Capítulo I

LLAMÁBASE María Juana, pero en su casa, ya desde niña, la llamaron siempre Mari Juana, anticipándose a la moda que había de imponerse después. Una vez casada, su marido continuó llamándola así en el seno de la familia, y así lo haremos nosotros, pues ese nombre, Mari Juana, armonizaba perfectamente con sus sentimientos, ya que no con su destino. También a ella, aunque por bondad natural y por timidez nada dijese, le gustaba más. Pero, en verdad, su nombre no se acomodó a su destino. Tal vez fuera adecuado al que habían soñado para ellas sus padres, al que, de niña, le habían deseado cuantos la conocieron, viendo su figura graciosa, su carácter bondadoso y paciente, su alegría sana sin exceso y su discreción, pero no al que la vida le deparó. Al fin y al cabo, era esta realidad lo único que contaba; lo demás eran sueños, fantasías, que tenían muy poca relación con la vida, que servían sólo para hacerla más triste, si ya no lo era bastante de por sí, llenándola de nostalgias sin sentido, de deseos vanos.

Ella, Mari Juana, debía haberse llamado Rosa, o Mercedes, o Antonia, como aquellas mujeres de los barrios extremos de la ciudad, cargadas de hijos y de necesidades, que, con las muñecas bien vendadas, iban encorvándose sobre la mesa de planchar, ocupadas desde la mañana a la noche, y aun después de cenar, en que volvían a ponerse al trabajo hasta muy tarde; como aquellas que todas las mañanas, por los lugares céntricos de Barcelona, se arrastraban por el suelo de los cafés, de los bares, de los prostíbulos y cabarets y otros lugares de diversión o de vicio, y que hacían desaparecer las señales de la última juerga de la noche, para retirarse, después, silenciosamente, invisibles, dejándolos dispuestos para la nueva juerga. Pero la suerte y el gusto de sus padres habían querido que le pusieran María Juana, y así habría continuado llamándose, o en su cariñosa contracción de Mari Juana, de haberse casado con alguno de los amigos de sus padres, que frecuentaban la casa, o formaban con ellos tertulia en la Maison Dorée; con Andrés Arumí, por ejemplo, que la había pretendido y que tal vez la había querido también. Pero Andrés Arumí se había casado. Hoy era un rico propietario, con torre en San Gervasio, donde vivía con su mujer y sus tres hijos. A Andrés Arumí le habían atraído más las riquezas de una mujer fea, autoritaria y sin atractivos, que las bondades y la simpatía de Mari Juana, que había tenido la candidez de ilusionarse con sus palabras.

Mari Juana sintió durante mucho tiempo una nostalgia de aquellas relaciones —quizá le duraba todavía—, pero la vida había empujado, implacable; las cosas habían sucedido, no según sus deseos, sino como debían suceder, como en algún lugar del cielo debía de estar determinado. No había ya que pensar en ello. Mari Juana estaba también casada; tenía una hija ya crecidita —pues el empleo de él no daba para más; más bien para menos—, y las vecinas la llamaban simplemente Juana. Aparte de este rebajamiento, a tono de la época y las circunstancias, una vez igualada así con todas las Rosas, Antonias y Josefas de la vecindad, ya no le impusieron ningún tributo más que afectase a la dignidad de su persona. Al contrario: ahora Mari Juana, gracias a su bondad, a sus virtudes de sencillez y de paciencia, era querida por todas sus vecinas, a causa, sobre todo, de su paciencia, que era su virtud principal. Mucha tenía, en efecto, pero toda, y acaso más, la necesitaba para el destino que le había deparado Dios, y tanta, que a veces —sobre todo en los días que siguieron al nacimiento de la pequeña—, Mari Juana sintió que no podía más, que las fuerzas se le acababan, que todo en su alma gritaba «¡Basta!», y se habría dejado caer en cualquier rincón, incapaz de continuar. Pero lo veía a él a su lado; pensaba en la niña, se decía que la necesitaba, y un poder misterioso, brotado del amor que él le profesaba, del cariño entrañable de su niña, y de la bondad de él, parecían infundirle fuerzas renovadas. La vida la reclamaba de nuevo con su voz imperiosa, implacable, como un toque de clarín en medio de un blando sueño, y Mari Juana volvía al combate revestida con la coraza de su paciencia infinita y de su humildad no menos inagotable.

La vida parecía tener ya predestinada a Mari Juana, desde niña, para aquella misión: para sufrir, para cuidar de alguna criatura débil, fuera quien fuese, como una hermana de la caridad amorosa y solícita. Si es verdad, como se ha dicho, que en determinado momento pareció a punto de casarse con Andrés Arumí, es también cierto que no pasó de ser una ilusión. Fara Mari Juana constituyo aquello un engaño cruel de la vida, una decepción amarguísima. No obstante, vistas las cosas serenamente, no cabía duda de que el noviazgo, si pudo llamársele así, no podía llegar a buen fin.

Sin darse cuenta, Mari Juana se encontró después en el camino de Juan Bausá, y por más que lo pareciera, no hubo casualidad en este hecho. En él estaba su verdadero destino. La vida, el azar, lo que se quiera, facilitó el encuentro; la piedad hizo lo demás. Mari Juana ya no pudo separarse de él.

Así fue como el bueno de Juan Bausá pudo llevar de nuevo planchado su pantalón, pudo llevar su americana algo más limpia, y sin arrugas, aunque no del todo, porque del todo era imposible; así fue como el bueno de Juan Bausá se sintió de nuevo acompañado en la vida, salvado de la triste soledad en que había quedado después de la muerte de su madre; así fue como pudo dejar aquel aire suyo de atontado, de estar solo, terriblemente solo, con que antes se movía en el mundo. En ella, en Mari Juana, se sintió Juan Bausá salvado de su apocamiento, de la dolorosa orfandad en que se debatía; y tanta y tan viva fue su felicidad, que apenas osó creer en ella. Le parecía que estaba soñando.

Juan Bausá, al contrario que Andrés Arumí, no sabía apenas tratar a las mujeres; no era, como aquél, un hombre apuesto; no poseía ninguna de las habilidades que constituyen en un joven su primer atractivo y con las cuales saben cautivar a las mujeres. Juan Bausá no sabía ni danzar, ni sonreír a tiempo, ni orientarse con tino en el mar de la vida, como Arumí, o como su propio padre. Éste había sido tan hábil, había mostrado en este difícil arte tal maestría, que parecía que la vida hubiese agotado en él todas las posibilidades favorables, dejándole sólo a su hijo las contrarias. Por fortuna el padre, en este mar tenebroso, antes de morir había cuidado de embarcar a aquél en una nave segura, como si después de haberse abierto camino le sobrara aún virtud para buscárselo a su hijo. Si Dios quería, Juan Bausá, en aquella nave, habría de llegar al puerto.

Que un suceso inesperado pudiera alterar la línea trazada por su padre para su destino, él no lo había pensado nunca. La posibilidad era tan remota que nadie, y menos él, podía preverla, aunque era indudable que en aquella contingencia estaba su naufragio seguro.

El encuentro entre Mari Juana y él acaeció en un momento propicio para su ventura, o para su necesidad, que eran lo mismo. Mari Juana sentíase triste aquella noche, enternecida acaso por algún motivo de los muchos que pueden aún enternecer a una muchacha de corazón sensible; quizás estaba decepcionada por algún secreto desengaño, tal vez nostálgica de algún recuerdo.

Aquella noche, en la tertulia, y como por azar, se había hablado de él, de su buena fe, de su bondad. Se habló también de cómo le habían desposeído de unas tierras que tenía en un pueblo cercano, heredadas de su padre; de cómo una vez vendida la finca, le habían robado el dinero cobrado por la venta, dejándole sin un céntimo.

—Tal vez se lo devuelvan —dijo Mari Juana, interesada, apenada por él.

—Sí, sí, que les eche un galgo. Uno de ellos se alabó incluso de haberle engañado. No hace falta que diga quién es. Todos le conocéis.

Mari Juana se sintió indignada de que abusaran de él de aquel modo, y un comienzo de piedad por Bausá le brotó en el corazón.

—Él —repuso otro— no hace el menor caso. Es el hombre más simple y más desinteresado. Lo que menos le preocupa es el dinero. Apostaría que lo que más sintió fue perder con el dinero la amistad de ellos.

—Y no te equivocarías. Le conozco.

—¿Y vive solo? —preguntó Mari Juana, cada vez más interesada.

—Sí, solo. Una mujer le limpia el piso y le hace la cama. Él come en un bar. La muerte de su madre fue para él un golpe terrible. Desde entonces parece aún más atontado, más fuera del mundo…

Callaron, porque en aquel momento apareció Juan Bausá. Avanzaba hacia ellos con su paso torpe, los pantalones un poco caídos y con su aire distraído de siempre. Saludó a todos y se sentó en una silla. Mari Juana le miró, interesada, complacida y, a la vez, indignada de que hubiera seres capaces de aprovecharse de su buena fe para robarle y engañarle.

Era una noche de agosto, clara, del año 1912. En España y en el mundo reinaba la paz. Era una tregua, que, como diría Herodoto, duró poco; lo que nos demuestra que las treguas son hoy como las de su tiempo. Sin embargo, en aquellos momentos parecía que iba a durar eternamente. Las amargas decepciones de la guerra con los Estados Unidos habían terminado para España. Se firmó el Tratado de París: se había perdido Cuba, Puerto Rico y Filipinas; queriéndolo o no, los españoles habían tenido que adaptarse a la realidad, y el lance estaba casi olvidado. Olvidados estaban también los horrores de la Semana Trágica en Barcelona, y el atentado contra los reyes, en Madrid, en el día de su boda, que produjo tanta sensación. Canalejas gobernaba al país con mano dura, si podemos llamarle así, en nuestro tiempo, a aquella manera de gobernar. Entonces estaba muy cerca el día en que, también él, como tantos otros políticos españoles, había de caer herido de muerte en una calle de Madrid, bajo las balas de un terrorista, según la moda de aquel tiempo. También la paz de Europa era una paz precaria; sobre ella, hacia las tierras del centro, empezaban ya a acumularse los espesos nubarrones de la tremenda tempestad que había de convulsionarlo todo. En aquellos momentos de 1912 nadie era, sin embargo, capaz de preverla, y menos la violencia con que se desarrolló y lo terrible de sus consecuencias. La vida, sin sospecha de aquella amenaza, transcurría en una atmósfera de encantamiento.

Barcelona, España entera, vivía una de aquellas épocas que, vistas en perspectiva, quisiera uno detener, perpetuarlas, como los momentos de que habla Goethe. Las gentes, después de cenar, en estas noches de verano, abandonaban las casas y se desparramaban por terrazas o por lugares de esparcimiento. En el Turó-Park, por veinticinco céntimos, podían admirarse las primeras películas, proyectadas al aire libre; se daban conciertos; se danzaban sardanas entre los árboles, que brillaban con su verdor, bajo las luces eléctricas. Y para terminar, ya apagadas las luces, en plena noche, se encendían los fuegos de artificio. La Rabassada, en el seno de la montaña, ardía también de animación; en sus salones, en sus jardines, se daban cenas espléndidas y se danzaba después hasta altas horas de la madrugada. La banda Eslava daba sus famosos conciertos en la cumbre del Tibidabo, resplandeciente de luces. En el Bosque, la Fornarina se hacía aplaudir por su fina belleza, y por la gracia de sus cuplés, que eran cantados en toda Barcelona, junto con fragmentos de «Molinos de Viento», o de «La Generala», de Vives, que triunfaban en el Tívoli y en el Cómico, donde el tenor García Romero arrebataba a las damas con sus arias y con la gallardía de su figura, como cualquier galán de cine actual; también en estos años, en un pequeño teatro de barriada, en el Arnau, una jovencita delgada, de grandes ojos negros y de voz deliciosa, no muy guapa, pero llena de simpatía, empezaba a hacerse famosa con el nombre de Raquel Meller. Los más alegres, o de gustos más fuertes, podían ir a solazarse con Dora la Gitana y sus sesiones de garrotín, o con los cuplés atrevidos de la Chelito, que atraía también su parte de público hacia el Paralelo.

Los domingos había toros; el fútbol empezaba a tomar incremento. El Barcelona era campeón de España, y los aficionados se reunían ya a discutir frente a Canaletas, que al atardecer era un amplio hormiguero de grupos, un zumbar de colmena, sobre el ruido de los coches de punto y el estrépito de los tranvías. «¡Qué tiempos aquéllos!», decían años después en la tertulia. Es verdad que de vez en cuando se producían huelgas, atentados; se asesinaba a Canalejas, o a Dato, como antes a Cánovas o a Prim, se producía al primer momento una honda conmoción, como en la muerte de un torero, como en la del Espartero, que estremeció a toda España en una sacudida de emoción, y por cuya muerte cantaron los ciegos, con sus romances, en todos los pueblos de España:

La muerte del Espartero

todo Madrid la lloró…

Pero ni en unos ni en otros, ni en toreros ni en políticos, llegaba la cosa a tener consecuencias. España siempre tenía a punto, como un torero, un político de recambio; se enterraba al muerto, ocupaba uno nuevo su lugar y, bien o mal, hacia atrás o hacia delante, más hacia atrás que hacia delante, la nación iba marchando. Lo de menos era, sin embargo, la política: lo importante eran los estrenos del Novedades; los bailes de Carnaval en el Liceo; las reuniones en Casa Llibre o en los salones del Ritz; las verbenas en el Turó Park y el Tibidabo; los cabellos rubios de la Fornarina; las piernas de la Chelito; las proezas del Gallo en las Arenas. ¡Qué tiempos aquéllos!

En aquellos tiempos, en una noche de agosto, Juan Bausá y Mari Juana se hablaron por primera vez, a pesar de hacer ya años que se conocían. La noche era clara; era una de esas noches tibias de la Barcelona de principios de siglo, rumorosas, tranquilas, con gentes por todas partes, con risas y voces en las terrazas de los cafés, rebosantes de público. Era una de esas noches claras, con luces eléctricas y luces de gas brillando en profusión por las terrazas, por plazas y paseos, y con claras estrellas en el alto cielo, sobre la animación, el ajetreo y las luces de la ciudad.

En las tertulias, en la terraza de la Maison, frente a la plaza de Cataluña, se comentaban los sucesos más recientes. Generalmente, la conversación, aquí en la terraza, solía versar sobre bagatelas; se organizaba alguna cena en común, o alguna excursión; se hablaba de bodas o de trajes, de modas; pero, sobre todo, se reía y se gozaba de la compañía y de la grata atmósfera de la noche de verano que, como don inestimable, la Naturaleza les deparaba en aquellos días de paz, y nadie en estas tertulias se preocupaba de si gobernaba Juan o gobernaba Pedro. Las horas pasaban insensiblemente. A veces, frente a las sillas, se detenía un prestidigitador ambulante; plantaba su mesa y les entretenía un momento con sus juegos de manos, o sus chistes chocarreros; se detenía tal vez un cantor, ya en decadencia, que hablaba de sus grandes éxitos en Milán, para hacerse perdonar el poco éxito de sus exhibiciones en la vía pública; pasaba la vieja vendedora de fósforos con su cajita, pretexto de una triste mendicidad; las vendedoras de lotería con el pequeñuelo en los brazos, ofreciendo los billetes entre el público… A veces, se detenía un hombre bajo, armado de grandes anillas; desplegaba una larga alfombra, y con toda seriedad, como si realizase la tarea más importante, empezaba a ejecutar sus tristes ejercicios, mientras la mujer, flaca y abatida iba pidiendo por las mesas. De vez en cuando, y para alegrar esta monotonía, un organillo se detenía ante la acera y lanzaba al aire la última canción de moda.

En un extremo de la amplia terraza tenían ellos su tertulia; allí, en verano, los padres de Mari Juana se reunían con algunos amigos a tomar café. Frente a ellos se abría la plaza, con sus palmeras y el espacio del centro iluminado por los faroles, y con los transeúntes cruzándola en todas direcciones. Por la calzada, allí enfrente, pasaban los coches de punto, llevando las gentes hacia las Ramblas o hacia el Paseo de Gracia; pasaba de vez en cuando un automóvil, con gran estrépito, con señoras en los altos asientos, envueltas en velos y con grandes sombreros, o señores con bombín; los tranvías bajaban y subían, con fuerte estrépito de hierros que ahogaba por un momento todo el ruido.

Después se restablecía el silencio, y el alegre rumor de las conversaciones y las risas en la amplia terraza, el sonar alegre del cristal sobre el mármol de las mesas ascendía de nuevo en la atmósfera.

Él, Juan Bausá, había empezado a frecuentar la tertulia mucho tiempo antes, acompañado de su padre. A éste le agradaba llevar a su hijo con él: quería aligerarle un poco de aquel aspecto mohoso, adquirido en la vida sedentaria del barrio, o cuando menos, lo intentaba. Todas las veces que Juan Bausá había ido a la tertulia con su padre, Mari Juana estaba allí sentada entre los suyos, siempre un poco apartada de él. Hablaba con Andrés Arumí, o con otro de los que sabían referir con gracia el último chiste, decirle a Mari Juana una palabra dulce al oído, que la hiciera sonreír; los que sabían danzar, y charlar horas y horas con ella en la penumbra de la terraza, bajo el reflejo de los globos eléctricos, mientras él permanecía en su silla, apartado de los demás, casi siempre en silencio.

Después de la muerte de su padre, Juan Bausá continuó acudiendo a las reuniones. Insensiblemente se había acostumbrado a ellas; allí hallaba un refugio contra la soledad; allí se le toleraba y hasta, aunque no por todos, se le quería. Hablaba poco; no molestaba; costaba incluso notar su presencia; a menudo permanecía allí la velada entera sin que apenas se le oyera la voz; él se sentía acompañado y con esto le bastaba. Sólo sus ojillos iban de uno al otro; escuchaba, sonreía de vez en cuando —como si agradeciese con esto el favor de serle concedido aquel breve espacio en la alegría de ellos—, y contestaba con un rápido movimiento de cabeza a cualquier palabra que le dirigiesen. Aquél era el goce más vivo, acaso el único goce que le procuraba la existencia.

Juan Bausá, en una de estas noches, se encontró sentado al lado de ella; sin pensarlo, como caído allí desde un astro lejano, tembloroso todo de emoción y de temor. Había estado muchas noches sentado a aquella mesa, pero al lado de ella no lo había estado nunca, ni pensó nunca que pudiera llegar a estarlo. Si dijéramos que en todo aquel tiempo no la había mirado, mentiríamos; más de una vez dirigió Juan Bausá hacia ella sus ojos de niño asustado, pero lo hizo siempre a hurtadillas, aprovechando que ella estuviese distraída y desviando la mirada apenas se volvía hacia él. Su timidez le impedía hacerlo de otro modo.

Es posible aun que en alguna de aquellas miradas hubiese sentido que Mari Juana era linda y adorable; que su sonrisa poseía un irresistible encanto, que debía de existir un goce incomparable en sentirla junto a uno, con aquel algo de bondadoso, de sencillo, de íntimo y fraternal que emanaba de ella, sobre todo del tono de su voz, que a él le traía inevitablemente el recuerdo de su madre muerta. Tal vez sintió todo esto en la dulce agitación de su corazón, que palpitaba de un modo desusado, pero nunca llegó a concebir que alguna vez podría pasar las cuatro o cinco sillas que le separaban de ella, y encontrarse, como en un sueño, sentado a su lado. Ni siquiera en sueños lo habría podido imaginar. Además, Mari Juana no estaba siempre sola con sus padres; muchas noches estaba al lado de Arumí, o de alguno de los otros que la cortejaban, pero sobre todo, con Arumí, con quien durante mucho tiempo creyeron, casi todos, que se había de casar. Él, Juan Bausá, un poco grueso y desgarbado, con el pantalón siempre cayéndole un poco; la americana algo arrugada, su corbata torcida, su cabello no muy bien peinado y sus ojos de niño, o de uno que acaba de caer de la luna, ¿cómo podría compararse con aquel elegante con su cigarrillo en los labios y el traje de corte impecable, el cabello brillante de pomadas, cuidadosamente peinado y perfumado, con el ademán desenvuelto, la conversación fácil y una sonrisa llena de seducción? No; Juan Bausá nunca pudo concebir que Mari Juana pudiese, no sonreírle o dirigirle una palabra amable, sino ni siquiera aceptarle a su lado.

—¿Hace una noche hermosa, verdad? —dijo de repente ella, por decir algo, sin duda, para cortar aquel silencio embarazoso.

Él se agitó en su asiento, trémulo, sin responder. Estaba al lado de ella; pero, antes de sentarse, había apartado un poco la silla, temeroso sin duda de ofenderla con su proximidad. Permanecía como siempre en silencio, mirando ya a uno, ya a otro, con sus ojillos asustados y sonriendo. Y de pronto, se sintió conturbado profundamente oyendo la voz de Mari Juana allí a su lado. ¿Hablaba con él? Juan Bausá miró junto a sí. No había nadie. Hablaba, pues, con él. Se removió de nuevo nervioso, desasosegado; una llamarada le subió al rostro y sintió que el corazón le palpitaba en su pecho desaforadamente. Sin embargo, no contestó; no sabía qué contestar; no se atrevía ni a mirarla, lleno de vergüenza y de confusión. Mari Juana se sintió un poco ofendida por su silencio, pues no concebía que su timidez pudiese llegar a tanto como para no contestar a una pregunta tan sencilla. Le volvió la espalda decepcionada y él sintió que la plaza y las calles con su tránsito, y la terraza del café con sus luces, sus ruidos, sus voces y su animación, se volvían oscuras y desoladas, y que allí estaba él, despreciado, solo, abandonado como un niño.

No podía soportar aquella sensación, e hizo un esfuerzo por hablar, por disculparse:

—Perdóneme, Mari Juana… —consiguió al fin balbucear—. ¿Hablaba usted conmigo?

Ella no contestó. La voz de él apenas le había llegado a los oídos, ahogada en un murmullo. Él habría querido insistir, volver a interrogarla, pero no se atrevió. Tenía la garganta seca; los labios le temblaban, y sus ojos tenían un brillo angustiado.

Un organillo se había detenido junto a la acera, un poco más allá. En el aire tranquilo, sobre el amplio vocerío, lánguida, graciosa, con su ritmo dulce y perezoso, vibró la célebre habanera de Iradier, siempre de moda, sobrenadando a través del tiempo, entre las canciones más recientes. Alguien, muy cerca de ellos, la tarareó:

Cuando salí de La Habana, ¡válgame Dios!

Y luego, el suave, el delicado estribillo final, tarareado por el mismo joven casi tiernamente:

Ay, chinita que sí, ay, que dame tu amor, ay, que vente conmigo, chinita, adonde vivo yo…

Cesó la canción. El muchacho del organillo, flaco, medio tullido y con cara de enfermo, manipuló rápidamente en el registro, cambiando la pieza.

Una mujer, con el vientre abultado, iba de mesa en mesa, con el platillo en la mano, pidiendo. Tal vez Mari Juana supo en aquel momento leer en el silencio de él; tal vez su ternura se debiera, en efecto, a la influencia de la canción.

—Es bonita esta canción, ¿no?

—¿Eh?… ¿La canción?… ¡Oh! Sí. Es bonita. Sí, sí, es bonita. —Como si acabase de caer de la luna.

Callaron.

El organillo tocó aún dos piezas más; se oyó la música achulada y ramplona del «Ven y ven», hecha popular por la Meller, y que cantaba toda Barcelona; y en último lugar se escuchó el aria de «Molinos de viento», romántica, sentimental. El joven de al lado continuó tarareando, en voz muy baja:

Yo he pasado la vida en un sueño

y este sueño me hablaba de amor…

Cesó la música; el organillo se alejó, arrastrado por el muchacho tullido. La mujer, severa, con aire fatigado, con el vientre alto por el embarazo, iba al lado del carro ayudando.

El eco de la última canción resonó larga y tristemente en el alma de Mari Juana. Era para ella una canción evocadora de dulces recuerdos. Al lado de Arumí la había oído, en efecto, en una de las noches más felices de su vida, en que fue al Tívoli con sus padres y él les acompañó sentándose a su lado. Un recuerdo le llevó otro, y el alma se le llenó con las escenas de aquel breve idilio desvanecido; se acordó de las noches que habían ido juntos a la Rabassada, de las veces que había bailado con él embriagada de felicidad; de las veces que en esta misma terraza le había tenido a su lado, hablándole, conmoviéndola hasta lo profundo con sus palabras, hasta el punto de que después no lograba dormir. Arumí había ido espaciando su asistencia a la tertulia; había dejado de sentarse al lado de ella, y hasta de hablarle, como no fuese por pura cortesía, y en los últimos días había dejado por completo de asistir. Ahora se hablaba ya de su próxima boda con la rica heredera de los Fabra, la conocida familia de fabricantes en cuya casa había trabajado Arumí. Una profunda tristeza anegó el alma de Mari Juana, que se hizo, a partir de entonces, más callada aún, más sosegada, perdiendo mucha parte de su alegría. Mari Juana ya no esperaba nada; estaba resignada. Y de aquí que esta noche, sin que apenas se hubiese dado cuenta, había visto atraído de pronto su interés hacia aquel bonazo de Bausá. Él llevaba ya tiempo asistiendo a la tertulia, pero ella apenas había notado su presencia. Mari Juana le había visto muchas veces, pero nunca con el sentimiento de esta noche y tampoco había cruzado con él la palabra. Esta noche, Mari Juana, en la tristeza que la embriagaba, con la emoción despertada en ella por la última canción, pensaba aún más compasivamente en él, en el abandono en que vivía, en la manera como le engañaban. Un deseo de consolar, de proteger, de hacerle compañía nacía en su corazón, conmoviéndola tiernamente, y en este deseo se anticipaba también a sí misma una extraña sensación de consuelo y de compañía. Se dijo: «¡Está tan solo y es tan bueno!» Y deseó de nuevo hablarle, preguntarle sobre su vida.

Por el lado del Paseo de Gracia empezaron a aparecer grupos de gente, grupos que se desparramaban por las terrazas, frente al Alhambra, o iban hasta la plaza de Cataluña.

—Es el descanso —dijo ella—. ¡Debe de hacer tanto calor allí! La gente, apenas baja el telón, sale en seguida a tomar el fresco.

—Sí, sí…

—¿No ha ido usted al Tívoli?

—No, no he ido.

—Es lástima. Es una obra que está muy bien. Tiene trozos muy bonitos.

—Sí, sí. Todos lo dicen. Debe de estar muy bien. No hay duda. Pero yo no he ido.

—¿No va usted nunca al teatro?

—Antes iba muchas veces con mi padre: ahora no voy.

Guardó silencio. Mari Juana se dijo: «Piensa en su padre». No era verdad, porque no pensaba en nada; él estaba totalmente anegado en la profunda turbación que le despertaba ella con sus palabras, con la grata compañía inesperada. Pero Mari Juana sintió que una dulce piedad por él agitaba de nuevo su pecho. Le preguntó aún si vivía solo, y él le dijo que sí con la cabeza; le preguntó también si salía algunas veces, aparte de cuando acudía a la tertulia; si iba, por ejemplo, al Turó-Park. Él denegó también con la cabeza. No le hizo ninguna nueva pregunta, y aquella noche ya no hablaron más. Los paseantes, fumando sus cigarrillos, conversando, acalorándose en encendidas discusiones, se habían vuelto al teatro. La terraza aparecía ya con muchas mesas vacías. Por la calzada, allí enfrente, los coches de punto pasaban cada vez más escasos. Los ruidos se habían ido amortiguando; sólo de tiempo en tiempo, por el lado del Paseo de Gracia o por las Ramblas se oía el sordo rumor de un tranvía, que crecía, se hacía intenso, profundo, luego se perdía paulatinamente. De vez en cuando un automóvil se alejaba ruidosamente entre los coches de punto. La plaza de Cataluña, ante ellos con sus palmeras enanas ciñéndola por los cuatro costados; con el ancho espacio central, iluminado vagamente, aparecía casi desierta.

Mari Juana se volvió en aquel momento para contestar a una pregunta de su padre, sentado al otro lado. Juan Bausá quedó en silencio, al lado de ella, pero un poco apartado, como con miedo todavía de ofenderla. Parecía el mismo de siempre, apagado, insignificante, como encogido en su asiento; pero él en esta hora sentía que algo nuevo estaba despertando a su alma, encendía en ella claridades de fiesta. Sentía una vaga opresión en el pecho y levantó los ojos, como buscando espacio para la alegría que le inundaba. El cielo, sobre la plaza, se abría alto, sereno; no pasaba ni un hálito de brisa, y las palmeras reposaban inmóviles, vagamente iluminadas por el reflejo de los focos eléctricos, como aplastadas bajo el peso de sus grandes palmas desmayadas. El cielo, arriba, era de un azul negro suavísimo; era un ancho lago de aguas profundas y tranquilas, en cuyo fondo temblaban débilmente las estrellas. En algún lugar oculto, en aquella suavidad azulada, debía de brillar para él aquella noche un misterioso lucero y debía de brillar con la luz más clara. Juan Bausá no lo veía; pero sentía su luz dentro de sí, se sentía el alma iluminada y la vida, vacía hasta entonces, se llenaba de repente ante él de un sentido profundo y misterioso, y sentíase trastornado.

De regreso a su casa, bajo los altos árboles del Paseo de Gracia, Mari Juana hablaba de él con sus padres.

Entre las ramas se veían pedazos de cielo, y aquí y allí brillaban estrellas solitarias. Juan Bausá se había despedido hacía un momento, alejándose bajo la noche, con su caminar torpe, un poco grueso, un poco pesado, bajo las luces y los árboles, tal vez un poco más pesado, un poco más torpe, por más que él se sintiera ligero.

—¿Qué milagro ha sucedido esta noche, para que hablara contigo? —le preguntó su padre, bromeando—. ¿Te explicaba acaso las aventuras de Robinsón en su isla, o te contaba lo que ha visto en la luna?

Mari Juana se rió.

—¡Pobre Bausá!… La verdad es que da mucha pena. ¡Tan solo; sin que nadie se preocupe por él!

El rostro de su padre cambió instantáneamente, asumiendo una expresión severa. Miró a su hija, sorprendido, no sin sobresalto, y repuso con voz insegura:

—Bueno, pero hay muchas personas, Mari Juana, dignas de piedad y que viven solas. Tampoco es tan desgraciado él. Tiene un buen empleo…

—Es verdad. Pero, ¡parece tan bueno!

Reinó un momento de silencio. El padre de Mari Juana cambió de conversación. Empleado en un banco, aunque con un empleo secundario, con Mari Juana hija única, vivían sin desahogos, pero cómodamente, de su sueldo. Su mujer era un ser insignificante, pero ambos estaban unidos en un tierno cariño a su hija, y los dos, como ella, se habían ilusionado con el casamiento con Arumí, y también ellos, como su hija, habían sufrido una profunda decepción. El porvenir de su hija era en estos días su preocupación principal. El padre de Mari Juana habló del domingo, que estaban invitados a comer con unos amigos, pero se advertía que lo hacía sin entusiasmo, sólo por huir de aquel pensamiento. El interés súbito despertado en su hija por aquel infeliz no dejaría ya de preocuparle. Calló. Se dijo que era absurda aquella idea; la desechó como una preocupación sin fundamento, y trató de volver de nuevo a la conversación de antes. Tal vez sí fuese un absurdo, pero, a pesar de todo, allí estaba el destino de Mari Juana.

Tres meses después, con su traje negro y sus zapatos de charol, su corbata flamante, con un aire todavía más aturdido, Juan Bausá, acompañado de una tía suya, avanzaba conmovido hacia el altar, en la capilla de la iglesia de la Concepción; la capilla, pequeña e íntima, estaba en esta ocasión adornada con flores, con el altar profusamente iluminado y una mullida alfombra tendida desde la misma entrada hasta el pie del altar.

Juan Bausá había avanzado emocionado. Se arrodilló tembloroso, sin soltura. A su lado estaba el reclinatorio de ella, esperándola. En el fondo percibió un tenue rumor de sedas, de pasos acercándose. Mari Juana estaba ya allí. Él no acertaba a mirarla, el corazón le palpitaba agitadamente. Mari Juana estaba ya allí, arrodillada en un reclinatorio. ¿Rezando tal vez?, ¿pensando acaso en su destino? Estaba con la cabeza baja. La luz de los cirios arrancaba reflejos a sus cabellos; dibujaba en torno a su cabeza una aureola que hacía pensar en una mártir o una santa, como en un símbolo o premio anticipado con que la hubiese ungido Dios para aquella hora solemne de su vida. Mari Juana volvió de pronto la cabeza; le vio, le sonrió, como desde una orilla lejana. Había, sí, alguna tristeza en su sonrisa; estaba lejos de allí en aquel instante, pero Juan Bausá se sintió tan feliz viéndola allí, cerca de él (era incapaz de ver nada, por tenerla tan cerca), y sonriéndole bajo el reflejo de oro de los cirios, y pensando que iba a ser su mujer, que la tendría junto a él para siempre, los ojos se le llenaron de lágrimas, y tuvo que enjugárselas con la mano.

Él levantó de nuevo los ojos al altar, todavía brillantes de llanto, y quedó en la misma posición, con la cabeza un poco levantada, como sumido en un éxtasis de felicidad, como si desde la tierra, de la oscuridad y rutina de su vida diaria, se hubiese visto trasladado al cielo, donde estaba ella.

Él era feliz, pero ella… Se había adelantado hacia el altar del brazo de su padre, con su traje de raso hasta los pies, la flor de azahar prendida sobre el pecho, un poco pálida por la emoción y acaso también por la tristeza. Pensó por un instante en sus ilusiones, cuando Andrés Arumí empezó a mostrar interés por ella; pensó en su madre y en su padre, y sintió que una desoladora tristeza descendía a su corazón, y también a ella las lágrimas le nublaron la mirada. Se las enjugó con el dedo, disimulando; miró a él, que, arrodillado en el reclinatorio, continuaba en su éxtasis, con el rostro levantado, de cara al altar, en su cielo, donde empezaban a sonar dulces y solemnes las notas del armonio, y una voz clara, pura y delicada elevaba su canto a la altura, como si lo hiciese por su felicidad.

En torno a ellos, no obstante, flotaba una atmósfera oprimente y rara, agobiadora. Todos estaban conmovidos, tristes tal vez. El padre de ella, habitualmente jovial y hablador, apenas había despegado los labios. Había caminado en silencio al lado de su hija, llevándola del brazo; la compadecía y apenas llegaba a concebir cómo había podido someterse de grado a aquel yugo. Aquella mañana, conduciéndola hacia el altar, parecíale como si la llevara al sacrificio. Porque, en verdad, ¿qué porvenir podía aguardarle al lado de aquel infeliz? En los últimos días que precedieron a la boda lo había comentado repetidas veces con su mujer, y ésta, un poco como Mari Juana, a pesar de las ilusiones que se había forjado también ella con respecto a su hija, se resignaba pensando en la bondad del marido que Dios había deparado a Mari Juana. También ella había deseado para su hija un marido mejor, pero Dios no lo había querido. Tal vez fuese para su bien; ante todo estaban la bondad y… el cariño; y a las objeciones de su marido contestaba siempre con la misma expresión.

—Pero, ¡es tan bueno!

—Demasiado —replicaba él, sin vacilar—; de eso me quejo.

—Además, él cuenta con una buena colocación, una cosa segura. Mari Juana, ya que no feliz (cosa que parecía imposible), vivirá por lo menos a cubierto de necesidades.

—Es lo único bueno que tiene: su colocación. Y aun ésta, en los tiempos que parecen avecinarse, ¿quién puede asegurar que sea eterna? Imagina por un momento que por una de esas cosas imprevistas se quedara sin su empleo. ¿Qué sería de él y de Mari Juana? No quiero pensarlo. Fuera de su colocación, ya lo sabes, es hombre perdido, y toda su bondad no evitaría que nuestra hija se muriera de hambre. Ya has visto cómo se ha dejado desposeer de las tierras de su padre. Yo le tengo simpatía, puedo decir incluso que le quiero, pero no para nuestra hija. Esto nunca.

—Dios les protegerá —decía la madre, aunque sin mucha convicción, pues también ella sentía cierto temor, suscitado por las reflexiones de su marido.

—Es mejor que no suceda, porque si sucediese… No lo quiero pensar. —Luego, pensativo, a pesar de todo, con la misma inquietud, se retiraba murmurando—. Merecía algo mejor nuestra Mari Juana. ¡Ella tan buena! Merecía algo mejor…