16

El encontronazo que había estado a punto de tener con los hombres de las SS no desanimó a Horace, que continuó escapándose una media de dos o tres veces por semana para encontrarse con Rose. Horace no era físicamente capaz de hacer el amor con ella en todas las ocasiones, la alimentación no había mejorado y la falta de sueño, así como sus actividades nocturnas, habían empezado a pasarle factura. Se preguntaba si la comida, o más bien la escasez de comida, contribuía aunque fuera en escasa medida a que no dejase embarazada a Rose.

A veces sencillamente se iban a dar un largo paseo, se adentraban seis o siete kilómetros en el bosque y se llegaban en la oscuridad hasta la ladera de la montaña, desde donde podían ver el campo iluminado a sus pies.

Eran momentos especiales.

Permanecían sentados durante horas, el uno en brazos del otro, compartiendo su calor corporal con el grueso abrigo de lana de Rose echado sobre los hombros, el viento cortante atormentando su piel desnuda.

A veces Horace se angustiaba al contemplar el campo allá abajo, consciente de que tenía que regresar. También temía por la seguridad de Rose, pues sabía que estaba obligada a hacer el largo trayecto de regreso a la estación a solas en la oscuridad. Había patrullas alemanas por el bosque, no muy distintas del cuerpo de voluntarios para la defensa nacional allá en Inglaterra. Hombres entrados en años, de más de cuarenta y cinco, o jóvenes con alguna clase de discapacidad que les impedía ser destinados al frente. Pero tenían armas y eran despiadados. Corrían historias sobre la violación y a veces incluso el asesinato de alguna pobre desgraciada a la que habían sorprendido merodeando por allí, a todas luces tramando algo. No hacían preguntas, sencillamente ajusticiaban a las víctimas y las enterraban en lo más profundo del bosque.

Rose no pudo contener su entusiasmo cuando Horace abrió la puerta de la iglesia. Se echó en sus brazos.

—¡Jim! ¡Es cierto! ¡Los alemanes se han rendido en Stalingrado!

Era una noticia sensacional. Horace se quedó mudo de asombro y tomó asiento en un banco con las manos apoyadas en las rodillas. Rose había oído retazos de información mientras escuchaba con su padre emisoras internacionales. Las noticias no procedían de la radio alemana sino de una emisora norteamericana de alta frecuencia que explicaba todos los avances en el desarrollo de la guerra a quien la sintonizase. Rose le hizo una perfecta traducción simultánea a su padre.

Era cierto, no se trataba de propaganda. Hitler había corrido un tremendo riesgo y por lo visto le había salido el tiro por la culata. Había sido derrotado por el duro invierno ruso y el ingente volumen de tropas reclutadas en todos los rincones del país. Aun así Hitler había ordenado al mariscal de campo Paulus que siguiera combatiendo incluso después de que los rusos hubiesen reconquistado el último aeropuerto en manos alemanas. Los aparatos de la Luftwaffe de Goering ya no podrían abastecer a las tropas asediadas en tierra. Se estaban muriendo de hambre y frío.

Rose continuó:

—¿No lo entiendes, Jim? La guerra casi ha terminado. Al fin podremos estar juntos, podremos casarnos y tener hijos.

Horace la tomó entre sus brazos y le susurró en voz queda:

—Eso espero, Rose, eso espero.

Horace y Rose no hicieron el amor esa noche. Horace volvió a achacarlo a la dieta.

Mentía.

Estaba pensando en el final de la guerra y por una vez se atrevía de una manera realista a pensar en la victoria aliada. Pero también pensaba en qué clase de venganza inflingirían los rusos, los americanos y sus propios compatriotas a la nación alemana. ¿Violaciones, torturas, limpieza étnica? Sobre todo los rusos; a decir de todos habían sufrido terriblemente a manos de los nazis. Se desquitarían con la nación alemana, soldados y civiles, de eso no le cabía la menor duda.

Iba cogido de la mano de Rose mientras paseaban por el bosque y ella sonreía. Estaba sonriendo, estaba feliz de que la guerra pareciera estar tocando a su fin, feliz de que ya se atisbara la victoria aliada. Pero a pesar de lo que le contó sobre Silesia y su independencia y el feroz odio de su familia hacia los nazis, a los ojos de los rusos era alemana. ¿Acaso no se daba cuenta del peligro que corría? Era un pensamiento que Horace no conseguía desterrar de su cabeza. Sentía deseos de cogerla con las manos y zarandearla para hacerle entrar en razón. Pero prefirió dejarlo correr por el momento; no tenía coraje para decirle lo que tal vez le deparara el futuro.

Regresó a la capilla en el bosque la semana siguiente y esta vez hicieron el amor. No se demoraron y se vistieron enseguida. Ésta incursión en el bosque sería un tanto diferente: Rose le había prometido llevarlo de caza para complementar su dieta. Rose le mostró el camino hasta el pueblo a cinco kilómetros escasos del campo. Era poco después de medianoche y el pueblecito de Pasicka estaba sumido en la oscuridad más absoluta. Agradecieron que hubiera luna llena. Rose señaló los huertos que lindaban con el bosque.

—Mira, Jim, todos los campesinos tienen un huerto.

Horace paseó la mirada por los terrenos cultivados y alcanzó a ver que asomaban nabos de invierno y algún que otro cogollo.

—Y también tienen ganado, Jim. —Sonrió al señalar varias conejeras y gallineros—. Tienes que meter un poco más de carne en ese cuerpo, Jim Greasley.

No era la clase de caza que tenía pensada Horace, pero a buen hambre no hay pan duro, pensó, y en la guerra el que no devoraba era devorado.

Una vez más dio la impresión de que Rose le leía la mente.

—No te sientas muy culpable por ello, Jim, la mayoría de estos campesinos son alemanes.

Eso despejó cualquier duda.

Al principio recogieron coles y unas cuantas zanahorias, y tantos nabos suecos como pudo meterse Horace en los bolsillos.

—La próxima vez deberías traer una bolsa, Rose. Así podré coger unas cuantas remolachas también.

—Eso haré. Pero ahora, cariño, vamos a por carne.

Horace señaló un gallinero a diez metros escasos de la pared trasera de una casita de campo.

—Allá. Tú monta guardia y silba si ves que se enciende alguna luz o se mueve una cortina.

Estaba a punto de dirigirse hacia allí cuando ella lo cogió por la pernera del pantalón.

—¿Estás loco, Jim? ¿No has oído nunca la bulla que mete una gallina cuando se cree en peligro? Vete a por los conejos, son más silenciosos.

Horace levantó la mano y le acarició la mejilla.

—Tienes razón, Rose, no eres sólo una cara bonita.

—Tengo mis virtudes, Jim. —Le guiñó el ojo mientras Horace se alejaba lentamente, con buen cuidado de mantener la cabeza gacha. Las conejeras no estaban cerradas, las puertas de malla metálica estaba sujetas únicamente con cordel de cáñamo. Los conejos hicieron pensar a Horace en los prisioneros del campo. A los conejos les habría sido sencillo huir royendo el cordel. Pero los animales no iban a irse a ninguna parte. ¿Por qué habrían de irse? Tenían una cama caliente y los alimentaban con regularidad. ¿Por qué iban a aventurarse hacia lo desconocido?

Y cuando introdujo la mano y cogió el primer conejo se preguntó si esa criatura habría sentido alguna vez deseos de huir, si alguna vez habría pensado en ponerse a roer el bramante.

Despachó el conejo con aquel movimiento que tan familiar le resultaba de tirar del cuello y retorcérselo. La tercera y cuarta vértebras y la espina dorsal se separaron sin apenas esfuerzo y la vida abandonó de inmediato a la pequeña criatura, allí mismo, delante de su hogar. Su padre siempre le había dicho que no se demorara demasiado cuando le enseñó a sacrificar animales en los campos y los bosques de Ibstock.

Horace recordaba las primeras ocasiones, cuando había intentado posponer lo evidente, cómo había pensando en los sentimientos del conejo y en si sus descendientes echarían de menos a su madre o su padre si él o ella no regresaban a la madriguera. Ésa noche no sintió remordimiento alguno, ni la más mínima culpa. Metió de nuevo la mano en la conejera, cogió otro conejo por las patas traseras y repitió el ejercicio. Éste conejo se quedó lánguido, pero al instante ejecutó una danza de la muerte de tres segundos cuando los nervios de su cuerpo lanzaron una protesta final. Recordó la primera vez que le ocurrió algo similar cuando su padre mató un conejo y se lo pasó a él para que lo sujetase. A regañadientes agarró con fuerza las patas traseras y unos segundos después comenzó la reacción nerviosa. Horace lanzó un chillido, convencido de que el conejo había vuelto a la vida, e instintivamente lanzó el animalillo a una zanja a tres palmos escasos. Su padre se partió de risa al ver la reacción exagerada de su hijo mientras éste permanecía allí plantado sintiéndose estúpido y abochornado.

Regresó hacia Rose todo sonriente.

—Mañana comeremos bien, Rose: estofado de conejo.

Rose lo besó apasionadamente durante dos o tres segundos a guisa de agradecimiento y por un instante sintió el impulso de hacerle el amor allí mismo en el bosque. Dios santo, pensó, ninguna mujer le había hecho sentirse así. Ojalá hubiera podido luchar contra esos sentimientos, ojalá hubiera sido capaz de pasar un día entero sin pensar en ella y una noche entera sin imaginar los hermosos y sensuales pliegues de su cuerpo, sus pechos respingones, así como el suave tacto y el sabor de su vagina mientras estaba tumbado en su catre. Sólo un día y una noche, pensó, veinticuatro horas.

Llevaba un conejo colgando por dentro de cada pernera del pantalón. Agradeció al cielo que el uniforme del oficial ruso que le dieron perteneciera a un hombre mucho más grande que él. Llevaba los pantalones sujetos con una cuerda y las criaturas muertas le cabían holgadamente en las perneras dejándole espacio suficiente para introducirse entre los barrotes. Su entrada no fue muy decorosa. El peso añadido le hizo perder el equilibrio y desplomarse.

—Maldita sea, Jim. —Era Flapper—. Me trae sin cuidado que dediques todas tus horas de sueño a tirarte a esa muchacha alemana, pero a algunos nos gustaría dormir un poco.

—¡Venga, cierra la puta boca! —gritó una voz con acento escocés.

Horace no pudo seguir conteniendo la emoción mientras empezaba a soltar la cuerda que utilizaba a modo de cinturón.

—Vais a ver lo que traigo aquí, tíos.

Jock Strain encendió una cerilla y prendió la vela que tenía debajo del catre.

—Joder —exclamó—, va a enseñarnos otra vez ese pedazo de polla que tiene.

—No, esperad, fijaos —dijo Horace mientras buscaba al tacto las orejas del conejo que llevaba en la pernera derecha.

E igual que un mago en el Palladium de Londres, sacó el conejo justo en el momento preciso.

Presto! —anunció a voz en cuello.

Jock Strain, el cocinero interno de los prisioneros, estaba plenamente despierto ya, a todas luces interesado en las nuevas provisiones para la receta de la cena.

—¿De dónde demonios has sacado eso?

Horace no respondió, sino que sacó la pareja de la otra pernera y levantó las dos criaturas en ademán triunfal.

—El que es cazador, lo es hasta la tumba —exclamó. No tuvo valor para decirles a los demás hombres que eran conejos domesticados que sencillamente había birlado de una conejera.

—¡Santa María madre de Dios!

—Estofado de conejo.

—Carne.

—¡Mierda!

Ahora la mayoría de los hombres estaban despiertos y Flapper Garwood intentaba contener el ruido y el entusiasmo de sus compañeros. Miró el reloj.

—Falta un minuto para que los teutones vuelvan a pasar por delante de esa ventana. Si no cerráis la boca de una puta vez nadie va a disfrutar de nada salvo de una noche o dos en el hoyo.

La advertencia caló y se hizo el silencio en el barracón. Flapper Garwood felicitó a Horace con unas palmadas en la espalda mientras Jock se levantaba de la litera para examinar los animales.

—¡Esto es pura magia, Jim! ¡Vaya estofado vamos a comernos hoy! Ojalá tuviéramos más verduras para disfrutar de una guarnición abundante.

Y de pronto Horace recordó los nabos suecos, las zanahorias y las coles de invierno y asomó a su rostro una enorme sonrisa.

—¿Qué? ¿Qué pasa ahora? —preguntó Jock.

Jock Strain preparó comida para más de noventa y cinco hombres. Los alemanes acostumbraban a traer las provisiones a primera hora de la mañana y el cocinero preparaba las verduras, la carne y demás a lo largo de la jornada. Hablaron largo y tendido sobre la posibilidad de reservar uno de los conejos para otro día, pero Horace alardeó de que había muchos más allí de donde habían salido aquéllos. Tenía la sensación de que estaba en deuda con los hombres por ayudarle en su plan de huida cada vez que se escapaba, y creía que era lo menos que podía hacer. Se comprometió a traer algo en cada ocasión, aunque sólo fuera un poco de verdura.

No, los hombres habían votado por celebrar un festín. No se desperdició nada. Hasta el último trocito de carne de los dos conejos fue a parar al estofado. Sesos, corazón, hígado, pulmones, hasta los genitales del conejo macho. Las carcasas se dejaron en el caldero hasta el último momento para que el estofado absorbiese toda la sustancia.

El olor del caldero era diferente. Los hombres mencionaron de inmediato la carne y la verdura añadidas. De súbito la ración de un cazo había pasado a ser de dos. Jock se aseguró de comentarle a cada hombre que recibía un cazo extra que seguiría comiendo así si mantenía la boca cerrada. Por lo visto, los guardias alemanes no se percataron: bastante preocupados estaban hablando de sus temores sobre el desarrollo de la guerra. Horace no se lo estaba imaginando simplemente; se apreciaba sin duda un cambio de actitud en el típico guardia alemán. Indicios delatores: ansiedad, cierto nerviosismo, una sonrisa ocasional dirigida a un prisionero. ¿Se estaban preparando para el final del conflicto? ¿Se estaban preparando para la derrota?

A media tarde del día siguiente abordó a Horace uno de los prisioneros más veteranos del campo. El sargento mayor Harris formaba parte del regimiento del Décimo de Lanceros. Prácticamente todos sus camaradas habían sido masacrados en Abbeville, en Francia, durante los primeros días de la guerra.

El sargento mayor Harris le pidió a Horace que fueran a dar una vuelta mientras el resto de los hombres guardaba fila para el rancho vespertino. Echaron a andar a paso lento siguiendo el perímetro del campo, el sargento mayor medio paso por delante de Horace con las manos cogidas a la espalda.

El sargento mayor se detuvo y miró en torno.

Horace lo tomó como una señal para detenerse también.

—No hay muchos teutones por aquí, Greasley, ¿verdad?

—No, señor.

—Bueno, quería comentarte un asunto de lo más delicado.

Horace ya se imaginaba lo que tenía en mente el sargento mayor.

—Sé lo que te traes entre manos, Jim Greasley, y estoy al tanto de lo que vienes haciendo.

Horace se sintió igual que un crío de diez años esperando a la puerta del despacho del director.

Horace se preparó para oír un sermón y recibir media docena de azotes. Se preparó para la diatriba que no llegó.

—Sé cuántas veces has escapado y lo que has estado haciendo. —Esbozó una sonrisilla y Horace se concentró cuanto pudo para mantener el semblante serio.

»Y también sé lo de los conejos, y las provisiones que aportas al rancho de los muchachos.

El sargento mayor le puso una mano en el hombro a Horace y le dio un leve apretón.

—¿Tienes idea de lo que eso supone para la moral de los hombres?

Horace abrió la boca dispuesto a ofrecer una disculpa pero el sargento mayor continuó.

—Eres un héroe, Greasley. Ofreces un atisbo de esperanza a los pobres infelices que están presos aquí. —Sonrió de nuevo—. Yo incluido. Le das un corte de mangas al teutón cada vez que escapas de aquí y el efecto que está teniendo en los hombres es magnífico. —El sargento mayor se interrumpió un par de segundos, como si escogiera sus palabras con sumo cuidado—. ¿Sabes que todo prisionero tiene el deber de intentar huir y regresar a Inglaterra?

Horace quería asentir, quería decirle al sargento mayor Harris que era lo primero que le venía a la cabeza cada vez que salía de los límites del campo. Sintió deseos de contarle al sargento mayor Harris que Rose le traería pronto un mapa y dinero también, y que luego le facilitaría la brújula y ropa. Sintió deseos de explicarle al sargento mayor Harris cómo había suplicado ayuda al comité de fugas y asegurarle que quería volver a Inglaterra, desde luego que sí. La siguiente frase que salió de los labios del sargento mayor Harris lo dejó de una pieza.

—No quiero que vuelvas a Inglaterra, Greasley.

—¿Cómo dice, señor? No lo entiendo. Yo…

—Quiero que te quedes donde estás y sigas con lo que estás haciendo. La guerra prácticamente ha terminado; volverás a casa muy pronto.

—Pero, señor…

—Es una orden, Greasley.