Fue mientras veía a los hombres liar el tabaco la víspera por la noche cuando tuvo la idea. En uno de cada diez paquetes, la Cruz Roja había suministrado a los hombres una máquina de liar cigarrillos a fin de que la compartieran. El papelillo se colocaba a lo largo y se distribuía el tabaco uniformemente en su interior. Se humedecía con saliva el papel y luego se cerraba el mecanismo. Se realizaba un movimiento de prensado y cuando se abría la máquina el resultado era un cigarrillo de forma perfecta.
Había hablado del asunto con los demás hombres del barracón pero, como siempre, le señalaron varios inconvenientes.
Horace estaba en deuda con Rose por facilitarles todo lo necesario para construir la radio. No había que considerarla un mero lujo, algo con lo que tener entretenidos a una docena de prisioneros. No, era un estímulo para la moral, eso ya lo había visto y estaba decidido a que tantos prisioneros como fuera posible estuvieran en situación de recibir partes de noticias con regularidad. Ultimas noticias sin censura, noticias de verdad, no propaganda. Eso haría mucho más llevaderos sus últimos meses en el campo. Quién sabía, cuando llegase la hora de huir de los campos, estar al tanto de los acontecimientos internacionales podía suponer la diferencia entre la vida y la muerte.
En cuestión de un mes, la unidad de producción del campo estaba en marcha. Habían trasladado al barracón de personal a dos antiguos periodistas duchos en taquigrafía, así como dos pares más de auriculares, por cortesía de Rosa Rauchbach.
Todas las noches los periodistas escuchaban las noticias y las transcribían taquigráficamente. Durante las horas de oscuridad las reescribían de manera que cualquiera pudiese entenderlas. Habían suministrado a los prisioneros una máquina de escribir y papel fino para máquina. Por lo general los alemanes ofrecían su versión, minuciosamente cribada, de las novedades de la guerra por medio de un boletín de noticias mecanografiado por dos prisioneros con los conocimientos necesarios y distribuido entre los reclusos. Era tan ridículo que rara vez lo leía nadie. En el pasado habían recibido noticias de la muerte de Churchill, la capitulación de Rusia y, entre otras cosas, la invasión de Londres, Edimburgo y Nueva York por tropas de asalto alemanas.
Ésta vez tenían la intención de dar mejor uso al papel de escribir robado de las oficinas alemanas. Los periodistas escuchaban el noticiario de medianoche, luego dedicaban una hora aproximadamente a adaptar y redactar las noticias taquigrafiadas. A las dos de la madrugada despertaban a los mecanógrafos, que destinaban una hora de oscuridad a reescribir a máquina a la luz de una vela las notas de los periodistas. Otro turno de dos hombres daba comienzo a las seis de la mañana. Su tarea consistía en introducir el papel escrito en mitad del papel de liar con medio centímetro de tabaco en cada extremo.
Los cigarrillos se canjeaban y se repartían a la hora de pasar lista a la mañana siguiente, e iban pasando de mano en mano a lo largo del día. Antes de que se sirviera la cena todos los prisioneros del campo estaban al tanto de los acontecimientos internacionales de los que había informado la BBC la víspera por la noche.
Y ni siquiera así se dieron por satisfechos Horace y sus compañeros del barracón de personal en Freiwaldau. Redoblaron los turnos durante la noche e incrementaron la producción de cigarrillos provistos de noticias. Empezaron con el siguiente campo, carretera adelante. Las diferentes cuadrillas de trabajo se cruzaban todos los días. Por lo general se detenían y charlaban un rato; los guardias alemanes no se preocupaban mucho de un tiempo a esa parte. Los prisioneros pasaban algún que otro pitillo a sus compañeros, siempre con buen cuidado de pedir permiso antes a sus vigilantes. ¿Qué podía haber de malo en ello?, pensaban los alemanes. Y a los prisioneros que recibían los cigarrillos se les decía que se los guardaran de inmediato. En su debido momento, esos mismos prisioneros pasaban cigarrillos de verdad a la cuadrilla de trabajo de Freiwaldau de manera que se pudiera mantener la producción.
La maquinaria informativa, de suma eficiencia, siguió en funcionamiento todo el invierno y durante la primavera de 1944. Quienes recibían las noticias leían acerca de los intensos bombardeos de ciudades alemanas y la retirada de las tropas japonesas de Birmania. Sin embargo, también se enterarían hacia finales de marzo de 1944 de las severas pérdidas sufridas por la RAF durante un inmenso ataque aéreo contra Nuremberg. El comité del «Diario del campo» —como era afectuosamente conocido— acordó que se informaría de todos los acontecimientos sin excepción, por trágicos que fueran y al margen del efecto que pudiera tener sobre los prisioneros. Todos acordaron no poner en peligro la honestidad de la operación.
Aunque los prisioneros de Freiwaldau no estaban al tanto, en mayo de 1944 los aliados se preparaban para el Día D. En las emisiones radiofónicas se filtraban informes sobre el incremento de los bombardeos en Francia en preparación para el ataque. El Diario del campo dio la noticia pero sus redactores no conocían la auténtica razón detrás de la intensidad de esos bombardeos.
Horace seguía escapándose para reunirse con Rose. De vez en cuando se estropeaba un componente de la radio pero Rose siempre encontraba una pieza de recambio en unos días. Para el verano de 1944 el Diario del campo era leído por el asombroso número de tres mil prisioneros de guerra, todos los días.
El diario estaba siendo recibido y leído por demasiados hombres. Era sólo cuestión de tiempo que un lapsus alertara casualmente a alguien dispuesto a destruir el operativo. Ocurrió cuando un trabajador civil del campo hacía sus necesidades detrás de un seto cerca de una de las cuadrillas de trabajo en el bosque, a seis kilómetros de Freiwaldau.
La víspera habían llegado buenas noticias y los prisioneros no podían contener su emoción. Finales de agosto y principios de septiembre habían traído una noche tras otra de noticias sensacionales que habían levantado la moral de los prisioneros hasta niveles nunca vistos.
París había sido liberada y la radio informaba que De Gaulle y la resistencia francesa habían marchado triunfantes por los Campos Elíseos. Los alemanes también se habían rendido en Tolón y Marsella en el sur. Tropas canadienses habían capturado Dieppe y los aliados habían entrado en Bélgica. Bruselas, Amberes, Gante, Lieja y Ostende habían sido liberadas por los aliados. Los rusos habían liberado también el primer campo de concentración en Polonia. Era el principio del fin para Alemania y el Tercer Reich.
Dos prisioneros de guerra hablaban durante un descanso en la cuneta de la carretera.
Con toda despreocupación y en un tono de voz más alto de lo conveniente, uno de ellos le pasó un cigarrillo a su amigo de otro campo y le anunció que las noticias eran buenas.
—A decir de todos, la radio echaba chispas anoche.
—¿Ah, sí?
Andrezj Netzer, un silesiano afecto a los nazis, se sostenía el pene mientras un chorro de orina caliente se derramaba contra el seto. Estaba oculto y se pellizcó el extremo del pene para aminorar el chorro por miedo a que lo oyeran. Qué suerte, pensó al oír cómo continuaba la conversación. La mente le funcionaba a plena potencia, haciendo cabalas acerca de cómo esa información, si se la transmitía a las personas adecuadas, le permitiría subir unos peldaños en la jerarquía del campo. Supervisar las cuadrillas que trabajaban fuera del campo era desde luego mejor trabajo que muchos otros pero, a medida que se acercaba el invierno, tenía sus miras puestas en un trabajo de oficina más calentito, haciendo papeleo y bebiendo café el día entero.
—Las tropas aliadas han entrado en Alemania, según informa la BBC.
—Venga ya…
—De verdad, en un sitio llamado Aquisgrán. Y los alemanes y los japoneses se están rindiendo a diestro y siniestro.
El otro prisionero lanzó un silbido mientras toqueteaba y miraba fijamente el cigarrillo que contenía las noticias.
—Así que es verdad. Ésta guerra está acabando.
—Eso parece, colega… eso parece.
Andrezj Netzer se sacudió las últimas gotas de orina del pene y se abrochó la bragueta. Aguardó en silencio a que los prisioneros se despidieran y luego se fue.
Horace y Rose empezaban a hacer planes para el final de la guerra. Ésa noche no habían hecho el amor; Rose estaba rebosante de entusiasmo y ganas de hacer preparativos. Estaban tumbados en la iglesia, sencillamente hablando. Por una vez estaban vestidos de los pies a la cabeza.
—Nueva Zelanda.
—¿Qué? —replicó Horace.
—Nueva Zelanda… podemos ir a Nueva Zelanda —continuó Rose—. Mi padre ha dicho que el gobierno de Nueva Zelanda está haciendo planes de cara al final de la guerra. Es un país grande y están animando a los campesinos a que cultiven la tierra.
Horace, sin darse cuenta, asentía. Rose estaba lanzada.
—Tú ya has trabajado en el campo, Horace. Podríamos presentar una solicitud.
Horace no llegó a oír las siguientes frases; tenía la cabeza en un planeta totalmente distinto. Soñaba con una granja de ovejas y una mujer, hijos y un clima espléndido, y paz. Habían hablado en muchas ocasiones sobre el final de la guerra. Quería seguir con Rose; quería estar con ella el resto de su vida, pero siempre se había preguntado dónde vivirían. Llevar de regreso a Inglaterra a una silesiana alemana era imposible. Durante cinco años los alemanes habían sembrado el terror en su país. Habían bombardeado, acribillado y masacrado. ¿Cuántas familias de Ibstock habían perdido hijos, hijas, padres y madres, tíos y tías?
Sus compatriotas no lo entenderían, sobre todo en un pueblo pequeño como Ibstock.
No podía llevar a Rose de vuelta a Inglaterra.
¿Y qué había de Silesia? ¿Podían fundar allí un hogar? No estaba nada claro. No estaba claro qué tipo de compensación exigirían los rusos a la población alemana, ni si medirían a los silesianos por el mismo rasero. Rose había trabajado en el campo; su padre era el propietario. Por lo que concernía a los rusos, era una de ellos. No quería ni planteárselo.
Horace notó un escalofrío en la columna vertebral. Había oído las noticias, los rumores que corrían acerca de lo que estaban haciendo los rusos con la población alemana. Soldados o civiles, no hacían distinciones. Llegaban historias acerca de asesinatos en masa, ahorcamientos, torturas y violaciones en grupo.
—No me estás escuchando, ¿verdad? —le espetó Rose, furiosa.
—Es que estaba pensando en Nueva Zelanda. —Horace la atrajo hacia sí sobre la alfombra y la besó. Introdujo la mano por debajo de su falda, dio con el fino tejido de sus braguitas y le masajeó el clítoris con el índice. Ella gimió una fracción de segundo y luego le cogió la muñeca y se la retiró.
Apartó sus labios de los de él.
—¿De verdad estás pensando en Nueva Zelanda, Jim?
—Sí.
—¿Quieres vivir conmigo para siempre y darme un montón de hijos?
—Sí.
Rose sonrió.
—Cuánto te quiero, Jim Greasley.
—Yo también te quiero, mi rosa inglesa.
Andrezj Netzer apenas podía contener la emoción cuando cruzó las puertas del Oflag VIII Oberlangendorf. Sin dudarlo un momento, fue directo al despacho del comandante. Un sargento de mediana edad levantó la vista de la mesa. Netzer se apercibió de su mirada, la clase de mirada que le dirigían la mayoría de los alemanes. La clase de mirada con la que daban a entender que no era más que una mierda que se habían limpiado de la suela del zapato. Después de lo que estaba a punto de revelar, ya no lo mirarían así.
Horace estaba tumbado en el catre, totalmente despierto. No había pegado ojo y había visto la luna cruzar poco a poco el cielo. Era una noche fría y despejada; las constelaciones de Orión y la Osa Mayor eran claramente visibles. Durante el tiempo que llevaba en el campo había aprendido a interpretar el cielo bastante bien y calculó que debían de ser las tres de la madrugada. Ésa noche había escuchado las noticias y se había enterado del avance ruso a través de Prusia, Polonia, Hungría y, naturalmente, Silesia. Eran buenas nuevas, pero ahora estaba pensando en Rose. Por alguna razón que no alcanzaba a identificar, hubiera preferido que fueran los norteamericanos los que atravesaban Silesia.
Desvió la mirada hacia el bosque y se incorporó al divisar un diminuto haz de luz a tres o cuatro kilómetros de distancia. La luz se acercaba. Pese al frío de la noche Horace notó que se le formaban gotas de sudor en la frente y una sensación pegajosa le ceñía la camisa a la espalda. El único haz de luz se escindió en dos faros de coche, luego otros dos, y dos más. Ocho coches se dirigían a toda velocidad hacia el campo. En cuestión de minutos los guardias alemanes se habían dirigido a la carrera hacia la entrada del campo. Ignoraban quién podía estar llegando a una hora tan intempestiva y se temían lo peor. ¿Americanos? ¿Rusos? ¿Había amanecido por fin el fatídico día?
No. No eran camiones llenos de soldados, ni tanques o artillería pesada. Eran vehículos de las SS y Horace supo por instinto que habían venido en busca de la radio. Fue un ejercicio bien ejecutado y brutal, ideado para demostrar a los prisioneros que la maquinaria de guerra alemana aún tenía ánimo de lucha para dar y tomar. Los militares de las SS entraron en las dependencias de los prisioneros y el barracón de personal estruendosamente y sin miramientos. A cualquier prisionero que tardaba en responder a la llamada de aviso en plena madrugada lo tiraban del catre de una patada y luego le propinaban unos cuantos culatazos. No les llevó más de tres minutos tener a todos los prisioneros del campo formados al raso, azotados por el frío aire de Silesia en octubre, algunos con poco más que la camiseta y los calzoncillos.
Un oficial de las SS de aspecto malvado, grande y con bigote empezó a hablar:
—Prisioneros de la madre patria, hemos venido hasta aquí esta noche a deshacer ciertos agravios. No somos estúpidos y sabemos que se ha establecido una red de comunicación en uno de los campos de esta zona. Tenemos razones para creer que es el de Freiwaldau.
Horace miró de reojo a Jock Strain y al siguiente de la fila, Jimmy White. Horace confiaba en no parecer tan asustado como ellos, aunque mucho se temía que lo parecía.
—Tranquilos —susurró una voz. Era Flapper—. No tienen ni puta idea, sólo son suposiciones.
—Suposiciones muy acertadas —repuso Horace.
El oficial siguió adelante. Sacó una hoja de papel.
—Primero, tengo que contaros cómo va la guerra. Habéis estado oyendo tonterías procedentes de vuestro país. Quieren haceros creer que el ejército de la gloriosa patria alemana ha emprendido la huida.
El oficial soltó una risa forzada. Los militares de menor rango a su alrededor sonrieron en el momento justo, y uno o dos incluso rieron al unísono con el oficial.
—Nada más lejos de la verdad, estúpidos perros ingleses. —El oficial sacó unas gafas del bolsillo y se las puso. Miró por encima de las lentes a los prisioneros reunidos—. Ésta noticia proviene de una emisora norteamericana interceptada. —Volvió a levantar la vista y sonrió—. No es propaganda alemana; proviene de vuestro bando. Alemania ha sofocado el alzamiento de Varsovia mientras el ejército ruso, supuestamente tan glorioso, permanecía pasivo.
Leyó una lista. Era breve y sucinta y ofrecía una opinión totalmente distinta de la que venía oyendo Horace en la BBC a lo largo de las últimas semanas. Se esforzó cuanto pudo por apartar de su mente la voz del oficial, pero los acontecimientos de los que hablaba habían tenido lugar; los había escuchado con sus propios oídos, aunque desde una perspectiva británica.
—Vamos camino de ganar la batalla de Debrecen contra vuestros aliados rusos. —Se interrumpió y levantó la mirada—. Más os vale no encontraros nunca con un soldado ruso. Son peores que animales y matan y se follan todo aquello que se mueve. Son auténticos diablos enviados desde el infierno. —Volvió a centrarse en el papel—. Nuestros amigos japoneses van ganando la batalla del golfo de Leyte y se han hecho con el control del océano Pacífico.
El oficial alemán continuó durante diez minutos. Pronunció su discurso con aplomo y resonaron en el aire frío y en calma murmullos de malestar.
No son más que mentiras, sintió ganas de gritar Horace, propaganda alemana. Aunque también cabía la posibilidad de que aquello proviniera de fuentes americanas. Eso supondría que la BBC había estado emitiendo mentiras y la guerra no estaba tocando a su fin. Horace estaba totalmente confuso hasta que miró a los guardias alemanes. No sonreían, no tenían el pecho henchido de orgullo. Tenían la misma expresión de tristeza y desánimo que venían luciendo desde hacía ya varias semanas. Horace sonrió, le dio una patadita en el tobillo a Jock e hizo un gesto con la cabeza en dirección a dos guardias alemanes.
—Mira —susurró en voz queda—. Fíjate en esos cabrones, ellos tampoco se lo creen. —Jock los miró de reojo y Horace vio cómo una sonrisa ocupaba el lugar del ceño que mostraba antes. Y en un extraño juego de mensajes, un prisionero tras otro recibió una patadita o un codazo o un toque y se percató de la expresión que tenían sus captores. Y en ese momento Horace tuvo la certeza de que las noticias fidedignas que llegaban cada noche desde Londres sencillamente tenían que seguir abriéndose camino hasta los tres mil prisioneros aliados en la región.
Los hombres de las SS formaron en fila delante del barracón principal del Oflag VIII G Freiwaldau. El oficial hizo una señal y entraron en tropel. Los prisioneros los veían por las ventanas abiertas, sus uniformes iluminados por las tenues luces en el interior de la edificación. Pusieron del revés el barracón entero. Rompieron literas, rasgaron colchones y almohadas y sacaron al exterior las pertenencias personales de los prisioneros. Cartas de su casa, fotografías y libros, revistas y las raciones de los paquetes de la Cruz Roja quedaron amontonados en una enorme pila antes de que los regaran con gasolina y les prendieran fuego.
Los soldados de las SS seguían ocupados en el interior, arrancando estantes y rompiendo a puñetazos los paneles encima de las camas de los prisioneros. Uno de los guardias alemanes destruía sistemáticamente secciones del techo falso con la culata del fusil.
Horace se temió lo peor.
Alguien susurró:
—Tranquilo, Jim.
Horace era consciente de que tenía posados sobre él los ojos de un centenar de prisioneros. Todo el mundo en el campo sabía que la radio estaba alojada en el panel detrás de su estante encima del catre. Todo el mundo sabía que era él quien había traído las piezas al campo, era responsabilidad suya y había insistido en que la radio se construyese en su sección de la pared.
Los hombres de las SS y los guardias del campo volvieron a salir. No habían encontrado nada.
El oficial celebró una reunión de dos minutos con uno de sus subordinados y luego asintió en dirección al barracón de personal de la prisión. Sus tropas y los guardias se dirigieron a paso ligero hacia la puerta. Horace habría jurado que sus piernas estaban a punto de darse por vencidas. El oficial de las SS se cogió las manos a la espalda, sonrió a los prisioneros y siguió a sus hombres al interior del barracón.
Horace cerró los ojos. El ruido del barracón de personal siendo sistemáticamente destrozado era tan estruendoso que imaginó la escena en el interior. Oyó que volvían del revés los catres y rasgaban los colchones con un cuchillo. Peor aún eran las astillas de madera que saltaban de los paneles de las paredes y el techo. La destrucción total no duró más de cinco minutos y luego se hizo un silencio extraño. Los guardias y las Waffen SS salieron a la oscuridad de la noche. Horace se fijó en que un par lucían sonrisas.
Habían encontrado algo.
El último en salir fue el oficial alemán de las SS. Se plantó en el umbral y recorrió con la mirada a los prisioneros en formación.
Parecía furioso; inspiró hondo y aulló a pleno pulmón:
—¡Traedme al peluquero!
Horace se balanceó hacia un lado y luego hacia el otro, a punto de derrumbarse. Eso era todo: le había llegado la hora. Dos guardias alemanes lo agarraron por los brazos y lo arrastraron hacia la entrada del barracón. Habían encontrado la radio; la habían encontrado encima de su catre. A él lo fusilarían, pero ¿qué sería de los demás? Increíblemente, en esos instantes pensaba en los demás. Pensaba en sus compañeros de barracón. ¿Qué les ocurriría? ¿Se verían implicados también? Pensaba en Rose: querrían saber quién le había suministrado los componentes.
Tomó la decisión suicida en ese preciso instante. No podía correr el riesgo de que lo interrogasen: quería a Rose demasiado para eso. Era fuerte, un cabronazo de lo más terco, como siempre decían Flapper, Jock y el resto de los muchachos, pero ¿hasta qué punto era fuerte y terco?
No podía correr el riesgo de venirse abajo durante el interrogatorio y revelar el nombre de Rose. Cuando saliera del barracón echaría a correr y huiría hacia el bosque. Lo acribillarían a balazos y Rose estaría a salvo. Su rosa inglesa… a salvo.
Lo llevaron a rastras hasta su catre y le ordenaron que se pusiera firmes. El oficial de las SS había perdido los estribos y gritaba y maldecía a escasos centímetros de su cara. Horace miró por encima de su hombro.
El estante y el panel seguían intactos.
—¡Sucio Scheißer inglés de los cojones!
Horace miró la lata rebosante de cigarrillos y la ceniza y las colillas en el estante. Había envoltorios de chocolatina y una lata mohosa de carne de ternera. Vio una mosca acercarse a una migaja de pan rancio. Un manchurrón ahora ya reseco de un líquido desconocido cubría el extremo más próximo a la ventana.
—¡Hurensohn, hijo de puta, no había visto en mi vida un cabronazo tan sucio como tú!
El estante seguía intacto, pues el oficial alemán se negaba a que sus hombres entrasen en contacto con semejante suciedad, semejante mugre. El hombre de las SS le cruzó la cara de un bofetón a Horace, que se desplomó. Nunca se había alegrado tanto de recibir un tortazo en la cara.
Su plan había funcionado. Sopesó con la mirada el acto de puro vandalismo que habían llevado a cabo con las literas de sus colegas y el área circundante. Su catre permanecía intacto. No habían movido el estante ni un solo centímetro y los paneles que ocultaban las herramientas necesarias para publicar el diario del campo seguían en su sitio. La radio había sobrevivido; todo seguía como siempre. Lo que más gracia le hacía era ver al oficial de las SS a escasos centímetros de aquello que estaban buscando.
El oficial de las SS sacó a Horace literalmente a patadas y puñetazos del barracón y lo empujó hacia la formación de prisioneros, que se vieron obligados a permanecer expuestos al frío helador durante otra hora. Nadie alcanzaba a entender muy bien cómo era que Jim Greasley tenía una sonrisa en la cara pese que le castañeteaban los dientes.
Varias semanas después, en el campo de Oberlangendorf, el comandante hizo llamar al oficial inmediatamente inferior en la línea de mando.
—Tengo un trabajo para usted, Brecken.
—Sí, señor, lo que usted diga.
—Quiero que vaya hoy al bosque con Andrezj Netzer y la cuadrilla de trabajo.
—Sí, comandante.
—Cuando vea la ocasión, llévese a Netzer hacia lo más profundo del bosque. —El comandante del campo hizo una pausa y se pasó la mano por la barbilla—. Dígale que tiene un cometido especial para él, hágale sentir importante. —Sonrió—. Eso le gusta.
—Sí, comandante.
—Y, Brecken…
—¿Comandante?
—Métale un balazo en la nuca y déjelo allí para que se lo coman los lobos.