Rosa lloraba tendida en su cama. No podía creer las noticias que su padre le había dado apenas unos minutos antes. Tuvo que ocultar sus sentimientos mientras él le contaba el accidente y cómo habían luchado en vano por reanimar al prisionero conocido como Jim a orillas de la cantera inundada. Ejercieron presión sobre su pecho y se lo golpearon durante lo que pareció una eternidad y transcurridos unos minutos Henryk Rauchbach se marchó, convencido de que los prisioneros, en su desesperación, intentaban salvar a un caso desahuciado.
La conmoción provocada al oír su nombre hizo que dejara de latirle el corazón. El único hombre a quien había amado, el único hombre al que se había entregado de buen grado… muerto. Se las arregló para controlar sus emociones unos brevísimos instantes y ofreció la débil excusa de que tenía que regresar a su cuarto. Y ahora entre las paredes de su habitación en el ático de la casa de sus padres, enterró la cara en la almohada mientras lloraba a mares.
Horace volvía a estar en la enfermería. No recordaba nada del incidente: la naturaleza es sabia. Su primer recuerdo consistía en vomitar un torrente de agua asquerosa de los pulmones, y las caras sonrientes de Darkie Evans, Flapper y el sargento Owen. Los guardias alemanes no mostraron la menor emoción. Les traía sin cuidado que un prisionero viviera o muriera. No era más que una boca menos que alimentar.
Darkie Evans explicó cómo le había salvado la vida. De alguna manera, pensó Horace, el galés nunca le permitiría olvidarlo.
—Joder, casi no se te veía ahí abajo, Jim. ¡El agua parecía puñetera leche, tío!
Flapper lo miraba sonriente, contento de permitirle al galés su momento de gloria y atestiguar que se lo merecía. Flapper también se había sumergido y había creído que todo estaba perdido: el agua estaba turbia debido a los sedimentos calizos en el fondo y apenas alcanzaba a ver un palmo delante de sus ojos.
—Debías de estar a siete metros de profundidad. No te movías en absoluto, amigo mío.
Flapper nunca llegaría a entender cómo lo vio Evans.
—He salido a la superficie a coger aire y les he dicho a los chicos y a Flapper que te había visto.
—Darkie ha sido el primero en llegar hasta ti y luego le hemos seguido dos más —le explicó Flapper—. Debe de tener los ojos de un puto búho, Jim, te lo juro. Yo no veía una mierda, sólo las piernas de nuestro amigo galés.
Darkie Evans, con el pecho más henchido a cada minuto que pasaba, siguió sonriendo y volvió a hablar:
—Me las he arreglado para pasarte una mano por la axila y empezar a tirar de ti. ¡Joder, tío, vaya fardo estás hecho!
—Yo te he cogido por el otro brazo —dijo Flapper—, y Robbie Roberts ha ayudado a llevarte hasta la orilla. Te juro que el oficial médico ha estado intentando reanimarte durante diez minutos, Jim. Todos creíamos que ibas a palmarla.
—No recuerdo nada —comentó Horace con una voz que más parecía un suspiro, consciente de lo dolorida que tenía la garganta.
A la noche siguiente Henryk Rauchbach le llevó la noticia a su hija, que la recibió eufórica mientras estaban sentados a la mesa cenando en familia. Una vez más, Rosa Rauchbach se congratuló de su capacidad para disimular sus emociones. Sus padres no sospecharían nada, se dijo.
Siguiendo su rutina de cada noche, recogió la mesa y se dispuso a lavar los platos. Cuando iba camino de la pequeña cocina, Herr y Frau Rauchbach cruzaron una mirada. Les pareció de lo más extraño que su hija no hubiera probado bocado desde que le habían dado la noticia sobre aquel prisionero de nombre Jim.
Horace atravesó el bosquecillo con Henryk Rauchbach, cargado con una pesada perforadora y una bolsa de lona que contenía varias brocas. Horace había sido dispensado de la inspección matinal y se le había pedido que se presentase en el despacho de Rauchbach. El padre de Rosa le explicó que se le asignaba un trabajo diferente en otra parte del campo.
Rauchbach le comentó los detalles mientras caminaban por entre los árboles y hasta la cima de la colina desde la que se veía la cantera, unos días antes inundada.
—Te he escogido, Jim, porque eres inteligente y te las apañas bien con las manos. Te he visto cortarles el pelo a los hombres con precisión y esmero. Eso es lo que necesito para este trabajo.
Rauchbach se abrió paso por entre las inmensas losas de mármol.
—Éste mármol es muy grande para trasladarlo y hay que partirlo.
Se puso de rodillas, se quitó la mochila que llevaba y abrió la cremallera.
—Eso se hace con dinamita.
Abrió la mochila y dejó a la vista pequeños cartuchos de explosivo del tamaño de una vela pequeña.
—Pero tenemos que hacerlo con cuidado y precisión, y cada cartucho de dinamita tiene que estar justo en la posición adecuada para que el mármol se parta sin hacerse añicos. —Sonrió—. Es una tarea especializada, Jim. Una tarea que a mi modo de ver puedes llevar a cabo. Pero antes de que se te ocurra alguna idea extraña te advierto que no manejarás los explosivos. No. Tu trabajo consiste en hacer los orificios. De los explosivos se encargará un alemán. No podemos dejar que los prisioneros vayan por ahí con bombas, ¿eh?
Rauchbach se puso en pie y rió de nuevo.
—Ésta mañana mira y aprende, y esta tarde pondrás manos a la obra.
Durante las cuatro horas siguientes Rauchbach perforó una serie de agujeros estratégicamente situados en las inmensas losas. Le explicó a Horace cómo detectar las vetas y las líneas de falla naturales en la piedra donde el mármol era más endeble. Horace observó la detonación de las cargas explosivas y cómo el mármol daba la impresión de desgajarse fácilmente como si un inmenso cuchillo hubiera escindido un pedazo de mantequilla. Rauchbach maldijo en alemán en una ocasión cuando el mármol se resquebrajó en vez de partirse.
—Ahí la he jodido, Jim —le explicó a la vez que examinaba el mármol—. Mira, fíjate. —Señaló la superficie de la roca—. El agujero estaba un poquito desviado y éste es el resultado.
Rauchbach se desperezó, se masajeó la zona lumbar y luego se la apretó un poco. Luego propinó una patada a la taladradora de manera que quedase señalando a Horace.
—Ahora te toca a ti, Jim. Creo que ya has visto suficiente.
Horace se adaptó bien a su nuevo puesto. Le habían dado un respiro, una oportunidad de eludir el trabajo monótono, intensivo y agotador de los turnos de diez horas. Era una tarea que requería un poco de iniciativa, un poco de habilidad, un poco de paciencia. Horace taladró y Rauchbach rellenó los orificios con las cargas explosivas. Y cuando la primera veta se partió por la línea de agujeros perfectamente ubicados, Rauchbach sonrió.
—Tienes un don innato, Jim. Yo me voy a comer; tú sigue con esto. —Rauchbach señaló las losas, a unos tres metros de donde empezaba el bosque—. Empieza a taladrar ésas; las partiremos después de comer.
Horace miró alrededor. No había guardias ni ningún otro prisionero. Rauchbach se percató.
—Sí, Jim, confío en ti. No se te ocurra dejarme en la estacada y huir. —Y entonces el padre de Rosa dijo algo que le produjo un escalofrío—: Por alguna razón, Jim, no creo que vayas a hacerlo. Éste campo tiene ciertos alicientes; no es ni de lejos el peor. —Le lanzó un guiño cuando echaba ya a andar—. Y tú, Jim, eres más afortunado que la mayoría.
Horace había perforado la tercera hilera de orificios cuando el inconfundible aroma de su amada impregnó el aire. Se desperezó, se enjugó el sudor de la frente y entonces lo percibió. Se volvió y vio que Rosa estaba allí plantada como una diosa, con el viento tirando de su vestido liviano. La muchacha se precipitó a sus brazos y se besaron apasionadamente. Horace se percató de las lágrimas saladas que le resbalaban por las mejillas y de los temblores que recorrían su joven figura.
—¿Qué ocurre, Rosa? —le preguntó al tiempo que la apartaba un poco y la miraba a los ojos humedecidos.
Ella volvió la cabeza: no quería que Horace la viera así. Le cogió la barbilla con delicadeza y la besó en los labios.
—Dímelo, Rosa.
La chica se sacó un pañuelo de la manga y se enjugó las lágrimas. Recuperó en cierta medida la serenidad e intentó sonreír mientras iban mermando las lágrimas.
Rosa se adelantó, volvió a besarlo y abrazó con fuerza su cuerpo sudoroso. Los temblores empezaron de nuevo y le susurró al oído entre sollozos:
—Creí que habías muerto, Jim. Mi padre vino a casa y dijo que te habías ahogado. Pensé que te había perdido, pensé que no volvería a verte.
Y entonces quedó claro.
En ese momento Horace entendió que aquella jovencita lo amaba más que a nada en el mundo. Y algo cambió en Horace en ese preciso instante. Cambió algo que no podía identificar mientras caminaban cogidos de la mano hacia el interior del bosque. Se sentía distinto, se sentía cómodo, satisfecho. Estaba encarcelado en un campo de prisioneros en el corazón de Silesia pero se veía capaz de soportar lo que fuera necesario para resistir hasta el final de la guerra siempre y cuando Rosa estuviera con él.
Hicieron el amor en el lecho cubierto de hierba del bosque, entre agujas de pino secas y flores silvestres. Estaban desnudos, la primera vez que disfrutaban el uno del otro de esa manera. Hicieron el amor sin prisas, Horace de cara a su amante, perdido en sus ojos hipnóticos. No dijeron ni una palabra, cada cual gozando del momento mientras su respiración era cada vez más agitada.
En el taller habían mantenido relaciones sexuales, aquí hicieron el amor.
Horace se incorporó con los brazos extendidos soportando todo el peso de su cuerpo. Rosa alargó los suyos y lo cogió por la nuca. Él se maravilló de sus pechos, pequeños y perfectamente torneados, que subían y bajaban al ritmo de sus intensos jadeos. Una leve película de humedad los cubrió cuando empezó a gemir suavemente mientras él continuaba con su movimiento lento y rítmico. Volvió a bajar su cuerpo y le aplastó los senos con el pecho al tiempo que aceleraba sus embestidas. Y de pronto eran uno solo. Los movimientos pélvicos de ella estaban acompasados a la perfección con los de él, amantes experimentados que instintivamente sabían acomodarse el uno al otro para alcanzar el clímax en el momento oportuno.
Permanecieron tendidos de espaldas en el suelo del bosque, en paz con la naturaleza. Estaban satisfechos, cogidos de la mano mientras poco a poco recuperaban el resuello. Sentían deseos de quedarse allí para siempre, sentían deseos de hacer el amor una y otra vez. Al fin, el frescor de la brisa otoñal los obligó a vestirse.
Quince minutos después Horace se puso a taladrar de nuevo con energía renovada y Rosa se sentó con su padre, que estaba terminando el almuerzo.
Willie McLachlan nunca se había atrevido a considerarse marica allá en su hogar, en Helensburgh, justo al norte de Glasgow, a un tiro de piedra de Loch Lomond. Ni siquiera se le había pasado por la cabeza. Había tenido sus novias como cualquier otro y recordaba con toda claridad el día que Jenny Murray se lo llevó al cobertizo del jardín de su padre para enseñarle su «pollito». Ahora el incidente le hacía reír. Tenía trece años por aquel entonces, se había criado en un barrio de viviendas de protección oficial bastante duro y estaba convencido de que Jenny, dos años mayor que él, tenía pollos en el cobertizo del jardín al fondo de la parcela de su padre. ¿Por qué no?, pensó. Algunos mineros, obreros de los astilleros y estibadores criaban gallinas como complemento para la dieta familiar.
Pero algo le resultó sospechoso cuando Jenny lo tomó de la mano y le hizo cruzar la puerta. El cobertizo estaba lleno a rebosar de basura, salvo por una alfombra sucia en mitad del suelo.
«¿Dónde están los pollitos?», preguntó él inocentemente mientras Jenny sonreía y se levantaba el vestido por encima de la cabeza.
«Estás a punto de ver uno», respondió ella, y con un movimiento rápido y diestro Jenny se quedó con las bragas en la mano, adelantando el triángulo de suave vello púbico hacia el pequeño Willie McLachlan, que miraba pasmado.
No, no se había portado como un marica por aquel entonces cuando Jenny le cogió la mano y le hizo explorar sus interioridades. Ella permanecía en pie y gemía mientras él, de buena gana, le introducía los dedos en su lugar secreto, y entonces él cobró conciencia de sus propias emociones y de una tirantez incómoda en los pantalones. Jenny también se dio cuenta y en cuestión de segundos le había bajado los pantalones cortos hasta las rodillas y lo estaba masajeando hasta hacerle alcanzar una dureza que nunca había experimentado.
Disfrutó de su experiencia con Jenny en el húmedo cobertizo en Helensburgh, tantos años atrás. Disfrutó del momento en que ella introdujo su erección entre sus piernas y gritó de placer cuando llegó al orgasmo escasos segundos después, venga a gemir y gruñir mientras su trasero adoptaba involuntariamente un ritmo propio.
No era marica por aquel entonces.
Pero ahora, tras un año de reclusión sin ver más que algún que otro pecho o trasero femenino tapados y de refilón, sus tendencias homosexuales habían aflorado y había desarrollado una atracción enfermiza por un joven del Segundo-Quinto Batallón de Leicester.
Empezó con un silbido de admiración al principio. Cada vez que Horace pasaba por delante del escocés, ya fuera en privado, en un grupo en la cantera, en el barracón de las duchas o dondequiera… siempre un pequeño silbido y un guiño esporádico. Al principio Horace hizo caso omiso, al principio no entendía lo que significaba, pero luego McLachlan empezó a volverse más descarado. Los silbidos eran cada vez más fuertes, más frecuentes, y lo hacía delante de los demás hombres. Ernie había hecho el comentario —aunque irónico— de que Horace se estaba cambiando de acera. Era una expresión que se utilizaba a menudo en los campos. Los hombres eran hombres pero debido a las malas condiciones y la comida insuficiente, su apetito sexual natural quedaba suprimido. En algunos casos seguía allí. Unos se ceñían a la masturbación para liberar la frustración sexual acumulada… otros recurrían a la homosexualidad.
Por lo general se veía con malos ojos. Quienes recurrían a esas prácticas las mantenían en secreto, no alardeaban ni fanfarroneaban, y cualquier actividad sexual se planificaba con cuidado de manera que tuviera lugar en privado. Peor que la desaprobación de los demás prisioneros de guerra eran los rumores oídos a través de radio macuto sobre lo que pensaban los alemanes de los homosexuales.
Judíos, polacos, eslavos, rusos, disminuidos psíquicos, discapacitados, gitanos y masones, se rumoreaba que Hitler y sus secuaces los estaban aniquilando a todos en los campos de exterminio de Polonia y Alemania. Y poco después se añadió a la lista otro grupo de indeseables, los homosexuales.
Horace no creía el runrún de radio macuto. No estaba dispuesto a creer los rumores, no quería, era demasiado inconcebible para expresarlo con palabras. Entendía que Hitler ansiara el poder, que percibiera Alemania como una potencia dominante a nivel global. Había ocurrido a lo largo de la historia, hombres y países y, de hecho, continentes enteros que querían imponer su ideología y sus creencias a otros hombres y mujeres de diferente credo. Desde Gengis Kan hasta las cruzadas cristianas, pasando por los conquistadores españoles y los romanos. Pero de ser ciertos los rumores que se estaban filtrando, Adolf Hitler y su Tercer Reich estaban en una liga diabólica distinta por completo. Había sido testigo de primera mano de su crueldad durante la marcha y en el primer campo. Pero no podía ser cierto, ¿verdad? No podía ser verdad, pensaba Horace una y otra vez. Aunque, ¿y si lo era? ¿Y si los actos del escocés llamaban la atención de los guardias? Prefería no pensarlo.
Horace tenía que reunirse con él en privado para tener una pequeña charla.
Dos días después Horace lo cogió por la manga cuando estaba sentado delante de su barracón terminándose la sopa.
—¿Puedo hablar contigo, Willie, por favor?
Willie levantó la mirada. El sol de última hora de la tarde proyectaba una sombra sobre Horace y el escocés entornó los ojos para verlo bien.
—Claro, Jim, no es ninguna molestia. ¿De qué se trata?
—En privado —respondió Horace, incómodo con el contenido de la conversación que estaba a punto de iniciar.
McLachlan siempre andaba con otros escoceses. Los escoceses siempre estaban en compañía de los suyos; comían juntos, dormían juntos y bebían juntos. Casi tenían un club exclusivo para escoceses en un campo de guerra en el corazón de Silesia. Y tanto a Horace como a los demás hombres les sacaba de quicio. En ocasiones se mostraban arrogantes, incluso un tanto hostiles, y aunque a cualquiera que les prestara oídos le decían lo orgullosos que estaban de su país y su cultura, en realidad los unía el odio hacia todos los demás (sobre todo los ingleses) y su tendencia a quejarse. Flapper lo resumió una noche al comentar: «Son de lo más ecuánimes esos putos escoceses, están resentidos con todo el mundo por igual».
Willie McLachlan se irguió hasta alcanzar su metro ochenta de altura. Lo habían capturado en Francia poco más de un año antes. Aunque había perdido algo de peso, no había sufrido los estragos de la marcha de la muerte ni las duras condiciones del primer campo. Horace se sintió un tanto intimidado cuando McLachlan se adelantó un paso y se le plantó delante.
—¿Y qué demonios pretendes decirme?
—Ven aquí. —Horace dio media vuelta y caminó unos metros, seguido de cerca por McLachlan.
Horace se volvió hacia él. El escocés estaba sonriendo.
—¿Es nuestra primera cita, Jim?
Horace no hizo caso del comentario.
—Mira, Willie, sólo quería decirte que a mí no me va eso y te agradecería que te ahorraras los silbidos.
El rostro de Willie McLachlan adoptó una expresión totalmente distinta.
—¿Y a qué te refieres con «eso»?
Horace se había metido en un aprieto. Ojalá se hubiera expresado de otra manera. El escocés volvió a hablar:
—¿Qué me estás llamando?
—Mira, Willie, me has estado silbando y eso sólo significa una cosa. Allí de donde vengo sólo les silbamos a las chicas.
—Y entonces, ¿qué es lo que significa, tío? —McLachlan se le acercó un poco más, amenazante—: ¿Eh?
—Mira, Willie, no quiero problemas. Lo único que quiero es que dejes de silbarme. Ya has oído esos rumores sobre los alemanes y lo que hacen con… —Hizo una pausa, tras la cual decidió utilizar la palabra y afrontar las consecuencias—. Los homosexuales.
El escocés tembló visiblemente de ira, levantó la voz y le hincó el dedo a Horace en el pecho.
—¿Me estás llamando maricón, inglés de mierda?
—No, Willie… no… lo único que digo…
Volvió a hincarle el dedo en el pecho, esta vez un poco más fuerte.
—Entonces, ¿qué cojones estás diciendo?
La subida de adrenalina surgió de las profundidades de las venas de Horace. Ya había pasado el punto sin retorno y su cuerpo lo supo al notar el flujo químico por su sangre. Quería echarse atrás, quería decirle al hombretón escocés que se había equivocado. Pero no iba a hacerlo. No era su manera de ser; nunca había retrocedido ante nadie, ni en una pelea en el patio del colegio, ni en el cuadrilátero donde tanto había disfrutado boxeando en la adolescencia. Nunca había retrocedido ni se había negado a pelear cuando le retaban chicos de quince y dieciséis años mucho más grandes que él.
McLachlan interrumpió sus pensamientos.
—¿Qué cojones estás diciendo?
Ándate con tacto, pensó para sí. Miró alrededor. Algunos hombres se habían apercibido de los gritos, del altercado que por lo visto se estaba fraguando justo delante de sus ojos.
—¿Y bien?
—Lo que digo… —hizo una pausa, ordenó las ideas y procuró no enemistarse más con el escocés—, lo que digo, McLachlan, es que si vuelves a silbarme aunque sólo sea una vez más te voy a machacar de un puñetazo.
El escocés se arrojó hacia delante y cogió a Horace por el cuello de la camisa con tanta fuerza que casi lo levantó por los aires. Lo había cogido con la guardia baja, tendría que haber estado más atento y recordado su preparación como boxeador, que le aconsejaba mantener a cierta distancia a un oponente más grande. Un error que no volvería a cometer. Garwood y un par de escoceses se habían sumado al tumulto para intentar ponerle fin. Una pelea delante de las narices de los alemanes no sería tolerada por los guardias y, por lo general, desembocaría en otro altercado a culatazos con dos o tres soldados.
—¡Éste capullo me está llamando maricón! —gritó el escocés, a quien sujetaban dos o tres compatriotas suyos—. ¡Voy a matar a ese cabrón, dejadme que le meta!
Horace recuperó la serenidad. La adrenalina era agradable ahora que fluía suavemente. Los temblores habían cejado y habló con renovada confianza en sí mismo:
—En el sótano del barracón número tres, esta noche, zanjaremos el asunto de una vez para siempre.
Flapper lo miró con incredulidad y señaló al enorme escocés:
—¿Quieres pelearte con ese mariconazo, Jim?
—Ésta noche. A las seis en punto.
McLachlan se echó a reír al principio, como si no pudiera creer lo que decía aquel inglés pequeño y demacrado. Y luego se desató en su interior la ira y le gruñó entre dientes:
—A las seis en punto, cabronazo inglés. Allí estaré. Voy a arrancarte la cabeza de los hombros.
Horace se alejó con Flapper y los escoceses regresaron a su lugar de partida para hacer los planes de batalla. Garwood también había boxeado un poco en otros tiempos, y mientras los dos amigos se preparaban para la pelea del año, Garwood asumió de motu propio el puesto de entrenador y preparador extraoficial, ofreciéndole consejos y sugerencias de cara a vencer al gigantón escocés. Todo estaba en contra de Horace, que tenía una desventaja de al menos treinta kilos y quince centímetros de altura con respecto a su oponente. Las manos de McLachlan eran como enormes palas unidas a unos brazos inmensos y poderosos que Horace hubiera jurado llevaba arrastrando al andar. Y por el bando escocés se rumoreaba que McLachlan había matado a un hombre en una pelea en la calle: corría con pandillas de las peores zonas de Glasgow y llevaba en la sangre las peleas callejeras.
Horace boxeaba adoptando la pose tradicional, con la mano izquierda por delante mientras Garwood mantenía en alto las manos firmemente vendadas con tiras de franela. Garwood se esforzaba por esquivarlo y evitar todos sus puñetazos pero Horace acertaba más de los que erraba. A las cinco y media Garwood puso punto final a la sesión de entrenamiento e hizo que Horace se relajara durante treinta minutos en su litera. Horace se sentía bien. Había recuperado su compás de boxeo natural como si hubiera estado entrenando hasta la víspera misma y sabía que si conseguía mantener a distancia a McLachlan tendría una oportunidad de ganar. Pasara lo que pasase, pondría toda la carne en el asador.
Cinco minutos antes del comienzo previsto de la pelea se había reunido una muchedumbre en el sótano del barracón. Era una gran noticia. Se habían dado muchas peleas en los campos desde que Horace fuera capturado, a veces hasta una a la semana, pero siempre las paraban los propios prisioneros por miedo a las recriminaciones de los alemanes.
Ésta era diferente; no habría alemanes cerca para ponerle fin, los hombres estaban haciendo apuestas y erigieron con sogas un cuadrilátero tosco y pequeño en el sótano. Era una diversión, un respiro de la monótona rutina normal de la cena y el descanso a la espera de que apagaran las luces.
Eran las seis y diez para cuando Flapper Garwood le permitió a Horace levantarse de la litera. El londinense tenía la teoría de que así McLachlan estaría ansioso, pagado de sí mismo, convencido de que su contrincante se la había envainado. A las seis y catorce minutos, Horace y su entrenador irrumpieron por la puerta del barracón número tres.
«¡Aquí está!», gritó desde lo alto de las escaleras una voz hacia donde estaban los hombres, que, inquietos, se disputaban los mejores lugares para ver la pelea. Se alzaron desde el sótano vítores amortiguados y a Horace se le puso de punta el vello de la nuca. Se volvió hacia Garwood.
—¿Sabes, Flapper? Creo que me lo voy a pasar en grande.
—Tú no te acerques mucho, Jim. Es un matón, no un púgil. Mantén las distancias, finta y apártate. Sigue lanzando golpes rápidos y moviéndote hasta que veas la oportunidad. Haz eso y ganarás, pero sobre todo ten paciencia, joder.
La estrategia de Garwood reflejaba la misma que Horace había ideado casi en cuanto hubo lanzado el guante. Lo último que quería era verse metido en una lucha cuerpo a cuerpo o en una reyerta. Boxeo medido, controlado, igual que el arte que había perfeccionado en el club de boxeo en Ibstock.
McLachlan estaba en un rincón del cuadrilátero improvisado, desnudo de cintura para arriba y con una amplia sonrisa en la cara.
—Así que por fin te has decidido a venir, ¿eh, gallina de mierda? Creíamos que te habías cagado en esos pantaloncitos ingleses.
Horace guardó silencio. Pasó por entre las cuerdas y empezó a dar saltitos boxeando con su propia sombra mientras Garwood colocaba un cubo y una lata llena de agua en el rincón opuesto. El cabo David Valentine de los Fusileros de Northumberland, que hacía las veces de arbitro, pidió a los dos púgiles que se acercaran al centro del cuadrilátero.
—Quiero una pelea limpia, muchachos.
McLachlan se adelantó en un intento de intimidación.
—Nada de golpes bajos, y cuando diga que os separéis, os separáis.
—Voy a partirle el puto cuello —dijo el escocés con una mueca de desdén.
Horace no dijo nada.
El arbitro ordenó a los dos hombres que fueran a sus respectivos rincones. En torno a McLachlan había toda una pandilla de escoceses que le daban palmadas en los hombros y lo jaleaban a gritos. Flapper le ofreció a Horace un trago de agua y le recordó que mantuviera las distancias. Valentine indicó a los dos hombres que se adelantaran y cuando estaban a dos metros escasos se apartó de su camino a la vez que gritaba: «¡A pelear!».
Se alzó otra ovación cuando Horace adoptó su conocida pose de boxeo con los ojos fijos en McLachlan.
Ésta vez estaba preparado.
McLachlan se precipitó hacia delante a zancadas largas y pesadas con los brazos en alto como un luchador. Horace danzaba sobre los talones, listo para brincar en la dirección adecuada en el último segundo. Cuando McLachlan se le puso a tiro Horace le lanzó un potente izquierdazo al puente de la nariz. Lo alcanzó de lleno y al escocés le reventó la nariz como un globo. En el mismo movimiento fluido Horace se volvió y se alejó antes de que McLachlan supiera lo que había ocurrido. Permaneció en el rincón de Horace mientras la sangre empezaba a manarle a raudales por la cara. Horace, por su parte, estaba a escasos centímetros de los hombres del rincón escocés.
«Qué suerte has tenido, capullo», le dijo con un gruñido el pelirrojo a su espalda. Horace no le hizo caso, sino que se fue de nuevo hacia McLachlan, más seguro de sí mismo a cada segundo.
El escocés se condujo con más astucia esta vez, consciente de lo imprudente que había sido su último movimiento. Alzó los puños delante de la cara para protegerse. Ahora entendía que aquello era un combate a carta cabal. Horace se adelantó; ahora tenía a su oponente al alcance. McLachlan no pudo resistirse y se precipitó hacia delante para lanzar un derechazo con todas sus fuerzas. Horace se inclinó hacia atrás y el puño del escocés no alcanzó sino el aire fresco. Contraatacó con una combinación rápida: un izquierdazo cruzado a la sien que aturdió a su contrincante para luego meterle un fuerte derechazo en el plexo solar.
El gentío prorrumpió en vítores; McLachlan cayó de rodillas. Horace se acercó y se inclinó para hablar con él.
—¿Ya has tenido suficiente, Willie? ¿Quieres dejarlo ya?
McLachlan le contestó:
—Sí… ya está bien. Ayúdame a levantarme.
Se compadeció de él; la pelea había terminado y Horace había puesto en su lugar al tipo duro. Le tendió la mano. El escocés se levantó cuan alto era y sonrió a la vez que estrechaba la mano de Horace, que bajó la guardia, momento que aprovechó McLachlan para darle un cabezazo en toda la cara.
Quedó tendido en el suelo, sin conocimiento durante un par de segundos. Los escoceses daban saltos y gritos de alegría mientras David Valentine reprendía con severidad a McLachlan, que sonreía a modo de disculpa.
Garwood sólo le dirigió unas palabras, otra perla de sabiduría:
—Olvídate de las reglas, Jim. Machaca a ese hijo de puta.
Horace cobró conciencia de la sangre que le cubría la cara y empezó a correr por sus venas un torrente distinto de adrenalina. Ésta vez la adrenalina alimentaba la ira cuando se puso en pie. Los muchachos ingleses lo vitorearon mientras los escoceses lanzaban abucheos y lo insultaban. Uno le gritó a McLachlan que lo «asesinara».
Pero McLachlan no lo oyó. Había visto la expresión de Horace y estaba más que moderadamente preocupado cuando el guerrero ensangrentado se dirigió hacia él. Horace volvió a poner los puños en guardia y sonrió por entre la sangre.
—Muy bien, sucio cabrón escocés, es hora de que pelees de verdad.
Horace no se mostró comedido, no empezó a lanzar golpes rápidos y a fintar, sino que se lanzó contra McLachlan con una furia maliciosa a la que el escocés no podía hacer frente. McLachlan se cubrió la cara con las manos y permaneció levemente encorvado. Horace le lanzó una lluvia de golpes y le propinó dos ganchos a la barbilla perfectamente ejecutados, escogiendo el punto con exactitud entre los codos del escocés. Estaba contra las cuerdas, los hombres del rincón se habían quedado en silencio y entonces Valentine señaló el final del primer asalto.
McLachlan se sentó en la banqueta mientras sus compatriotas procuraban aliviarlo con agua e intentaban restañar las heridas que tenía en el ojo derecho, la nariz y el labio partido e hinchado. El hombretón estaba hecho un guiñapo y no acababa de recuperar el aliento.
Cuando Valentine anunció el segundo asalto Horace se puso en pie de un brinco. Al escocés casi tuvieron que empujarlo hacia el centro del cuadrilátero y Horace retomó el combate donde lo había dejado. McLachlan estaba agotado y era incapaz de protegerse la cabeza con las manos. Horace entró a matar. Dos ganchos de izquierda, cada uno de ellos propinado con precisión y autoridad. A McLachlan le rebotó la cabeza hacia atrás. Las piernas dejaron de sostenerlo y los ojos se le cruzaron, incapaces de centrar la mirada en nadie en concreto. Horace se adelantó y apretó el puño derecho. El escocés dio un paso atrás e hizo un último intento de protegerse. Horace casi sintió lástima por él cuando su derechazo, perfectamente ejecutado, le aplastó el pómulo y McLachlan cayó al suelo.
Garwood lo felicitó con un aplauso digno y lento cuando regresaba a su rincón. Los muchachos ingleses estallaron en una ovación mientras los escoceses se lamían las heridas.
—Un momento, Flapper —dijo Horace mientras echaba un trago de agua y se volvía—. Aún no he terminado del todo.
Se llegó despreocupadamente hasta el grupo de escoceses. McLachlan mostraba leves indicios de estar recuperando el conocimiento. El pelirrojo se dio cuenta de que Horace se le acercaba. Horace dijo:
—Me has llamado capullo, ¿verdad?
El escocés levantó la mirada justo en el momento en que Horace le lanzaba su derechazo cruzado preferido. Otro golpe perfecto, otro escocés en el suelo del barracón número tres.
Miró a los demás.
—¿Alguien más quiere que le meta un viaje?
El silencio que se hizo en ese momento ensordeció a Horace.
A la mañana siguiente McLachlan salió a pasear ayudado por dos compañeros suyos. Tenía las piernas bien, su equilibrio era perfecto, pero tenía los dos ojos cerrados y no veía ni medio palmo delante de sus narices. Los guardias alemanes lo interrogaron de inmediato. McLachlan mantuvo las apariencias y dijo que había resbalado en la ducha y se había caído. Los alemanes dudaron de su respuesta pero aceptaron la explicación a regañadientes. Curiosamente, Horace sintió pena por él. Tardaría otras veinticuatro horas en recuperar la vista.
La vida en el campo volvió a la normalidad y la animosidad entre escoceses e ingleses no se enconó. Horace se había ganado una especie de respeto entre aquéllos, aunque no cruzaran muchas palabras ni conversaciones, y, como era de esperar, los silbidos de McLachlan dejaron de oírse.