Había sido un día largo. La larga espera en la estación de Stevenage y el interminable viaje en tren con infinidad de paradas hasta Leicester. Para cuando el coche enfiló Pretoria Road ya había oscurecido.
Mamá y papá, Sybil y Daisy estaban sentados y lo miraban fijamente. Estuvieron mirando a Horace una eternidad, encantados de tenerlo otra vez con ellos. Estaba más delgado que cuando partió hacia Francia, tal vez quince o veinte kilos más delgado, pero era de esperar. Ésa noche no se mencionaron los campos de prisioneros de guerra, como si la familia percibiera que el prisionero recién llegado hablaría de ello en su debido momento. Horace subió las escaleras para ver al pequeño Derick en su cama. El pequeño Derick era un niño de siete años por entonces, y aunque Horace le acarició el pelo, siguió durmiendo.
De vuelta en la cocina hablaron de la guerra y del futuro y el trabajo y la granja, y hablaron de Harold, que seguía en África, atendiendo a enfermos y heridos. Lo habían ascendido a sargento, anunció su madre, le había ido de maravilla en su papel de médico y el incremento de sueldo que recibían del Ministerio de la Guerra había sido más que bienvenido. Debía volver a casa en cualquier momento; había pedido un permiso por motivos familiares cuando se enteró de que Horace volvía a casa y el brigada de su regimiento se lo había concedido. El bueno de Harold, pensó Horace, pese a la guerra se las había apañado la mar de bien.
Charlaron. Charlaron y Horace escuchó.
Decidió esperar hasta la mañana siguiente para hablarles a sus padres de la chica que le había a ayudado a sobrellevar la guerra.
—¡Aun así, es una maldita alemana, Horace! —vociferó su padre, sentado a la mesa del desayuno. Su madre también estaba sentada y se enjugaba con un pañuelo de hilo blanco las lágrimas que le resbalaban por las mejillas.
El día había empezado muy bien. Una taza de té con una gotita de whisky, según la costumbre de su padre. Luego huevos con beicon y tostadas con mantequilla. Horace les contó lo de la joven alemana y la comida y las piezas para la radio que les había suministrado. Dijo que era una heroína y que de no ser por Rose dudaba que hubiera regresado sano y salvo. La familia le prestó oídos. Estaba convencido de que sus padres lo entenderían. ¿Por qué había tenido que decirles que se había enamorado de ella? ¿Por qué había tenido que decirles que quería empezar una nueva vida con ella?
Su padre siguió despotricando.
—Ésos cabrones les han robado cinco años de vida a mis hijos y han bombardeado a placer nuestro país, y tú vas y te juntas con una de ellos.
Horace quería contarles más cosas, quería decirles que no era alemana, sino silesiana.
Pero no tenía energía para ello. Lo último que quería era discutir con su familia la primera mañana que desayunaba con ellos en cinco años.
Su padre no había terminado. Le dijo que si alguna vez se le ocurría llevar a Ibstock a esa teutona, su hijo se vería en la calle con la maleta hecha, buscando un lugar donde vivir.
Horace quedó destrozado.
Pero, por extraño que parezca, lo entendió.
Su madre lo despertó poco después de las siete y media. El cálido sol estival se filtraba por las finas cortinas de algodón y el dormitorio, orientado hacia el Este, ya estaba insoportablemente caliente.
—Hay té en la tetera, Horace. Igual quieres echarle un vistazo a esto antes de bajar. —Su madre le entregó la carta—. Tu padre no sabe que ha llegado. Más vale que lo mantengamos en secreto.
Querido Jim
Lo logré. Espero que tú también lo lograras y que sean tus hermosos ojos los que leen esta carta, y no los de alguna otra persona. Mi viaje no transcurrió sin peligros y es posible que algún día tenga valor para contártelo.
Estoy cansada, pero sigo viva y llegué hasta los americanos, que nos han tratado bien. Me recogieron en Checoslovaquia y me llevaron a Alemania en camión. Vivo en una base aérea americana, en un pequeño dormitorio con otras cinco mujeres alemanas. Llevo aquí una semana y ayer me dieron papel para escribir y me dijeron que podía enviar una carta a mi familia. Al americano de la oficina de correos le pareció raro que una chica alemana le escribiera a un inglés. Le dije que era silesiana, no alemana.
Es curioso, tengo cantidad de cosas que decirte pero cuando el bolígrafo toca el papel no me salen las palabras. Quiero contarte tantas cosas, tantas cosas que son importantes para mí; importantes para los dos. Tal vez tenga valor para hacerlo la próxima vez. Lo que siento por ti es tan intenso como siempre. Creo que los ingleses tenéis ese dicho de que la ausencia es al amor lo que el aire al fuego, que apaga el pequeño y aviva el grande. Ahora lo entiendo. Voy a despedirme.
Te quiero más que nunca. Haz el favor de escribirme y decirme que tú también.
Tu rosa inglesa
Al pie de la carta estaba escrita la dirección de una base aérea norteamericana junto con un número de siete cifras. Para mediodía la respuesta de Horace estaba en el buzón al final de Pretoria Road.
Horace aguardó tres agónicas semanas antes de que llegase la siguiente carta. El cartero pasaba entre las seis y media y las siete cada mañana, siete días a la semana. Horace siempre estaba en la cancela del jardín para recibirlo.
Querido Jim
Mi corazón rebosa de alegría y alivio. Qué contenta estoy de haber recibido tu carta. Tus palabras me han hecho llorar de felicidad.
Te juro que soy la chica más feliz del mundo entero y me muero de ganas de que dé comienzo nuestra vida en común. Entiendo que no podamos vivir en Inglaterra. Alemania también es un desbarajuste con soldados de muchas naciones por todas partes. De camino al campo americano pasamos por Berlín. La ciudad está en ruinas y parece ser que los rusos se han vengado de más personas de lo necesario. No me gustan los rusos, Jim, y creo que pasarán muchos años antes de que esa ciudad vuelva a ser segura. Pediré por correo más información sobre Nueva Zelanda. Debemos tener paciencia porque en estos momentos sigue siendo imposible viajar, aunque tal vez dentro de unos meses todo vuelva a la normalidad y podamos vernos de nuevo. De todas maneras, eso no importa: te esperaré siempre. Te escribo desde mi cama. Ésta semana he estado un tanto indispuesta. No sé qué me ocurre pero hoy me siento un poco mejor. Tal vez mañana me levante y salga a tomar el aire fresco.
Te echo en falta más de lo que puedes imaginar. Como siempre, te envío todo mi amor.
ROSE
Dos semanas después llegó una carta distinta, esta vez del Ministerio de la Guerra en Londres. Le preguntaban a Horace si podía confirmar que una cierta Rosa Rauchbach, ciudadana silesiana, había ayudado a los prisioneros de los campos suministrándoles comida y componentes de radio, tal como ella afirmaba. Horace respondió encantado y aseguró al Ministerio de la Guerra que todo era verdad.
Cuatro semanas más tarde llegó otra carta de Leipzig. Rose estaba entusiasmada. El Ministerio de la Guerra en Londres había respondido a la petición de los americanos y dado fe de que el soldado J. H. Greasley del Segundo-Quinto Batallón de Leicester confirmaba la veracidad de sus extraordinarios relatos sobre la ayuda que prestó a los prisioneros aliados en Polonia.
Rose había sido recompensada con un trabajo bien remunerado en una base norteamericana cerca de Hamburgo. A esas alturas Horace había inaugurado su propia peluquería con el dinero ahorrado por sus padres durante la guerra. El dinero entraba a espuertas; entre los dos estaban ahorrando casi diez libras a la semana. Nada podía interponerse en sus planes de emigrar a Nueva Zelanda.
Rose y Horace mantuvieron correspondencia hasta la Navidad de 1945.
Y entonces cesaron las cartas de Rose.
Horace envió más de una docena de cartas a la base aérea en el noreste de Alemania, pero no recibieron respuesta. Intentó sin éxito acceder a la base área en Alemania. Le dijeron una y otra vez que, con la guerra tan reciente, los trenes y aviones civiles no estaban en funcionamiento. Movido por la desesperación, llegó al extremo de ir haciendo autostop hasta Dover, donde durante tres días suplicó que le permitieran subir a bordo de alguna de las escasas embarcaciones que cruzaban el canal de la Mancha. No sirvió de nada. Al cabo, lo obligaron a marcharse del puerto bajo amenaza de que lo detendrían si no regresaba a Leicester por donde había venido.