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Todas las noches Iván se acostaba con los recuerdos de Auschwitz tan recientes en su memoria como si hubiera sido ayer mismo. Se suponía que la misión de liberar cada campo tenía que ser un honor.

El teniente general Karpov, al frente de la 332 División de Fusileros, se había mostrado orgulloso a seis kilómetros del campo en Silesia. Advirtió a sus tropas de las atrocidades cometidas en el campo pero les dijo que podrían afrontarlo y que los prisioneros los recibirían como héroes. Iván observó las caras de sus camaradas. Estaban sonriendo, algunos parecían orgullosos, otros aliviados de ver el final de la maldita guerra. ¿Era él el único que no sonreía? Hasta el teniente general Karpov, un hombre que nunca sonreía, lucía lo que podría describirse a grandes rasgos como una leve mueca risueña en la cara.

Sergéi no sonreía, Sergéi sufría dolores. La herida de metralla en la pierna ya no tenía remedio y los médicos prácticamente lo habían dejado por imposible. Sergéi no iría a liberar el siguiente campo en Freiwaldau; estaría a bordo de un tren camino al hospital en Praga. Iván le enjugó el sudor de la frente a Sergéi. Estaba preocupado; hacía un frío terrible. Sergéi no debería estar sudando.

Sergéi había sido su íntimo camarada durante toda la guerra y lo había abrazado como a un hijo cuando se encontraron con los horrores de Auschwitz y él se vino abajo y lloró como un niño. Todo parecía inofensivo cuando traspusieron las puertas. En un cartel colgado a la entrada se leía la frase Arbeit Macht Frei: «El trabajo os hará libres».

Las SS habían masacrado a la mayoría de los prisioneros antes de que entrara en el campo el Ejército Rojo, y otros 20 000 habían sido enviados a una marcha de la muerte. Los 7500 prisioneros que quedaban eran los más patéticos, almas en pena como no había visto nunca Iván, sus ojos hundidos carentes de toda esperanza. Los habían dejado allí sencillamente para que murieran. Las SS creían innecesario malgastar una bala en ellos. Algunos estaban tan débiles que eran incapaces de hablar. El Ejército Rojo encontraría hasta un millón de prendas de ropa, indicio de la escala de la masacre nazi en Auschwitz. La mayoría de las víctimas murieron en las cámaras de gas pero muchas también fallecieron debido a la privación sistemática de alimentos, la ausencia de control de enfermedades, los trabajos forzados y las ejecuciones individuales por cualquier razón o sin motivo ninguno. Un prisionero judío contó que un oficial de las SS ejecutaba a dos o tres prisioneros todos los días meramente para hacer prácticas de tiro desde una oficina en las plantas superiores del campo.

Los rusos también encontrarían documentos enterrados en el recinto, en los que se detallaba el exterminio en masa de judíos, polacos y gitanos romanís. Peor aún, los documentos nombraban y ponían en evidencia a los supuestos médicos del campo. Los doctores nazis de Auschwitz llevaron a cabo una amplia variedad de experimentos con prisioneros indefensos e impotentes.

El teniente general Karpov, que hablaba con soltura varios idiomas, leyó las cartas a sus tropas incrédulas. Les contó que los médicos de las SS probaron la eficiencia de los rayos X como dispositivo de esterilización administrando dosis elevadas a las prisioneras. Un tal doctor Carl Clauberg fue acusado de inyectar sustancias químicas en úteros de mujeres a fin de sellárselos. Utilizaban sistemáticamente a los prisioneros como conejillos de Indias para probar medicamentos nuevos. Lo peor estaba aún por llegar cuando un polaco demacrado habló con el teniente general Karpov en un tono de voz apenas más fuerte que un susurro.

Le contó la historia de un médico llamado Mengele. Se refirió a él como el «ángel de la muerte».

Karpov tradujo su narración palabra por palabra. Mengele estaba especialmente interesado en los gemelos idénticos. Provocaba una enfermedad en uno de los gemelos y mataba al otro cuando moría aquél. Sencillamente sentía curiosidad por ver las diferentes autopsias. Tenía un interés particular en los enanos y los disminuidos psíquicos. El polaco contó que trabajaba en la consulta de Mengele y que sus documentos detallaban cómo inoculaba gangrena a los prisioneros simplemente para estudiar los efectos. Fue entonces cuando Karpov anunció que no se tendría clemencia con ningún alemán que encontrasen, militar o no, y que debían ser apaleados y ajusticiados en el acto. Terminó advirtiendo a sus camaradas que matar de un tiro a un soldado de asalto de las SS se consideraría demasiado clemente para él. A los hombres de negro se les perdonaría la bala porque les estaba reservado algo mucho peor.

Sergéi dijo:

—Mi pierna, Iván. —Levantó el tejido sucio que cubría una herida abierta—. Huele peor que el puto ojete de un perro.

Iván contuvo una arcada cuando el hedor se le coló hasta la garganta.

—No es tan malo, Sergéi —mintió—. He olido cosas peores, y mañana estarás en una cama de hospital en Praga con una bonita enfermera checa que te lavará la polla.

Sergéi sonrió.

—Eso espero, camarada… eso espero.

Iván recordó cómo había sufrido su herida Sergéi. Ver ropa de niño había hecho llorar a Iván. Cuando registraban el campo en busca de supervivientes, descubrieron esqueletos y fosas comunes. Los huesecillos de niños y niñas de todos los tamaños y formas lo dejaron desarmado. Sergéi abordó al teniente general Karpov y recibió permiso para llevárselo del campo.

Iván se culpó cuando su convoy fue atacado por artillería alemana de largo alcance y Sergéi cayó herido. Era un sentimiento de culpa que arrastraría durante todo el resto de su vida.