14

La paz del campo tenía muy poco que ver con la frenética actividad que estaba teniendo lugar por todo el mundo. A esas alturas Horace ansiaba desesperadamente disponer de más información, ya que sospechaba que la suerte de la guerra había cambiado a favor de los aliados. Le encantaba retransmitir la información de segunda mano que Rose le ofrecía después de cada encuentro nocturno. Los hombres también querían oír los detalles más escabrosos de sus relaciones sexuales, pero Horace se portaba como un caballero y se negaba a revelar pormenores sobre su lujuriosa actuación o sobre la buena disposición de su amante a la hora de satisfacerlo.

Horace hizo una concesión. Cuando entraba por la ventana dejando atrás el frío helador de una neblina de madrugada hacia finales de noviembre, su buen amigo Freddie Rogers yacía despierto en su litera. Su voz tenue sorprendió a Horace.

—¿Es bonita, Jim?

Horace escudriñó la oscuridad, se acercó a su amigo y se sentó a los pies de su catre.

—Sí que lo es, Fred… es una preciosidad, tiene veinte años y el cuerpo de una estrella de cine.

—Y te la has estado beneficiando, ¿verdad?

Horace sonrió; no dijo nada, pero su rostro contaba toda la historia.

—Qué suerte tienes, cabrón. No querrás cambiarte por mí y dejarme que salga yo una noche de éstas, ¿verdad?

Horace rió y le palmeó la pierna a su amigo.

—No estarías a la altura, Freddie, yo soy el mejor amante de los de Leicester —se jactó, y se levantó con intención de dormir un poco antes de que pasaran lista a las siete de la mañana.

Fred Rogers se asomó del catre y lo cogió por la pernera del pantalón.

—Oye, Jim.

—¿Qué quieres?

—Un favorcillo.

—Dime.

Freddie Rogers se demoró un instante.

—Déjame que te huela los dedos.

—¿Qué? —Horace retrocedió asqueado—. Ni pensarlo, sucio capullo. —Se echó a reír, sinceramente convencido de que su amigo bromeaba. Pero su amigo no se reía; no podría haber estado más serio.

—Por favor, Jim, déjame olértelos, hace tres años que no le meto el dedo a una buena chica inglesa, tres años, tío… por favor.

Horace estaba entre la espada y la pared. Su amigo se estaba inmiscuyendo en su intimidad; era casi como si se acostara con Rose.

—Por favor, Jim, tres largos años hace que no huelo un buen chochito inglés.

Horace sintió deseos de mandarlo al carajo allí mismo, de meterle una bofetada.

No supo lo que le sobrevino. Algo lo desencadenó en lo más recóndito de su cerebro. ¿Compasión? ¿Lástima? No sabía cómo, pero se encontró delante de su amigo, moviendo los dos dedos de su mano derecha a cuatro centímetros escasos de su nariz.

Pese a lo avanzado de la hora, se percató de que una fina película de lágrimas velaba los ojos de su amigo. Recuerdos del hogar, de la normalidad, recuerdos que se le habían negado durante tanto tiempo. Horace bajó la mano y su amigo sonrió y empezó a recitar un poema. Era un suave susurro, un murmullo que los demás no podían oír. Era un brindis privado de Freddie Rogers a su buen amigo Horace Greasley.

—Brindo por la raja que nunca cicatriza, cuanto más la tocas, más suave parece. La puedes lavar con jabón, la puedes fregar con bicarbonato, pero nunca pierde ese olorcillo a pescadería de Billingsgate.

Era el poema más gracioso que había oído Horace en su vida, pero ninguno de los dos rió. Freddie Rogers no quería contar ningún chiste; Freddie Rogers no podría haber estado más serio. Cuando Horace se alejó para dormir unas horas se preguntó qué consecuencias tendrían en la mente de esos hombres tres años de cautiverio y de verse privados de todo aquello que le era natural al hombre.

A lo largo de los meses siguientes, si Freddie Rogers estaba despierto cuando Horace regresaba del bosque (y normalmente lo estaba), aquello se convertiría en un extraño ritual, una práctica esperada. Y una y otra vez Fred se lo agradecía, le recordaba que eso le daba algo que esperar con ilusión. Y naturalmente nunca dejaba de recordarle a Horace que era el prisionero de guerra más afortunado en toda Polonia.

Era ya mediados de diciembre para cuando cayó la primera nevada, pero eso no mermó las ansias de Horace por salir del campo y reunirse con Rose. Horace no pudo por menos de reparar en que cada vez que entraban en su pequeño refugio de la iglesia del bosque saltaba a la vista que habían puesto un cirio nuevo, habían quitado el polvo a los bancos o dejado en otro lugar alguna de las numerosas biblias. A todas luces era un lugar especial del que los habitantes de los pueblos cuidaban bien. Rose había escondido una gruesa alfombra de lana debajo de uno de los bancos al fondo de la iglesia y la sacaba para extenderla delante del altar. En muchas ocasiones Rose traía unas cuantas velas y las colocaba estratégicamente por la iglesia para luego apagar las luces. Hacían el amor desnudos por completo, por mucho frío que hiciera. Sus esfuerzos naturales durante el sexo hacían subir la temperatura de sus cuerpos y ahuyentaban el frío. Eso les permitía permanecer tendidos, todavía desnudos, a veces durante veinte minutos, mirándose a los ojos o acariciándose el pelo sin decir palabra. La luz de las velas proyectaba sombras hipnóticas sobre los dos cuerpos desnudos. Eran momentos especiales, muy especiales, de hecho, más incluso que el acto al que seguían.

Una vez Rose se las arregló para llevar una botella de vino y un poco de queso silesiano. Hicieron el amor y luego, sentados a la luz de las velas, tomaron sorbos de la botella con cuidado y se turnaron para mordisquear y masticar el pedazo de queso intensamente oloroso. Permanecieron allí, todavía desnudos mientras se acercaban cada vez más el uno al otro de manera que sus labios quedasen a escasos centímetros. Tenían las piernas enlazadas, los brazos entrecruzados de la misma manera que una pareja de novios sostendrían sus copas de champán, y apenas se movían mientras sus ojos escudriñaban al otro. Cuando la botella estaba casi vacía Horace notó el mareo y el achispamiento que durante tanto tiempo se le había negado. Podría haber estado cenando en el Ritz, tal era la sensación que lo embargaba en esos momentos. El vino era muy dulzón y estaba demasiado frío y el queso no era precisamente fresco, pero ni el maître más exquisito del mundo habría sido capaz de mejorar el ambiente de aquel pequeño refugio en el corazón de un bosque de Silesia en lo más crudo del invierno con la mujer por la que habría sido capaz de matar a un millar de hombres.

Pero Horace no podía controlar el deseo apremiante de escapar del campo de una vez por todas. Regresar al campo, saltar la ventana y reunirse con sus compañeros de cautiverio se le hacía cada vez más difícil. Tomó otro sorbo de la botella de vino, le dio vueltas en la boca para saborearlo y dijo:

—Tengo que huir de aquí, Rose, tengo que escapar.

Rose permaneció en silencio.

—Necesito mapas, una brújula y dinero, documentos y ropa de civil.

A Rose se le llenaron los ojos de lágrimas, igual que cada vez que Horace abordaba el asunto. Al insistir él, Rose empezó a negar con la cabeza y apartó la mirada. Habían mantenido esa discusión un centenar de veces y Rose siempre le explicaba hasta qué punto era imposible. Le conseguiría un mapa y algo de dinero, y posiblemente documentos de identidad polacos robados y una brújula. Pero la única manera de cubrir los seiscientos treinta kilómetros de territorio ocupado por los alemanes era en tren. Cada quince kilómetros había controles de carretera y patrullas, y el viaje a través de los tupidos bosques de pinos de Silesia y Polonia era sencillamente imposible. Rose le explicó que ya en el breve viaje desde su pueblo al campo, los guardias alemanes registraban el tren dos o tres veces e inspeccionaban los documentos de todos los pasajeros.

—Tú no hablas polaco, Jim —le suplicó—. En cuanto te pregunten algo serás detenido. ¿No entiendes que es una estupidez?

Y se sentó delante de él con sus enormes ojos tristes y le suplicó que aguantara en el campo el resto de la guerra. Ella tenía sus propias razones egoístas frente a las que nada podía hacer. Horace estaba seguro, a salvo de las armas y las bombas y la artillería a las que se enfrentaban sus compatriotas. Y además se veían con regularidad, hacían el amor y ella le llevaba algo de comida, y cada noche que compartían, como en esos precisos instantes, hacía la guerra un poco más soportable. Y naturalmente, siempre estaba ansiosa de contarle las últimas victorias aliadas e insistir en que el fin de la guerra ya estaba a la vista.

—Por favor, Jim —le rogó—, quédate conmigo. No podría vivir si…

Su voz perdió intensidad hasta quedarse en un susurro cuando lo besó. Se separaron y ella apoyó su mejilla en la de él. Horace notó la humedad de sus lágrimas al caer… y con cada una le tocaba la fibra sensible, con cada una le rogaba que se quedase.

Y como siempre, él le prometió que se quedaría. Pero no sirvió de nada; sus sentimientos tenían demasiada fuerza. Sencillamente tenía que huir de una vez por todas.

El 12 de diciembre, en una operación llamada Tormenta de Invierno, los alemanes intentaron abrir brecha hasta las tropas cercadas en Stalingrado. Fue un rotundo fracaso del que sólo salió vencedor el invierno. Hacia finales de año las perspectivas eran halagüeñas para los aliados. Rommel estaba atrapado en Túnez y el ejército alemán seguía varado en Stalingrado. En las antípodas los japoneses parecían listos para abandonar Guadalcanal.

Enero de 1943 se recordaría en el campo de lana de madera de Freiwaldau por un intento de huida. Un muchacho alto y desgarbado de Newcastle upon Tyne desobedeció por completo las directivas del comité de fugas y huyó al abrigo de la oscuridad. Era un prófugo compulsivo que ya tenía práctica de dos campos anteriores. Nadie sabía cómo escapó y nunca se lo contó a nadie, pese a que los demás prisioneros lo sometieron a una enorme presión. Horace se preguntó si habría descubierto el secreto de las clavijas que sujetaban los barrotes. Se las arregló para prolongar su huida cuatro días —un nuevo récord— y recorrió nada menos que sesenta kilómetros antes de que lo capturase una patrulla alemana. Lo golpearon casi hasta dejarlo muerto y el mismo día lo volvieron a enviar al campo del que procedía.

Pasó los diez días siguientes en «el hoyo» a modo de castigo. El hoyo era subterráneo. Un ataúd gélido de metro ochenta por metro ochenta con el techo a metro y medio del suelo, lo que impedía al prisionero estar de pie. La única comida que recibía el prisionero se la hacían llegar sus compañeros a través de una trampilla enrejada en el techo. No había retrete ni agua corriente. El octavo día Horace sacó la pajita más corta y cedió parte de su ración, una chocolatina del paquete que le había hecho llegar la Cruz Roja. El joven Bruce Harwood apenas tenía fuerzas para darse cuenta de la presencia de Horace; aun así, dejó caer la chocolatina por la trampilla y rezó para que aquel guiñapo tembloroso sobreviviera los dos días siguientes.

El décimo día los alemanes dieron permiso a los prisioneros para abrir el hoyo. Bruce Harwood había sobrevivido a duras penas. No podía hablar, tenía síntomas de congelación en las dos manos y yacía en sus propios excrementos apestosos. Los alemanes concedieron unos días al prisionero en la enfermería y el muchacho se recuperó en cierta medida. Perdería cuatro dedos por efecto de la congelación. Unos días después Bruce ya podía caminar y mantenerse en pie para la cola del rancho. Horace lo observó atentamente; estaba inquieto y nervioso, siempre escudriñando el bosque al otro lado de la alambrada de tres metros de fondo que los alemanes habían colocado en el pasaje entre los dos edificios de barracones. No había escapatoria, no había manera de pasar, sobre todo con los seis soldados alemanes montando guardia a plena luz del día. El joven Bruce Harwood no se lo pensó dos veces. Mientras los prisioneros y los guardias hablaban en torno al caldero de sopa burbujeante, Harwood aprovechó la oportunidad. Nadie miraba, estaban todos centrados en el caldero, del que emanaba un agradable olor. Se llegó con aire despreocupado a la barrera infranqueable y en algún punto de lo más recóndito de su cerebro una señal le dio a entender que había manera de atravesarla.

Era imposible. Quedó atrapado como un conejo en una trampa. Cada forcejeo, cada movimiento de una extremidad o giro de su cuerpo escuálido tensaban el afilado alambre de espino, que se le clavó en el cuerpo sin piedad hasta que quedó inmóvil, respirando con dificultad, incapaz de moverse, resignado al hecho de que su último intento de fuga había fracasado.

Freddie Rogers fue el primero en verlo constreñido por el alambre como un pedazo de carne. Se apresuró a ayudarle y llamó a otros prisioneros, que se precipitaron a echar una mano. Harwood estaba llorando con la cara y el cuerpo cubiertos de sangre. Los prisioneros tenían una ardua tarea por delante y también sufrieron en sus carnes las púas del alambre de espino. Los guardias alemanes se limitaron a mirarlos. Transcurridos diez minutos se las arreglaron para apartar y levantar haciendo palanca suficiente alambre como para que Horace y Jock pudieran cogerlo cada uno por una pierna y sacarlo de allí. Quedó tendido en el suelo, agotado. Sin aviso previo un guardia alemán se adelantó, amartilló el fusil e hizo un único disparo que lo alcanzó en mitad de la espalda. Los prisioneros se indignaron y durante un par de minutos el ambiente se tornó muy desagradable. El comandante del campo alemán hizo retroceder a sus hombres y adujo que se le había concedido al prisionero una oportunidad tras otra. Sencillamente no podía seguir huyendo. Tal vez el sabor de una bala le haría pensárselo mejor. Harwood seguía consciente y gimió mientras sus compañeros lo colocaban en una camilla improvisada con una vieja puerta que llevaba una temporada en el basurero del campo. Cuando llegaron a la entrada de la enfermería Harwood perdió el conocimiento.

No llegó a recuperarse y murió veinticuatro horas después.

El incidente afectó profundamente a Horace, que permanecía despierto en su catre noche tras noche pensando en huir y en los hombres y su estado mental, y en cómo tal vez él también podría venirse abajo si permanecía mucho más tiempo en cautiverio, enjaulado como un animal en el zoo.

Aun así tenía intención de presentarse a su cita unos días más tarde. Rose le había prometido en su último encuentro que llevaría un mapa.

A esas alturas había un grueso manto de nieve en el suelo delante de la ventana. El paisaje le resultaba inquietante. El huerto, si bien estaba cubierto de nieve, era una zona bastante transitada, y las huellas tanto de los guardias alemanes como de los prisioneros de guerra sembraban el terreno irregular. Horace estaba convencido de poder disimular sus pasos con una vara que había servido de apoyo a las habichuelas a finales de otoño y por fortuna había quedado allí tirada a la espera de la cosecha de primavera. Flapper también se lo comentó.

—No vayas más deprisa de lo necesario esta vez, Jim. Tómate treinta segundos para ocultar esas huellas.

—Eso haré, Flapper, eso haré.

Y con un movimiento que ahora ya le era familiar, los hombres lo empujaron y salió disparado por la ventana como un proyectil, se agachó hasta meter la cabeza debajo del cuerpo y rodó por el suelo para luego ponerse en pie de un salto. Se tomó unos segundos para recuperar la serenidad, levantó la vista y echó a correr hacia el bosque. No habría recorrido más de diez metros cuando vio unos faros a lo lejos. No había oído el coche, no lo había visto desde la ventana, pero no le cabía la menor duda de que se dirigía al campo. La única carretera que desembocaba en el campo era relativamente recta y corría en paralelo al bosque. Sin embargo, cuando llegaba justo delante del campo, un brusco giro de noventa grados la encauzaba directamente hacia la garita de los guardias que vigilaban la entrada. El coche llevaba los faros a plena potencia y Horace calculó que en cuestión de dos o tres segundos el automóvil tomaría la curva e iluminaría al prisionero fugado igual que a un actor en el escenario.

Era muy tarde para dar media vuelta y no disponía de tiempo suficiente para acercarse lo suficiente al bosque. La sangre se le heló en las venas cuando vio de refilón la esvástica iluminada que aleteaba en el capó del coche y, en una fracción de segundo, se arrojó instintivamente sobre un montón de nieve de más de un metro de alto a su izquierda. Ahogó un grito cuando la nieve helada se le metió por el cuello del abrigo y maldijo al hundir las manos en la masa esponjosa. Se agachó justo un segundo antes de que las luces del coche proyectaran un haz que barrió el montón de nieve. El vehículo enfiló la recta final, aminoró, la velocidad y se detuvo delante de la garita, a seis metros escasos de allí. Oyó que se abrían y se cerraban las portezuelas y luego voces y pasos que crujían en la nieve. Más voces, y entonces, para su consternación, los pasos se detuvieron. Había aprendido el alemán suficiente para entender la conversación entre los guardias de la prisión y los hombres de las SS. Era una visita de rutina; habían pasado por allí casualmente. Transcurrieron cinco, diez minutos. Los guardias del campo les ofrecieron café pero ellos rehusaron con amabilidad.

Id a tomar ese puto café, sintió deseos de gritarles Horace, que ya empezaba a temblar a medida que la nieve húmeda iba filtrándose a través de su ropa. De haber podido controlar la respiración lo habría hecho, profundamente consciente de que el más leve movimiento podía suponerle la muerte. Los de las SS no se andaban con chiquitas cuando se trataba de prófugos. Recordaba su crueldad en la marcha a Holanda y luego en Luxemburgo. Mataban a los prisioneros de un tiro por cualquier razón, ya fuera el agotamiento o una contestación fuera de lugar. En cierta ocasión incluso le descerrajaron un tiro a un joven fusilero por tardar demasiado en vaciar sus entrañas aquejadas de disentería en la cuneta. Y recordó con una punzada de dolor en el corazón que lo llevó al borde de las lágrimas el instante en que dispararon incluso contra aquella pobre anciana francesa que se atrevió a ofrecer comida a un hombre medio muerto de hambre.

Eran unos cabrones, unos cabrones de los pies a la cabeza, pensó.

Seguían charlando. Hablaban de la guerra y del tiempo y de la producción en el campo, y luego pasaron a sus esposas y novias e incluso a lo que habían cenado.

Horace permaneció tendido en la nieve casi treinta minutos. No alcanzaba a recordar haber pasado tanto frío nunca, ni siquiera en el primer campo en lo más crudo del invierno. Era un frío diferente, un tipo de frío húmedo que lo congelaba y lo calaba hasta los huesos, y ya no podía seguir soportándolo.

Al final las portezuelas del coche se cerraron de golpe y el motor se puso en marcha. Y Horace permaneció allí tendido cinco agónicos minutos más mientras los dos guardias restantes compartían un pitillo y reanudaban su patrulla. Apoyó en la nieve las manos entumecidas y se puso de rodillas. Un millar de agujas candentes le atravesaron todos los músculos, todos los nervios del cuerpo, y sus huesos congelados se negaron a entrar en funcionamiento. Se esforzó por poner un pie delante del otro, regresó hacia la ventana y se preguntó cómo demonios iba a entrar por ella. Era imposible que, congelado como estaba, fuera capaz de trepar por allí, y lanzar un grito para pedirles a sus compañeros que le echaran una mano quedaba descartado. El tiempo se agotaba. Tenía que tomar una decisión: los guardias reaparecerían en cualquier instante.

Rose debía de estar esperándolo, presa del pánico; estaría desesperada. Se preguntó si habría sido testigo del incidente desde el lindero del bosque. No, ahora lo recordaba. Habían acordado encontrarse en la iglesia. Tenía que ir hasta allí.

El trayecto de ochocientos metros le llevó casi veinte minutos, pero cada paso era un poco menos doloroso que el anterior. Levantó la mirada hacia el cielo oscuro por entre las copas de los árboles. Se veía pesado, como un inmenso saco de patatas a punto de reventar, y se preguntó si la luz del día llegaría a atravesarlo alguna vez.

Para cuando irrumpió por la puerta ya casi se notaba desentumecido. Rose corrió a sus brazos y lo envolvió de inmediato en la alfombra que estaba extendida delante del altar. Una pequeña petaca de brandy que Rose había conseguido birlar del armario donde guardaba su padre las bebidas lo ayudó en el proceso de entrar en calor. Cuando ella lo rodeó con sus brazos, el calor de su cuerpo lo caldeó más de lo que podría haber imaginado. Le contó la historia de los SS mientras ella le acariciaba la frente con los dedos, lo besaba de vez en cuando en los labios y se metía sus dedos helados en la boca, chupándoselos para calentarlos en un instante.

Horace la miró a los ojos y sonrió:

—Me parece que no estoy en situación de satisfacerte, Rose.

La expresión en el rostro de la muchacha no decayó ni un instante.

—Estés como estés, Jim Greasley, a mí siempre me satisfarás.

—Es posible, Rose, pero me temo que mi amiguito no hará acto de presencia esta noche. Rose sonrió con picardía.

—¿Estás seguro? —Deslizó una mano entre sus piernas y le dio un buen apretón—. A mí me parece que está bien.

Horace no tenía la energía ni las fuerzas necesarias para resistirse. Volvió a extender la alfombra y se tumbo boca arriba con las manos entrelazadas en la nuca.

—Rose, te lo juro, me parece que no estoy a la altura de la situación. Es por el frío y la dieta. En invierno necesitamos más carne para combatir el frío. Es posible que la comida sea mejor que en el campo anterior, pero en invierno nos hace falta más cantidad. —Sonrió—. Ésa es mi excusa, Rose, y voy a ceñirme a ella.

Rose se puso en pie y empezó a desabrocharse el abrigo. Jugueteó con los botones, prolongando el momento.

—No pienso aceptar excusas, prisionero —se mofó—. Hoy he hecho un viaje de tres horas y vas a hacerme el amor. Te sentará bien, así estarás más caliente.

Lanzó el abrigo sobre el banco y con ademanes lentos y seductores se desabrochó los gruesos pantalones de lana y se los bajó hasta los pies. Horace permaneció donde estaba, maravillado ante el improvisado striptease con que lo estaba agasajando. Rose introdujo los dedos en sus delicadas braguitas blancas y también se las bajó. Como si siguiera el dictado de una fuerza invisible Horace se puso de rodillas a la vez que Rose se desprendía de sus bragas y se le acercaba más aún.

Había oído historias de ésas a los más veteranos pero nunca había sentido la inclinación ni el deseo de explorar la forma femenina más a fondo de lo que lo había hecho ya. Ésa noche era distinto; esa noche Rose también tenía la necesidad de llevar la situación un poco más allá, de sondear los límites. Fue una decisión mutua, algo de lo que ni siquiera habían hablado, algo que se les planteó allí mismo en la diminuta capilla en lo más profundo del bosque silesiano. Su diminuto triángulo púbico estaba a escasos centímetros de su cara y sus manos buscaron instintivamente las nalgas de Rose. Ella se abrió de piernas, se inclinó levísimamente hacia atrás y Horace la acercó a sus labios al tiempo que su lengua ubicaba los pliegues perlados de rocío de su húmeda vagina.

Hicieron el amor de nuevo con una urgencia que eran incapaces de controlar y quedaron tendidos uno en brazos del otro, deseosos de que aquel momento no se acabara nunca.

—Dime, Rose. —Horace estaba sin resuello.

—¿De qué se trata?

—Lo de quedar encinta.

—¿Quedar qué?

—Eso decimos en Inglaterra cuando una mujer se queda embarazada.

—¿Qué ocurre?

—A nosotros no nos pasa, ¿por qué crees que es?

Rose se incorporó.

—No lo sé, Jim. Lo cierto es que no lo sé.

—¿No te preocupa?

Rose recogió sus prendas del suelo y empezó a vestirse.

—La verdad es que no, Jim. Dentro de unos años me llamarán a filas para que luche con el bando equivocado. —Lanzó un suspiro—. Con una criatura me libraría de ello. El Führer adora y respeta a las madres de la patria. Otro niño que sumergir y adoctrinar en los ideales y la filosofía del Tercer Reich.

—¿Así que el embarazo no supone ningún problema?

—En absoluto. Pero si algo tengo claro es que cualquier hijo mío nacerá tan lejos como sea posible de Alemania. Mi hijo se criará en un hogar libre donde se le enseñe a distinguir el bien del mal y a valorar la libertad.

—¿Hijo?

—¿Cómo?

—Has dicho «hijo», Rose. Te gustaría tener un niño. Rose se abrochó la rebeca.

—Es posible, Jim, tal vez. Pero con una condición.

—¿Cuál?

—Que lo llamemos Jim.

Cuando Horace regresaba por el bosque se acordó de repente del mapa. Recordó el mapa que no había llegado a sus manos. Recordó la promesa de Rose, que ella rompería una y otra vez.

De nuevo en su catre Horace reflexionó sobre aquel nuevo nivel de intensidad sexual en su relación cada vez más asentada con Rose. Había regresado muy tarde; debían de ser las cuatro de la madrugada para cuando apoyó la cabeza en la almohada, pero había merecido la pena hasta el último delicioso segundo. Pagaría por ello más adelante, por lo general a media tarde cuando entraban en la peluquería del campo los últimos prisioneros. Igual hablaría con ellos, fingiría alguna enfermedad sin importancia y recuperaría un par de horas de sueño. Había quedado en encontrarse con Rose la semana siguiente y necesitaba potenciar sus niveles de energía.