Horace abrazó a sus grandes amigos, Jock y Flapper, Freddie Rogers y, naturalmente, Chalky White. Algunos soldados rusos se sumaron a ellos; resultaba bastante extraño y abrumó a la mayoría de los hombres, que rompieron a llorar abiertamente. Hombres que habían estado cautivos más años de los que alcanzaban a recordar de pronto caían en la cuenta de que sus días en común estaban contados. Hombres que estaban literalmente hartos de verse intentaban contener las lágrimas y se aferraban a los últimos restos de su amistad. Por primera vez intercambiaron direcciones e hicieron planes para futuros encuentros y reuniones. Freddie Rogers invitó a todo aquél que le escuchase a un fin de semana en la isla de Man y prometió celebrar la fiesta más grande que se hubiera visto en Douglas. Horace dio palabra de que allí estaría.
Él también se enjugó las lágrimas de la cara, pero las suyas no eran por los compañeros que habían sufrido con él, las suyas eran por su rosa inglesa. Se preguntó dónde demonios estaría y si seguiría con vida siquiera.
Transcurrieron seis largas horas antes de que el convoy de diez camiones rusos de cuatro toneladas llegara hasta los hombres que esperaban pacientemente. Cuánto habían esperado ese momento. El tiempo ya no era la cuestión. Habían fumado sus últimos cigarrillos mientras estaban sentados bajo el sol de media tarde, y comido las últimas chocolatinas y galletas de sus paquetes de la Cruz Roja, ahora ya casi agotados. Les aseguraron que en Praga tendrían cigarrillos, comida y bebida en abundancia. Cuando subieron a los camiones les repartieron más vodka y sus aliados rusos los recibieron con fuertes apretones de manos.
Era el 24 de mayo de 1945. Horace había estado en cautividad cuatro años y 364 días. Cinco años menos un día.
Les llevaría casi cuatro horas llegar a Praga. Varios hombres se emborracharon a base de bien. Por lo visto, a pesar del racionamiento de cigarrillos, pan e incluso balas, siempre había vodka más que de sobra. Algunos soldados rusos se habían unido a sus aliados en el remolque del camión y uno llevaba la voz cantante. Estuvieron cantando durante horas. Un ruso bastante fornido entonó prácticamente todas las canciones folclóricas de la historia de la Unión. Los exprisioneros de guerra intercalaron en su retahíla sus propias interpretaciones de «I Belong to Glasgow» y «The Northern Lights of Old Aberdeen», y Flapper cantó con voz terriblemente ronca su versión de «Maybe It’s Beacause I’m a Londoner». Unos galeses cantaron sobre las colinas y los valles, y el único irlandés se lamentó de los solitarios muros de una prisión y una joven que lo llamaba. Cantó acerca de los campos lejanos y de cómo nada importa cuando eres libre. Cantó como un ruiseñor. Horace escuchó la letra; la canción hablaba de una nación oprimida, de un hombre enviado a un millón de millas del único lugar que había conocido, lejos de su familia, lejos de su casa sin apenas motivo alguno. Horace se fijó en que a un solemne joven ruso le resbalaban lágrimas por la cara mientras el irlandés cantaba ante un público callado y respetuoso. Cuando terminó, los soldados prorrumpieron en una ovación espontánea y le rogaron que volviera a cantar, pero él se negó.
Todo aquello le resultaba excesivo a Horace. Para él no había celebración, ni canciones a las que recurrir que hablasen de la futilidad de la guerra, de la crueldad humana y la humillación, el genocidio y la desesperación. Nadie había escrito esas letras; nadie había compuesto una canción semejante. Nadie cantaba la historia de un amor prohibido en circunstancias imposibles; no había palabras para describirlo… no había palabras.
Cuando se acercaban a las afueras de Praga, la mitad del camión se sumió en un estupor ebrio mientras el resto parecía esforzarse por fijar la mirada en el hombre que tenía sentado justo delante. Todos salvo el ruso solitario que permanecía en silencio.
Horace no podía culpar a los hombres de su actitud, no podía y no pensaba privarlos de un momento semejante, y sin embargo, él parecía ser el único sobrio a bordo.
Cuando se bajó del remolque del camión la escena que se reveló ante sus ojos parecía salida de una película de terror. Todos los soldados rusos parecían borrachos, hasta el conductor que se apeó de la cabina estaba aferrado a una botella de vodka. Cuando chocó con una farola, Horace se preguntó cómo se las habían apañado para llegar a Praga sin percances. Las calles de la ciudad estaban sembradas de cadáveres o cuerpos agonizantes, soldados alemanes muertos totalmente carbonizados colgaban de las farolas, y el olor a gasolina y carne quemada impregnaba el aire vespertino en calma. Horace observó el cadáver ennegrecido y destrozado de un soldado de las SS que se mecía de una manera sobrecogedora del cartel metálico que sobresalía a la entrada de un comercio.
—Hay muchos alemanes escondidos en la ciudad, camarada. —Era el oficial ruso que hablaba inglés, el que los había liberado y conversado con el sargento mayor Harris—. No pienso impedírselo. Tienen que vengarse. Los alemanes han masacrado a millones de compatriotas míos.
Un grupo de soldados rusos había encontrado a una joven alemana oculta en una carbonera debajo de una ferretería. El nombre del comercio la había delatado: Herbert Rosch. Herbert era su padre, alemán de nacimiento; su esposa, Ingrid, era originaria de Praga, checa de los pies a la cabeza. Herbert detestaba el régimen nazi tanto como su mujer. Se enamoraron y se casaron en 1928. A los dos los habían quemado vivos, colgados de una farola, una hora antes, mientras su única hija lo presenciaba aterrorizada por la ranura de una pequeña ventana del semisótano. Se había enterrado en carbón intentando escapar de la muchedumbre, pero un joven soldado ruso había visto un poco de carne al descubierto. Tenía la cara ennegrecida de polvo. No debía de tener más de dieciséis años. Los rusos la arrojaron al suelo y cayó de rodillas.
—¿Qué culpa tiene ella? —le increpó Horace—. Era una niña cuando empezó la guerra. Haga el favor de decirles que paren.
El oficial ruso se alejó mientras uno de sus sargentos empezaba a desabrocharse los pantalones. Sus camaradas lo jalearon cuando empezó a zarandear su tremenda erección delante de la cara de la chica, y luego le arrancaron a zarpazos la ropa a la muchacha hasta que quedó desnuda. La lanzaron sin miramientos contra el sidecar de una motocicleta y dos hombres la obligaron a abrirse de piernas. Cuando el sargento se colocó detrás de la chica, que no dejaba de gritar, y le introdujo los dedos en la vagina de cualquier manera, Horace se precipitó hacia ella en un vano esfuerzo por brindarle algo de protección.
Como salida de la nada le llegó aquella sensación tan conocida del culatazo de fusil en la sien y cobró conciencia de que el suelo se abalanzaba hacia él a una velocidad difícil de comprender.
Cuando recuperó el conocimiento una hora después, Flapper le contó la historia. El repugnante espectáculo lo había despejado rápidamente. Al menos veinte rusos habían desahogado su frustración sexual y su furia con la pobre chica turnándose para violarla. Un general ruso terminó por ahorrarle más sufrimiento metiéndole un balazo en la nuca. El gentío que presenciaba la escena aclamó la ejecución.
—Son tan malos como los alemanes, Jim. No has visto lo peor.
A Garwood le resbalaron lágrimas por las mejillas. La mugre de la marcha empezó a correr formando riachuelos diminutos en la cara del hombretón.
—Al principio pensaba que sólo violaban a las chicas alemanas. Aunque parezca extraño, eso lo podía entender. Pero no suponía la menor diferencia, Jim, se aprovechaban de todas y todo estaba permitido. Han violado a las alemanas y las checas, las polacas y las eslavas, y sus mandos se limitaban a mirar. Jóvenes y viejas, Jim, les daba igual. Las violaban en las aceras y en las entradas de los comercios, y cualquier pobre bruja de la que se sospechase que tenía medio litro de sangre alemana era ejecutada allí mismo una vez que se habían despachado a gusto con ella.
Garwood lloraba ahora a lágrima viva, sollozaba como una criatura.
—Esto no tendría que ser así, Jim. No tendría que haber terminado de esta manera.
Y Horace lo abrazó mientras le caían las lágrimas a él también.
Llegaron al campo provisional a las afueras de Praga poco después de medianoche. Pese a sus temores de que los dispersarían, Horace y Garwood, Jock Strain, Dave Crump y Freddie Rogers se las arreglaron para permanecer juntos. Serían separados dentro de pocos días, les dijeron, así que más les valía aprovechar el tiempo. Fue asignado a su alojamiento un soldado ruso que también dormía con ellos. Era el joven que se había deshecho en lágrimas en el remolque del camión que los llevaba a Praga. Horace lo vio sentarse en un jergón y luego quedarse mirando el vacío. Tenía los ojos hundidos y la mirada huera: eran un reflejo del horror y el sufrimiento. Llevaba el peso de las penurias del mundo sobre sus hombros.
Horace se le acercó.
—Hablas inglés, amigo mío. —Era una afirmación, no una pregunta.
El ruso asintió.
—¿Cómo lo sabías?
Horace le puso una mano en el hombro.
—La canción del irlandés en el camión te hizo llorar.
El ruso se puso en pie.
—Es verdad, camarada, me hizo llorar. Cantaba sobre el trinar de los pájaros en libertad. Era hermoso… Cantaba como el pájaro de la canción.
Y volvieron a aflorar las lágrimas a sus ojos.
—¿Y cómo es que eso te entristece tanto?
El ruso suspiró mientras caminaba arriba y abajo por el suelo de madera.
—He estado en un lugar donde los pájaros no cantan. He estado en un lugar llamado infierno.
—¿Cómo te llamas, soldado?
El muchacho ruso levantó la vista.
—Iván, me llamo Iván.
La situación reflejaba una cierta normalidad a la mañana siguiente. Los rusos estaban sobrios, la mayoría de resaca, y muchos prisioneros aliados se quejaban de los peores dolores de cabeza que alcanzaban a recordar. Flapper Garwood había pasado sus horas de sueño sumido en un infierno de pesadilla reviviendo los sucesos de la noche anterior y Horace se las había arreglado para dormir unas horas en las que sus sueños iban fluctuando entre la visión celestial de Rose y la imagen sumamente real de la adolescente apaleada, magullada y asesinada. ¿Cómo era posible que la misma forma femenina pareciera tan distinta, despertase emociones tan diferentes en un hombre?
Entonces lo oyó: iban a pasar lista.
¿No era increíble? El maldito trámite de pasar lista otra vez, pensó Horace mientras permanecía en formación y oía al cabo ruso gritar en inglés su nombre, regimiento, rango y número. Era de esperar, supuso, que los rusos tuvieran que dividir a los hombres por regimientos o incluso por condados a fin de organizar el número necesario de aviones con destino a los lugares correctos en Gran Bretaña.
Tras un abundante desayuno con huevos revueltos, salchichas y tostadas les dijeron que podían pasear por la ciudad con toda libertad, pero les advirtieron que aún podía haber reductos de resistencia alemana escondidos en los barrios de las afueras. Les dieron una generosa cantidad de dinero y les dijeron que regresaran al campo antes del anochecer. Iván los acompañó.
Las calles estaban curiosamente silenciosas y no había mucho que hacer. Se las apañaron para encontrar algún que otro café con cerveza checa carísima y algunos hombres consiguieron encontrar a las numerosas prostitutas checas que seguían haciendo la calle.
Horace se sentó en el Café Milena con Freddie, Iván, Jock, Ernie y Flapper, y estuvo tres horas delante de un vasito de cerveza. Jock y Freddie habían incrementado un poco el ritmo y Flapper estaba bebiendo como si no fuera a llegar el día de mañana, intentando apartar de su mente los recuerdos de la víspera. Iván sólo tomaba café.
Eran poco más de las doce del mediodía cuando oyeron el revuelo en la calle. Un ciudadano checo irrumpió en el café; la camarera les contó el meollo de la conversación en perfecto inglés. Dos hombres de las SS se habían hecho con un tanque T34 ruso. Sería su canto del cisne, su última misión suicida, y estaban decididos a acabar con tantos soldados aliados como les fuera posible, a causar tantos destrozos en la antigua arquitectura de Praga como estuviera en su mano, disparando contra todo y contra todos con sus cañones de 85 mm.
Los tanques rusos habían rodeado a los hombres de las SS y bloqueado su ruta de retirada, pero los alemanes estaban luchando a brazo partido en el tanque de construcción rusa. El tanque avanzó con gran estruendo hacia el Café Milena. Horace y sus amigos dieron un paso atrás cuando una muchedumbre frenética se abalanzó contra el tanque cual hormigas sobre una mosca muerta. Por increíble e inexplicable que fuese, dio la impresión de que el tanque aminoraba la velocidad.
—Se le ha terminado el combustible —dijo Freddie Rogers a modo de explicación.
En efecto, en el momento en que Rogers pronunciaba esas palabras, el tanque renqueó, brotó un penacho de humo negro del escape en la parte posterior del vehículo y el tanque se detuvo a veinte metros escasos de la entrada del café. Los amigos vieron cómo el gentío golpeaba la torreta del carro blindado e intentaba abrir la compuerta haciendo palanca con cualquier cosa que les permitiera abrirse camino hasta el enemigo en el interior. Horace sólo alcanzaba a imaginar el miedo a una muerte segura que debían de estar sintiendo los hombres de las SS dentro del tanque.
Resonó una ovación entre él gentío cuando la escotilla de emergencia cedió de repente. Las manos de los soldados rusos y los ciudadanos checos que lanzaban zarpazos contra ella la abrieron como si de una lata de tomate se tratara. Tres o cuatro asaltantes introdujeron el brazo y sacaron a uno de los ocupantes del tanque. En cuanto su cuerpo salió a la luz del día la muchedumbre lo atacó con puños y palos. Un hombre se sirvió de un gato de automóvil para descargar un golpe tras otro sobre el cráneo y los hombros del alemán. Estaba casi inconsciente cuando el grueso de la muchedumbre se sumó a la paliza con sus botas.
El Oberfeldwebel Lorenz Mayr no estaba en condiciones de padecer el horror de que lo quemasen vivo. Le arrancaron su uniforme de las SS e indecorosamente desnudo lo colgaron de la farola boca abajo con una cuerda. Mientras el gentío lanzaba vítores, lo subieron a cinco metros de altura. La sangre se le fue al cerebro y escapó por las fracturas y los agujeros que tenía en el cráneo. Fue demasiado para él. Se sumió en un estado de inconsciencia del que nunca se recuperaría. No llegó a percatarse de la gasolina que derramaban sobre él, y menos aún de las llamas que lamían su cuerpo. Y luego el gentío dirigió su atención hacia el otro hombre de las SS acurrucado en las profundidades del tanque. Su paciencia se había agotado y esta vez recurrieron a la potencia del combustible, vertiendo un litro tras otro en el reducido espacio. La turba profirió alaridos y aclamaciones cuando el aterrado oficial de las , empapado hasta los huesos en combustible, salió con las manos bien altas en una patética muestra de rendición.
Horace cerró los ojos cuando la primera cerilla alcanzó la ropa empapada del alemán, que empezó a gritar en el momento en que una incontrolable bola de fuego estallaba a su alrededor y se fue corriendo calle abajo. Mientras él gritaba, la muchedumbre lo vitoreaba. En cuestión de diez segundos, cayó al suelo. Quedó en silencio: todo había terminado. Al principio Horace pensó que el gentío lo pisoteaba para intentar apagar las llamas, pero mucho después de que las llamas hubieran remitido seguían lanzándole pisotones, y siguieron descargando patadas sobre su cara y su cuerpo mucho después de que hubiera exhalado su último suspiro.
Iván permaneció en el umbral y lo observó todo, aterrado.
—Somos peores que los nazis.
Había transcurrido una semana y la mayor parte de los focos de resistencia alemana, los rezagados —los hombres desesperados que por alguna razón habían quedado atrás—, habían sido obligados a salir de sus escondrijos y masacrados.
Los exprisioneros de guerra estaban cada vez más intranquilos, un tanto preocupados por el retraso de los aviones que debían llevarlos de regreso a casa. Los rusos les explicaron que cientos de miles de prisioneros aliados estaban esperando la repatriación y tendrían que armarse de paciencia; sencillamente no había aviones suficientes disponibles.
Era mentira. Aunque los prisioneros no lo sabían, los estaban utilizando como moneda de cambio, peones en un extraño juego de negociación. Stalin había insistido en que un millón y medio de prisioneros soviéticos debían ser enviados de vuelta a Rusia. Los prisioneros de guerra se habían rendido voluntariamente a los alemanes; miles de ellos habían llegado a sumarse al esfuerzo bélico alemán; otros simplemente eran anticomunistas.
La repatriación a Rusia suponía una muerte segura en los gulags y tanto Churchill como Harry S. Truman, el nuevo presidente de Estados Unidos, rechazaron de plano la exigencia de Stalin.
El líder ruso se limitó a esperar el momento propicio mientras los ciudadanos de Estados Unidos y Gran Bretaña exigían saber cuándo regresarían a casa sus hombres.
Era el 6 de junio de 1945. El ejército ruso enviado a Praga para liberarla de los nazis ya no se encontraba en estado de alerta. Mientras muchos iban camino de Berlín, otros jugaban al fútbol en los parques y las calles. Era el día en que los aliados habían acordado dividir Alemania en cuatro áreas de control. Los rusos que quedaban en la ciudad parecían haberse calmado después de tres semanas de violencia, violaciones y matanzas. Por primera vez Horace reparó en la gente normal de Praga que intentaba rehacer su vida, ocupándose de sus asuntos cotidianos. Por primera vez, las chicas y las mujeres de la ciudad se atrevían a salir a la calle.
Iván y Horace, Jock Strain y Flapper paseaban a la sombra del castillo de Hradcany a orillas del río Moldava. Era un día de verano de aire balsámico y sofocante pero el sol aún no había hecho acto de presencia. El río reflejaba el cielo gris de aspecto siniestro. El río Moldava era un reflejo del estado de ánimo de los hombres.
Eran libres de pasear por la ciudad, libres de hablar y comer allí donde quisieran y cuando quisieran, y eran libres de ir y venir del campo a las afueras de la ciudad a su conveniencia, siempre y cuando estuvieran presentes cuando se pasaba lista a las nueve de la mañana.
Pero lo único que querían todos los hombres era volver a su casa.
Horace sospechaba que Iván tenía órdenes de vigilar a los soldados ingleses, de asegurarse de que no huían ni intentaban cometer alguna estupidez. Llevaba su fusil en todo momento. Los hombres lo interrogaban de la mañana a la noche, pero Horace tenía claro que no sabía nada acerca de cuándo los llevarían de regreso a su hogar los aviones aliados. Horace e Iván se sentaron en un banco junto al río y contemplaron el cauce de aguas revueltas que había sido testigo de tanta muerte y destrucción a lo largo de las últimas semanas. Iván dijo:
—Llevo desde principios de mayo en esta hermosa ciudad que los alemanes ocuparon hace años. He oído toda suerte de historias acerca del alzamiento y cómo los ciudadanos de Praga lucharon contra los nazis a brazo partido con armas de pequeño calibre robadas. —Se interrumpió y miró a Horace—. Y aun así, mis camaradas los violaron y asesinaron por diversión.
—No es culpa tuya, Iván, no debes…
—Sí es culpa mía. Es culpa mía que muriera Sergéi —le espetó—. Es culpa mía que no moviera un dedo para evitar que violaran y asesinaran, es culpa mía… es todo culpa mía. —Iván hundió la cabeza entre las manos y estalló en sollozos—. Siempre será culpa mía —farfulló por entre la cúpula que formaban sus dedos mientras su cuerpo era sacudido por el llanto.
Horace le cogió la mano.
—No es culpa tuya, Iván, es culpa de quienes dirigen todo el asunto, de los políticos y los líderes que permiten que hombres normales y corrientes cometan actos semejantes. Es culpa de los capitanes y generales que no hacen nada por evitarlo.
Iván levantó la mirada. Tenía los ojos enrojecidos y las mejillas surcadas de lágrimas; esbozó una sonrisa falsa.
—Tienes razón, camarada. —Le retembló el labio inferior mientras se enjugaba las lágrimas de la cara—. No es culpa mía. Yo no pedí que me enviaran a la guerra.
—Yo tampoco —dijo Horace con una sonrisa—. Yo tampoco.
Cuando el grupo de hombres se alejaba del río, Horace le planteó la pregunta:
—Dime quién era Sergéi, Iván.