Horace siguió citándose con Rose. Hacían el amor con regularidad y seguían haciendo incursiones en los pueblos de la localidad para aportar algo al caldo de los prisioneros. El mapa, el dinero y lo demás rara vez se mencionaban y nunca llegaron a aparecer. Rose seguía relatándole detalles de los acontecimientos de la Segunda Guerra Mundial en cuanto tenían lugar y los oía por la radio. Horace asimilaba la información con voracidad pero le decepcionaba profundamente no tener la posibilidad de oír la información de primera mano, con todos sus detalles.
Era el verano de 1943, el cuarto que pasaba Horace en cautividad. Había empezado la deportación de los judíos del gueto de Varsovia al campo de exterminio de Treblinka. Al mismo tiempo estaban evacuando de Berlín a la población civil alemana.
Roma había sido bombardeada por los aliados por primera vez y hacia finales de agosto Italia estaba haciendo planes de cara a la rendición. Todo parecía ir de cara para los aliados pero los alemanes en concreto no daban indicios de cejar en su ofensiva. Una novedad preocupante fue que Wernher von Braun informó a Hitler sobre la eficacia de las bombas volantes V2 y éste aprobó el proyecto con carácter de prioridad.
Horace y Rose yacían desnudos por completo en la alfombra que llevaba tanto tiempo escondida al fondo de la pequeña iglesia. Rose tenía la cabeza apoyada en el pecho de Horace y respiraba suavemente, recuperándose poco a poco de sus esfuerzos. Horace le acariciaba el cabello mientras intentaba recuperar el resuello también. Aquélla noche excepcionalmente bochornosa estaban los dos bañados en sudor y Horace contemplaba la figura hermosamente torneada de la espalda de Rose allí donde se fundía a la perfección con sus nalgas. Alargó la mano y le acarició el trasero. Ella emitió un ronroneo de aprobación. En un movimiento diestro y bien ensayado, Horace le pasó la mano por debajo de la cadera y le dio la vuelta para luego tenderse encima de ella sosteniendo el peso de su propio cuerpo con ambos brazos. Rose se sorprendió tanto que se quedó sin respiración.
—No estoy acostumbrada a que me trates con semejante rudeza, Jim, pero si quieres hacerme el amor otra vez, no tengo inconveniente.
Era una idea de lo más grata, pero no estaba pensando en eso precisamente.
—¿Me puedes conseguir una radio, Rose?
—¿Una qué?
—Una radio.
—Ya te he oído, Jim. Te he oído la primera vez.
—Bueno, ¿puedes?
Rose buscó su ropa interior con la mano y empezó a vestirse. Horace la imitó tras recoger los pantalones del respaldo de un banco. Rose estaba pensando y no quería interrumpirla. Unos minutos después, la joven le dijo:
—Es imposible, Jim.
A Horace le cambió la cara.
—Pero ¿por qué?
Rose se subió el liviano vestido de algodón muslos arriba y empezó a abrochar los botones. A Horace se le fue la mirada a sus pechos firmes y jóvenes.
—Los alemanes confiscaron todas las radios del pueblo hará cosa de un año.
—Pero tu padre tiene una, tú la escuchas, me traes…
—Sí, está en el ático de nuestra casa, Jim, y es del tamaño de un poni, empotrada en un antiguo tocador. Desde luego no me cabría en el bolso de mano.
Horace intentó disimular su decepción. Había visto esos mismos aparatos de radio en las tiendas de muebles de categoría en Ibstock y en el centro de Leicester. Iban incorporadas a aparadores y mesas, y hacían falta al menos dos hombres para cargarlas en un camión de reparto y llevárselas a alguna de las familias pudientes de la zona. Pensó en apretar un poco más a Rose, preguntarle si cabía la posibilidad de conseguir un modelo más pequeño, pero cayó en la cuenta de que los pueblos de Silesia estaban menos avanzados en lo tocante a tecnología que su pueblo natal allá en Leicestershire. Por mucho que la radio fuera de un tamaño manejable, tanto que Rose pudiera llevarla sin ayuda, sencillamente era pedirle que corriera un riesgo excesivo subiéndose a un tren en la Polonia ocupada por los alemanes, un tren en dirección a los campos de prisioneros de guerra aliados. Dios santo, ¿cómo podía ser tan idiota?
—No te preocupes, Rose, sólo se me había pasado por la cabeza. Vamos a cazar conejos.
Los dos amantes se vistieron y se fueron por el bosque cogidos de la mano en dirección al pueblo. El techado que formaban los árboles fue desapareciendo conforme se acercaban a la población y las estrellas suspendidas en las alturas iluminaron su camino como diminutas semillas de luz.
Habían perfeccionado su arte y tomaban como objetivo distintos pueblos al azar. La suerte les sonreía y no los habían sorprendido. A Horace le daba el palpito de que su buena fortuna no tardaría en agotarse. Llevaban varios meses saqueando los pueblos de los alrededores y la población local de conejos estaba mermando a ojos vista. Se habían dado peleas y discusiones entre los trabajadores civiles del campo, que sospechaban unos de otros y se preguntaban si habría un ladrón en su seno. Era casi cómico, y Horace había tenido que esforzarse por sofocar la risa en más de una ocasión. Los prisioneros estaban fuera de toda sospecha. ¿Cómo iban a ser ellos responsables? Los encerraban bajo llave todas las noches y, naturalmente, no había indicios fehacientes de que ninguno de ellos hubiera escapado del campo.
Cuando se acercaban al linde del bosque las luces de alguna que otra casita de campo silesiana empezaron a verse por entre las ramas de los árboles. Rose se volvió y lo miró a los ojos.
—Podría ir trayéndote piezas.
—¿Cómo?
—Piezas de la radio. Si me dices lo que necesitas para construir una radio, podría intentar conseguírtelo.
A la mañana siguiente Horace le pidió a Jimmy White, un zapador de la isla de Wight, que se reuniera con él en la peluquería. Al principio, Jimmy White rehusó, pero un oficial superior le ordenó con claridad meridiana que se presentase allí. Poco después de las diez, Jimmy entró sin prisas en el cuarto que hacía las veces de barbería, mascullando que no le hacía maldita la falta un corte de pelo, que había visto a Horace apenas dos semanas antes. Tomó asiento en la silla sin dejar de quejarse.
—No sé qué mierda te traes entre manos, Jim, pero me gusta llevar el pelo un poco largo, ¡joder! Ya pasé bastante tiempo pelado cuando esos cabrones me lo cortaron al rape. Ahora parece que tú quieres hacer lo mismo. —Jimmy White miró el espejo agrietado y reparó en la expresión de Horace, de la que dedujo que no le habían ordenado que se presentara para cortarse el pelo.
Sonrió y apuntó hacia el espejo con el dedo índice.
—Tú te traes algún asunto entre manos, ¿a qué sí, Jim Greasley? Tendría que haberme dado cuenta. He oído rumores sobre ti; no me sorprendería que fueran ciertos.
—Últimamente hace muy buen tiempo, caballero.
—Venga, Greasley, déjate de coñas.
—No sé de qué me habla, caballero. —Horace sonrió de oreja a oreja—. ¿Quiere algo para el fin de semana?
Jimmy White se sentó en la silla y aunque Horace tenía las tijeras en alto como si fuera a hacer su trabajo no llegó a utilizarlas. Siguió con la farsa un par de minutos y luego decidió que ya le había tomado el pelo lo suficiente.
—Tengo entendido que eres radioaficionado, Jim.
—Lo sabía —exclamó Jimmy White—. Sabía que no me has hecho venir para cortarme el pelo.
Horace sonrió.
—Tienes toda la razón. Te he traído para que construyas una radio.
Jimmy White se quedó boquiabierto.
—Estás como una puta cabra. ¿Construir una radio? Estás loco de atar.
Horace le cogió un mechoncillo de pelo a Jimmy White y le lanzó una tijeretada.
Jimmy apartó la cabeza.
—He oído rumores de que escapas del campo por la noche y haces incursiones en los pueblos para robar conejos y gallinas; estás tarado de cojones. Y ahora quieres construir una puta radio.
—Eso es. Te conseguiré los componentes.
—¿Así que es verdad? ¿Eres tú el que se escapa?
—Así es.
Jimmy White se levantó de la silla y empezó a caminar arriba y abajo.
—Imposible. Me temo que sencillamente no es posible.
—Cualquier cosa es posible —afirmó Horace—. Decían que era imposible escapar de aquí pero me las he arreglado para hacerlo cincuenta y siete veces.
Jimmy White lanzó un silbido.
—No me jodas.
—Pues no, preferiría no hacerlo, gracias.
Jimmy White meneó la cabeza.
—No lo entiendes, Jim. Necesito lámparas y un transistor, un condensador y una resistencia, un amplificador y dos bobinas, primaria y secundaria, así como auriculares. Luego me hace falta algo para soldar y cables, y en el caso de que fuera humanamente posible traer todo eso, ¿dónde lo pondríamos? Y lo que es más importante, ¿cuándo y dónde la escucharíamos?
Horace respondió:
—Hazme una lista. Tienes que mudarte al barracón de personal de la prisión mañana por la noche. Colin Jones ha accedido a ocupar tu sitio.
—No, Jim, no pienso hacerlo. Es imposible, harás que nos maten a todos. —Negaba con la cabeza en un gesto de exasperación—. ¿Y qué me dices de la fuente de energía? ¿Has olvidado que los teutones desconectan la electricidad a las once?
Horace dejó las tijeras en la cajita de madera y se volvió hacia el soldado perplejo.
—Elabora la lista y ya me preocuparé yo de la fuente de energía. Tú preocúpate de refrescar tus conocimientos sobre la radio.
—¿Es que no me oyes, Jim, pedazo de tarado? No pienso ir a tu barracón y no pienso construir una puta radio.
Jimmy White tiró al suelo la bata de la peluquería y se fue hecho una furia hacia la puerta, cogió el picaporte y la abrió con tal fuerza que golpeó la pared. Justo antes de salir se volvió y señaló a Horace con un dedo amenazante.
—Y no hay más que hablar, joder.