23

Los guardias alemanes despertaron a los prisioneros poco después de las tres de la madrugada. Les ordenaron que se preparasen para evacuar el campo. Treinta minutos después habían dejado atrás el recinto y caminaban por la carretera junto al bosque con la que tan familiarizado estaba Horace. Pasaron por el lugar donde se había citado con Rose la mañana de Navidad. Buscó con la mirada el petirrojo, pero no estaba por ninguna parte.

Los hombres se encontraban en un extraño estado de calma precavida; iban por territorio desconocido con la larga marcha serpeando por la tortuosa carretera. Horace reparó en la ausencia de algunos guardias; no los acompañaban en la marcha. Los oficiales habían desaparecido y los sargentos también, y naturalmente tampoco se veía al comandante del campo por ningún sitio. Se preguntó qué significaba todo eso. Cuanto más caminaban más seguro estaba de que se dirigían hacia la libertad. Si los guardias hubieran querido matarlos a tiros los habrían llevado al bosque al lado del campo y los habrían masacrado allí. Sencillamente no había razón para hacerles marchar un kilómetro tras otro.

Algún que otro hombre les planteaba la pregunta a los guardias. Eso habría sido insólito unos meses atrás. Aun así, los guardias no querían revelar nada. Horace tenía la clara sensación de que sabían tan poco como los prisioneros mismos. Tras una hora o así llegaron al cruce de caminos donde había hablado Horace con Herr Rauchbach. Los guardias alemanes les dijeron que descansasen un rato mientras bebían agua y fumaban un pitillo. Los prisioneros permanecieron con la boca seca; tenían tanta prisa por irse que no habían cogido provisiones para los prisioneros.

Continuaron marchando una hora tras otra, sobre todo por las carreteras, aunque de vez en cuando los guardias los obligaban a adentrarse en el bosque o ir campo a través. Siguieron marchando durante la hora del desayuno y también durante la hora de comer, pero sus vigilantes no les proveyeron de comida ni de agua. Algunos prisioneros habían guardado pastillas de chocolate de sus paquetes de la Cruz Roja o un par de galletas que intentaron compartir como mejor podían con sus compañeros. Flapper mascaba una cebolla igual que si fuera una manzana. Había recogido lo poco que quedaba del huerto y lo repartió entre los prisioneros. Horace volvió a comer hojas de diente de león e hizo correr por la larga hilera la información de que cada una de esas hojas contenía sustancias nutritivas en abundancia.

A los guardias alemanes no les iba mucho mejor mordisqueando sus raciones de galletas y chocolate. De tanto en tanto preparaban café y se repartían paquetes con sándwiches envueltos. En ningún momento hicieron ademán de ofrecer nada a los prisioneros. A primera hora de la tarde el zumbido de un avión en las alturas obligó a toda la columna a tumbarse boca abajo. Horace habría jurado que pasaba a escasos palmos por encima de su cabeza cuando levantó la mirada y vio que el piloto ruso estaba evaluando la situación. El avión se ladeó e hizo otra pasada, desviándose esta vez a unos ochocientos metros de los hombres varados y aislados. Había oído historias sobre soldados alcanzados por fuego amigo, sobre todo en lo que concernía a los americanos. Ésta vez no tenía por qué preocuparse. El avión los pasó de largo, se ladeó bruscamente y el estruendo de sus motores se adueñó del cielo. Horace calculó que estaba unos cinco kilómetros hacia el oeste cuando descendió en picado. Fue entonces cuando se fijaron todos en qué tenía puesta su atención el piloto. Un tren alemán cargado de tropas, tanques y vehículos diversos, demasiado lejos para que lo oyeran o se fijaran siquiera en él los prisioneros y los guardias, avanzaba lentamente por las vías en el largo trayecto de retirada hacia Berlín. El Ilyushin 2 Shturmovik atacó el tren con un tenue bramido de su ametralladora de 7.62 mm. y sus cañones de 30 mm. Otro bramido, esta vez de aprobación, por parte de los prisioneros. Los guardias se detuvieron a ver el espectáculo que acontecía ante sus ojos sin hacer nada.

Una y otra vez el Ilyushin 2 Shturmovik se ladeaba en el aire para alejarse y regresaba. Mientras que la tripulación no desperdiciaba munición y era certera con cada proyectil, las tropas alemanas a bordo del tren intentaban en vano derribar el aparato. Cuatro o cinco penachos distintos de humo surgieron del tren alcanzado. Se había detenido. El piloto ruso se alejó, satisfecho con el resultado. Se dirigió hacia la hilera de prisioneros, la mayoría de los cuales estaban ahora en pie, jaleando al avión. Cuando el piloto ruso se aproximaba al grupo de prisioneros arracimados ejecutó un giro de la victoria y se perdió de vista por encima de las copas de los árboles del bosque que bordeaba la carretera. Fue la última vez que lo vieron. Algunos guardias alemanes lanzaron juramentos y maldiciones, pero no intentaron desquitarse con los prisioneros. Los otros guardias estaban visiblemente hoscos, callados, resignados a la derrota y plenamente conscientes de que se encontraban en los días postreros del conflicto.

Para el anochecer los hombres estaban agotados. Aquélla horrenda sensación de vacío que tan bien recordaba Horace lo acompañaba de nuevo. Volvió a notarla a la hora de desayunar y también a la de comer al día siguiente. Los prisioneros se estaban poniendo inquietos y varios hablaron sin tapujos de reducir a los guardias y dirigirse por su cuenta hacia el frente ruso. Los guardias alemanes parecían decididamente incómodos y sus dedos se contraían con nerviosismo y rozaban el gatillo de sus fusiles. Era sólo cuestión de tiempo que alguno se viniera abajo. Ésa tarde se suspendieron temporalmente los planes de amotinamiento cuando los alemanes hicieron un anuncio. Habían decidido acampar cerca de una pequeña granja junto a la carretera. Parecía abandonada, como si los habitantes hubieran decidido marcharse a toda prisa. Los alemanes les dijeron a los prisioneros que podían rondar por la finca en busca de comida. Apostaron siete u ocho guardias en el perímetro de la granja con los fusiles amartillados. El Feldwebel alemán, el sargento, dejó bien claro que los guardias habían recibido órdenes de disparar a matar contra cualquier hombre que intentara escapar. Horace se percató de la desesperación en su voz; habían cambiado las tornas, y en ese preciso instante Horace supo que sus carceleros ya no los retendrían mucho más tiempo. Temía lo desesperado de la situación: la tensión en el aire hubiera podido cortarse con un cuchillo. Los prisioneros ponían empeño en sonreír y bromear cuando los guardias podían oírlos, lo que agravaba la tensión en el ambiente.

Jock Strain se acercó a Horace con una amplia sonrisa.

—Tú trabajabas en una granja, Jim, ¿verdad?

—Así es, Jock. ¿Por qué? ¿Qué pasa?

—Los muchachos han encontrado un cerdo con una carnada de lechones y están que se mueren de hambre.

—¿Los lechones?

—No, los hombres, ellos…

—Claro que los hombres, pedazo de bobo escocés. —Horace se echó a reír y se puso en pie con el aroma a beicon avivando ya su sentido del olfato—. Tú prepara el fuego y yo voy a buscar un cuchillo.

Horace encontró un viejo cuchillo de deshuesar en lo que parecía una taller provisional al fondo de una casa de labranza. El recuerdo de las enseñanzas de su padre cuando tenía catorce años se había desvanecido pero no tardó en regresar cuando envió a cuatro de los lechones a mejor vida y empezó a preparar sus cuerpecillos para el fuego. Un carnicero de Derbyshire disfrutó de lo lindo ayudándole y en cuestión de una hora los lechones se estaban asando espetados encima de una hoguera al aire libre. El olor era paradisíaco. Cerró los ojos y se vio transportado a la pequeña cocina del 101 de Pretoria Road, en Ibstock. Estaba con mamá y papá, Sybil y Daisy… Abrió los ojos, le sonrió a Jock Strain, que tenía en las manos un plato y un tenedor que había encontrado en un cajón de la cocina de la casa.

—Aún falta una hora o así, Jock. ¿Podrás esperar? No querrás intoxicarte por comer carne cruda, ¿verdad? Jock sonrió con sorna.

—Claro que puedo esperar, Jim, aunque dudo que con la mierda que he comido durante cinco años vaya a hacerme daño un poquito de carne cruda.

—Es posible, Jock, pero más vale esperar.

La sonrisa de Jock se esfumó cuando un cabo alemán apareció como por arte de magia entre el humo que despedía la hoguera. El fusil le colgaba amenazadoramente del hombro y sonrió al tiempo que decía en un inglés chapurreado.

—Olor bueno, ja?

Horace le respondió en perfecto alemán.

Es riecht wunderbar. —«Huele de maravilla».

El alemán acarició con nerviosismo la culata del fusil a la vez que recurría a su lengua materna:

Ich habe Anweisung von dem Feldwebel, ein Schweinchen fuer unser Essen mitzunehmen. —«El sargento me ha dado orden de que me lleve un lechón».

Horace se levantó y dio un paso adelante. Las llamas le lamieron peligrosamente las botas mientras entornaba los ojos para mirar entre el humo. Hizo rechinar los dientes, alzó el cuchillo ensangrentado delante de su cara y le bramó al hombre asustado.

Sag dem Hurensohn, er bekommt nichts. —«Dile a ese hijo de puta que va a quedarse sin probarlo».

Flapper dio un paso adelante y se colocó a la izquierda de Horace. Jock apareció desde el otro lado con el tenedor en alto delante de él y el alemán se echó a temblar. Procuró recobrar la serenidad pero no sirvió de nada. Se le contrajeron los músculos faciales. Intentó controlarlos pero las diminutas palancas y poleas que los hacían funcionar desobedecieron las órdenes del cerebro. Quería mantenerse firme pero no era precisamente fuerte ni estaba curtido en la batalla, pues había pasado la guerra entera vigilando campos de prisioneros de guerra a cuatro o cinco kilómetros de su pueblo natal. Retrocedió un paso y señaló a Flapper con un dedo extendido.

—Os harán fusilar a todos, Arschloecher! —«Gilipollas».

Cuando les dio la espalda y se alejó a paso ligero, Horace le gritó:

Wichser!

Jock lo miró.

—¿Qué significa eso, Jim?

Horace sonrió.

—Le he dicho que es un mamón.

—Hablas muy bien alemán, Jim. —Era Freddie Rogers—. Pero me temo que igual los has cabreado un poco. Más nos vale tener cuidado, buscar más armas por aquí y preparar un pequeño comité de bienvenida si queremos conservar el jamón.

—¿Qué los he cabreado? Joder, aún no he hecho ni empezar —respondió Horace. Miró a Jimmy White, Flapper y Jock Strain y sonrió. Fue una sonrisa de colegial, una sonrisa retadora, una mueca que decía: «A ver hasta dónde podemos apretarles las tuercas»—. Jock, Jimmy, vamos a montar la radio delante de las narices de los alemanes y a dejar que nos vean hacerlo.

—Eres un maldito Arschloch, Ernst. Ésos ingleses van a pensarse que estamos asustados.

—Sí, Ernst, y tenemos hambre. ¿Dónde está el cerdo?

El cabo Ernst Bickelbacher sintió un miedo tremendo de súbito. Esperaba cierta comprensión a su regreso del enfrentamiento con los prisioneros, un poco de apoyo al menos. Esperaba que sus compañeros de armas se pusieran furiosos, listos para volver y darles a los perros ingleses una lección que no olvidarían. Ahora resultaba que era culpa suya y nadie parecía tener mucha prisa por mover el culo. Y había oído por la radio de los prisioneros que en Silesia un millón de rusos estaban liberando docenas de campos. No se hacía mención de lo que les estaba ocurriendo a los guardias de esos campos pero Ernst Bickelbacher se lo podía imaginar. Karl Schneid dijo:

—¿Qué se puede esperar si enviáis a un puto paleto? Deberíais haber enviado a un muchacho de Berlín.

Karl Schneid se consideraba más duro que la mayoría de aquellos malditos pueblerinos engendrados por endogamia. Al menos él había visto un poco de acción en el frente antes de que un balazo en la rótula lo obligara a ser destinado al este de Silesia. Ésos cobardes de mierda se dejaban intimidar por cualquiera, pensó para sus adentros mientras el hambre le roía el interior del estómago.

De pronto Ernst Bickelbacher lo tuvo todo claro.

La guerra estaba perdida. Alemán contra inglés, alemán contra ruso y ahora alemán contra alemán.

—¿Eres de Berlín, Karl?

Ja! Y me enorgullezco de ello.

Ernst Bickelbacher sonrió, miró de hito en hito a aquel soldado que antes era su compañero y dijo lentamente para incrementar el efecto dramático:

—Entonces te sugiero que vuelvas allí ahora mismo.

Karl Schneid se puso en pie.

—¿Y eso por qué?

Bickelbacher alcanzó a oler el aliento de Schneid, rancio, como imaginaba que debía de oler el veneno.

—Dime por qué —le instó.

—Porque los rusos se encuentran allí en estos momentos, Karl, y se lo están pasando como nunca vengando la muerte de sus compatriotas.

—No… no te creo.

—Es verdad; lo he oído en la radio de los prisioneros.

—¿Los prisioneros tienen radio?

Ernst Bickelbacher asintió con gesto lento.

—Seguro que se están follando a tu mujer en la calle mientras sus camaradas esperan su turno.

Karl Schneid se lanzó hacia delante y agarró a Bickelbacher por el cuello. Bickelbacher no hizo ademán de ofrecer resistencia, no hizo ademán de defenderse. Mejor morir estrangulado en ese momento que esperar a los rusos, pensó mientras se sumaban al tumulto varios guardias más.

Karl Schneid jadeaba intensamente mientras dos fornidos colegas lo sujetaban por los brazos. Estaba delante de Bickelbacher venga a maldecir y lanzar juramentos. Éste se retiró entre las sombras sin hacer el menor intento de responderle. No se había resistido ni le había lanzado un puñetazo furioso. Nadie pareció darse cuenta cuando Bickelbacher desabrochó el cierre de la funda de su Luger. Se metió el cañón en la boca y apretó el gatillo.

Jimmy White, Jock, Flapper y Horace se las habían arreglado para desmantelar la radio en los escasos minutos que les habían dado para abandonar el campo. Habían ocultado las piezas entre sus ropas. No les llevó más de quince minutos montar el aparato y otros dos minutos sintonizarlo. Encontraron una fuente de energía y cables en el taller de la granja. Ésta vez no se preocuparon por los auriculares. Ahora la radio estaba conectada a un altavoz y prácticamente hasta el último prisionero alcanzaba a oír las noticias.

Había poco menos de trescientos prisioneros aliados asentados en la casa de labranza y sus inmediaciones esa noche. No había más de veinte guardias alemanes. Los hombres habían hecho acopio de una colección de armas diversas: horcas, cuchillos, un hacha, una almádena y porras de formas y tamaños diversos. Uno de los prisioneros encontró una caja de clavos de nueve centímetros y algunos hombres los clavaron en pedazos de madera de modo que asomaran cinco o seis centímetros de clavo por el otro extremo. Los prisioneros oyeron un disparo a lo lejos y se prepararon para el ataque alemán.

Fue una falsa alarma.

Se turnaron para patrullar y comer, listos para llamar al resto de los hombres a la primera señal de que se acercaba un guardia alemán. La delegación alemana llegó cerca de una hora después. Cuando se aproximaban con cautela a la hoguera, Horace subió el volumen al máximo. Vibró el diafragma del altavoz, distorsionando el elocuente discurso del locutor de Londres. Horace lo bajó un poco para que su voz se oyera con perfecta claridad. Había ocho guardias alemanes con los fusiles alzados a la altura del pecho en pose amenazante.

Horace permaneció sentado mientras masticaba con aire despreocupado un trozo de cerdo. Levantó la mirada hacia los soldados de aspecto nervioso.

Guten Abend, meine Herren. Das Essen ist fut heute Abend. —«Buenas tardes, caballeros. La comida está buena esta noche».

—La radio también está muy bien. Los rusos están por toda Silesia, según dicen. —Era Jimmy White, que sostenía una horca oxidada.

Horace se levantó y dio unos pasos hacia delante. Levantó lentamente el cuchillo hasta la cara del oficial alemán. La carne, un poco más hecha de lo conveniente, impregnaba el fresco aire nocturno y su hipnótico aroma persistía en la brisa.

—¿Quiere un trozo de cerdo, amigo mío?

Horace casi se compadeció de aquel hombre. Casi, pero no del todo. Su posición era desesperada, unos cuantos fusiles alemanes contra la cólera y la furia de una multitud armada con todo aquello a lo que habían podido echar mano. Sin que él se diera cuenta, su unidad de protección personal estaba batiéndose lentamente en retirada a su espalda, dejándolo expuesto y vulnerable. Casi lo percibió mientras hablaba, intentando desesperadamente recuperar un ápice de dignidad en aquella situación.

—Mis hombres ya han comido, no hay necesidad. —Dio un paso atrás, fracasó miserablemente en su intento de esbozar una sonrisa, un último jirón de decoro—. Nos pondremos en marcha en cuanto amanezca. Que aproveche, caballeros. Tenemos un largo día por delante.

Cuando los alemanes se marchaban, los hombres empezaron a batir palmas a ritmo lento y a gritar todos los insultos de los que constaba su básico vocabulario alemán.

Drecksau. —«Sucio cerdo».

Hundesohn. —«Hijo de perra».

Arshloch… Hurenson… Wichser!

Resonó un insulto en inglés:

—Pandilla de hijos de puta… —Era Flapper. Tenía una sonrisa radiante. Sus dientes relucían a la luz de las llamas—. Lo siento, Jim, mi alemán sigue un tanto oxidado.

—Seguro que saben por dónde vas, Flapper —dijo Horace—. Me parece que te entienden.

Al amanecer quedó patente que los alemanes se habían ido. Freddie Rogers regresó con la noticia.

—He visto dónde acamparon anoche —informó, dirigiéndose a un grupo de unos treinta prisioneros—. Se han largado, no me cabe la menor duda. Ahora estamos solos, muchachos.

Los prisioneros sencillamente echaron a andar por la carretera en la misma dirección en que los habían encaminado sus captores alemanes la víspera. Presidía la marcha un cierto desánimo y eso inquietó a Horace. No tenía sentido. Caminaban con el estómago lleno. Huevos con beicon, el primer plato de huevos con beicon que probaba Horace desde hacía cinco años. Y la guerra estaba ganada sin la menor duda, como demostraba la veloz partida de los guardias alemanes. Entonces, ¿por qué no cantaban los hombres? ¿Por qué no sonreían? ¿Por qué no cantaba y sonreía Horace?

La verdad del asunto estribaba en la gran incertidumbre. ¿Quedaban bolsas de resistencia o aviones alemanes en la zona que quisieran acabar con los prisioneros de los campos? ¿Habían unido fuerzas sus captores con otros regimientos y unidades y sencillamente los esperaban emboscados carretera adelante?

Y los rusos…

¿Qué se sabía de los rusos? ¿Cómo eran en realidad? ¿Eran unos bárbaros y unos locos como los describían los alemanes? Horace y sus compañeros de cautiverio estaban a punto de descubrirlo.

A menos de trescientos metros carretera adelante un convoy de camiones avanzaba en medio de un gran estruendo hacia la hastiada columna de prisioneros aliados. En el capó del primer camión se veía con toda claridad una estrella roja de grandes dimensiones.

El oficial ruso hablaba inglés a la perfección. El sargento mayor Harris se ocupó de las formalidades y se presentó con un apretón de manos. El oficial ruso sonreía, puso empeño en estrechar unas cuantas manos e instó a sus hombres a que se acercasen a los prisioneros. Sólo que ahora ya no eran prisioneros. Unos soldados rusos ofrecieron a los aliados vodka en botellas de vidrio sin etiqueta y algunos hombres bebieron a placer. Horace se abstuvo. La atmósfera era de lo más grata, ni remotamente lo que había esperado.

El sargento mayor Harris se dirigió a las tropas y les informó de que ahora iban a ser oficialmente repatriados y debían ponerse en camino hacia Praga, en Checoslovaquia. Dijo que los separarían y los distribuirían en distintos campos, dependiendo de si vivían en el norte o el sur de Inglaterra, Escocia, Irlanda o Gales. Desde allí los subirían a bordo de aviones y los trasladarían a la base de la RAF más próxima a su hogar.

Todo había terminado. Eran libres.