Los prisioneros recibieron encantados las noticias que llegaban por radio sobre la liberación de los campos de concentración y exterminio de Auschwitz y Plaszow, así como de numerosos campos de prisioneros de guerra como los de Sagan y Gross Tychow.
Los hombres de Freiwaldau se preguntaban cuándo les tocaría a ellos.
Horace escuchaba con atención las noticias, que dejaban entrever los actos de venganza que estaban llevando a cabo los soldados rusos. Por lo visto no perdonaban a nadie y se había iniciado un éxodo masivo de civiles alemanes que huían del implacable Ejército Rojo. Por increíble que parezca, huían hacia los brazos de los norteamericanos.
Horace y Rose se encontraron el 20 de marzo de 1945. No hablaron de sus planes para después de la guerra; Nueva Zelanda, las granjas de ovejas y los niños no estaban en el orden del día. Horace intentaba convencer a Rose de que huyera para salvar la vida.
Llevaba muchas semanas intentando que entrase en razón. Ésa noche Rose estaba distinta. Él se mantuvo firme en que no volvería a escapar del campo. Era consciente de que Rose no se sumaría al éxodo mientras él siguiera viéndola. Aquél era su último encuentro y Rose lo sabía.
—Me iré —anunció ella, cuando apenas llevaban unos minutos juntos—. Saldré al encuentro de los norteamericanos, pero sólo si vienes conmigo.
—¡No, Rose, no! —exclamó él—. Es muy peligroso, aquello está plagado de soldados alemanes que huyen de regreso a Berlín, Hamburgo y Dusseldorf. Si nos capturan juntos, nos fusilarán de inmediato. Tienes que arriesgarte sola. Tú puedes…
Ella lloraba de nuevo cuando lo interrumpió:
—Pero podemos ayudarnos mutuamente, podemos…
—No, Rose, en cuanto me oiga hablar algún alemán sabrá que soy un fugitivo y no se lo pensará dos veces antes de pegarme un tiro. ¿Es eso lo que quieres?
Era un golpe cruel pero necesario, cualquier cosa que la hiciera entrar en razón. Horace era consciente de que si los atrapaban juntos una bala sería para el fugitivo y otra para su cómplice, después de que los alemanes se hubieran divertido un buen rato con ella. Se moría de ganas de correr ese riesgo con ella, estaba seguro de que probablemente lo lograrían. Pero eso no era suficiente. Tendrían más probabilidades cada uno por su lado.
La sujetó por los hombros e intentó cruzar la mirada con ella.
—Mírame, Rose. No volveré a verte, ¿me oyes? Tienes que ir con los americanos… por favor… Dime que irás con los americanos.
Fue un leve asentimiento apenas, difícil de apreciar entre los temblores y los sollozos, pero un leve asentimiento igualmente.
Horace la levantó del suelo al abrazarla con fuerza. Tenía una enorme sensación de alivio. Se besaron, se abrazaron y sollozaron al venirse abajo los dos mientras caían las lágrimas al suelo del bosque.
No había vuelta atrás. La decisión estaba tomada.
—Será lo mejor a la larga —le explicó a la vez que le daba una nota con su dirección en Ibstock—. En cuanto puedas tienes que escribir y decirme dónde estás.
—¿Podremos estar juntos, Jim?
—Sí, claro que podremos. La guerra terminará en cuestión de semanas e iré en tu busca.
—Pero no sabes dónde estaré.
—Tú me lo dirás.
Rose asintió.
—Sí, te diré dónde estoy. —Vaciló—. Vendrás a por mí, Jim, ¿verdad?
Horace se inclinó hacia delante y le dio un suave beso en la frente.
—Iré a por ti, mi rosa inglesa. Iré allí donde estés, aunque tenga que caminar descalzo sobre cristales rotos.
—Mis padres van a quedarse en Silesia para probar suerte con los rusos.
—¡No… no! No lo dirás en serio, ¿verdad, Rose?
—Llevan muchos años a cuestas. Mi madre nació en el pueblo, mi abuela tiene cerca de setenta años y casi no puede caminar. Vive sólo tres casas más allá.
—Pero tu padre, estaba al mando de…
—Del campo, sí, lo sé. Confía en que los rusos no se enteren. Les dirá que somos silesianos, no alemanes. Sobrevivirán.
Horace y Rose estuvieron hablando la mayor parte de la noche e hicieron el amor cuando el amanecer tiraba de las copas de los árboles del bosque. Horace tuvo la impresión de que su orgasmo duraba una eternidad. Rose también lo percibió al notar cómo estallaba su eyaculación dentro de ella una y otra vez.
—¿De dónde ha salido todo eso? —le preguntó con una sonrisa.
Horace sonrió también y dijo que se debía a las raciones extra.
Vieron salir el sol. Horace no tenía prisa por regresar al campo. La seguridad se había reducido drásticamente; era como si a los alemanes les trajera sin cuidado que escaparan o no los hombres. Las patrullas nocturnas se habían vuelto esporádicas, por no decir otra cosa, y la rutina de pasar lista que había formado parte de su vida diaria durante casi cinco años se había suspendido por completo.
Rose miró su reloj.
—Son casi las siete y media. Tienes que ponerte en marcha. —Y luego le habló dulcemente en alemán sin que Horace se lo impidiese—: Ich moechte mein ganzes Leben mit dir verbringen, so gerne mit dir alt werden.
Horace discernió las palabras y entendió su significado. Quería pasar toda su vida con él, quería que envejecieran juntos, y en su estado de fragilidad y desesperación había recurrido al idioma que conocía desde la infancia, el idioma que los alemanes habían obligado a hablar a sus antepasados.
Horace asintió en silencio, al tanto de que se le estaban formando lágrimas en los ojos. Sabía que ese momento tenía que llegar, pero eso no lo hacía más fácil. Qué giro de los acontecimientos tan disparatado. La guerra estaba ganada y los aliados habían salido victoriosos, sería liberado en cualquier momento y, sin embargo, la mujer que amaba, la mujer que tantos logros había conseguido, la mujer que había cambiado su situación, huía en dirección contraria por miedo a perder la vida.
Marzo de 1945
El ejército soviético avanza hacia Berlín.
Las tropas de Patton toman Maguncia en Alemania.
Tropas estadounidenses y británicas cruzan el Rin en Oppenheim.
Las tropas de Montgomery cruzan el Rin por Wesel.
El Ejército Rojo entra en Austria.
Los aliados toman Francfort.
Es evidente que el ejército alemán está siendo atacado desde todos los flancos; los soldados se baten en retirada.
Abril de 1945
El campo de exterminio de Ohrdruf es liberado por los aliados.
Los intensos bombardeos de la RAF sobre Kiel destruyen los dos últimos buques de guerra alemanes importantes.
Bergen Belsen es liberado por el ejército británico. Uno de los primeros en llegar al escenario fue el periodista de la BBC Richard Dimbley, que escribió:
Allí, en cerca de un acre de terreno, yacía gente muerta y agonizante. No se sabía qué era cada cual… Los vivos estaban tendidos con la cabeza apoyada en los cadáveres y en torno a ellos deambulaba la horrenda procesión espectral de personas demacradas y sin rumbo, sin nada que hacer y sin esperanza de vivir, incapaces de apartarse de tu camino, incapaces de mirar las terribles imágenes en derredor… Allí habían nacido niños, diminutas criaturas marchitas que no podían vivir… Una madre, enloquecida, le gritó a un centinela británico que le diera leche para su bebé, le obligó a tomar en sus brazos la criaturita y luego se fue corriendo entre terribles sollozos. Él abrió el hatillo y se encontró con que el bebé llevaba varios días muerto.
Ése día en Belsen fue el más horrible de toda mi vida.
El ejército soviético llega a los alrededores de Berlín.
Los prisioneros de guerra de Freiwaldau siguen esperando la liberación.
Hitler hace voto de que permanecerá en Berlín y se apresta para la defensa de la ciudad.
Himmler, desoyendo las órdenes de Hitler, hace una propuesta secreta de rendición a los aliados.
El primer frente bielorruso y el primer frente ucraniano del ejército ruso sitian Berlín.
El 30 de abril de 1945, Hitler y Eva Braun, su esposa desde hacía veinticuatro horas, se suicidan.
Goebbels y su esposa matan a sus seis hijos y se envenenan en el mismo bunker.