—Debo de estar loco, joder —masculló Jimmy White al entrar en el barracón de personal en dirección a Horace Greasley, que lo miraba sonriente—. Ya lo verás, Jim, seguro que no consigues hacerte con esas piezas.
—Bienvenido al Gran Hotel de Shanklin, James. Está usted en su casa.
—Vaya gilipollas.
Horace señaló el catre vacío.
—Su suite, señor. Si puedo hacer algo para que su estancia sea más cómoda, hágamelo saber.
Jimmy White farfulló algo indescifrable y dejó caer sobre la cama sus escasas pertenencias envueltas en un paño.
—El desayuno se sirve a las siete y media y la doncella pasa hacia las diez.
—Qué idiota.
Aunque Horace no lo sabía en esos momentos, Jimmy White le profesaba un gran respeto. Ahora sabía de buena fuente que Jim Greasley era el prisionero responsable de traer al campo carne y verdura extra. Tenía con él una inmensa deuda de gratitud, pues le había permitido recuperar parte del peso que había ido perdiendo a lo largo de los últimos años y, al igual que los demás prisioneros, había recibido encantado las noticias que traía Jim Greasley sobre la evolución de la guerra en tiempos recientes.
Jim Greasley se había negado a revelar su fuente pero corría el rumor de que mantenía una relación con una chica alemana de un pueblo cercano. Era totalmente absurdo y, naturalmente, Greasley siempre lo había negado. Jimmy White suponía que la información sobre la guerra la había oído de labios de otros, prestando oídos a las conversaciones mientras les cortaba el pelo a los guardias de tanto en tanto.
Y ahora allí estaba, Jim Greasley, afirmando que de alguna manera podía hacerse con una serie de componentes para construir una radio y poseía la pericia para esconderlos y una fuente de energía a la que conectarla. No podía salir bien… sencillamente no podía funcionar… era imposible.
Tuvo que ver catorce veces a Rose antes de que cada una de las piezas necesarias para armar una radio hubiera quedado hábilmente escondida en un compartimiento detrás de un tablón suelto sobre el anaquel bajo el que dormía Horace. El último componente en llegar había sido un condensador que a Rose le costó Dios y ayuda conseguir. Rose nunca reveló su procedencia. Horace se lo preguntó una noche pero ella se cerró en banda. El típico campesino silesiano apoyaba sin reservas a los aliados, le explicó Rose, y ubicar y obtener las piezas no había sido ni remotamente tan imposible como había imaginado Jimmy White. Pero Rose le explicó el peligro en que estaba poniendo a todos y la posibilidad muy realista de que los alemanes descubrieran lo de la radio. Horace y sus cómplices serían torturados para que revelaran quién les había suministrado las piezas y Rose no podía arriesgarse a poner en peligro a sus proveedores en caso de que alguno de los prisioneros se viniera abajo.
Horace lo entendía. No se lo volvió a preguntar.
La semana anterior a que llegase el condensador al campo Horace se las arregló para apañar el suministro de energía.
En medio del barracón de personal había una enorme estufa negra. Aunque los alemanes eran bastante parcos con la leña que se usaba como combustible para alimentar la estufa, la habían encendido alguna que otra vez en lo más crudo del invierno, ofreciéndoles cierto alivio del frío cortante. Una chimenea de acero ascendía hasta el techo, fijada por una lámina de hierro forjado de treinta centímetros. La lámina estaba afianzada por una docena de tornillos. Horace había apostado por una especie de hueco o techo falso en el tejado y durante las horas de oscuridad, a la luz de las velas, los prisioneros se las habían arreglado para retirar los tornillos de la lámina. Al retirarla y aflojar y desplazar la chimenea, quedaba espacio suficiente para que pasase un hombre por el agujero.
Horace se subió a hombros de Jock Strain y se introdujo por el agujero en el techo. Estaba en lo cierto. El techo del barracón era falso y las vigas del tejado quedaban a la vista. Jock lo impulsó por los talones y Horace se encaramó con cuidado a los estrechos soportes de madera. Tendría que andarse con cuidado. Sacó del bolsillo el trozo de cable recubierto de plástico y lo sujetó entre los dientes. Los hombres a sus pies apagaron las velas y Horace permaneció tendido en silencio diez minutos, hasta que los ojos se le acostumbraron a la penumbra.
Tanto el barracón de personal como el que había más abajo estaban en total oscuridad. Sin embargo, las vigas del tejado sobre los alojamientos de los guardias alemanes resultaban claramente visibles debido a la luz que se filtraba por los agujeros del techo. Horace respiró hondo y empezó a reptar lentamente hacia el techado de los alojamientos de los alemanes.
Sólo cuatro metros y medio separaban el agujero en el barracón de personal de la instalación eléctrica en el centro de las dependencias de los guardias, pero Horace se arrastraba con tanta cautela, centímetro a centímetro, que le llevó la mayor parte de una hora llegar hasta allí. La instalación estaba tan mal construida que una pequeña abertura permitía a Horace ver con claridad la estancia a sus pies. Cuatro guardias alemanes estaban sentados jugando a las cartas y fumando, y Horace tuvo que reprimir el fuerte impulso de desabrocharse la bragueta y mearles encima por el agujero. Tenía una tarea que cumplir: la venganza y el castigo llegarían más adelante.
Los alemanes estaban en silencio, concentrados en sus cartas, y si hubiera caído al suelo aunque sólo fuera un alfiler lo habrían oído. No tenía sentido; lo atraparían, el roce de sus ropas contra la madera se oiría desde donde estaban, a escasos palmos de él. Horace maldijo entre dientes. En ese momento se decidió la mano al ponerse boca arriba una carta. Hasta el último de los alemanes se puso a gritar y lanzar aullidos y vítores, uno para celebrar el triunfo, los demás movidos por la frustración o la decepción.
A lo largo de los noventa minutos siguientes Horace se tomó su tiempo. Aguardó cada estruendosa reacción a la partida de cartas para abordar las sucesivas tareas, cortó los cables y los conectó al cableado de la instalación eléctrica al descubierto en el falso techo encima de los alojamientos de los guardias. Fue una operación penosamente lenta por miedo a alertar a los hombres que tenía justo debajo.
Casi tres horas después pasó de nuevo por el agujero del techo y cayó al suelo del barracón de personal de la prisión con un cable conectado en la mano y una amplia sonrisa. Sólo Jock Strain y Jimmy White habían logrado permanecer despiertos.
Jimmy White había desconectado una bombilla del techo del barracón. Jock levantó su grueso abrigo para rodear la bombilla y los tres hombres formaron una barrera humana frente a la luz antes de que Horace pusiese los cables en contacto con la base de la bombilla. Cuando el cable tocó los puntos adecuados de la bombilla las sonrisas de los tres hombres se iluminaron en la oscuridad. Horace apartó el cable de inmediato, temeroso de que pasara por delante de la ventana una patrulla alemana.
Era otra victoria. Por pequeña que fuese, era una victoria y los tres hombres no acababan de creérselo.
Jimmy White quería poner manos a la obra en ese mismo momento. Horace le convenció de lo contrario. Había sido una larga noche. Horace recubrió el extremo de los cables con franela de algodón, volvió a trepar al hueco del tejado y dejó el cable con cuidado al borde del agujero. Subido a los hombros de Jock, atornilló de nuevo la lámina de hierro forjado. Los tres hombres regresaron a su catre, donde Horace se tumbó luchando contra el sueño que amenazaba con vencerlo. Estaba agotado y sin embargo no conseguía dejar la mente lo bastante vacía como para conciliar el sueño.
Al día siguiente estarían conectados los últimos componentes de la radio. La fuente de energía estaba lista. ¿Estarían escuchando las noticias procedentes de Londres en menos de veinticuatro horas? Era mucho pedir, y Horace intentó prepararse para la evidente decepción. Procuró no pensar en el riesgo y el peligro que había obligado a correr a Rose durante las últimas semanas. Sólo esperaba que hubiera merecido la pena.
Como era habitual, a eso de las siete de la mañana un guardia alemán abrió la puerta del barracón de personal y Jimmy White se precipitó hacia la puerta. Horace se lo encontró doblado por la mitad en el barracón de las letrinas con los pantalones por los tobillos.
—Joder, Chalky, no se te ve muy bien.
Jimmy White lanzó un gruñido que acompañó su siguiente movimiento intestinal.
—Joder, Jim, me estoy cagando. No sé qué he comido pero te juro que ya no puede quedarme nada dentro.
—Qué mala pinta tienes. —Horace recalcó lo evidente—. Y apestas, joder. Cualquiera diría que se te ha metido por el culo algún bicho y se te ha muerto dentro.
Jimmy White levantó la vista.
—Eso digo yo, colega. ¿Puedes decirle al oficial médico que me dispense de ir a trabajar hoy?
Cuando al cabo de un rato el oficial médico y un médico civil alemán llegaron por fin a las letrinas, Jimmy White continuaba allí. Al alemán le bastó con oler la zona para quedar convencido y firmarle a Jimmy White un pase autorizándolo a descansar en el barracón el resto de la jornada. Veinte minutos después Jimmy White estaba tumbado en su litera. Horace se planteó durante unos instantes si sería una treta para trabajar en la radio durante el día, pero no, era imposible crear semejante peste de manera artificial. Jimmy White se encontraba mal de veras.
Cuando Horace regresó al barracón de personal tras la jornada de trabajo, Jimmy White seguía en la misma posición en que lo había dejado esa mañana.
—¿Sigues hecho polvo, Jimmy? —le preguntó.
—Estoy jodido, Jim. Más débil que un gatito.
Horace se llevó un chasco. Estaban muy cerca de tener la radio preparada, tal vez quedaban dos o tres piezas por conectar. Da igual, pensó, después de esperar tanto tiempo, ¿qué importaba un día más? Miró a Jimmy White, que tenía una palidez cadavérica y no estaba en condiciones de concentrarse en algo tan técnico como una radio. Horace le revolvió el pelo.
—No te preocupes, Chalky, mañana será otro día. —Horace regresó hacia su catre y le gritó—: Pero asegúrate de estar recuperado para mañana por la noche, colega. Tenemos una cita con Londres.
Horace ni siquiera recibió respuesta, lo que le hizo volver la vista hacia el lecho de su amigo. Jimmy estaba tendido de costado y se cogía el estómago con las manos para intentar aliviar un retortijón, pero sonreía pese a las molestias. No cabía duda, estaba sonriendo.
—¿Qué? —preguntó Horace—. ¿De qué se trata?
—¿Tú qué crees? —respondió Jimmy.
A Horace le dio un vuelco el estómago. Notó la boca seca y tuvo la sensación de que las palabras se le quedaban trabadas en la garganta.
—Está lista, Chalky, ¿verdad?
Jimmy White esbozó una sonrisa que se quedó en una mueca.
—Ya puedes apostar a que está lista, Greasley. ¿Qué demonios crees que he estado haciendo todo el día?
Horace averiguaría más adelante que Jimmy White había encontrado una seta venenosa en el bosque mientras trabajaba con la cuadrilla. Se había comido un trocito de seta y eso le provocó una intoxicación por ciclopéptidos. Vomitó poco después de tragar, consciente de cuál sería el resultado, a sabiendas de que si tomaba más seta de la cuenta podía acabar muerto. Jimmy le explicó que tenía que trabajar en los últimos componentes a la luz del día. Sencillamente era imposible hacerlo a la luz vacilante de una vela.
El esfuerzo de las horas finales de trabajo había agotado todas las energías de Jimmy White. Le explicó que todos los componentes estaban en su sitio, pero, naturalmente, había sido incapaz de conectarla a la corriente y por tanto no había podido comprobar si la radio funcionaba, y mucho menos probarla y buscar una señal y una emisora reconocible de noticias en inglés.
Estaba poniendo excusas, pues sabía que la impaciencia de Horace lo llevaría a conectar el aparato en cuanto oscureciera.
—Han pasado cuatro años desde la última vez que monté un aparato, Jim. Estoy un tanto oxidado.
Horace tenía la mirada fija en la chimenea de la estufa y la lámina de hierro forjado en el techo.
—¿Igual han cambiado las cosas?
Horace miró el estante encima de su catre y el panel de madera suelto tras el que se escondía la radio. Rose no sólo había encontrado todos y cada uno de los componentes que le había pedido Jimmy White, sino que se las había apañado para conseguirlos del tamaño más pequeño disponible, a fin de que la radio encajase sin problemas en el hueco del barracón de madera. No había mucho espacio pero se las habían arreglado para meterlo todo.
—Algunas piezas parecían bastante viejas, Jim. Es posible que no sean compatibles con los demás componentes.
Horace intentó no plantearse la nefasta posibilidad de que la radio no funcionara. Rose había arriesgado todo lo que tenía, incluso su vida, para traerle esas piezas; seguro que Jimmy White poseía los conocimientos necesarios para montarlas, y seguro que si hubiera sospechado siquiera que alguno de los componentes no era adecuado habría pedido otro de repuesto, ¿verdad?
Se tumbó en el catre mirando por la ventana, a la espera de que se echara la noche. Jimmy White había empeorado y le rogó a Horace que esperase hasta la noche siguiente para conectar la radio.
Horace no estaba dispuesto a esperar. No se perdía nada por probar. Los alemanes apagaban las luces poco después de las once. Permaneció tumbado en el catre unos veinte minutos antes de oír a Flapper encender una cerilla. Se volvió y atisbo la figura familiar del hombretón londinense perfilada a la luz de una vela.
—Jim —susurró Garwood desde el otro lado del barracón—, ¿estás despierto?
Horace se volvió y miró a su compañero.
—Ya puedes apostar a que sí, grandullón.
—Entonces, ¿vamos a probar suerte?
Horace se levantó del catre y se llegó de puntillas hasta el de Flapper.
—Claro que sí, colega, ya puedes apostar a que sí.
Se colocaron directamente debajo de la chimenea de la estufa negra. Horace abrió las piernas mientras Flapper Garwood se arrodillaba. Introdujo la cabeza entre los muslos de Horace y, cogiendo impulso, se incorporó cuan alto era. Horace apoyó las manos en la cabeza de Flapper para mantener el equilibrio encaramado a sus hombros. Hurgó en el bolsillo del pantalón en busca de la pequeña llave inglesa y mientras Garwood lo sostenía con firmeza, procedió a desenroscar los tornillos de la lámina de hierro forjado. Le llevó tres o cuatro minutos retirarla del techo y pasársela a Flapper antes de meter la mano en el hueco del tejado en busca del cable suelto.
Flapper mantuvo la chimenea en su sitio mientras Horace descendía por el cuerpo de su amigo hasta el suelo. Flapper desencajó la chimenea de la estufa y la dejó apoyada en la pared. Volvió a levantar a Horace hasta el hueco en el techo y éste llevó el cable por la parte inferior del tejado y las paredes huecas hasta el espacio detrás del estante encima de su catre. Flapper acercó la vela y tras colocarla en el estante retiró el panel de madera de la pared. Horace descolgó el cable hasta la altura del estante al tiempo que Flapper introducía la mano en el orificio rezando para alcanzar el cable oscilante.
—Lo tengo —exclamó cuando el cable entró en contacto con su mano.
Horace volvió a pasar por el agujero en el techo y se descolgó al suelo en silencio para luego irse hasta donde estaba su amigo con una sonrisa en los labios y un puñado de cable recubierto de plástico.
Los dos hombres se quedaron impresionados un par de minutos. Sólo estaban a la vista la bobina secundaria, el amplificador y parte del condensador. Todas las demás partes habían quedado estratégicamente ubicadas en la estructura de madera que separaba las paredes externa e interna del barracón. Jimmy White había hecho un trabajo fantástico a la hora de ocultarlas, utilizando hasta el último centímetro cuadrado de espacio. Horace dijo:
—Impresionante, ¿verdad?
—Desde luego —convino Flapper.
—¿Crees que funcionará?
—Ahora vamos a averiguarlo.
Horace no se demoró y en cuestión de un minuto tenía conectada la radio a la corriente. La diminuta luz roja junto a la bobina cobró vida y empezó a emitir un tenue destello. Los dos hombres sonrieron. Cuando Horace alargó los dedos hacia los auriculares, Flapper le puso una mano en el brazo.
—Espera, Jim.
—¿Qué pasa?
—Esto no está bien. Jimmy tendría que estar presente.
Horace sonrió con resignación.
—Tienes razón, colega, ve a despertarlo.
No sin poner reparos, Jimmy White se arrastró hasta el catre de Horace y se desplomó allí hecho un guiñapo, quejándose todavía del dolor de estómago.
—¿No podemos esperar hasta mañana, muchachos?
Flapper y Horace negaron con la cabeza al unísono. Jimmy discernió apenas el blanco de sus dientes cuando sonrieron a la tenue luz de las velas.
—¡Vaya par de gilipollas impacientes!
Apoyó la cabeza en el colchón y entrelazó las manos detrás de la nuca.
—Decidme qué oís.
Antes de que Horace tuviera ocasión de ponerse los auriculares, Jimmy White se incorporó sobre el codo con el trasero en dirección a sus colegas y se tiró un pedo tan estruendoso que a Horace no le cupo la menor duda de que debían de haberlo oído en los alojamientos de los guardias al lado de su barracón. El hedor tardó unos tres segundos en hacerse notar. No era un olor sino un hedor, el más fétido y pestilente que Flapper y Horace recordaban haber olido en mucho tiempo.
—¡Pedazo de guarro! —chilló Flapper al tiempo que rodaba por el suelo intentando desesperadamente huir de aquella peste tan invisible como letal.
Horace se cubrió la boca con la mano y dijo entre los dedos:
—¡Vaya cerdo estás hecho, cabrón!
Jimmy White seguía tumbado, pero ahora no se sujetaba el estómago de dolor sino de risa, porque se estaba desternillando como un escolar.
—Os está bien empleado, por obligar a levantarse a un enfermo —se mofó—. Os está bien empleado, so cabrones.
Cuando fueron menguando las risas de Jimmy y la fetidez, Horace retiró la mano de la cara. Jimmy White cerró los ojos de nuevo, satisfecho con su gesto de protesta individual.
—Decidme qué oís —repitió.
Horace negó con la cabeza e introdujo la mano en el agujero en busca de las bobinas primaria y secundaria. Recordó la radio que había en el salón de su casa en Ibstock. La radio portátil de cuatro válvulas de marca Empiric tenía un dial de frecuencia de lo más útil para que el operador tuviera cierta idea de dónde encontrar sus emisoras preferidas. A través del cristal se veía una aguja blanca de madera. Por lo general su padre conseguía sintonizar sus emisoras preferidas en cuestión de minutos.
Ahora era muy distinto. No había dial ni aguja, sólo dos bobinas a diez centímetros la una de la otra. Horace sabía que era cuestión de ir probando hasta encontrar una emisora de habla inglesa, pero tras una hora venga a hurgar y mover de aquí para allá las ruedecillas no había conseguido sintonizar ni siquiera una emisora en la lengua local, ya fuera alemana o polaca. Cada minuto que pasaba sin éxito era mayor su desilusión.
Jimmy White seguía despierto; Horace lo había instado un par de veces a que lo intentase pero Jimmy había rehusado, asegurando que estaría de mejor ánimo la noche siguiente. No le faltaba razón, pensó Horace, que lanzó los auriculares sobre el catre en un gesto de frustración.
—Lo único que oigo es un puto ruido parásito, Jimmy. No he escuchado ni una sola voz. Tendría que haber oído alguna voz, ¿no? No quiero oír a Churchill ni al puto rey, sólo quiero oír una voz cualquiera. Hitler estaría bien; por una vez no me importaría oír hablar a Hitler o incluso al Mussolini ese de los cojones, pero no, no he oído nada.
Jimmy se colocó boca abajo.
—Igual está mal el cableado. Mañana le echaré un vistazo.
—Déjame probar, Jim —terció Flapper.
Horace le pasó los auriculares.
—Tú mismo.
Pese a sus buenas intenciones, Flapper no tenía la delicadeza digital ni la paciencia necesarias para participar en semejante ejercicio. Después de diez minutos volvió a dejar los auriculares en el catre.
—Me voy a dormir. Chalky tiene razón, ya le echaremos un vistazo mañana.
Jimmy White se levantó con esfuerzo del catre de Horace y se fue a paso cauteloso hasta el suyo. Horace volvió a colocar el panel de madera falso con un suspiro y fue a ayudar a Garwood a poner de nuevo en su sitio la estufa y la lámina de hierro. Al menos algo habían logrado, pensó. La radio estaba conectada y lista para darle los últimos retoques al día siguiente. Tal vez les llevara un día o dos, pero lo conseguirían.
No le fue fácil conciliar el sueño. Se durmió, pero no muy profundamente.
Sin que Horace lo supiera, Jock Strain tampoco se había dormido. Miró su reloj de pulsera a la luz de la luna que brillaba por la ventana. Eran las tres y diez de la madrugada y se preguntó qué demonios hacía Jim Greasley retirando de nuevo el maldito panel encima del estante. Se levantó de la litera y se llegó hasta él con sigilo.
—¿Qué mierda estás haciendo? —preguntó—. ¿Sabes qué hora es?
—No puedo dormir, Jock. He pensado probar suerte otra vez.
Horace se sentó en un extremo del catre y Jock en el otro. Permanecieron una hora en silencio mientras Horace probaba todas las combinaciones. Percibía cuándo las bobinas llegaban al final y entonces cambiaba de sentido y las hacía girar hacia el otro lado, lentamente, con cuidado, como un ladrón de cajas fuertes que intentase averiguar la combinación. Y tras unos veinte minutos, cuando estaba seguro de que las bobinas ya no daban más de sí, cambiaba de dirección y empezaba de nuevo.
Cada vez procuraba ir un poco más lento. Había llegado a oír voces las dos últimas veces… ¿o eran imaginaciones suyas? Quería oír voces… ¿le estaba jugando una mala pasada su mente? No, había oído algo sin lugar a dudas.
Lanzó un suspiro y miró a Jock. Milagrosamente, seguía despierto.
—Venga, puñetero escocés, otra vez, ¿eh? Luego podemos acostarnos y dejar que mañana le eche un vistazo Jimmy.
Jock Strain asintió y se frotó los ojos.
Horace respiró hondo y empezó otra vez. Cuando llevaba cinco minutos intentándolo de nuevo, se interrumpió. Ésta vez no había equivocación posible, había oído algo, desde luego.
El escocés también se percató y percibió una chispa de interés en su rostro, que no había mostrado emoción alguna durante casi dos horas.
—¿Qué pasa, Jim?
Horace levantó una mano y relajó los dedos con los que sujetaba la bobina.
—No lo sé, Jock, me ha parecido oír como un redoble de tambor.
A Jock Strain se le quedó helada la sangre del cuerpo entero.
—Descríbemelo, Jim.
Horace se encogió de hombros.
—¿Qué describa un redoble de tambor, colega? ¿Qué quieres decir? Era un redoble, ¿cómo se describe eso? Algo así como tan-tan-tan…, ¿sabes? Como un redoble.
—Radio Tambor —susurró Jock para sí en una voz que Horace no alcanzó a oír debido a los auriculares que llevaba puestos—. Radio Tambor —repitió un poco más alto.
—¿Cómo, Jock? ¿Qué has dicho?
Jock se puso en pie de un salto y luego se arrodilló al lado de la radio.
—Deja la maldita bobina donde está, Jim, es posible que hayas dado con algo.
—¿Con algo? ¿A qué te refieres? Algún imbécil que está aporreando un tambor de piel. Lo siento, Jock, pero no es exactamente lo que tenía pensado cuando apañamos esta preciosidad. Tenía más…
—Radio Tambor, Jim.
—¿Radio qué?
—Radio Tambor, un canal de la BBC que empezó a emitir pocas semanas después de que fueras capturado en Francia. No habías oído hablar de él, ¿verdad?
Horace negó con la cabeza.
—Es una emisora de noticias. Escuché un par de emisiones antes de partir hacia Francia. Entré en la guerra un poco después que tú, ¿recuerdas?
—¿Una emisora de la BBC?
Jock sonrió. Horace volvió a ponerse los auriculares mientras tocaba apenas la bobina con los dedos. Manipuló las ruedecillas hacia derecha e izquierda con suma delicadeza, teniendo buen cuidado de no llevarlas demasiado lejos en ninguna de las dos direcciones.
Contuvo la respiración, le hormigueaba la piel y notaba escalofríos en la espina dorsal. Y entonces estalló en sus oídos el inconfundible tono de colegio privado de un locutor de la BBC.
Horace apartó los dedos de la ruedecilla y respiró hondo. Levantó una mano con el pulgar estirado y una sonrisa del tamaño de la desembocadura del Támesis asomó a su cara cuando le gritó a su amigo arrodillado en el suelo:
—¡Tenemos las noticias, Jock! ¡Tenemos las putas noticias de la BBC!
Horace se echó a llorar y Jock no tardó en imitarlo, consciente del efecto contagioso que tenía en él el llanto de un compañero. Jimmy White oyó el jaleo y se levantó de su lecho de enfermo.
—A ver si os calláis de una vez, joder, que vais a hacer que vengan los teutones.
La imagen de sus dos amigos, abrazados con lágrimas resbalándoles por las mejillas, asombró al radioaficionado.
Sólo podía significar una cosa.
—Funciona, a que sí —dijo Jimmy en tono de absoluta incredulidad.
Horace sollozaba cuando se levantó para salir a su encuentro.
—Hemos sintonizado las noticias de la BBC, Chalky. ¡Eres un maldito genio, tío!
Entonces se levantaron de su catre más hombres. Freddie Rogers y Dave Crump también se acercaron. A esas alturas Horace volvía a tener puestos los auriculares y lucía la misma sonrisa tonta mientras escuchaba un informe sobre Túnez, en el norte de África. Por lo visto los aliados iban camino de alcanzar otra victoria y tenían control absoluto del norte de África.
Los rostros sonrientes y al mismo tiempo llorosos de Flapper Garwood, Jock y ahora Jimmy White no dejaron la menor duda respecto del logro alcanzado a los demás prisioneros del barracón de personal en Freiwaldau, en la Silesia ocupada por los alemanes. Unos soldados empezaron a propinar palmadas en la espalda a Horace, otros le estrechaban la mano a Jimmy White y uno de los chicos le plantó un húmedo beso en toda la mejilla.
Eran héroes. Héroes en el mismo sentido que un soldado condecorado con la Cruz Victoria por tomar al asalto un nido de ametralladoras alemán, o el avezado general cuyos planes hacían cambiar las tornas de la batalla en contra de todo pronóstico. Eran Montgomery, Churchill, el general McArthur y Douglas Bader, todos al mismo tiempo.
Pese a que lo tenían todo en contra, Joseph Greasley y Jimmy White habían conseguido hacerse con las piezas y construir una radio capaz de sintonizar una emisora de noticias de la BBC delante de las narices de sus carceleros alemanes.
Era sencillamente monumental, un triunfo que estaba a la altura de cualquier otro de los alcanzados por Horace hasta la fecha. Era otra victoria personal para Horace y en ese preciso instante, en su momento de éxito, pensó en la mujer que lo había hecho todo posible.
La mujer que amaba con todo su corazón.