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Era diciembre de 1941. Los japoneses estaban a punto de cometer un error que lamentarían durante muchos años. Estudiaban con detenimiento buena parte de la flota norteamericana anclada en Pearl Harbor, a punto de arrastrar a Estados Unidos a la Segunda Guerra Mundial con su agresión. Los japoneses suponían que con un ataque rápido y agresivo le partirían el espinazo a la Marina norteamericana y hundirían su moral.

En torno a tres veces a la semana Horace tenía que cumplir con las tareas de perforación en la cima de la colina que dominaba el campo. El padre de Rosa tenía predilección por él y su destreza con la perforadora mejoraba casi a diario. Una vez a la semana, en ocasiones dos, Rauchbach lo dejaba a sus anchas y de vez en cuando aparecía Rosa. Fue allí, en el bosque con vistas al campo, donde Horace siguió haciendo el amor con la hija del propietario. Horace seguiría acostándose con Rose, como había empezado a llamarla, durante todo el invierno de 1941-1942. Le explicó que no quería hacerle el amor a una chica alemana y le preguntó si tenía algún inconveniente en que le pusiera un nombre nuevo. Quería que se convirtiera en Rose, su rosa inglesa. Ella accedió encantada.

Su secreto; su sendero hacia una nueva vida.

El invierno no había sido tan crudo como el año anterior en el infierno del primer campo. Horace lo recordaba y se preguntaba cómo habían sobrevivido. Los dos amantes hicieron el amor bajo la lluvia cálida y bajo la lluvia fría y en varias ocasiones sobre un manto de nieve cuando se cernió el tiempo invernal; el frío punzante penetraba sus cuerpos y llevaba sus sentidos hasta un nivel de excitación sexual que les era desconocido. Y se reían mientras recogían las ropas heladas, temblaban al vestirse el uno al otro y se maravillaban de sus osadas hazañas a escasos cientos de metros de los guardias alemanes, prácticamente delante de sus narices.

La vida en el campo de la cantera era soportable, sobre todo con su rosa inglesa, pero Horace no podía sobreponerse a la sensación de culpa y cuando el invierno dejó paso a la primavera pensaba cada vez más a menudo en la huida. Habló de ello con Rose. Como siempre, ella intentó disuadirlo. Le habló de la geografía y de la mala fortuna que habían tenido quienes lo habían intentado con anterioridad, y todo parecía perfectamente lógico, pero había algo que no conseguía desterrar de los rincones de su mente.

Le preguntó a Rose si podía facilitarle un mapa y ella, lagrimosa y a regañadientes, accedió. Horace tenía la sensación de que ya había pasado demasiado tiempo en el campo de la cantera, demasiado tiempo con sus captores. El mapa no llegaba. Tras unas semanas, dejó de pedirlo. Sin mapa, la huida era imposible. Rose lo sabía.

La semana siguiente Rose lo abordó en la cima de la colina mientras terminaba el último agujero de una hilera perfectamente medida en una losa de mármol especialmente grande. Se fijó en sus ojos de inmediato: estaban anegados en lágrimas. El labio inferior se le veía trémulo y temblaba de la cabeza a los pies. El mapa, pensó para sí, tiene el mapa. Y pensó en el peligro que la había obligado a correr. Se equivocaba. No había ningún mapa.

Rose no paró de llorar mientras le transmitía las noticias que su padre le había comunicado la víspera. Horace y sus compañeros iban a ponerse en camino otra vez. Los iban a trasladar a otro campo. Rauchbach les dio la noticia en persona mientras los prisioneros permanecían en formación a la mañana siguiente. Parecía triste pero resignado a que la jerarquía alemana hubiera decidido arrebatarle un grupo de hombres que había formado personalmente hasta convertirlos en una maquinaria bien lubricada y sumamente productiva. Deseó a los hombres lo mejor y les explicó que las condiciones en el siguiente campo serían mejores de las que él podía ofrecerles. Habría más duchas, mejores instalaciones e incluso agua caliente, y también insinuó que las raciones serían más sustanciosas. Era un campo más moderno con una sala de conciertos y otra de juegos, les explicó luego. En general los compañeros de Horace quedaron contentos; un poco recelosos, pero contentos.

No había razón para dudar de aquel alemán que tenían delante. Se había mostrado sincero y justo en todo lo que había dicho. Les había aumentado las raciones, mejorado las condiciones y parecía tener siempre presente el bienestar de los prisioneros. Algunos argüirían en los barracones por la noche que sólo estaba interesado en la producción y para él los prisioneros no eran sino herramientas con las que alcanzar sus objetivos, pero aun así Rauchbach hizo un buen discurso de despedida mientras los guardias lo observaban incómodos. En un gesto final de buena voluntad, Rauchbach les explicó a los prisioneros que ese día quedaban exentos de su trabajo. Había organizado una última cena con más pan, café y bollos a modo de agradecimiento hacia los prisioneros. Podían relajarse, cargar las pilas y prepararse para el largo viaje a la mañana siguiente.

Los hombres permanecieron en los barracones el resto del día. Charlaban sobre el nuevo campo y lo que les depararía su nuevo entorno. La mayoría estaban contentos, casi entusiasmados ante la perspectiva de una nueva ubicación y la mejora de las condiciones que les había prometido Rauchbach. Horace estaba tumbado a solas con sus pensamientos en la litera. Le traía sin cuidado la mejora de las condiciones, no estaba interesado en raciones más sustanciosas ni en salas de conciertos y de juegos. Fue en ese momento cuando cayó en la cuenta de lo mucho que echaría de menos a Rose.

Horace estaba enamorado.

Se dio cuenta de que por primera vez en su vida se había enamorado. Era un amor prohibido, un amor en el que no debería haberse embarcado. Era un amor al que los alemanes habían puesto fin prematuramente.

Horace iba sentado en una postura que le resultaba más que familiar en el remolque del camión de transporte de tropas alemán que abandonaba el campo a la mañana siguiente. Tenía a Flapper enfrente. Era otro déjà vu. Horace miraba por la trasera del camión. Asimilaba minuciosamente un kilómetro tras otro. Intentaba retener los puntos de referencia, los meandros de la carretera, los cruces y las señales.

Todo en vano.

Comprendió lo imposible de la situación: ni siquiera sabía el nombre del pueblo en el que vivía Rose. ¿Por qué no se lo había preguntado en su último encuentro? Cuando llevaban una hora de viaje cayó en la cuenta de que, por mucho que se las arreglara para escapar del siguiente campo, le sería sencillamente imposible encontrar el camino de regreso hasta Rose.

Nunca había sentido aquello por una chica. Le dolía el corazón. Sentía náuseas, tenía la boca seca y sentía deseos de echarse a llorar y sollozar como un crío de nueve años, así le hacía sentir esa muchacha. Flapper intentó un par de veces trabar conversación y, de manera casi telepática, su buen amigo lo entendió. Horace enterró la cabeza entre las manos e intentó sofocar las lágrimas.