Capítulo II

EN VERDAD el porvenir no se ofrecía nada brillante para Mari Juana. Lo único seguro, si era seguro, lo tenía Juan Bausá en su colocación, aquella colocación donde le había embarcado su padre antes de morir, como asegurándole en ella contra los embates de la vida. Juan Bausá estaba empleado en una institución oficial; como decían ellos, un buen empleo. El padre de Juan, como gaje de sus entusiasmos políticos, había disfrutado de un cargo importante en el Ayuntamiento de la ciudad, cargo que fue absorbiendo sus actividades según disminuyó en él su entusiasmo por la política. Mientras vivió el padre, en la casa se disfrutó de una posición desahogada y hasta brillante. Juan Bausá, de niño, había tenido incluso niñera, y en los veranos iba con sus padres a veranear en pueblos de la costa o de la montaña. Aparte de esto, en un pueblo cercano había adquirido una propiedad que, en manos de un encargado, y bajo la continua vigilancia del padre, rentaba también lo suyo. No obstante, lo gastaron todo, pues al padre de Juan le gustaba vivir cómodamente y hasta con cierto lujo.

Ya de mayor quisieron darle carrera; después de los años de colegio, pasados con escaso provecho, ingresó en el Instituto. Pero fue inútil. Juan Bausá tuvo que sufrir mucho: burlas de los compañeros, bromas de los profesores, insultos, cuchufletas. Él puso cuanto estuvo de su parte; sudó y se afanó, pero nunca logró pasar de algunas nociones rudimentarias sobre las materias más sencillas. Le sacaron del Instituto; le mandaron a una Academia particular para que le enseñaran algo de contabilidad; le perfeccionaron un poco en gramática y empezaron a meditar la solución que podían darle a su destino. Sus conocimientos, a pesar de la buena voluntad que puso en los estudios, no le bastaban para desempeñar ningún papel brillante en la vida, pero había una solución, y para ella, con lo que sabía, todavía le sobraba; otros con menos aptitudes que él, aunque con más influencia, la habían hallado también y aún prosperaban. La solución era un empleo oficial, ya en el Ayuntamiento, donde estaba su padre, ya en alguna otra de las instituciones municipales o del Estado. Su padre empezó a hacer visitas, a remover amistades; Juan Bausá obtuvo su brillante empleo, y un buen día se encontró sentado ante aquella mesa oscura, en aquella silla de brazos, sobre la cual había de sentarse día tras día, mañana y tarde, años y años, y había de envejecer entre el polvo de los expedientes.

En aquella institución, Juan Bausá acabó de perder la poca inteligencia que tenía. A fuerza de leer expedientes y de aprenderse de memoria las fórmulas administrativas, se le fue cerrando el cerebro todavía más y haciéndosele cada vez más estrecho, más obtuso. De este modo llegó que al pobre Juan no le cabía en la cabeza más que un expediente: el que tenía entre las manos. Si le preguntaban algo fuera de esto, si le mandaban algún otro trabajo, era hombre al agua: tartamudeaba, se ponía blanco, sudaba y miraba angustiosamente. Fuera de esto era un funcionario eficaz y seguro, pero siempre a condición de que no le sacaran de su rutina.

Con Juan Bausá, fuera de las obligaciones de la oficina, sucedía un extraño fenómeno, y era que, a medida que el cerebro se le empequeñecía, parecía agrandársele el corazón. En este sentido había de llegar a un extremo en que la menor desgracia, la vista de una desventura cualquiera, le enternecía hasta saltarle las lágrimas. Poco a poco se vería arrastrado más y más por aquella corriente de sentimiento, más blando, más inclinado en su piedad hacia las desgracias que veía, y más apenado por no poderlas aliviar. En sus últimos días, ya hacia el final de nuestra historia, y cuando la desgracia se hubiese abatido sobre él, se le vería detenerse y hablar con los niños pobres que hallaba a su paso, interrogándoles sobre su vida; conversar con la mujer que, en invierno, tenía su puesto de castañas en la esquina, con la que llegó incluso a trabar amistad; con el ciego que tocaba junto a la iglesia el acordeón, o con la niña que vendía cerillas. Si le contaban cualquier desgracia (y ¿quién, en nuestros días miserables, no tiene alguna que contar?), al bueno de Juan Bausá se le humedecían los ojos en seguida y hubiera hecho cualquiera cosa para ayudar, si hubiera estado en sus manos hacerlo. No podía, y se limitaba, cuando las tenía, a dejarles unas monedas que acaso después harían falta a Mari Juana. De este modo, Juan Bausá fue perdiendo el poco seso que tenía y fue quedándose sólo con aquel corazón suyo tan grande —el corazón sí lo tenía grande—, donde cabía tanta piedad y tanto amor, y con sus ojos asustados en los cuales se reflejaban la bondad y el miedo de su alma.

Mientras vivió su padre y ocupó éste su importante cargo en el Ayuntamiento, a Juan Bausá lo respetaron en la oficina, o cuando menos, se fingió respetarle, y hasta tuvo sus aduladores. En aquella casa, Juan Bausá no tardó en lograr su primer ascenso, que le llenó de ingenua satisfacción, pensando, tal vez, que se debía a méritos suyos personales. Dijeron que lo conseguía por antigüedad, pero la verdad era que lo conseguía por su padre. Éste se sentía ya viejo; padecía los primeros achaques. Llevaba muchos años en la plantilla; conocía a la perfección el secreto mecanismo que rige en tales lugares la concesión de los ascensos y las prebendas. Jorge Bausá sabía, por lo tanto, muy bien que, muerto él, no habría quien se preocupase de la situación de su hijo, ya que éste no sabía hacerlo por sí mismo; no sabía ni intrigar, ni adular, medios, los más seguros, si no los únicos para abrirse camino en tales ambientes. Jorge Bausá preveía claramente lo que, faltando él, habría de ocurrir le a su hijo, y aunque no lo previo todo, procuró, por lo menos, asegurarle lo principal. Tampoco en la finca fiaba mucho, pues dudaba de que su hijo tuviese la habilidad necesaria para sortear las asechanzas, los engaños y las fullerías que estaba seguro le prepararían los encargados.

En cierto momento, pensó buscar un abogado y encargarle de aquel asunto; pero pasó revista mentalmente a los que conocía y desistió de hacerlo. Que se la quitara un abogado o se la quitara el administrador, daba lo mismo. Pensó también que un simple campesino no suele conocer tantas martingalas. En efecto, poco después de muerto él, el administrador se había hecho con la finca. Tal vez no supiese tantas martingalas como el abogado, pero, para el asunto de Juan Bausá, sabía las suficientes.

Previendo esto, su padre le consiguió, al menos, aquel ascenso. Jorge Bausá juzgaba que con ello le aseguraba la existencia contra todas las contingencias posibles; además, si la suerte lo decidía, cosa de que dudaba mucho, su hijo podía incluso casarse y llevar adelante una familia. Entró en lo principal, pues Juan Bausá, contra todas las previsiones, contrajo matrimonio; en cuanto a su colocación, no se equivocó, como tampoco respecto a la finca. A la muerte de él, a su hijo empezaron a perderle el respeto; poco a poco se vio arrinconado hasta ocupar una pobre mesa en un insignificante empleo, donde acabó dé embrutecerse, y se le esfumó toda esperanza de mejoramiento; en cuanto a la finca, sucedió lo que había de suceder. Apenas muerto su padre, el administrador se quitó la máscara de honradez con que se había manifestado ante el viejo, por convenirle entonces esa actitud, y empezó a arreglárselas para que la hacienda pasara a su propiedad. Las cosechas empezaron a ir mal; al llegar la siembra faltaba ya el dinero necesario para poner en marcha las tierras. El encargado se avino a adelantar él el dinero. Juan Bausá se lo agradeció y le firmó el primer recibo. Era la escalera por la cual, peldaño a peldaño, había de llegar al final. Cierto día, el encargado se le presentó bastante preocupado y le explicó que no había más remedio que proceder a la venta de la finca, pues las deudas alcanzaban casi la totalidad de su valor y era imposible continuar en tales condiciones. Juan Bausá procuró tranquilizarlo; le dijo que por ello no se afligiera; le dolía, porque había heredado de su padre aquella tierra, pero si no había otro remedio, estaba dispuesto a que se vendiese. Él no era persona de grandes necesidades; por entonces no tenía la menor idea de que llegaría a casarse, y con lo que ganaba, le dijo, tenía suficiente para vivir. Se arregló el asunto; Juan Bausá, como le parecía que el encargado mostraba aún alguna aflicción, le invitó a cenar con él. Una hermana del encargado, para disimular el caso, se quedó con la finca. Era tal la magnitud del fraude que, por vergüenza o por temor, le abonaron incluso una pequeña cantidad, con lo cual quedó zanjado el asunto.

En la tertulia se supo que había cobrado algún dinero, y uno de aquellos días, Juan Bausá, a la salida de la oficina, se encontró con Roda, viejo conocido de la tertulia, pero que últimamente no asistía a ella. Hacía tiempo que no se veían, y a Juan Bausá le extrañó la afectuosidad con que le trató; le extrañó y le alegró a la vez, pues siempre había sentido afecto hacia todos los que acudían allí, aunque muchas veces no se viera correspondido. Roda le invitó al café; entraron en uno que había cerca, se sentaron, y después de haber charlado de cosas sin importancia, el amigo le habló de un negocio que tenía en perspectiva. Era, según él, de ganancia segura, y le ofrecía participación en él a cambio de que le ayudase con algún dinero. Sin ningún esfuerzo, sin preocupación alguna, duplicaría y hasta triplicaría en poco tiempo el capital. Era un negocio magnífico, que sólo le había comunicado a él por la mucha amistad que les unía. Juan Bausá se sintió halagado, conmovido casi de tantas muestras de simpatía. Le dijo, no obstante, que el negocio no le interesaba, que con su empleo le bastaba y que guardaba aquella reserva por si caía enfermo. Él, para vivir, no tenía necesidad de más. Ahora bien, si deseaba que le prestase una cantidad, él lo haría con gusto, y podría devolvérsela cuando pudiese. Roda opuso aún algunos remilgos, pero, naturalmente, acabó por aceptar. Juan Bausá le dio las pesetas, quedándose sólo con una pequeña parte, «por si caía enfermo». Y el otro, sin firmar nada —de habérselo propuesto, Bausá se habría ofendido—, sin otra garantía que su palabra, se metió el dinero en el bolsillo. El negocio, naturalmente, falló. Algún tiempo después, Roda fue de nuevo en su busca, para decirle, muy afligido, que le era imposible devolverle la cantidad, que el negocio había sido un desastre, pero que no dudaba poder rehacerse aún. Todo había sido por culpa de un ladrón en quien él confió. ¡Malhaya los que fiaban en tales gentes! Eran la deshonra de las familias, la perdición de los pueblos. Y, después de cuatro juramentos más y otras tantas pestes contra aquella plaga de granujas, proferidos con gran convicción, le aseguró que a él no volvería a sucederle. No, el caso no se repetiría. Sólo necesitaba una cosa: un poco más de dinero… Si Bausá podía prestarle las pesetas que le faltaban, él le aseguraba que en un par de meses recobraría todo lo perdido. Pero Bausá ya no podía ayudarle. Hacía sólo dos días que Jaime Aranda, otro amigo de la tertulia, había ido a verle a su casa; le dijo que se encontraba en un grave aprieto, que su mujer estaba enferma, y no tenía con qué pagar al médico ni alimentarla. Juan Bausá guardaba aquella pequeña reserva «por si caía enfermo», pero ante un caso como aquél, no había vacilado en entregarla.

Así, pues, le dijo a Roda que nada podía hacer. Lo sentía mucho. En cuanto a la deuda, que no se apurase; ya se la pagaría cuando pudiera. Se despidieron casi al momento. Juan Bausá le repitió aún que no se afligiera por la deuda y se separaron. Ya no los vio más. Desaparecido el queso, desaparecieron los ratones. Juan Bausá no tuvo ya que preocuparse por su dinero.

Cuando se casó con Mari Juana, a Juan Bausá ya no le quedaba más que su triste empleo, y aun en éste se hallaba, como se ha dicho, arrinconado, y proscrito para siempre de las ventajas del presupuesto, sin esperanza alguna de ascenso ni de mejoramiento. Insignificante, olvidado, se pasaba las horas sentado ante su mesa en un rincón, recomponiendo el último expediente, ordenando bien los documentos, lo que hacía con sumo cuidado, y cosiéndolo después pulcramente. En esto ponía toda su aplicación.

Los padres de Mari Juana estaban cada vez más tristes. El padre no hacía más que repetir que «su Mari Juana merecía algo mejor», pero ella se sentía de día en día más resignada. «¡Es tan bueno!», se repetía. ¡Y quién sabe! Tal vez estuviese allí, en aquel sacrificio, si lo era, la ocupación verdadera de su vida; tal vez en esto hallara incluso la felicidad, por más extraño que pareciera. Acaso Dios envía estas almas sencillas y candorosas de los Bausás, de esas eternas víctimas, para que otras almas creadas para la piedad, arrinconadas también ellas, puedan elevarse hasta la más noble dedicación que puede ofrecerles la existencia, y convertirse así, sin saberlo, en heroínas de la más oscura y generosa batalla.

Lo cierto es que Mari Juana había seguido el impulso de su corazón. Tal vez Dios le tuviera reservado su premio.