13

Horace alcanzó a Dave Crump cuando iba de camino a la peluquería a primera hora de la mañana siguiente.

—¡Dave! —gritó en el momento en que el joven de Worcester se volvía—. ¿Hoy saldrás a trabajar con la cuadrilla?

—Sí, como siempre, Jim —contestó Dave, asintiendo—. ¿Por qué lo preguntas?

Horace le entregó un trozo de papel sellado en los márgenes.

—Pensaba que igual Rose aparece un día de éstos y esperaba que pudieras darle esta carta. Dave sonrió.

—Claro, Jim. Si está por allí me aseguraré de que la reciba. De todos modos, ¿qué hay entre vosotros? No te la habrás estado cepillando, ¿verdad?

Horace no respondió. No había necesidad. El brillo de su mirada le dijo a Dave Crump todo lo que necesitaba saber.

Rose se estremeció de la cabeza a los pies cuando, sentada en el tren de regreso a su pueblo natal, sacó el sobre del bolsillo de su blusa. Leyó la carta una vez más, sin acabar de creerse las palabras que había escrito su amante. La nota era breve e iba al grano. El corazón le dio un vuelvo al leer la primera frase.

Mi rosa inglesa

El miércoles que viene me escaparé del campo a eso de las once de la noche. Me adentraré en el bosque hacia el norte. ¿Cabe la posibilidad de que te reúnas conmigo allí? No hace falta que me escribas otra nota, son peligrosas. Basta con que le digas a mi amigo sí o no.

XX

Como siempre, Garwood, aunque estaba totalmente en contra del plan de su amigo, participó de buen grado en su ejecución. Horace había vigilado la rutina de la patrulla de guardias durante más de una semana y tomado notas detalladas de sus movimientos. La carta había sido enviada y Dave Crump regresó con un «sí». Dave Crump no estaba enterado de nada. Ignoraba por completo los planes de fuga. Sencillamente había sido portador de la respuesta monosilábica de Rose. Horace yacía nervioso en su catre. Notaba que las piernas le temblaban ligeramente. Miedo, tal vez adrenalina, no sabía a ciencia cierta qué estaba causando el movimiento involuntario, pero confiaba en que desapareciese cuando tuviera que cruzar a la carrera los cincuenta metros a través de tierra de nadie hasta el bosque dentro de menos de una hora. Oyó una voz a su espalda. Era Flapper:

—¿Aún estás pensando en ir a echar ese polvo, paleto?

—Me temo que sí, Flapper. He pasado el punto sin retorno.

—¿Qué quieres decir, Jim?

—Lo que quiero decir es que la tengo más dura que el yunque de un herrero, tanto que a un gato le costaría trabajo clavarme las uñas, maldita sea.

Los dos hombres se echaron a reír para disimular su nerviosismo. Horace les había contado a los que dormían justo a su lado en el barracón de personal su ambicioso plan de huir y regresar al campo, y naturalmente no había tenido más remedio que ponerlos al tanto de la razón por la que lo hacía.

Se quedaron pasmados cuando les contó sus correrías sexuales en el segundo campo. Dave Crump corroboró la historia de Horace al explicar cómo la atractiva joven alemana había preguntado por él dando su nombre de pila. Horace estaba un tanto preocupado. Algunos hombres llevaban encerrados casi tres años. Lo más cerca que habían estado de una mujer había sido al ver de refilón a Rose en el segundo campo o a alguna de las trabajadoras civiles que pasaban por allí de vez en cuando. Naturalmente, la mayoría recurría a la masturbación, pero los recuerdos y la imaginación necesarios para semejante práctica habían ido quedando entorpecidos. La escasa dieta tampoco era de gran ayuda.

A medida que se acercaban las once de la noche Horace empezó a preguntarse si era él prescindible, si alguno de sus compañeros de barracón estaría dispuesto a delatarlo o incluso a meter un palo entre los radios de su imponente plan de manera que lo abatiesen cuando corría hacia el bosque. Sería fácil hacerlo. Una sartén arrojada contra el suelo de hormigón haría que los guardias acudiesen corriendo, lo mismo que retirar uno de los barrotes de hierro de la ventana. Era sumamente sencillo. Se vería atrapado igual que un conejo delante de las luces de un automóvil. Se sentía muy vulnerable. Si lo quitaban de en medio, ¿podría alguno de sus compañeros ocupar su lugar y, posiblemente, ir a parar a los brazos de Rose? ¿Dave Crump, tal vez? ¿Y si había leído la nota, se la había dado a Rose una vez cerrada de nuevo y tal vez le había susurrado una advertencia al guardia alemán más cercano? ¡Pum! Un disparo y Horace Greasley encontraría su final y Dave Crump consolaría a la afligida muchacha alemana y se ganaría así su afecto. Horace se mordió el labio. Se maldijo por pensar algo semejante. Dave había arriesgado el cuello ya sólo por pasar las notas. Se maldijo por dudar de Garwood también, y de los otros muchachos del barracón.

—¿Estás listo?

Garwood miró el reloj de pulsera. Era el único que tenía un reloj de todos los compañeros del barracón de personal. Flapper se las había arreglado para esconderlo en los tres campos y se había aferrado a él como si le fuera la vida en ello. A Horace le hubiera venido bien tenerlo para calcular el momento adecuado para su regreso, pero sencillamente no quería pedirle prestado a su amigo aquel reloj que era su orgullo. Confiaba en que Rose tuviera el suyo propio; en caso contrario, la luna y las estrellas le servirían de ayuda. Horace se acercó a la ventana y contempló el cielo. Era una noche despejada; la luna y las luces de arco iluminaban toda la zona y el bosque más allá.

Otros dos hombres se habían levantado de sus literas y permanecían en la oscuridad al lado de la mesa que habían colocado debajo de la ventana enrejada.

—Ya falta poco —anunció Garwood en un susurro.

Horace apartó con la mano un pequeño insecto del bolsillo izquierdo de la pechera de su chaqueta. Cosa increíble, notó el latir de su corazón a través del grueso tejido. Septiembre llegaba a su fin y el aire que penetraba las paredes del barracón traía consigo un frío perceptible. Pero Horace tenía la sensación de estar metido en un horno. Notaba las manos calientes y pegajosas y le resbalaban gotas de sudor por la nuca. Flapper se fijó en la película de transpiración que cubría la frente de su amigo.

—No es demasiado tarde, Jim. Puedes suspenderlo, ya lo sabes.

Horace negó con la cabeza. Sentía deseos de anularlo, poner fin a toda aquella tontería. La guerra probablemente habría terminado en unos meses. No era una espera tan larga. No tenía necesidad de arriesgar la vida por unos momentos de pasión, ¿verdad? Notó un nudo en la garganta. Se le puso de punta el vello de la nuca y las malditas piernas seguían temblándole. No iba a hacerlo por unos minutos de pasión; iba a hacerlo porque quería pasar tiempo con la mujer que amaba. Quería tocarla, olería, ver de nuevo su cara sonriente y sí, quería acariciar su cuerpo desnudo y verse entre sus muslos desnudos. La guerra bien podía terminar en unos meses, pero tal vez continuara. El suyo, no obstante, era un amor que no podía esperar. No esperaría diez semanas, diez horas, ni tan sólo diez minutos. Su rosa inglesa le aguardaba en alguna parte de aquel bosque en penumbra, a un incitante trecho de apenas cincuenta metros, y por mucho que se interpusiera todo un regimiento de Waffen SS entre la ventana enrejada y el linde del bosque, seguiría dispuesto a probar suerte.

Garwood lo cogió por el brazo. Los cuatro hombres se agacharon instintivamente cuando impregnó el aire el intenso olor de un cigarrillo alemán. Unos segundos después la patrulla de cuatro guardias pasó en silencio por delante de la ventana. Los prisioneros esperaron con la mirada fija en Garwood, que comunicaba por signos el paso de cada minuto. Cuando faltaban dos minutos, Horace abrió las contraventanas y las fijó a la pared interior del barracón con un pequeño pestillo a cada lado. Con sumo cuidado llevó la cara hasta la ventana enrejada y asomó el cuello para echar un vistazo hacia el extremo opuesto de la pared del barracón, donde a veces se detenía la patrulla en la esquina a fumar un pitillo.

Nada.

No se veía el brillo difuso de cerillas ni de ningún cigarrillo. No había humo en el aire. Los guardias habían desaparecido. Irían camino de la otra punta del campo y en cuestión de unos minutos habrían llegado en línea recta hasta el punto más lejano posible de la ruta de escape de Horace.

Los hombres permanecían juntos sin articular palabra. Garwood observaba la esfera de su preciado reloj. Pasaron tres minutos y Garwood hizo una señal con la cabeza. Horace y otro prisionero empezaron a aflojar la estructura del bastidor de la ventana, dejando a la vista las clavijas que sujetaban los barrotes. Horace tenía las manos resbaladizas y la tarea les llevó un poco más de lo habitual. Tuvo la impresión de que el minuto aproximado que tardaba en retirar las clavijas y quitar los barrotes se prolongaba hasta una hora. Aun así, los barrotes salieron sin problema y quedaron en el suelo directamente debajo de la ventana. Sólo tenían que retirar dos barrotes. Horace no era muy corpulento —las raciones de los alemanes se habían ocupado de ello—, y cuando se tendió en la mesa junto a la ventana, los hombres que lo flanqueaban se prepararon.

Garwood le agarró el brazo y susurró en voz queda: —Ten cuidado con mis puñeteras verduras, paleto, o te daré una paliza cuando vuelvas.

Horace sonrió.

—Lo tendré, colega… lo tendré.

Los hombres a cada lado dieron la señal y lo impulsaron al mismo tiempo.

—Empuja —dijeron al unísono.

Se deslizó rápidamente por entre los barrotes restantes y traspuso el alféizar de la ventana. El impulso de los hombres lo proyectó hacia delante y mientras caía replegó la cabeza y los hombros sobre su cuerpo, y tras un giro sobre sí mismo silencioso y bien ejecutado, volvió a ponerse en pie. Se agazapó, respiró hondo y sus ojos escudriñaron la amplia extensión de terreno que tenía delante y a ambos lados. Todo estaba en silencio, pero Dios santo, maldijo, estaba iluminado como Oxford Street en plenas navidades. No era la primera vez que se preguntaba qué demonios estaba haciendo, pero como siempre, le vino a la cabeza aquella imagen, aquella imagen de inocencia, de confianza, y aquellos hermosos ojos tristes. Los mismos ojos tristes que clamaban por el amor de un prisionero inglés.

En poco más de seis segundos había recorrido a través del huerto la distancia que lo separaba de los árboles y se encontraba, jadeante, unos metros más allá del lindero del bosque.

Lo había conseguido. Increíblemente, había escapado de un campo de prisioneros alemán. Si había de ser sincero consigo mismo, le había resultado bastante fácil. Estaba en la penumbra del bosque oscuro, mirando hacia las inmensas luces de arco que iluminaban los cobertizos y barracones, la puerta principal y los demás edificios. Se ocultó detrás de un árbol y reparó en las sombras de los dos guardias alemanes, cada vez más largas conforme se acercaban a las puertas del campo. Se agazapó, creyendo aconsejable esperar un par de minutos, hasta que hubieran iniciado la siguiente ronda del perímetro.

Olió a Rosa una fracción de segundo antes de notar que lo derribaba de un empujón. Se abalanzó sobre él como una leona sobre su presa. Fundidos en un abrazo se dejaron caer hacia un claro del bosque. Estaban al descubierto pero les traía sin cuidado mientras se besaban apasionadamente.

—Te quiero, Jim. Te he echado de menos —le susurró al oído. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas y tomó aire mientras sus labios volvían a juntarse. Rose entrelazó las manos detrás de su cuello, hincándole las uñas.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó el más joven de los guardias alemanes con la mirada fija en la oscuridad del bosque.

—¿Qué ha sido qué? —respondió su compañero de patrulla.

—Me ha parecido oír una voz, creo que he visto algo por allí. —Señaló directamente hacia donde yacían Horace y Rose.

El sonido de una voz alemana hizo recuperar la cordura a Horace, que permaneció tendido boca abajo con una mano sobre la boca de su amante. Ella también veía a los soldados alemanes que escudriñaban en su dirección, y su acceso de lujuria e instinto animal dio paso a otro de terror puro. Se echó a temblar de miedo, convencida de que sus movimientos delatarían su posición. Lentamente, bajó la cabeza hasta el lecho del bosque y empezó a llorar. Horace le acarició el pelo con suavidad. ¿Cómo podían haber sido tan estúpidos, tan pagados de sí mismos? Los alemanes les habían visto, no le cabía la menor duda.

—Tenemos que ir a echar un vistazo, Helmut. —El guardia más joven tenía ganas de aventura, de divertirse un poco. Estaba aburrido de sus obligaciones: la misma patrulla, el mismo turno, una noche tras otra. Se sabía afortunado de que lo hubieran destinado a ese campo, a sólo seis kilómetros de su pueblo natal, y era consciente de que era un lugar seguro para pasar el resto de la guerra, pero tenía ganas de que ocurriera algo. A veces casi se moría de ganas de que lo enviaran al frente. Quería luchar por la madre patria, morir si fuera necesario por el Tercer Reich y los ideales y la filosofía del Führer. Aunque no en Rusia… eso no, prefería quedarse allí a que lo enviaran al gélido frente ruso. Había oído los relatos, los rumores. Igual estaba mejor donde estaba, donde el único riesgo de sufrir algún daño radicaba en una tubería caliente o un pedazo extraviado de alambre de espino.

—Tenemos que ir a ver qué pasa —le repitió al soldado de mayor edad—. Igual se ha escapado un prisionero.

El veterano se mostró más que reacio; ya estaba de vuelta de todo. El aullido de un zorro o el ulular de un búho podían parecer una voz humana a lomos del viento nocturno. Dejó escapar un suspiro. Aun así, tendrían que comprobarlo. El caso era que no podía ver nada con las malditas lámparas de arco delante de las narices.

—¿Para qué quieres ir hasta allí, Fritz? Venga, vamos a rodear los barracones otra vez. Comprobaremos las puertas y las ventanas. Si están bien cerradas no tiene sentido que nos ensuciemos de barro las botas.

—Pero Helmut, tenemos que…

—Cállate, tío, y haz lo que yo te diga. Si encontramos algo fuera de lo común iremos a echar un vistazo al bosque.

Sin esperar respuesta, el guardia alemán, mayor y más avezado, prendió una cerilla, encendió un pitillo y se fue hacia los barracones de los prisioneros. Fritz Handell-Bosch entrechocó los tacones de sus botas, profirió un suspiro y siguió a regañadientes los pasos de su superior.

Horace no daba crédito a su suerte cuando vio que los dos alemanes se perdían de vista. Ayudó a Rose a levantarse y se adentraron silenciosamente en el bosque oscuro. Cuando Rose tuvo la seguridad de que no podían verlos desde el campo, sacó una linterna y la encendió. Se cogieron de la mano. Rose le mostró el camino.

—Parece que sabes por dónde andas.

Ella volvió la vista, asintió y continuó su avance por el bosque. Unos ochocientos metros después el bosque desembocaba en un pequeño claro. Horace miró hacia el pequeño edificio que señalaba Rose.

—Es una pequeña iglesia, Jim. Hay muchas en los bosques de Silesia.

—Una iglesia, una maldita iglesia. Lo siento, Rose, pero esta noche no tengo muchas ganas de rezar. De hecho, creo que ya va siendo hora de que te explique lo que pienso de la religión.

Rose se llevó un dedo a los labios.

—Calla, tonto, yo tampoco tengo intención de ponerme a rezar. Ahí dentro hace calor y se está seco, y no nos molestarán.

Su sonrisa lo dijo todo mientras tiraba de él hacia la diminuta entrada. Tiró del picaporte y entraron. Era una réplica exacta en miniatura de una iglesia grande con un altar y tres banquitos e incluso una vidriera de colores que representaba a Jesucristo en la cruz mirando hacia el bosque. Un par de cristales estaban agrietados pero por lo demás la pequeña iglesia se encontraba en buen estado.

—Los pueblos en torno al bosque se turnan para cuidarla —dijo ella a modo de explicación—. Se considera una especie de santuario donde la gente puede estar tranquila, y naturalmente hace las veces de refugio en invierno para leñadores y campesinos.

Horace la tomó en sus brazos.

—Donde la gente puede estar tranquila… eso me gusta.

Volvieron a besarse, un largo y lento beso. Ésta vez no había alemanes que los molestaran. Rose lo notó endurecerse y adelantó las caderas, gimiendo de placer cuando su pelvis entró en contacto con su pene cada vez más tieso. Horace había esperado demasiado tiempo. Rose había esperado demasiado tiempo. Pese al aire frío que colmaba el antiguo lugar de culto se arrancaron literalmente la ropa y la lanzaron al suelo de cualquier manera. Rose dio un paso atrás, tembló ligeramente, y Horace disfrutó de su hermosura mientras se tendía en el estrecho asiento del banquito. Al acercarse Horace, ella encaramó la pierna al respaldo del banco delantero, dejando a la vista su vagina humedecida. Horace no necesitaba más instrucciones y descendió suavemente sobre ella. Ella tomó su sexo endurecido entre las manos y lo guió con delicadeza hacia su interior mientras lanzaba un sonoro gemido.

Horace le hizo el amor pausadamente. Ésta vez no había prisas y la llevó con pericia hasta el borde del orgasmo. Cuando Rose arqueó la espalda y tensó los músculos, arañándole la espalda con las uñas, él aceleró sus movimientos en consecuencia. Y por una vez ella gritó a voz en cuello sin miedo a que nadie la oyera, y su apasionado gemido desencadenó en lo más profundo de Horace el acto involuntario que lo llevó a una descarga de proporciones magníficas.

Eran las tres de la madrugada para cuando Horace regresó al campo. Observó a los guardias durante más de veinte minutos. Su rutina no había cambiado. Aguardó cuatro agónicos minutos una vez que desaparecieron a la vuelta de la esquina del barracón y luego se precipitó hacia la ventana. Aflojó los barrotes de madera provisionales y entró. Los barrotes de hierro volvieron a su sitio con la estructura del bastidor de la ventana firmemente encajada y Horace estaba arropado en su catre con un minuto de sobra antes de que los dos guardias volvieran a pasar por delante de su ventana. Ninguno de los que dormían en el barracón de personal lo había oído entrar. Se quedó tumbado con una sonrisa de satisfacción en los labios y pensó que si aquello era lo peor que podían hacerle los alemanes, sería capaz de afrontarlo durante el resto de la guerra. Rose lo había animado más incluso al hablarle de las recientes victorias aliadas.

Horace, increíblemente, escaparía del campo en otras siete ocasiones ese mes. Su confianza en sí mismo se reafirmaría a cada huida y seguirían haciendo el amor en la pequeña iglesia en el corazón del bosque.

Las noticias se propagaban por el mundo entero, difundidas por quienes escuchaban el Servicio Internacional de la BBC. Por desgracia, en el campo de Freiwaldau, en Silesia, los prisioneros de guerra aliados no se enteraban de nada.

Stalingrado estaba ahora rodeada por completo de tropas alemanas. No obstante, Alemania estaba siendo intensamente bombardeada por aviones aliados. De acuerdo con un pacto mutuo, los norteamericanos bombardeaban Alemania durante el día y la RAF lo hacía por la noche.

Cada noche que se encontraban, Rose le contaba las últimas novedades sobre la guerra. Aunque la maquinaria de propaganda alemana intentaba sofocar el relato del éxito de los bombardeos aliados, los rumores corrían entre la población civil alemana y llegaban hasta los pueblos de Silesia.

Para mediados de octubre de 1942 el sistema ruso de transporte de tropas a la otra orilla del Volga por medio de transbordadores directamente hasta Stalingrado parecía estar dando resultado. Los regimientos alemanes empezaban a flaquear en la ciudad a medida que el duro invierno arreciaba. Se estaban librando inmensas batallas por todo el mundo. Montgomery luchaba en El Alamein y Rommel dejó su lecho de enfermo en Alemania para ponerse al frente de su cuerpo del ejército en África.

El 26 de octubre comenzó la batalla naval de Santa Cruz entre fuerzas norteamericanas y japonesas. A finales de mes en Londres, destacados pastores protestantes encabezarían una protesta para dejar constancia de la indignación general por la persecución de los judíos que se estaba llevando a cabo en la Alemania nazi.

Los aliados se dejaron ganar por un falso sentimiento de seguridad, convencidos de que el final de la guerra podía estar ya a la vista. Winston Churchill contrarrestó cualquier exceso de confianza con un discurso en el Parlamento.

«Esto no es el final —declaró con su impactante entonación—. Ni siquiera es el principio del final. Aunque es, tal vez, el final del principio».

El 18 de noviembre la RAF causó graves destrozos en Berlín.

En lo que muchos consideraron un punto de inflexión en la Segunda Guerra Mundial, la batalla de Stalingrado había cambiado las tornas.

El general Friedrich Paulus envió a Adolf Hitler un telegrama en el que le comunicaba que el VI Ejército alemán estaba rodeado. Hitler ordenó a Paulus que no se rindiera ni emprendiera la retirada bajo ninguna circunstancia. «Der Kessel», el Caldero, fue el término que utilizó Paulus para describir la lucha atroz que se estaba librando en la ciudad.