Horace estaba tumbado en el catre. Atravesaba uno de esos momentos de introspección, la clase de momento por el que pasan todos los prisioneros. Llevaba cautivo cuatro años y medio, los que deberían haber sido los mejores años de su vida. Estaba a punto de llegar a la mayoría de edad cuando lo mandaron a la guerra sin preguntarle siquiera, tanto tiempo atrás.
Había encauzado una carrera con éxito, descubierto el bello sexo y disfrutado de los bailes los fines de semana y del tiempo que pasaba con sus padres y hermanos. Había jugado al fútbol y al criquet y boxeado en Leicester cuando era un chaval. Tenía mucho que ofrecer, mucho que ver y hacer. Y en un abrir y cerrar de ojos, con el aleteo de un pañuelo blanco, se lo habían arrebatado todo.
Se había perdido cuatro navidades. Siempre les avisaban cuando llegaba el día de Navidad y algunos prisioneros se mantenían al corriente de la fecha y llevaban una especie de calendario durante el año. Pero en los campos, por lo general, un día seguía a otro sin más. También se había perdido cuatro cumpleaños. Recordó la taza de té con whisky que le daba su padre el día de Navidad —el día de su cumpleaños— e imaginó la escena en la cocina cuando su padre brindaba por su buena salud. El día de Navidad en el campo era el peor del año para Horace Greasley.
Pero ese año tal vez fuera distinto. Estaba planteándose la invitación más disparatada que había recibido en toda su vida.
Todo parecía de lo más sencillo cuando se lo explicaron. Rose y su padre lo habían planeado bien. Debía escapar y celebrar la comida de Navidad en la casa familiar de Klimontow, un pueblo de Silesia. Los caminos estarían despejados la mañana de Navidad, le había explicado Rose, y era el único día del año que los alemanes no insistían en pasar lista a primera hora. Daban a los prisioneros el día libre y los dejaban en buena medida a su aire. Rose estaba en lo cierto… no lo echarían en falta.
Herr Rauchbach le estaría esperando en el cruce de caminos a nueve kilómetros del campo. El trayecto hasta la casa le llevaría poco más de una hora, y le estaría esperando un ganso con toda su guarnición y una botella del mejor vino silesiano. Empezarían con la tradicional ensalada de pescado y terminarían con pudín navideño y chocolate.
Una Navidad en familia, pensó Horace, con toda probabilidad un buen fuego en la chimenea y tal vez incluso una gota de whisky. Tendría que intentarlo y pensar un regalo para Rose. Aunque en realidad tampoco tenía mucho que pensar: sólo le quedaban seis pastillas de chocolate de su último paquete de la Cruz Roja… nada más.
Pero también se le pasaron por la mente otros pensamientos, como por qué tenía que regresar al campo tras las festividades. La guerra prácticamente había terminado, o eso había dicho la BBC. La desdentada maquinaria de guerra alemana suponía tan poco peligro que incluso habían puesto fin al estado de alerta militar del cuerpo de voluntarios para la defensa nacional en Inglaterra, y los japoneses recurrían cada vez en mayor medida a tácticas kamikazes, indicio inconfundible de desesperación.
¿Por qué no permanecer oculto en casa de los Rauchbach durante un par de meses? Peor aún era pensar en cuál sería la reacción del comandante alemán y sus mandos cuando por fin recibieran la noticia que tanto temían: que habían perdido la guerra. ¿Por qué perdonar la vida a los prisioneros? ¿Por qué entregarlos a los rusos, los norteamericanos o la Cruz Roja? Seguro que algo así entrañaría peligro. Llevar a los prisioneros al bosque y librarse de ellos sería una opción mucho más sencilla.
Horace recordó la noche del registro en busca de la radio y cómo los alemanes quemaron todos los efectos personales de los prisioneros. ¿Estarían pensando ya en el futuro, negando la evidencia de que los prisioneros habían llegado a estar allí? ¿Habrían llegado a casa siquiera las numerosas cartas que había enviado Horace?
Cuanto más pensaba en ello, más atrayente le resultaba el hogar de los Rauchbach.
Eran las siete de la mañana del 23 de diciembre de 1944. Horace convocó una reunión privada con sus amigos más íntimos antes de que pasaran revista a primera hora. Jock Strain, Flapper, Freddie Rogers y David Crump tomaron asiento en el suelo del barracón de personal; todos sospechaban lo que Horace estaba a punto de anunciar.
Los hombres guardaron un silencio resignado mientras Horace dejaba claras sus intenciones. En cierta manera era otro indicio, una prueba definitiva de que la guerra estaba tocando a su fin. Los prisioneros lo sabían, igual que la familia de la novia de Horace, y todos los prisioneros se habían percatado del cambio sufrido por los guardias. Después del anuncio, los amigos de Horace no dijeron gran cosa. Los hombres salieron para sumarse a la formación y luego fueron a desempeñar sus respectivas tareas. Horace se fue hacia el cuarto que hacía las veces de peluquería con plomo en las botas y el ánimo por los suelos.
Los cigarrillos que contenían las noticias de la víspera se distribuyeron como era habitual. Freddie Rogers y David Crump estaban en una cuadrilla de trabajo a cuatro kilómetros del campo. Habían hablado un poco de la inminente marcha de su buen amigo y le quitaban hierro a la situación repartiendo más cigarrillos de lo normal.
Dos guardias alemanes se percataron.
—Están repartiendo cigarrillos como si fueran regalos, Brecken.
El sargento Brecken observó a los dos prisioneros.
—Sí, se sienten generosos. Saben que no les quedan muchos días. Pero si te fijas bien, unos días después reciben cigarrillos de los mismos hombres.
El guardia alemán, Froud, frunció el entrecejo.
—¿Y eso qué significa exactamente?
El sargento Brecken se encogió de hombros.
—Significa que fingen estar en su hogar cuando tenían tabaco en abundancia, intentan recrear las noches de fin de semana en sus pueblos y ciudades de Inglaterra. Se hacen regalos navideños. En realidad no los dan, Froud, sencillamente es un juego de toma y daca… como amigos felices. Es puro teatro, una representación.
—Pero, Herr Feldwebel, yo diría…
El veterano del campo levantó una mano.
—Calla, tengo cosas más importantes de las que ocuparme que unos ingleses regalando pitillos. —Se colgó el fusil del hombro y fue hacia Freddie Rogers y David Crump. Un silesiano suplicaba que le dieran un cigarrillo, pero Rogers y Crump se negaron rotundamente.
El sargento Brecken le dijo a Freddie Rogers:
—¿Por qué no le das tabaco a este hombre, prisionero?
—No es amigo mío, señor —respondió Rogers sin pensárselo un segundo—. No lo había visto nunca. Sólo les doy cigarrillos a mis amigos.
La teoría del alemán de que los prisioneros llevaban a cabo una especie de representación quedó confirmada. Se volvió hacia el silesiano.
—Venga, Netzer, acompáñame al bosque. Tengo un trabajo especial para ti.
Andrezj Netzer tartamudeó y esbozó una sonrisa.
—¿Un trabajo especial? Sí, señor. Ahora mismo, señor.
El alemán se adentró en el bosque con el silesiano apresurándose tras sus pasos. El sargento Brecken acarició suavemente la culata del fusil como si de un cachorrillo se tratara. Ubicó el gatillo con el dedo antes de comprobar que el seguro no estaba puesto.
Había sido otra impecable tentativa de fuga y Horace yacía tembloroso en el lindero del bosque con la mirada vuelta hacia el campo. Observó el edificio donde estaban alojados los prisioneros y luego el barracón de personal y la ventana que tan buen servicio le había hecho en el transcurso de los dos últimos años.
Era la mañana de Navidad de 1944.
Todo parecía sumamente tranquilo. Flapper ya había vuelto a colocar los barrotes. Horace vio cómo dos guardias con aspecto de tener frío y estar aburridos y hambrientos pasaban por delante de la ventana sin levantar la vista siquiera. Pensó en los momentos buenos y no tan buenos que había compartido con Flapper, Jock y el resto de los muchachos que ahora dormían a pierna suelta en sus jergones, esperando ilusionados la que bien podía ser su última mañana de Navidad bajo el yugo alemán.
Había dejado la huida para un poco más tarde de lo habitual, a las cinco y media, con tiempo a cobijo de la oscuridad más que de sobra antes de que amaneciera. El encuentro con Rose estaba fijado a las seis y media, a dos kilómetros del campo en la carretera principal de salida.
Rose estaba recortada en la oscuridad, una figura solitaria que de vez en cuando daba taconazos para intentar mantener el frío a raya. La observó un par de minutos mientras ella escudriñaba la carretera en dirección al campo. Se le acercó con sigilo desde el bosque y la rodeó con sus brazos. Ella lanzó un chillido cuando Horace le dio la vuelta y la besó. Se zafó enseguida del abrazo.
—Ven, deprisa, mi padre está esperando. —Lo cogió de la mano y echó a andar.
Horace no hizo ademán de moverse y ella se percató de inmediato de su reticencia. Rose sondeó el fondo de sus ojos tristes y lo supo. Se le saltaron las lágrimas antes de decir:
—¿Qué ocurre, Jim? Cuéntamelo.
Horace negó con la cabeza.
—No puedo ir, Rose, ya lo sabes.
—Pero ¿por qué, Jim? Por favor, podríamos…
Llevó un dedo a sus labios en el momento en que caía al suelo una lágrima.
—Ya sabes por qué.
—No, no lo sé… dímelo.
Horace lanzó un suspiro, la tomó de la mano y echó a andar a paso lento carretera adelante.
—Tengo que ver a tu padre y darle las gracias, pero no pienso hacerte correr más riesgos de los que has corrido hasta ahora.
—No, Jim. Yo… nosotros…
Horace la interrumpió.
—Me has querido más de lo que ninguna mujer sería capaz de querer a un hombre y cada vez que nos hemos encontrado o hemos hecho el amor te he puesto en peligro de muerte.
Rose meneaba la cabeza, sollozando cada vez más fuerte conforme iba calando en ella la seguridad de que no iban a pasar su primer día normal juntos.
—Nuestro amor ha sobrevivido a lo imposible y algún día se lo contaré al mundo entero. —Se interrumpió, hizo que Rose se volviera para mirarlo y luego tomó sus manos en las de él. Vio que una lágrima resbalaba lentamente por su mejilla y se inclinó para besarla. Ella apartó la cara en un intento de hacerle ver su desaprobación.
Horace aguardó.
Ella volvió a mirarlo.
—Te quiero, Jim… Quiero estar contigo hoy más que nunca.
—Lo sé —continuó Horace—, y yo también quiero estar contigo, pero no pienso poner en peligro a tu familia. Algún día le hablaré al mundo entero de mi rosa inglesa. Les contaré lo preciosa que es, y lo amable y generosa que es, y lo especial que fue cada vez que hicimos el amor. Les hablaré de la pequeña iglesia en el bosque y los conejos y las gallinas, y les contaré que mi rosa inglesa alimentó a mis amigos y nos facilitó componentes de radio que hicieron felices a tres mil hombres.
—¿Llegamos a tres mil prisioneros? —preguntó ella con gesto de incredulidad.
—Así es —respondió Horace con una radiante sonrisa de orgullo—. Calculamos la cifra anoche.
Rose negó con la cabeza. Horace la atrajo hacia sí y ella le pasó los brazos por la espalda. Rose enterró la cara en su pecho mientras él le acariciaba el pelo.
—Le contaré al mundo que esa muchacha cambió la situación. Y le contaré a quien quiera escucharme que todo eso lo hizo porque me quería.
Ella lo miró a los ojos.
—¿Y cómo piensas contarle todo eso al mundo, maldito cabezota inglés?
Horace levantó la mirada. El amanecer pintaba el cielo de un brumoso rosa invernal y por una vez tuvo la sensación de auténtica libertad. Al principio no alcanzaba a identificarlo con exactitud pero luego lo entendió de súbito.
—Escucha.
Rose levantó la mirada.
—¿Qué ocurre?
—¿No lo oyes?
—¿Oír qué?
Horace sonrió.
—Mira. —Señaló.
Un diminuto petirrojo estaba posado en una señal de la carretera a metro y medio escaso de ellos, como si observara la escena. Se puso a trinar y a cantar y ladeó la cabeza de un extremo a otro pero no hizo amago de echar a volar.
Rose sonrió.
—Es precioso.
—Es libre —respondió él.
Horace y Rose permanecieron en silencio un par de minutos mientras la diminuta criatura seguía con su estribillo matutino. Al cabo, remontó el vuelo en dirección al bosque. Rose le dio un puñetazo juguetón en el estómago.
—No has respondido mi pregunta.
—¿Cuál?
—¿Cómo piensas contarle todo eso al mundo?
Horace se lo pensó un momento.
—Escribiré un libro. Será la historia de amor más apasionante jamás escrita.
Rose se echó a reír.
—Eres un soñador, Jim Greasley… un maldito soñador.
Horace volvió a cogerla de la mano y echó a andar. Se le había metido en la cabeza la idea del libro. Las imágenes y los recuerdos eran sumamente nítidos. Lo único que faltaba era el final.
Rauchbach lo entendió. Era un encuentro surrealista, un prisionero, el propietario de un campo alemán de prisioneros de guerra y su hija, que había mantenido una relación de carácter sexual con ese mismo prisionero durante tres años.
Sólo una vez le pidió Rauchbach a Horace que se lo pensara mejor. El hombre y finalmente su hija llegarían a respetar su decisión.
Horace hizo el largo viaje de regreso al campo. El paisaje parecía ir cobrando forma como si se la otorgara el amanecer. Se miró las botas y miró el camino que tenía por delante, sin tomarse siquiera la molestia de ocultarse en el bosque. Cada paso ponía más distancia entre Rose y él, una comida de Navidad normal en familia y él. La normalidad y él. Y con cada paso que hacía crujir la fina capa de nieve lamentaba haber tomado la decisión de regresar a su cautiverio.