12

En el nuevo campo dieron la bienvenida a los hombres con la comida. La misma sopa de col de siempre, aunque con pedacitos de carne y verduras enteras. Había un cubo grande de pan en mitad del nuevo recinto y los hombres podían coger tanto como querían sin restricciones. Un indicio de cómo serían allí las cosas, tal vez.

Los hombres parecían felices mientras charlaban al sol de media tarde. Flapper intentó de nuevo trabar conversación con Horace, aunque le costaba trabajo hablar debido a la sobrecarga de pedazos de pan que asomaban de sus labios.

—Venga, Jim, ¿no comes?

—No tengo hambre —respondió Horace—. Me he mareado un poco en el viaje —explicó sin mucha convicción.

Flapper volvió a hablar y salieron despedidas de su boca minúsculas migas de pan.

—No te entiendo, Horace. Ésos gilipollas nos han matado de hambre durante dos años, luego nos preparan un festín y resulta que tú no tienes hambre. Joder, Jim —dijo el hombretón—, me parece que a ti te pasa algo grave.

Ojalá pudiera contártelo, colega, pensó Horace. Ojalá pudiera contártelo.

Rauchbach estaba en lo cierto respecto del nuevo campo. Era totalmente distinto, con más comida, mejor higiene e instalaciones sanitarias y un barracón de duchas nuevo con diez alcachofas una detrás de otra. Y por primera vez… agua caliente.

No había centinelas en torres de vigilancia y apenas alambre de espino, otro indicio de que los alemanes sabían que no había manera de escapar. El recinto principal del campo era a grandes rasgos del tamaño de dos campos de fútbol con dependencias como los alojamientos de los guardias, una sala de personal, una oficina central, un barracón de duchas y una pequeña sala de conciertos. Las paredes de esos edificios constituían los muros del campo y un inmenso huerto hacía las veces de lindero entre los barracones y el bosque. En otra inmensa ubicación en forma de L estaban los barracones donde dormían y comían los prisioneros, así como un enorme barracón de letrinas donde podían cagar sentados hasta cuarenta hombres al mismo tiempo. Seguía sin haber intimidad, pero era un poco más limpio que el campo anterior.

Los edificios formaban una plaza inmensa y en el extremo superior del campo estaba la entrada principal, vigilada veinticuatro horas al día por media docena de guardias como mínimo. Los espacios entre los edificios estaban bloqueados y protegidos con alambre de espino a modo de barrera infranqueable.

Horace conoció a otro prisionero, Billy Strain, de Falkirk, en Escocia, que llegaría a ser un gran amigo suyo. Como la mayoría de los prisioneros de Escocia, recibiría el apelativo cariñoso de Jock.

Los alemanes habían descubierto las habilidades culinarias de Jock y lo habían puesto a trabajar en la cocina de los prisioneros, compartiendo las dependencias del personal con Horace y otros trabajadores clave.

Ésa misma semana, unos días después, Horace recibiría una carta de su casa por primera vez en dos años y medio. Tal como era de esperar, la carta había sido revisada por los burócratas ingleses en el Reino Unido y por las autoridades alemanas del campo. Todos estaban bien, le escribía su madre, aunque no mencionaba ningún nombre. Horace se preguntó por Harold. ¿Dónde se encontraba? ¿Estaba vivo? Pero no se decía nada de él, claro. Su madre esperaba que la guerra terminase pronto, pero no daba ninguna noticia de su desarrollo ni de quién iba ganando la contienda. La carta era casi con pelos y señales igual a las docenas de cartas que les habían enviado a los demás prisioneros, como si el Ministerio de Guerra hubiera dicho a sus remitentes lo que debían escribir. Aun así, a Horace le satisfizo recibir la carta, y lanzó un tremendo suspiro de alivio al constatar que su familia estaba al tanto de que seguía con vida. Pero nada conseguía sacarlo de la depresión en que lo había sumido perder a Rose. Ella seguía ocupando sus pensamientos por completo mientras estaba despierto y era lo último en lo que pensaba cada noche. Se atormentaba rumiando sobre su seguridad y, aunque le había jurado amor eterno la última vez que yacieron juntos, desnudos en el bosque del campo de la cantera, se preguntaba cuánto tardaría en encontrar otro amante que lo sustituyera.

¿A quién quería engañar?, se preguntó. Era una muchacha atractiva en la flor de la vida. Él le había dado a probar los placeres de la carne y ella respondió de buen grado con una pasión desbocada. Había sido una amante entregada, dispuesta a satisfacer y ansiosa por experimentar, y tras aquel primer orgasmo tan especial, siempre había querido más y más.

Claro que encontraría un nuevo amante. Horace sólo rezaba para que no fuera alemán.

Septiembre de 1942 tocaba a su fin y los primeros fríos del invierno en ciernes habían empezado a dejarse sentir cuando los hacían salir en formación a primera hora de la mañana.

En el frente ruso las tropas alemanas habían llegado a las afueras de Stalingrado.

Horace intentaba desesperadamente sacudirse la depresión, pero no era fácil. Poco a poco empezó a pensar menos a menudo en Rose, pero seguía acompañándolo todos los días. Ésa mañana, por primera vez, hicieron entrega a los hombres de paquetes de la Cruz Roja. Contenían chocolatinas y cigarrillos, cerillas, velas, carne de ternera en conserva y leche en polvo Nestlé.

El campo era cómodo y el sentimiento de culpa de Horace volvió a aflorar. Lo alimentaban bien, dormía a pierna suelta en un catre individual con una especie de manta y la jornada laboral era de ocho horas, cosa bastante razonable. Horace era de nuevo el peluquero del campo. Se afanaba en dar conversación a los prisioneros a quienes cortaba el pelo. En el tercer campo no había necesidad de rasurarles el cráneo al cero: los piojos eran más una excepción que la regla. No tardó en recuperar la soltura a la hora de cortarles el pelo a sus compañeros en vez de rapárselo del todo. Mantener las conversaciones era un trabajo duro. También lo había sido en Leicester y Torquay, y también en los dos campos anteriores, pero una buena charla era una distracción y le permitía librarse de todos los recuerdos de la amante que había dejado atrás.

La mayoría de los hombres con los que hablaba trabajaban en las pilas de troncos en los terrenos del campo. Los troncos se cortaban de manera que pudieran colocarse en montones manejables que luego eran cargados en camiones con remolque y transportados a una fábrica fuera del perímetro del campo. Era allí donde la madera se cortaba en finas virutas y se convertía en «lana de madera», utilizada para la confección de ropa de cama y almohadillados en beneficio del esfuerzo bélico alemán.

Otros hombres trabajaban en los inmensos bosques de pinos que rodeaban el campo: talaban árboles y les cortaban las ramas antes de llevarlos de vuelta al campo. Fue uno de esos hombres, de regreso del trabajo un día, quien le dio a Horace el mayor susto de su vida. Dave Crump se sentó en la silla de la barbería con una amplia sonrisa.

—¿Cómo es que estás tan contento, Dave? —le preguntó Horace.

El hombre ya no podía callarse más las buenas noticias.

—Hoy he visto a Rose —dijo con una mueca burlona—. Al menos así me ha dicho que se llama.

Las tijeras de Horace dieron un giro como por voluntad propia y se llevaron por delante un buen mechón de la mata de pelo del prisionero.

—Eh, Jim, casi me sacas un ojo, maldita sea. Haz el favor de dejar un momento las jodidas tijeras.

Horace hizo lo que le pedían, aunque no sabía a ciencia cierta si su supuesto amigo le estaba gastando una broma de mal gusto. No, no podía ser eso. Si hubiera dicho Rosa, tal vez, pero no, había dicho Rose, seguro que había dicho Rose.

—¿Qué quieres decir con que has visto a Rose? Estuvimos en aquel maldito camión tres horas. Tú has estado trabajando a menos de kilómetro y medio del campo. ¿Cómo… qué…?

—Si cierras el pico, Jim, te lo cuento. —El hombre hizo una pausa y respiró hondo—. Rose me ha dicho que lleva meses buscándote. Llegó hasta este campo la semana pasada. Está más o menos a una hora en tren del pueblo donde vive. Dijo que reconoció a unos hombres de una cuadrilla que trabaja fuera del campo. Se armó de valor para hablar conmigo y me preguntó si en mi campo hay un peluquero que se llama Jim.

Horace no podía creer al hombre sentado delante de él. No le parecía posible. Dave metió la mano en el bolsillo y sacó una carta.

—Es para ti, Jim. La ha escrito para ti.

Le entregó la carta a Horace, que se desplomó al suelo al cederle las rodillas. El hombre se disculpó y dijo que volvería más tarde para que acabara de cortarle el pelo. No le hacía gracia vérselas con las tijeras en el estado en que se encontraba Horace.

Le temblaban incontrolablemente las manos cuando rasgó el sobre. La carta no iba firmada, ni dirigida a él en persona. Rose se había andado con cuidado, consciente de que la carta podía caer en manos alemanas. Se llevó el papel a la nariz y aspiró con fuerza. Detectó un levísimo aroma, el olor almizcleño, levemente perfumado, de Rosa Rauchbach. Su inglés escrito era impecable.

Querido mío

Mi padre no quería decirme adonde te han enviado, sólo que las condiciones eran mucho mejores y se os alimentaría bien. Espero que estés bien. Te echo de menos. Echo de menos los momentos que pasábamos juntos y me pregunto si hay alguna manera de que pueda verte.

No formas parte de ninguna de las cuadrillas que trabajaban fuera del campo. Llevaba ya meses buscándote en los campos y casi había perdido toda esperanza de volver a verte. He ido en tren a muchos lugares y atravesado los bosques hasta Lamsdorf, Sagan, Teschen, Silberberg y Sternberg. He visto muchos hombres tristes pero ninguno que te conociera, hasta que llegué a Freiwaldau hace poco más de una semana. Estaba a seis kilómetros del bosque donde trabajan los hombres y poco a poco empecé a reconocer a alguno que otro de la cantera. Busqué sin parar pero no te vi. Regresaba a casa cada noche y en cuanto el tren se ponía en marcha me echaba a llorar. Sabe Dios qué pensarían los demás pasajeros. Al final, reuní el coraje suficiente y hablé con tu amigo. Me ha dicho que estás recluido en el campo, cortándoles el pelo a los hombres. Yo tenía esperanzas de que estuvieras trabajando en el bosque y pudiéramos vernos.

Igual no es buena idea intentar encontrarnos. Es muy peligroso. Pero quiero que sepas que pienso en ti siempre y que en cuanto termine esta maldita guerra podremos estar juntos otra vez. Te esperaré siempre. Volveré por última vez la semana que viene para asegurarme de que has recibido esta carta. Si puedes, contéstame y dime que estás bien.

Te quiero.

XXXX

La carta cayó al suelo y Horace se enjugó una lágrima que le resbalaba por la mejilla. No era capaz de entender lo que acababa de leer. Rose tenía razón, era muy peligroso. ¿Cómo iba a verla? Era imposible que los alemanes le dieran permiso para abandonar su puesto en la peluquería y trabajar en el bosque. Su amante, su rosa inglesa… tan cerca y al mismo tiempo tan lejos.

Horace estaba tumbado en su catre mirando con atención la ventana a dos palmos escasos de los pies de su cama. Empezó a desmantelar la estructura que bordeaba el vidrio, en la que encajaban los extremos de seis barrotes de un centímetro que atravesaban la ventana de arriba abajo.

—¿Qué haces? —le preguntó Flapper, levantando la vista de la carta que había recibido a principios de semana.

—Un poco de carpintería —respondió Horace—. Vuelve a tu carta, sólo la has leído unas veintisiete veces.

Era cierto. Flapper había leído las palabras de aquella carta hasta desgastarlas desde que la recibió. Era de su esposa Cissie, y le hablaba de cómo iba creciendo la pequeña Shirley, la hijita de Flapper, que tenía tres años cuando su padre se fue a la guerra. Echaba de menos a su papá, esperaba con ilusión su siguiente cumpleaños y rezaba todas las noches para que papá volviera a casa para celebrarlo con ella. Todos los prisioneros de guerra devoraban una y otra vez las palabras enviadas desde su hogar. Era un vínculo con su familia, sus seres queridos, esposas y novias, hermanos y hermanas. Sólo palabras… y sin embargo, esas palabras le partían el corazón. Dejó la carta con cuidado debajo del colchón y se acercó a Horace para observar de cerca los barrotes.

—Habla conmigo, paleto. ¿Qué está dando vueltas por esa cabeza tuya llena de nabos?

Horace señaló la parte inferior de los barrotes. Recorrían todo el suelo pero estaban divididos en dos y enganchados por medio de una clavija.

—Fíjate, Flapper. —Señaló una de las clavijas—. Creo que si pudiéramos sacar estas clavijas, los barrotes se separarían y podríamos salir por la ventana.

—¿Y luego qué? —le preguntó Flapper, encogiéndose de hombros—. ¿Adonde iríamos luego? Directos a los brazos del teutón, allí iríamos.

Flapper le recordó las estadísticas que tan bien conocían.

—Un puto boche tras otro hasta donde alcanza la mirada. Nadie ha conseguido escapar de este campo y regresar a casa. La fuga más larga duró tres días y luego fusilaron al pobre cabrón allí mismo, en el bosque, porque se había atrevido a ponerse ropa de civil.

—Ya lo sé, Flapper, ya lo sé. Lo he oído una y otra vez.

—Tres días, Jim. Calculo que te harían falta al menos seis semanas de actividad para dejar atrás los territorios ocupados por Alemania, luego tendrías que cruzar el mar de Bering o llegar hasta Noruega y rezar para que tu barco no fuera hundido rumbo a Inglaterra.

Horace se puso a silbar mientras empezaba a aflojar las clavijas. Se inclinó hacia delante, escupió directamente sobre la clavija que afianzaba el tercer barrote y la saliva lubricó la pieza justo lo suficiente para retirarla de su oquedad. Repitió la operación con otro barrote y supuso que un hombre de su constitución podía pasar fácilmente por ese espacio. Dio media vuelta y se quedó mirando a su buen amigo con los brazos abiertos.

—¡Presto, sir Flapper! Esto es magia. Flapper negó con la cabeza.

—No has oído ni una puta palabra de lo que te he dicho, ¿a que no, paleto?

Horace sonrió de oreja a oreja.

—La verdad es que no, Flapper. ¿Cuándo he escuchado yo a nadie? Yo voy a mi bola. La última vez que hice caso de algo que me dijeron, mi propio sargento se rindió en mi nombre a los jodidos alemanes.

Flapper lanzó un suspiro.

—La misma canción de siempre, Jim. —Había oído la historia un centenar de veces. Estaba presente, durante la marcha de la muerte, cuando su buen amigo se topó con el sargento mayor Aberfield y le dio un buen repaso a golpes.

—Escúchame bien, Jim, no puedes…

—Te estoy escuchando, Flapper. Oigo lo que dices, pero ¿quién ha hablado de volver a Inglaterra? Sé que es una estupidez y sé que, ahora que los americanos han entrado en la guerra, no debería demorarse el armisticio. Estoy aquí sentado, aguantando el tipo como todos los demás. No voy a irme a ninguna parte. Pero ¿por qué no íbamos a poder corrernos alguna que otra juerga mientras esperamos?

Flapper Garwood dejó escapar un suspiro y miró a Horace con incredulidad. No quería dar crédito a lo que estaba oyendo. Horace había aflojado los barrotes de la ventana y abierto un hueco perfectamente aceptable por el que escapar. La ventana quedaba a medio centenar de metros del bosque, y aunque los guardias alemanes patrullaban de forma rutinaria por el perímetro del campamento, Flapper sabía que huir no era difícil. La dificultad estribaba en lo que había al otro lado, y mientras los dos hombres se sostenían la mirada, uno con una sonrisa estúpida en la cara, el otro con expresión consternada, Garwood supo, sencillamente supo, que su amigo de Leicestershire no podría haber sido más serio en sus insinuaciones.

Horace volvió a colocar los barrotes y las clavijas y encajó el bastidor de la ventana. Se volvió y caminó hacia Flapper. Cuando pasaba por su lado le propinó dos tortas en son de broma.

—Los hombres son como críos —dijo con una mueca burlona.

—Estás loco de atar, Jim —respondió Flapper—. Como una puta cabra.

Horace estaba tumbado en su catre en el pequeño barracón de personal que albergaba las doce camas asignadas al cocinero y su ayudante, un zapatero, dos sargentos, algún otro prisionero especializado y, naturalmente, a Flapper Garwood, que había sido nombrado jardinero en jefe. En ese barracón de personal no había una hora determinada para apagar las luces, pero por lo general los hombres estaban agotados tras la larga jornada de trabajo sin apenas descansos y las luces solían apagarse entre las diez y media y las once. El barracón de personal quedaba justo en la mitad de una enorme estructura de madera. A un lado estaban los alojamientos de los guardias alemanes y al otro, un barracón más grande con un centenar de prisioneros.

Horace pasaba el rato en la penumbra a varios pasos de la ventana enrejada que con tanta facilidad había desmantelado la víspera. A unos veinticinco metros escasos del edificio donde se encontraba había dos enormes lámparas de arco que iluminaban esa parte del campo. Una patrulla de cuatro guardias recorría el perímetro del campo con regularidad. Caminaban en la dirección de las agujas del reloj por delante de la ventana, dejando atrás el inmenso barracón a la derecha de Horace. A unos cincuenta metros doblaban a la derecha, seguían en paralelo al extremo más alejado de los barracones y recorrían otro centenar de metros por delante de dos barracones más antes de doblar de nuevo a la derecha, completando su recorrido en forma de cuadro antes de regresar a las puertas del campamento, justo a la izquierda de la ventana. Horace había cronometrado la ronda, que duraba entre nueve y once minutos, dependiendo de lo rápido que caminaran los guardias o si se detenían a echar un cigarrillo.

Horace alcanzaba a ver las puertas del campo a la izquierda de su ventana. Los guardias siempre se demoraban un par de minutos delante de las puertas y de vez en cuando uno de ellos desaparecía en el cuarto de guardia para ir al baño o tomarse un café rápido.

No disponía de reloj. Contaba los segundos y luego los minutos golpeando con el dedo el alféizar de la ventana en imitación del segundero de un reloj. Ésa primera noche Horace observó a los guardias de patrulla hasta las tres de la madrugada. No se desviaron ni una sola vez de su ruta y el tiempo del recorrido siempre era de entre nueve y once minutos. A las once los cuatro guardias se quedaron en dos, reduciendo la vigilancia nocturna. Horace no lo entendía. Si alguien quería escapar, seguro que lo haría en las horas más tranquilas de la noche, justo las horas en que los alemanes patrullaban con más calma. Horace desvió la mirada hacia el huerto que había entre él y el refugio del bosque a medio centenar de metros. Era una extensión considerable. El huerto lo sembraban y lo cuidaban los prisioneros, pero eran los guardias alemanes quienes recogían sus frutos y dejaban lo que no querían para las sopas y los estofados de los hombres cautivos.

No había resguardo alguno y Horace pensó que ojalá les hubieran permitido plantar algo un poco más alto que pudiera disimular su cuerpo. Un pequeño maizal habría sido idóneo, pero no, habían plantado zanahorias y cebollas, y naturalmente col, la base de su dieta esencial. Horace lanzó una maldición: no había nada que alcanzara más allá de diez o doce centímetros de altura.

Permaneció despierto la noche siguiente observando y vigilando a los guardias hasta que, en torno a las cuatro de la madrugada, cayó rendido en el catre de puro agotamiento. Los observó la noche siguiente a ésa y la otra también, y no se desviaron de su rutina ni una sola vez. Tenía que reconocérselo a los alemanes, por mucho que los odiara: eran organizados y lo tenían todo bien planeado, y una vez que habían establecido un plan, se ceñían a él.

Cuando los alemanes reducían la patrulla a las once, Horace observó que al quedarse en dos la dotación de cuatro guardias, la primera patrulla que se ponía en marcha justo después siempre parecía demorarse un poco. Supuso que los cuatro guardias, como era natural, debían de estar dándose las buenas noches. Los dos hombres que se quedaban de patrulla debían de sentirse un tanto reacios a empezar su largo turno. Mientras que cada ronda del campo se ceñía puntualmente a su horario, la patrulla de las once siempre duraba tres o cuatro minutos más. Horace decidió que era la hora óptima para escapar. Esperaría hasta que la patrulla de cuatro hombres hubiera pasado por delante de su ventana a las once menos diez. Les daría cinco minutos y luego echaría un vistazo por la esquina del barracón para asegurarse de que no se hubieran detenido a fumar un pitillo. Suponía que su paseo de cinco minutos los llevaría hasta el extremo más alejado del campo, a un centenar largo de metros de la ventana manipulada. No tardaría más de un par de minutos en desmantelar el bastidor de la ventana, sacar las clavijas y retirar los barrotes. Horace saldría por la ventana y huiría por el huerto hasta el bosque al otro lado. Dos compañeros suyos sustituirían los barrotes de acero por otro falsos que habían hecho en los talleres la semana anterior, permitiendo así a Horace volver a entrar. Había un margen de error de entre dos y tres minutos antes de que los guardias alemanes volvieran a pasar por delante de la ventana. Aunque el plan no era infalible ni mucho menos, Horace estaba dispuesto a arriesgarse, aunque en el caso de que un guardia rezagado lo viera, sin duda acabaría muerto con un par de balazos en la espalda.