18

La emisora Tambor se sintonizó sin apenas esfuerzo la noche siguiente. Los doce hombres del barracón de personal empezaron a turnarse para escuchar los informativos. Sintonizaban la emisora cada hora en punto durante unos quince minutos, veinticuatro horas al día. Horace sólo escuchó unos cinco minutos de noticias esa noche. Oyó con satisfacción que las tropas alemanas e italianas se habían vuelto unas contra otras en Roma y estaban luchando entre sí. Qué duda cabe, pensó, es cuestión de meses que llegue el final de esta pesadilla, o incluso de semanas.

Para cuando terminó el día siguiente todos los prisioneros de guerra en el campo de Freiwaldau estaban al tanto de las últimas novedades en el devenir de la Segunda Guerra Mundial. En veinticuatro horas la moral de los prisioneros se había disparado como nunca. Sonreían, charlaban y fumaban cigarrillos a la vista de todos, sin pedir permiso a los guardias. Estaban pensando en la victoria y en sus familias en su país de origen. Los guardias alemanes también se percataron del cambio de actitud, pero al parecer no podían hacer nada al respecto. Horace estaba sentado en su catre mirando por la ventana abierta. Contemplaba el campo mientras los hombres hacían cola para el rancho vespertino y se quedó absorto en sus sonrisas, su alegría, y lo embargó una tremenda sensación de éxito y orgullo. Había conseguido cambiar la situación.

Después de cenar se tumbó en el catre a la espera de que oscureciese. Se moría de ganas de compartir las buenas noticias con Rose. Se levantó y fue adonde estaba Flapper para repasar en voz queda los detalles de su plan.

—Si tú crees que dará resultado, Jim, estaré encantado de intentarlo.

Flapper Garwood, pensó Horace, ¿quién podría desear un amigo mejor? Conocía a aquel noble gigantón desde el comienzo de la guerra y habían estado juntos a las duras y a las maduras. En el campo a las afueras de Saubsdorf perdió casi cuarenta kilos y, lejos de quejarse, se las arreglaba para pensar en el prójimo. Garwood le había ayudado durante aquella marcha infernal y le salvó la vida en el tren de la muerte. Siempre había estado a su lado y Horace estaba seguro al cien por cien de que al matar al Jorobado salvó la vida de muchos otros prisioneros.

Horace se atrevió a pensar en el final de la guerra. Las medallas y condecoraciones se repartirían igual que confeti. ¿Se acordaría siquiera alguien de los soldados cautivos en los campos? ¿Recibirían algún reconocimiento los hombres como Flapper Garwood? Lo dudaba mucho.

Flapper también había rogado que le permitieran intentar escaparse por el bosque, pero Horace y el comité de fugas se lo habían prohibido. Todos estaban de acuerdo en que Horace tenía una buena razón para arriesgar la vida cada vez que lo hacía. Tenía dos buenas razones, en realidad: Rose y la comida extra que traía al campo. Hasta Garwood tenía que reconocer que una fuga a carta cabal era casi imposible. ¿Y dónde terminaría? Querrían probar suerte más hombres y cada prisionero que intentase escapar incrementaría las posibilidades de que los capturasen a todos. Y naturalmente se acordaban del joven Bruce Harwood y lo que le habían hecho los alemanes. Pero por una vez, Horace iba a necesitar un poco de ayuda y Flapper Garwood era la opción más evidente.

Rose permaneció boquiabierta mientras Horace le narraba los sucesos de las últimas cuarenta y ocho horas. Estaba sentada en el banco de la pequeña iglesia y se puso en pie de un brinco cuando Horace le relató la primera vez que oyeron la voz de Londres. Se rió mientras ella emprendía un bailoteo por la iglesia llamando a los alemanes de todo. A Horace no le cupo la menor duda de que esa muchacha aborrecía a los alemanes tanto como él.

—Mi padre estará encantado.

En cuando salieron de sus labios esas palabras se quedó completamente inmóvil. Había sido un lapsus, un arranque de emoción que debería haber contenido.

Horace había supuesto en todo momento que su padre debía de estar al tanto de los viajes de su hija al campo, su relación con un prisionero de guerra aliado y tal vez incluso del asunto de la radio. Se preguntó si habría conseguido él las piezas. Rose, como era natural, había querido protegerlo. Horace se incorporó y se acercó a ella. Había empezado a temblarle el labio inferior, tenía los ojos cubiertos por una película de lágrimas y rehusaba mirarlo a los ojos.

—No te enfades, Rose. No en una noche tan maravillosa como ésta.

Enterró la cara en el hombro de Horace y rompió a llorar.

—¿Lo sabías?

—Lo sospechaba.

Rose levantó la mirada y las lágrimas le resbalaron por las mejillas.

—Los odia tanto como tú. Dedicó veinte años a levantar aquel negocio y sencillamente se lo arrebataron, se llevaron a sus obreros judíos y le robaron sus beneficios.

Horace había olvidado tiempo atrás los rumores acerca de los judíos.

—Los padres tienen buen juicio, Rose, cuando se trata de sus hijas. No me sorprendería que hubiera sospechado ya hace tiempo…

—Eso es imposible, Jim…, ¿no?

Horace se encogió de hombros.

—Vámonos de aquí, Rose. Tenemos que permitir a los hombres que lo celebren. Nos hace falta carne y verdura para ellos, ¿recuerdas?

Rose se enjugó las lágrimas y se las arregló para sonreír.

—He traído algo para que lo celebréis.

Rose sacó del bolso dos botellas pequeñas de vodka polaco.

—No es mucho, pero tus hombres tienen que celebrarlo, necesitan brindar por la victoria.

Horace aceptó las dos botellas y las dejó en el suelo. Atrajo a Rose hacia sí y la besó durante lo que le pareció una eternidad. Luego salieron de la iglesia para adentrarse en el bosque.

—Ésta noche, Rose, vamos a llevar a los hombres gallina fresca.

Rose lanzó un silbido.

—¿Estás seguro?

—Ésta noche se trata de ejecutar un robo relámpago. No vas a venir al pueblo conmigo.

—Pero Jim, yo siempre…

Horace le puso un dedo en los labios, se inclinó hacia delante y la besó con ternura.

—Ésta noche no, Rose. Habrá jaleo y será peligroso. Ésta noche dos soldados del ejército británico van a llevar a cabo un ejercicio militar que dejará a la altura del barro las proezas del duque de Wellington.

Rose sonrió.

—A mí no me suena de nada ese duque.

Horace se echó a reír.

—Da igual, Rose. Tienes que volver a casa. Esto entraña cierto riesgo. Ten en cuenta que esas malditas gallinas son de lo más escandalosas.

Rose lanzó un suspiro, se llevó una mano al corazón y fingió un desvanecimiento.

—Qué valiente eres, enfrentándote a esas gallinas…

Horace la besó de nuevo y cuando se retiraba, ella le pasó la mano por los riñones y lo retuvo para apretar sus caderas contra las de él.

—Jim, no te lo he dicho, pero ese vodka tiene un precio. —Sonrió—. Ven al bosque conmigo y te lo explico.

Rose lo cogió de la mano y lo llevó hacia el interior del bosque. Horace ya sospechaba de qué clase de moneda de cambio estaba hablando Rose.

Flapper estaba sentado en el bosque. Se encontraba sin resuello. Había sido una carrera de cincuenta metros escasos desde el barracón pero la adrenalina y demás sustancias químicas que corrían por sus venas habían convertido el breve trecho en un esfuerzo maratoniano. Había corrido siguiendo las huellas de Jim Greasley. Había escapado por la misma ventana enrejada y ahora estaba en el mismo bosque donde Jim corría todas sus aventuras, y sentía envidia. La sensación de libertad era increíble. Podía correr, podía esconderse, podía pasear por el bosque sin la presencia constante de un uniforme alemán. Y aprovechó al máximo la luz de la luna llena mientras deambulaba lentamente y en silencio por entre los árboles. Cada pocos pasos se detenía, respiraba hondo y se embebía de la atmósfera callada y libre de Silesia.

Había escapado poco después de las doce con instrucciones precisas de dónde reunirse con su amigo. El encuentro sería a la una y media. Flapper Garwood disponía de hora y media para disfrutar de un entorno libre, un mundo sin restricciones.

Horace estaba sentado a la puerta de la pequeña iglesia mordiéndose las uñas. Diablos, pensó, ¿dónde se ha metido ése? Debían de ser cerca de las dos. Horace se había despedido de Rose poco después de la una y cuarto, según el reloj de la joven, y le costó apenas diez minutos regresar a la iglesia. No tenía reloj pero calculaba que debían de haber transcurrido al menos veinticinco minutos.

Garwood estaba en pleno tormento. Pasaba ya un buen rato de la hora en que había quedado con Jim Greasley, y mientras estaba sentado en el lindero del bosque empezaron a resbalarle lágrimas por las mejillas. Se preguntó qué clase de individuo era Jim Greasley. Ahora sabía por qué tanto su amigo como el comité de fugas querían evitar que los hombres huyeran al bosque.

Mientras cubría el trayecto de cincuenta metros se había notado perfectamente contenido, centrado de lleno en la operación que tenía por delante, y había dado por hecho que daría media vuelta después de haber llevado a cabo la misión y sencillamente volvería a internarse en el campo.

No era tan fácil.

No disponía de mapas, ni provisiones, ni dinero o ropa de muda, y sin embargo, notaba una atracción magnética que lo estaba desgarrando. Sabía que era una estupidez, sabía que era equivalente a firmar su sentencia de muerte, pero aun así sentía la necesidad de fugarse, de huir de sus captores, de su reclusión. Sin duda tenía consigo mismo el deber de intentarlo al menos, ¿no? Se serviría del sol para orientarse, viviría de lo que fuera recogiendo y robaría en los pueblos que fuera encontrándose por el camino tal como hacía Jim Greasley para conseguir carne y verdura. Sólo tenía que dirigirse hacia el norte en busca del mar Báltico. Una vez allí subiría como polizón en un barco rumbo a Inglaterra. No sería fácil pero lo conseguiría.

Horace caminaba de aquí para allá a la entrada de la iglesia. Ya pasaba un buen rato de las dos. Había ocurrido algo. ¿Habrían atrapado los alemanes a su amigo? ¿Habrían descubierto que él también estaba ausente? El campo debía de estar en pleno alboroto, todos y cada uno de los guardias alemanes, alerta y en posición, patrullando el perímetro. Le estarían esperando y no tendría la menor posibilidad de volver a entrar. Y todo por ofrecer un pequeño festín a los hombres. Qué estupidez. El comité estaba en lo cierto: al fugarse dos hombres se multiplicaban por dos las probabilidades de que fueran capturados.

A buenas horas se arrepentía.

¿Por qué no se había ceñido a la rutina habitual, un par de conejos, unas patatas y de regreso al campo? Habían conseguido que la radio funcionara, ¿por qué arriesgar semejante logro por unos pedazos más de carne? Horace recogió el abrigo y echó a andar antes de darse cuenta de que no sabía hacia dónde dirigir sus pasos. El campo, tenía que ir al campo para ver si habían dado la alarma. Igual Flapper sencillamente se había rajado. Igual seguía bien calentito en su cama. Sí, eso era, había cambiado de parecer.

No había cubierto más de veinte metros cuando oyó una voz a su espalda que lo llamaba por su nombre.

Garwood estaba entre las sombras. Se adelantó, tenía la cara encendida y las mejillas, manchadas de tierra.

—Jim, yo…

—¿Dónde demonios te habías metido, Flapper? Habíamos quedado a la una y media.

—Lo siento, Jim. Yo…

En ese instante Horace se dio cuenta de lo que había estado rumiando su amigo. Eran las mismas ideas que había abrigado él un centenar de veces. La culpa, la angustia, el sentido del deber. Preguntarse si era posible regresar a Inglaterra y acordarse de los amigos y la familia allí en casa. Horace le dijo:

—Ibas a largarte camino de Inglaterra, ¿verdad?

Flapper tartamudeó, incómodo con aquella intrusión de carácter telepático en su mente.

—Ya lo sabías. Tú…

—He pasado por eso, Flapper, he pasado por ello más veces de las que puedes imaginar.

Garwood se apoyó en un árbol y se dejó caer al suelo. Horace se arrodilló a su lado mientras Flapper descargaba su conciencia.

—Debo de haber corrido más de tres kilómetros antes de dar media vuelta. Me había convencido de que sería sencillo. Luego he caído en la cuenta de que no sabía en qué dirección iba y he empezado a pensar en ti y en los muchachos y en la radio y el banquete que habíamos planeado y cómo dejaría en la estacada a todo el mundo por puro egoísmo.

Horace escuchó con atención mientras su amigo se sinceraba y luego dijo:

—Nuestro lugar está en el campo, Flapper. Flapper levantó la vista y se enjugó una lágrima de la mejilla.

Horace continuó:

—Hemos contribuido en mayor medida al esfuerzo bélico que el típico soldado recluta en las trincheras de Francia matando alemanes. Somos necesarios en los campos, los hombres como nosotros, es ahí donde está nuestro lugar. Yo no estaría aquí, Flapper, de no ser por ti. Me salvaste la vida en aquel tren. Yo…

—No, Jim, nosotros…

—Cállate la puta boca y déjame acabar.

Flapper captó la indirecta y sonrió. Quería oír lo que le estaba diciendo su amigo. Necesitaba oírlo. Lo había sentido en muchas ocasiones, había sentido que estaba haciendo una aportación nada desdeñable al esfuerzo bélico. Cuidaba de los suyos, de aquéllos que lo necesitaban, los protegía y los ayudaba a atravesar su propio infierno personal. Todos desempeñaban un papel.

—Sé que mataste al Jorobado. —Horace permaneció atento a la reacción de su amigo a sus palabras, pero no hubo ninguna—. Dios sabe las vidas de cuántos hombres salvaste al cargarte a aquel monstruo. Has sido mi compañero desde el primer campo. Te necesito, Flapper. Necesito hablar contigo todos los días. Te necesito como mano derecha cuando tracemos nuestro siguiente plan, por ridículo que sea. Necesito que me cubras las espaldas y me digas lo capullo que soy a veces. —Horace sonrió—. En Inglaterra no me sirves de nada, joder. Te necesito aquí, los hombres te necesitan aquí. Al carajo con eso que dice el puto ejército británico de que tienes el deber de escapar. —Horace se inclinó hacia delante y asió con fuerza al hombretón por la rodilla—. Tu deber está aquí, tu deber es proteger a los hombres, ayudarme a hacer llegar las noticias de la BBC a todos los prisioneros en setenta y cinco kilómetros a la redonda.

Flapper sintió deseos de mostrarse de acuerdo, sintió deseos de decirle a su amigo que todo lo que estaba diciendo tenía sentido y sintió deseos de decirle que era el mejor discurso que había oído en su vida. El sentimiento de culpa se había esfumado. Jim Greasley tenía razón y, asombrosamente, no estaba furioso. Aunque también era cierto que Jim Greasley había albergado esos mismos sentimientos. Flapper siempre había sabido que si lo habían apresado y encarcelado en los campos era por algún motivo. Siempre había sabido que tenía una razón y un objetivo para estar allí. Jim se lo había explicado con claridad meridiana: era el supervisor, el protector.

Y el hombre que estaba de rodillas delante de él con una estúpida sonrisa infantil en los labios, ¿quién era ese hombre? Jim Greasley era casi sin lugar a dudas uno de los héroes olvidados de la Segunda Guerra Mundial. Era el cazador, el recolector, el ingeniero, el traficante, el amante y el guerrero también. Era el cabronazo más tenaz con el que se había cruzado… y Flapper tenía la tarea de velar por él.

Los dos amigos estaban en cuclillas en la pequeña parcela silesiana. Habían llenado un buen saco con verdura fresca y ahora tenían los ojos puestos en el gallinero al otro lado del huerto. Las gallinas estaban nerviosas; barruntaban el peligro. Era extraño: una noche tras otra Horace y Rose habían hecho incursiones en huertos, parcelas, fincas y granjas de la zona, siempre ciñéndose al área de las verduras y los conejos. Ni una sola vez habían intentado llevarse gallinas, y las aves habían permanecido allí plantadas en silencio mientras mataban los conejos delante de sus ojos. Ahora era como si las gallinas lo supieran. Era como si alguien se les hubiera acercado y les hubiese dicho que era su turno. Horace y Flapper se percataron del movimiento, el tenue cloqueo que llegaba a lomos del viento nocturno.

—Los hombres tienen que comer gallina mañana, amigo mío.

—Gallina y vodka —respondió Flapper.

—Gallina y vodka —repitió Horace.

Dio la impresión de que Flapper estaba un tanto nervioso cuando dijo:

—Van a montar un buen escándalo, colega. Tenemos que darnos prisa… entrar y salir con la rapidez del zorro. Debe parecer que ha sido un zorro el que ha entrado en los cobertizos esta noche, no dos prisioneros tarados del campo carretera adelante.

Horace asintió.

—Entonces tenemos que ser rápidos como el viento.

Flapper miró a su amigo de soslayo.

—¿Listo?

—Más listo que nunca.

—Vamos a buscar alimento para nuestros camaradas.

Flapper propinó un puñetazo en el hombro a Horace en son de broma y los dos hombres se dirigieron a la carrera hacia sus objetivos. Flapper Garwood alcanzó primero la puerta del gallinero y tiró con fuerza del pomo. El cordel que sujetaba la puerta en su sitio se rompió sin ofrecer resistencia y ésta se abrió de par en par. Horace entró de un salto y empezaron a volar plumas y serrín por todas partes mientras las pobres gallinas intentaban desesperadamente evitar que las capturasen. Horace agarró a una gallina en pleno vuelo y le partió el cuello con ademán experto. Flapper cogió otra y tiró sin éxito de su cuello en cuatro ocasiones, consiguiendo únicamente que el ave cloqueara más fuerte cada vez.

—Dame eso, señorito de ciudad —le instó Horace, que la mató al primer intento.

—Una más —susurró. Tres pájaros en la cazuela, todo un banquete. La tercera gallina fue atrapada y sacrificada en cuestión de veinte segundos.

Justo cuando salían, Flapper alargó el brazo; pasaba por el aire otra gallina. La cogió por la pata y se metió la cabeza del ave en la boca, apretó los dientes y le dio un buen tirón. La cabeza de la gallina se separó de su cuerpo sin ofrecer apenas resistencia y Flapper escupió una bocanada de plumas al aire.

Horace se quedó pasmado.

—¿Qué haces, por el amor de Dios?

Flapper escupió la cabeza hacia un rincón y tiró al suelo el cuerpo de la gallina, que seguía retorciéndose. Le dirigió una sonrisa a Horace con la cara ensangrentada.

—El zorro, colega. Debe parecer que ha estado aquí nuestro amigo el zorro.

Horace sonrió.

—El zorro…, claro.

Y recordó alguna ocasión en que un zorro se las había arreglado para entrar en los cobertizos de su padre en Ibstock y la absoluta devastación y las muertes innecesarias de que había sido testigo a la mañana siguiente. Flapper tenía razón: un zorro siempre dejaba tras de sí al menos un ave muerta.

Horace y Flapper durmieron con las gallinas muertas, las verduras y el vodka debajo del catre. El guardia alemán hizo su aparición habitual a las siete en punto y luego se esfumó. Los hombres se habían quedado anonadados al ver el botín que ahora estaba oculto en el barracón de personal y Jock hizo una lista y una nueva receta para la cena del día siguiente. Jock se las había arreglado incluso para birlar especias de la cocina de campaña alemana y convencer al comandante del campo de que fuera un poco más generoso con la ración de pan. Y, cosa increíble, había utilizado todos sus poderes de persuasión para suplicar los ingredientes necesarios para preparar masa de empanada. A regañadientes, el comandante del campo le había facilitado harina, leche y huevos suficientes para preparar una finísima masa de empanada para cien hombres.

Ésa tarde había llovido y, como era habitual con tiempo inclemente, la cena se preparó bajo techo en la estufa del barracón de personal, fuera de la vista y la curiosidad de los alemanes.

Fue perfecta… una velada perfecta.

Casi un centenar de prisioneros se apiñaron en el área donde por lo general dormían doce hombres. Cada cual trajo consigo un recipiente en el que se vertió un trago de vodka minuciosamente medido. Unos lo saborearon; otros se lo metieron entre pecho y espalda de inmediato y unos pocos lo reservaron para la cena que estaban a punto de degustar.

El cocinero no desperdició nada; se usó hasta el último pedazo de las gallinas, además de las verduras adicionales. Jock creó otra obra de arte culinaria. Para empezar, pieles de patata sazonadas. Los hombres se mostraron reacios al principio; a ninguno se le había ocurrido que se pudiera dar tan buen uso a los desechos de la patata. Pero Jock había reblandecido las pieles en agua hirviendo antes de freirlas con las especias robadas, unas cebollas troceadas y el jugo de unos tomates. El sabor era exquisito.

Y luego, de segundo, empanada de gallina.

Los hombres debían tener paciencia, pues los alemanes sólo habían facilitado al cocinero dos moldes de empanada de tamaño mediano. Cada plato era suficiente para diez hombres y muchos tuvieron que esperar horas para recibir su pedazo de cielo. No parecía que les importase mucho. Estaban sentados, fumando tabaco de sus paquetes de la Cruz Roja mientras hablaban del final de la guerra. Horace fue uno de los últimos en recibir su ración y saboreó hasta el último delicioso bocado. Luego levantó su vasito de vodka en dirección a Jock y brindó por él.

Todos los allí reunidos sabían quiénes habían traído los ingredientes adicionales para el banquete de esa noche, pero como ocurre con todos los secretos bien guardados, nadie dijo una sola palabra; nadie propuso un brindis por los cazadores.

Y así era precisamente como lo prefería Horace.

A eso de las diez y media, con todos y cada uno de los hombres reunidos todavía en el barracón, Horace se puso en pie provisto de una hoja de papel.

—Y ahora, caballeros —dijo en un susurro—, aquí están las noticias de ayer de la BBC.