible rincón. Todo en él se armonizaba con su alma, enemiga de cambios y violencias, enamorada del orden y la paz; todo, en él, se le presentaba con una fisonomía familiar y querida. ¡Había pasado tantas veces por estas calles, acompañado de su padre! Había jugado muy poco con los niños, pues éstos se burlaban de él, y por su torpeza no le querían admitir en sus juegos, pero con su padre había pasado millares de veces para ir, en las grandes solemnidades, a oír misa en la Catedral, o simplemente a pasear. Hacia la Rambla no había ido tanto; las Ramblas no le atraían. Sólo algún domingo, cuando iban a comprar el tortell al horno de San Jaime, daban la vuelta por allá. Él iba con su trajecito azul y su gorra marinera, cogido a la americana de su padre, o de su mano, con un miedo inmenso de perderse, y con prisas ya por volver a sus calles.
La vieja iglesia del Pino parecía guardar para él algo de familiar y acogedor. La iglesia del Pino había presidido los momentos más solemnes de su existencia. En ella había recibido las aguas bautismales; en ella había hecho su primera comunión, en un día de emoción incomparable; en el recinto de su nave central, con su elevada y negra bóveda, intimidado y fervoroso, se había arrodillado muchas veces a rezar junto a su madre. También allí había hecho sonar su blanca palma contra el pavimento, entre millares de niños, todos con sus palmas, en el Domingo luminoso de Ramos, mientras el sacerdote, vuelto de cara a ellos, ante el bosque de palmas agitado como por un viento, les daba su bendición; y los cantos de «¡Hosanna!» se elevaban hacia las altas bóvedas del templo, acompañados por los sones del órgano en un desbordamiento triunfal.
Juan Bausá amaba aquella iglesia; amaba la austera severidad de su fachada con su artístico y sencillo rosetón; amaba su mole gigantesca, levantada contra el cielo, solitaria, con sus torres ochavadas en los ángulos, con sus toscos contrafuertes, en el extremo de los cuales, allá en lo alto, asomaban las gárgolas, en figuras de monstruos que parecían divertirse desde allí arriba en hacerles muecas a los transeúntes, y por cuyas bocas abiertas se vertía el agua de las lluvias. Pero lo que más amaba era el son de sus campanas que, día tras día, ya tañendo a fiesta, ya a lutos, había escuchado desde niño y que aún ahora hacían vibrar su corazón. Aquel rincón de Barcelona, con sus calles estrechas y tranquilas, parecía tener algo de su alma, y también el alma se le había impregnado de su silencio y de su sabor, y acaso, a veces, de su melancolía. Su alma estaba también, como él, sumergida en una suave atmósfera silenciosa, discreta, sin excesiva luz, sin ruido. En ella, como en la plaza, no descendía apenas el sol; no cantaba un pájaro; no pasaba ningún viento fuerte, sino el que movía apenas las ramas del pequeño pino plantado frente a la fachada. También en ella, si había cielo, era el cielo entrevisto sobre el estrecho espacio de la plaza, o del final de la calle de los Ciegos, donde siempre había vivido; en pedazos irregulares y siempre con la silueta enorme de la iglesia. La excesiva luz le molestaba; el ruido le daba vértigo; la agitación y el alboroto de las calles céntricas le empavorecía. Sólo aquí, en este silencio, en esta suave penumbra, sentíase en su centro. Él necesitaba sosiego, paz, reposo de hogar y de compañía, sombra de Catedral sobre la calle y una poca dentro del alma; y también, en ella, un eco remoto de viejas campanas familiares.
Por las noches, Juan Bausá continuaba recogiéndose entre sus revistas y sus recuerdos en su refugio, donde en invierno encendían el fuego en la chimenea. Una vez terminados los quehaceres, Mari Juana salía a sentarse con él a hacerle compañía. El encanto de estas veladas se había aumentado últimamente con la radio, regalo que, antes de morir, les había hecho el padre de ella. La encendían, y muchas noches se quedaban los dos escuchándola hasta muy tarde, mientras la pequeña Lisa dormía en su cuarto.
Puede decirse que en estos años Juan Bausá había sido feliz; pero últimamente una preocupación se había ido introduciendo en su existencia; una preocupación que procedía de su mujer; el aspecto que iba tomando la vida, cada día más dura, más difícil; y, sobre todo, de la oficina, donde las mudanzas del tiempo lo habían trastornado todo.
Ahora, Juan Bausá pensaba en su mujer. Mari Juana se le había convertido, poco a poco, en un motivo de preocupación. Los precios, en efecto, no hacían sino subir; el sueldo de él apenas bastaba para las necesidades más esenciales, sin contar que, con la niña, las necesidades crecían. Mari Juana tenía que hacer milagros. No se quejaba, pero de día en día había tenido que ir suprimiendo pequeños gustos, y hasta algunas cosas consideradas como necesarias. Esto él lo había ido entreviendo poco a poco, a veces por una observación de la niña, a veces por una queja irreprimible que se le escapaba a Mari Juana. Además, Juan Bausá sufría ahora por ella. La veía cansada, atareada en todo momento, tal vez preocupada. Él no le había dicho nada, pero ya desde hacía tiempo su mayor ilusión venía siendo proporcionarle algún bienestar, que pudiera concederse un poco de aquel descanso que tanto necesitaba. Primero, Juan Bausá puso sus esperanzas en el ascenso; su antigüedad podía justificar esa confianza; pero acabó por comprender que el ascenso, a pesar de todo, no llegaría. Empezó a darse cuenta de su situación de inferioridad en la oficina, y se sintió aún más preocupado por su esposa y su hija.
Últimamente, Juan Bausá, incapaz de ocuparse en cualquier otra actividad que no fuera la de su empleo, ni de saberla encontrar, pensando en ellas, se dedicó durante algún tiempo a jugar a la Lotería. Lo hacía a escondidas de los suyos, y siempre a base de pequeñas trampas sobre los descuentos del sueldo, o bien sobre algún sobresueldo de trabajos extraordinarios, cuando por rara casualidad le tocaba alguno. Entonces, se pasaba una semana entera soñando. Calculaba sobre el billete lo que les correspondería, de salir premiado. No diría nada; cobraría su importe y se dirigiría a la tienda. Se veía ya escogiendo. Compraría jamón, queso; compraría embutidos, algunos dulces para postres y una botella de vino; todo lo que hacía tiempo que no había entrado en la casa. Tal vez compraría incluso una botella de champaña. Luego, un regalo para la niña, o dos o tres, para compensarla de las veces en que había querido obsequiarla, ya por su santo, ya por su cumpleaños, sin que hubiera podido hacerlo ni con el más insignificante regalo. Imaginaba su llegada a casa cargado, casi oculto bajo los regalos, sudoroso, y la sorpresa de ellas al verle llegar. «Pero, ¿qué te pasa? ¿Te has vuelto loco?» Él sonreiría. Sólo sonreiría. «Calma, calma, que todo llegará.» E iría depositando cosa tras cosa ante los ojos atónitos de ella y de su hija. «Pero pará…» «Pero Juan…» «Calma —seguiría diciendo, con un ademán, sin dejar de sonreír—, calma. Aún hay más.» Y luego, con mayor sosiego todavía, con gesto amplio y solemne, ante el asombro creciente de las dos, sacaría su cartera repleta; iría extrayendo fajo tras fajo de billetes, y ordenándolos sobre la mesa… «Mil… dos mil… veinte mil… Todo es nuestro, Mari Juana; Lisa, todo nuestro. Mañana mismo buscarás una mujer, Mari Juana, para que te ayude en la casa. No quiero que te fatigues.» ¡Ah, si Dios hubiese querido concederle aquella alegría! ¡Con qué temblor desplegaba, el día del sorteo, el periódico, buscando los premios! A veces, era tanta su ansiedad, que llegaba incluso a ver el número de su billete en uno de los primeros premios. Pero, nada. Después seguía buscando, cada vez con menos esperanza. Quizás un premio pequeño. Le compraría unos zapatos a la niña, que los necesitaba. Nada. Luego andaba aturdido, sin tino, casi a punto de llorar, angustiado por las pesetas gastadas, que hacían falta en la casa, y por haber engañado a su mujer.