27

Transcurrieron otras seis largas semanas antes de que comunicaran a los hombres que iban a regresar a casa. En el transcurso de ese tiempo habían trasladado a algunos a otros campos de la ciudad. Ernie Mountain era uno de ellos. Horace prometió buscarlo en cuanto regresaran a Ibstock.

Se había firmado la orden de liberación del millón y medio de prisioneros soviéticos en manos de los aliados. Stalin, a cambio, dio orden de dejar en manos de los americanos a los prisioneros aliados que aún quedaban. Los hombres fueron cargados en camiones rusos y llevados a las afueras de la ciudad. Iban de camino a la zona de intercambio sovietico-americana, donde pasarían a manos de los norteamericanos y serían enviados a una base aérea cercana. Horace era el último hombre en el camión con el remolque cubierto por una lona. Tras salir de los límites de la ciudad fueron por la carretera general hacia el oeste. Enfilaron un tramo recto y Horace vio el perfil de Praga, castigado y aun así elegante, desaparecer a lo lejos.

Los hombres recibieron órdenes de apearse y prepararse para una marcha.

—¿Por qué demonios no pueden llevarnos hasta allí? —respondió Jock—. ¿Es que no hemos caminado lo suficiente en los últimos tiempos?

Horace también sintió curiosidad cuando miró la carretera larga y recta. Estaba a punto de averiguar por qué el camión ruso no podía hacer el breve trayecto de unos cuarenta y cinco kilómetros hacia el oeste.

Tras dos o tres kilómetros Horace reparó en una formación de artillería rusa que apuntaba hacia el sur. Le dio un toque en el hombro a Jock.

—Oye, Jock, ¿contra qué crees que apuntan esos cañones?

Jock se encogió de hombros.

—Ni puta idea, Jim.

Había tanques T34 al lado de cañones de largo alcance y tanques 034 aparcados detrás de cañones de 76 mm. y los B35 que Horace recordaba haber visto de camino a Praga semanas atrás. Cada cañón, cada tanque, llevaba pintada la estrella roja de la Rusia soviética.

—Yo creía que la puta guerra ya se había acabado —bromeó Jock.

—Da igual —respondió Horace—, al menos esos cabrones están de nuestra parte.

Jock señaló el otro lado de la carretera.

—Sí, y ésos también.

Horace se quedó petrificado. A unos doscientos metros otra línea de tanques y cañones estaba estratégicamente situada en la dirección opuesta, apuntando amenazadoramente hacia los tanques y los cañones rusos. Sólo que esta vez no se veía la estrella roja por ninguna parte, sino la estrella plateada de Estados Unidos.

Conforme se acercaban repararon en los soldados americanos sentados en camiones y en jeeps, que fumaban, charlaban y deambulaban sin otro fin que observar muy de cerca a sus aliados rusos. Las tropas rusas, por su parte, hacían lo propio.

A esas alturas todos los hombres que formaban parte de la marcha se habían percatado de la presencia de las dos líneas de artillería pesada y tanques, toda la potencia de fuego de las fuerzas de tierra rusas y americanas, hasta el último cañón, hasta el último fusil apuntándose mutuamente, y lo más preocupante del asunto era que ellos estaban pasando por la estrecha carretera que las separaba.

Un kilómetro tras otro, al parecer, un cañón tras otro, un tanque tras otro, regimientos enteros de hombres en formación, camiones de transporte de tropas y jeeps. Más inquietante aún era el constante estruendo de los aviones que pasaban zumbando por encima de sus cabezas. Por fortuna, las nubes impedían verlos.

Horace no entendía lo que estaba ocurriendo. Era como si estuviese a punto de estallar otra guerra.

Los hombres seguían caminando a paso lento, incapaces de dilucidar o entender lo que pasaba.

Jock meneó la cabeza.

—Vaya suerte la mía, joder. Termina la Segunda Guerra Mundial y voy a meterme directamente en la puta Tercera Guerra Mundial.

—Esto podría estallar en cualquier momento —susurró Horace—. Sencillamente no lo puedo entender.

Las dos líneas de armamento y tropas se prolongaban a lo largo de toda la carretera. Los hombres caminaban en silencio y aquéllos que creían en Dios rezaban.

Al final, la gigantesca demostración de fuerza fue menguando y Horace vio desaparecer de la vista las armas. Ésa noche oyó en la radio que el premio por el que estaban planteándose librar otra lucha era Alemania. Estaban al borde de otra conflagración; habría bastado con una bala perdida, un dedo nervioso sobre el gatillo o un proyectil de mortero disparado por accidente, y se hubiera armado un infierno de mil demonios.

Los hombres —hambrientos y cansados del viaje, algunos con más ampollas aún en los pies— traspusieron las puertas de la base norteamericana a las afueras de Karlovarsky.

A los hombres les resultó de lo más gracioso que allí los prisioneros de guerra estuvieran trabajando como encargados de la limpieza y cocineros. Fíate de los americanos, pensó Horace, cruzado de brazos mientras un alemán vestido con un mono verde pálido recogía desperdicios a la entrada del campo. Los alemanes, naturalmente, estaban encantados de encontrarse bajo la supervisión de los norteamericanos cuando los rusos estaban escasos kilómetros carretera adelante.

En cuestión de una hora estaban duchados, alimentados y les habían hecho entrega de uniformes británicos nuevos y ropa interior limpia. Cada prisionero recibió un centenar de cigarrillos, una chocolatina y dos botellas de cerveza americana helada.

Cuando concilió el sueño en el campo americano con la cabeza apoyada en una suave almohada de plumas por primera vez en cinco años, soñó con Rose y con la paz, con verdes campos y con su hogar.

—Maldita sea, otra vez a pasar lista —maldijo Horace cuando salía del comedor en compañía de Flapper—. Hemos tenido que aguantar inspecciones durante cinco putos años. Éstos yanquis podían darnos un respiro, ¿no crees?

—Tranquilo, Jim, igual nos dicen cuándo vamos a volver a casa.

Horace se detuvo de repente.

—¡Joder!

—¿Qué pasa, Jim?

Horace lanzó el pulgar por encima del hombro y señaló los dormitorios.

—Me he dejado el jodido tabaco, ¿verdad? Adelántate; ahora mismo voy yo.

Flapper miró el reloj de muñeca.

—Pero Jim, han dicho que tenemos que estar…

—Tranquilo, Flapper. Llevo cinco años esperando la libertad. Seguro que pueden esperarme cinco minutos a mí, ¿no crees?

—Tú mismo. Si dicen tu nombre les diré dónde estás.

Horace echó a correr en cuanto se separó de su amigo. Se había dejado los cigarrillos debajo de la almohada, sólo le llevaría un minuto y probablemente alcanzaría a Flapper antes de que empezaran a pasar lista.

Entró por la puerta del dormitorio y no dio crédito a sus ojos. No era el único hombre en la habitación, tal como esperaba. Todos tenían que estar pasando lista, o al menos de camino hacia allí. Había otra persona en el dormitorio del barracón número cuatro en el extremo oeste del campo. Ése otro hombre era un prisionero de guerra alemán, un soldado capturado, a juzgar por su edad y su aspecto bien alimentado. Y mientras Horace lo miraba en silencio, el hombre metió la mano debajo de la almohada en la cama de Horace y empezó a meterse todas las reservas de tabaco en los bolsillos del uniforme. Horace no había perdido los estribos del todo durante sus cinco años de cautiverio. Había estado a punto en diversas ocasiones y probablemente su dominio de sí mismo le había salvado la vida dos o tres veces. Mantuvo la calma en la barbería en Saubsdorf cuando el hombre de las SS le dio una paliza de cuidado. Ni siquiera cuando retó a pelear a Willie McLachlan en Lamsdorf hubiera podido decir que perdió los estribos.

Pero ahora, al ver en plena faena a un ladrón, un ladrón cuyos compatriotas habían matado, torturado y mutilado y lo habían intentado todo para someter los cuerpos y las almas de sus amigos durante cinco años, algo sencillamente se quebró en su interior.

Pensó en el trato de favor que había recibido aquel hombre, en la confianza depositada en él por los norteamericanos, y además había visto la víspera cómo los prisioneros alemanes comían la misma comida en la misma mesa del comedor que ellos.

Vio al alemán pasar a hurtadillas de cama en cama, levantando las almohadas. E hirvió a fuego lento hasta que la olla a presión que había en el interior de su cabeza acabó por explotar.

—¡Maldito ladrón! —aulló a pleno pulmón mientras cubría la breve distancia entre la puerta y la cama que estaba saqueando el prisionero.

El alemán apenas tuvo tiempo de percatarse del movimiento antes de que Horace le diera un puñetazo en toda la boca. Mientras los dos hombres caían por el hueco entre la litera de arriba y la de abajo Horace le iba asestando un puñetazo tras otro al alemán en la cara y el cuerpo. El hombre, anonadado, se puso en pie e hizo un intento desesperado de huir. Horace volvió a lanzarse por el hueco entre las literas y lo cogió por el talón de la bota cuando ya llegaba a la puerta. Le retorció la pierna para hacerlo caer y le metió otro puñetazo en la cara para luego lanzarlo por la puerta como un fardo. El alemán fue a caer de bruces en el polvo. Horace se quedó mirándolo mientras se ponía de rodillas. Intentó levantarse pero Horace le estampó la bota en las posaderas. El hombre, aterrado, volvió a desplomarse de bruces contra la mugre.

—¡Levanta, puto ladrón!

El despacho del general norteamericano distaba un centenar de metros de allí. El general Dirk Parker era el comandante en jefe de la base y Horace repitió el ejercicio una y otra vez. Fue pateando al prisionero alemán todo el camino. Para cuando llegó al despacho el pie derecho le dolía pero ni siquiera entonces cejó. La puerta estaba levemente entornada para que el general pudiera disfrutar de la brisa de primera hora de la mañana.

Al final, Horace le permitió al alemán que se levantara y se pusiera firmes. Cuando el hombre magullado y ensangrentado se irguió cuan alto era Horace lo golpeó por última vez y atravesó la puerta para entrar en la oficina del asombrado general.

El general Parker evaluó la situación mientras el alemán, atontado, gemía en el suelo, y se fijó en el uniforme del ejército británico.

—Soldado, ¿a qué viene semejante atropello? Somos americanos, no bárbaros. No tratamos así a nuestros prisioneros.

Horace debería haberse tranquilizado, debería haberle explicado las circunstancias que lo habían llevado hasta el despacho y haber aclarado el delito cometido por aquel hombre que apoyaba su cuerpo cansado y dolorido en la mesa del general.

En cambio, lo golpeó de nuevo.

—Deténgase ahora mismo, soldado, o se verá ante un consejo de guerra. No pienso tolerar semejante violencia en mi despacho.

Horace estaba sin resuello a esas alturas.

—Contra quien debería presentar cargos es contra este malnacido: es un puto ladrón. —Horace le lanzó una patada a las costillas y el alemán chilló como un cerdo al alcanzarlo la bota. Horace se inclinó y le metió las manos en los bolsillos para sacar puñados de cigarrillos que fue dejando en la mesa del general.

—Durante cinco años estos hijos de puta me han golpeado, torturado y humillado. —Volvió a golpear al prisionero.

El general no hizo ademán de impedírselo, así que Horace siguió sincerándose.

—Éstos cabrones nos trataban peor que a perros rabiosos; mataron y torturaron a mis amigos, y ahora que ganamos la guerra huyen de los rusos tan rápido como se lo permiten sus piernas. —Horace levantó del suelo al prisionero por el cuello del mono—. Los tratamos bien, los alimentamos y vestimos y les permitimos mantener la dignidad. La misma dignidad que ellos arrebataron de sus corazones a un millón de prisioneros. —Miró los ojos hinchados y ensangrentados del alemán, que de inmediato apartó la vista—. Y así… así es como nos corresponden. —Metió la mano en el bolsillo de la pechera del alemán y sacó otro paquete lleno de cigarrillos del ejército norteamericano.

El general Dirk Parker se hundió lentamente en su silla. Horace soltó al prisionero, que se desplomó al suelo hecho un pelele.

Horace recuperó la compostura al instante. Por fin había exorcizado sus demonios. No le había llevado más de cuatro minutos librarse de la amargura de cinco años, pero se sentía tranquilo y relajado. Se puso firmes y saludó al general.

—Lo lamento, señor. He perdido los estribos.

El general hizo una rápida llamada por teléfono y dos fornidos soldados negros entraron por la puerta del despacho y se llevaron al alemán a rastras sin andarse con miramientos.

—Siéntese, soldado…

—Greasley, señor.

—Soldado Greasley.

El general Parker alargó el brazo a su espalda y cogió una botella de bourbon de Kentucky y dos vasos de su armarito de bebidas.

—Le aseguro, soldado Greasley, que ese desagradecido ladrón alemán recibirá un trato sumamente severo.

—Gracias, señor.

—Mientras tanto, ¿acepta una pequeña muestra de agradecimiento por haber capturado a ese criminal?

—Desde luego, señor, encantado.

Cuando el whisky alcanzó el fondo de la garganta de Horace, su mente se remontó de inmediato a Ibstock, a Pretoria Road y a aquellas mañanas de Navidad tan especiales. El sabor del whisky siempre recordaba a Horace las mañanas de Navidad, los cumpleaños y el fuego de la chimenea. Apuró el vaso en dos largos tragos y lo deslizó sobre la mesa mientras sus ojos suplicaban que se lo volviesen a llenar.

El general Parker accedió a sus deseos y le colmó el vaso.

Se permitió el lujo de soñar y planear el futuro mientras lo embargaban los efectos del alcohol de alta graduación. Y se preguntó si sería demasiado pedir, si sería un sueño inalcanzable, poder pasar las siguientes navidades con la mujer que amaba.

Freddie Rogers y Dave Crump se marcharon al amanecer del día siguiente. Flapper Garwood y Jock Strain, el día después. Fueron despedidas emotivas. Horace los quería a todos ellos como hermanos. Se habían mantenido unidos a las duras y a las maduras y habían soportado el infierno de una guerra que ninguno de ellos deseaba. Tumbado en su catre, Horace pensó en los hombres que no habían sobrevivido. Aunque había pasado cinco años sometido a las emociones más tortuosas que un hombre pueda soportar, se recordó que era uno de los afortunados. El 2 de julio se encontraba en el dormitorio vacío con Jimmy White y el sargento mayor Harris. Sesteaban en sus literas sin otra cosa que hacer.

Se abrió la puerta del dormitorio. Jimmy White recibió órdenes de presentarse en la pista de aterrizaje al otro extremo del campo en veinte minutos. Fue así de rápido. La despedida fue más apresurada aún, pues ninguno de los dos quería demorarse en el pasado. Ahora les esperaba el futuro. Lo que habían logrado entre los dos era sencillamente monumental. Por extraño que parezca, ninguno de los dos lo mencionó.

Dos horas después también recibieron sus órdenes el sargento mayor Harris y Horace. Iban a trasladarlos a la base aérea de la RAF de Royston, en Hertfordshire. Desde allí irían en tren a la estación más próxima a su hogar.

El Dakota había sido toscamente remodelado y alterado para dar cabida a treinta soldados. Quince desconocidos iban sentados a cada lado del aparato con una holgada cuerda sobre el regazo, lo único que se asemejaba remotamente a un cinturón de seguridad. A Horace, que se subía a un avión por primera vez, le resultó de lo más angustioso. El sargento mayor Harris iba sentado enfrente, pero el estruendo de los dos motores de pistón radial Pratt & Whitney ahogaba cualquier intento de conversación con sentido.

Cuando llevaban una hora y veinte minutos de vuelo crepitó la voz del piloto en el intercomunicador. Apenas se oía su voz. Informó a los pasajeros de que se acercaban a territorio inglés y los hombres prorrumpieron en aplausos espontáneos y, sin embargo, sordos.

—Y ahora —anunció el capitán—, los blancos acantilados de Dover.

El avión se lanzó en picado y dio la impresión de que los motores perdían potencia. Horace notó que su última comida le hacía presión en la boca del estómago. El Dakota se estabilizó y oyeron de nuevo la voz del piloto.

—Allá va.

Con un estruendoso rechinar y un fuerte sonido metálico las enormes compuertas de bombardeo en la panza del avión sencillamente se abrieron. No había nada entre Horace y los blancos acantilados de Dover salvo cien pies de aire fresco. Horace se aferró al fino trozo de cuerda como si le fuera la vida en ello. Fue un bonito gesto y la vista de las formaciones cretáceas de la costa suroeste de Inglaterra eran magníficas, pero pensándolo bien, Horace hubiera preferido centrarse en la imagen de la calva del sargento mayor Tom Harris.

El avión tomó tierra en el aeródromo de Royston poco antes de anochecer. Los hombres se vieron sometidos a un discurso de bienvenida de cincuenta minutos pronunciado por uno de los oficiales que les informó de las últimas novedades sobre la guerra y, en particular, del trascendental día de la Victoria en Europa. Les asignaron alojamiento para esa noche y les dieron tanta cerveza gratis como fueran capaces de beber, y luego los enviaron a la cama tras darles de cenar pescado y patatas fritas.

A las doce del día siguiente un convoy de Land Rovers los llevó a la estación de tren de Stevenage y, al final, tras pasar lista y demás trámites burocráticos, los hombres subieron a bordo de trenes con destino a Northampton y Coventry, Ipswich y Oxford, Birmingham y, naturalmente, Leicester.

La estación de Leicester no había cambiado; milagrosamente, parecía haber eludido las bombas de la Luftwaffe. Horace fue el único que se apeó en la estación de Leicester. Se detuvo en el andén y se embebió del ambiente de la estación. Levantó la cabeza bien alto e inspiró el aire de Leicestershire mientras una lágrima solitaria le resbalaba por la mejilla.

El civil enviado para recoger a Horace no tuvo dificultad para identificarlo.

—¿Eres Joseph Greasley?

Horace casi respondió que no. No oía ese nombre desde que lo utilizaran en la oficina de reclutamiento en King’s Street.

—Jim… esto… Horace Greasley. El otro miró la tablilla que llevaba.

—Aquí pone Joseph.

—Es Horace.

El hombre levantó la mirada y sonrió.

—Bueno, pues Horace. —Le tendió la mano a guisa de bienvenida y Horace se la estrechó.

—Horace… Soy Bert, y he venido para llevarte a tu casa.