Dos días después el mismo grupo de hombres se encontraba en el mismo banco con vistas al mismo tramo de río. Fue Iván el que oyó el revuelo más arriba. Una docena de ciudadanos checos gritaban y señalaban el otro lado de la calle.
—¡Venid, rápido! —dijo a los hombres—. Han encontrado a un nazi en una tienda de muebles ahí enfrente.
Para cuando llegó el grupo, una muchedumbre de civiles se había congregado a la entrada de la vieja tienda. Horace miró la fachada entablada del imponente edificio de tres plantas. Iván se dirigió a los ciudadanos. El distrito a los pies del castillo de Hradcany era una de las zonas más elegantes de la ciudad. Horace se imaginó el comercio en otros tiempos, antes de la guerra, su dueño cosechando la recompensa de toda una vida de trabajo. Imaginó una casa agradable en un refinado barrio de la ciudad, una esposa bonita y varios hijos. ¿Qué había sido del propietario?, se preguntó mientras pasaba el dedo por el polvo que cubría las bisagras de latón y hurgaba en un agujero de bala a escasos centímetros de la puerta.
Iván interrumpió sus pensamientos al señalar a una anciana.
—Ésa mujer ha visto a un hombre de las SS en la ventana de la planta superior.
—¿Está segura? —indagó Jock.
Iván asintió.
—No tienen armas y les asusta entrar. Flapper retrocedió un paso.
—Entonces me parece que es cosa nuestra.
Arremetió contra la puerta con el hombro y la madera podrida del armazón cedió al primer impacto. Flapper cogió impulso para propinar un par de patadas a la puerta y pasó por el hueco que había abierto. Iván y los demás lo siguieron.
—Toma. —Iván abrió la funda y le cedió a Horace su revólver Nagant de fabricación rusa—. Ten cuidado, camarada. Mucho me temo que esa anciana puede estar en lo cierto.
Los cuatro hombres oyeron el ruido al mismo tiempo.
—¿Qué ha sido eso?
—A mí me ha parecido… un niño llorando.
El sonido venía del sótano. Flapper se dirigió hacia la puerta que acababa de derribar.
—Yo vigilo la puerta y vosotros tres echáis un vistazo.
Horace le pasó la pistola a Flapper y descendieron por una escalera en penumbra que llevaba a una especie de sótano. La puerta estaba entornada y esta vez no cabía duda de que el sonido procedía de una criatura, aunque no lloraba, sino que más bien gritaba: era una niña que se lamentaba como si la vida le fuera en ello. Cuando llegaron los tres hombres la niña se encogió de miedo. Tenía los brazos y las piernas retorcidos formando ángulos grotescos. Estaban rotos. Iván se arrodilló y le habló en checoslovaco. Le habló lentamente, calmándola, y unos segundos después fue ella la que habló. La niña lanzó un gemido, levantó apenas un par de centímetros la extremidad rota y señaló el rincón. El cuerpecillo de su hermano pequeño yacía encogido.
Jock se precipitó hasta allí.
—Sigue vivo… apenas… Está inconsciente. Joder, le han partido los bracitos y las piernas. —Jock contuvo las lágrimas que pugnaban por brotar—. ¿Qué clase de cabrón es capaz de algo así?
—Los de las SS —respondió Iván.
Pese al dolor, la niña habló en su lengua materna entre sollozos e Iván la escuchó y tradujo sus palabras a Horace y Jock.
—La niña y el niño encontraron un agujero en la parte de atrás de la tienda. Para ellos era un sitio donde jugar; creían ser los únicos que conocían el secreto. Jugaban entre las cajas y saltaban en el viejo sofá para ver quién llegaba más alto. —Iván se cubrió los ojos con la mano y meneó la cabeza. Luego levantó la vista—. Y entonces, hace un par de días, llegaron los de las SS —dijo con los dientes apretados—. Les pidieron que les trajeran dinero y mapas, comida y agua, y retuvieron a la niña mientras su hermano iba a su casa a ver qué podía encontrar. —Iván se mordió el labio inferior, del que brotó un fino hilillo de sangre. Temblaba de ira en un intento de mantener la compostura, procurando con todas sus fuerzas no venirse abajo delante de la pequeña—. El niño no trajo nada. Y esto… esto… fue su castigo.
La niña seguía hablando, arrastraba las palabras casi delirante de dolor. Iván se recostó en la pared, sus piernas, incapaces de seguir aguantando su peso.
—Dios mío… ay, Dios mío.
—¿Qué pasa? —preguntó Horace.
—No me lo puedo creer.
—¿Qué?
La niña señalaba unas viejas cajas de madera.
Iván habló entre las inevitables lágrimas.
—Uno de los soldados sujetaba la extremidad contra la caja mientras el otro cabrón se la partía como una rama en el bosque.
Los tres hombres guardaron silencio mientras calaba en ellos lo atroz de la tortura. Horace no alcanzaba a imaginar siquiera la maldad con que se habían topado aquellos dos niños inocentes.
Iván rompió el silencio:
—La niña dice que siguen aquí.
Jock Strain llevó al pequeño hasta donde se encontraba su hermana e intentó asegurar a la niña —en un acento y un idioma que ella no había oído nunca— que ahora estaban a salvo. Por lo visto ella lo entendió. Jock se quedó con los niños mientras Horace e Iván iban escaleras arriba hasta donde montaba guardia Flapper. Horace le relató la historia rápidamente mientras Flapper hervía de ira. Éste le devolvió la pistola a Horace y empezó a subir las escaleras de dos en dos, tal era su determinación a sacar de su madriguera a aquellos monstruos que se hacían pasar por seres humanos.
Los encontraron en la tercera planta, medrosamente refugiados tras unas estanterías. Levantaron las manos de inmediato y depusieron las armas. Horace inspeccionó las Luger. Se habían quedado sin munición.
Flapper no pudo contenerse. Se lanzó contra el primer oficial de las SS con los puños en alto y le golpeó la cabeza y el cuerpo en un incontrolable arrebato de ira. Cuando el hombre cayó al suelo continuó con la bota, venga a gritar obscenidades mientras proseguía con la paliza. Horace le dejó seguir durante un par de minutos y luego lo apartó. Flapper, jadeante, se quedó mirando el amasijo ensangrentado que gemía en el suelo. Iván se acercó a Horace y tendió la mano con la palma hacia arriba. Éste le dio la pistola al ruso. El oficial alemán de las SS se echó a llorar y suplicó clemencia.
—Bitte nein, Gnade! Erbarmen! —«¡No, por favor, tened piedad!».
Iván se volvió y se acercó lentamente al tembloroso oficial. Lo miró durante unos segundos, fijamente, y luego le escupió a la cara. El alemán redobló sus súplicas mientras la saliva le colgaba de la ceja y la nariz.
—Gott, nein… Gott, nein… bitte… bitte! —dijo entono de súplica.
Iván bajó la pistola y miró por la ventana de la tercera planta. Gritó algo a la muchedumbre en la calle por el agujero de un vidrio roto y Horace vio que la gente se retiraba unos pasos. Volvió a acercarse al alemán.
—¡Pégale un tiro a ese cabrón! —gritó Flapper desde el otro extremo de la habitación.
Iván levantó el arma y apretó el gatillo.
La bala del calibre 7.62 le hizo trizas la rótula al oficial, que aulló como un perro apaleado. Otra bala en la otra rótula y se vino abajo hecho un guiñapo histérico, pidiendo clemencia a gritos.
Horace y Flapper fueron entonces testigos de algo imposible.
Iván Gregatov era un soldado de constitución más bien delgada y no debía de medir más de uno setenta. El oficial alemán de las SS al que acababa de dejar tullido medía más de un metro ochenta y pesaba como mínimo diez kilos más.
Pero el joven Iván sacó fuerzas de su ira. Aferró al hombre suplicante por el cuello y con una sola mano lo estampó contra la pared del fondo. Las piernas inútiles del alemán pendían lánguidas mientras se esforzaba por tomar aire. La otra mano del ruso fue a parar a sus testículos y con un grito y una descarga de adrenalina cargó todo el peso del cuerpo del alemán y lo levantó por encima de su cabeza. Lo mantuvo en alto un par de segundos en una estrafalaria demostración de furia y fuerza y, arrastrando los pies, se volvió en dirección a la ventana y la acera más abajo. Dio dos pasitos vacilantes y lanzó al alemán, que no dejaba de lloriquear, contra los vidrios de la ventana.
El alemán gritó sin parar durante los dos segundos que le llevó alcanzar el suelo. Apenas estaba consciente cuando la muchedumbre se abalanzó sobre él. En menos de un minuto lo patearon hasta matarlo.
Un gruñido procedente del suelo recordó a los hombres que aún quedaba un oficial de las SS. Sin más ceremonias, obligaron a puntapiés al alemán, medio aturdido, a bajar los tres tramos de escaleras y salir a la calle, donde lo dejaron en manos de la turba que clamaba venganza.
Los niños estaban tumbados en camillas improvisadas con tablones, atendidos por varias mujeres. Un médico inyectó en el brazo del pequeño una sustancia cristalina. Estaba consciente e incluso se las arregló para esbozar una sonrisa tímida al acariciarle Jock el pelo. El escocés se despidió con la mano de los niños cuando se los llevaban de allí a toda prisa.
Entonces centraron la atención en el hombre de las SS que yacía implorante en la acera. Jock y Horace, Flapper e Iván permanecieron impasibles mientras ataban al alemán por los tobillos. El otro cabo de la cuerda lo lanzaron a lo alto de una farola y cuatro o cinco hombres lo izaron para dejarlo oscilando como un péndulo, sus ojos aterrados escudriñando la muchedumbre, a la espera del siguiente movimiento.
Apareció misteriosamente una lata de combustible y el alemán empezó a gritar:
—Nein… nein!
El orgulloso portador de la lata disfrutó de lo lindo vertiendo poco a poco hasta la última gota de combustible sobre el uniforme negro del Waffen SS. El líquido le cayó por la cara, quemándole los ojos y la boca. Para prolongar la agonía de la tortura un poquito más, el que llevaba la lata trazó una línea de combustible de unos tres metros y pico y se quedó allí plantado con una mueca de satisfacción. Metió la mano en el bolsillo y encendió una cerilla mientras el alemán se contorsionaba y retorcía igual que una trucha en una red de pesca. Levantó la cerilla encendida y tras unos segundos hincó una rodilla.
Cuando estallaron las llamas el gentío prorrumpió en una ovación y algunos hombres lanzaron patadas contra la cabeza del militar agonizante. Los gritos y aullidos del soldado de las SS resonarían en los oídos de Horace durante muchos años y las pesadillas del hombre que se mecía en llamas lo acosarían una noche tras otra.
Los hombres regresaron al campo casi sin decir palabra. Iván masculló algo quedamente en su idioma materno.
A la mañana siguiente, Horace encontró una nota en la cama. A duras penas era inteligible. Decía simplemente: «Soy peor que ellos».
La firmaba «Iván».
Jock Strain encontró al joven ruso colgado por el cuello de un cable eléctrico en el bloque de las letrinas. Llevaba un buen rato muerto.