9

Dieciséis trenes expresos atronaron en el interior de su cabeza cuando despertó a la mañana siguiente. El cuerpo entero le dolía como si lo hubiera molido a patadas y pisotones todo un regimiento de soldados alemanes.

—Dios santo, Flapper —le dijo a su compañero en la litera de abajo—, estoy hecho polvo.

—Te está bien empleado. Eres un capullo de lo más terco. Por eso estás hecho polvo, porque no te quedaste en el suelo cuando ese cabrón nazi te pegó con la Luger, porque quisiste demostrar una vez más que eres mejor que él.

—Soy mejor que él.

—Pero a este paso acabarás muerto, colega. Tienes que pillarle la vuelta a este juego. Todo el mundo sabe que eres mejor que ellos; no hace falta que lo demuestres una y otra vez.

Horace no podía recordar gran cosa del incidente. El golpe propinado con la Luger había sido de los buenos. Recordaba estar firmes con una mueca socarrona en los labios, y recordaba el sabor de la sangre que le entraba por la comisura de la boca, pero el resto estaba desdibujado. Flapper le contó la historia completa mientras Horace permanecía sentado y escuchaba con orgullo, pero también con la sensación de que había sido un tanto estúpido, y todo por alzarse con otra pequeña victoria.

Poco a poco, a lo largo de las horas siguientes, fue recuperando la memoria. Recordó el campo y los guardias, la cantera, el trabajo y los talleres, y luego recordó a Rosa y aquel momento.

Rosa reapareció exactamente dos semanas después de su última visita. Horace recordaba el momento con claridad. Llevaba un par de pantalones de montar de color gris metálico y unas botas de cuero negras. Más adelante averiguaría que era una amazona experta y dedicaba todo su tiempo libre a cuidar y montar los caballos de una granja cercana. Su cabello, cosa insólita, estaba despeinado, un tanto descuidado, y su ropa, manchada, las manos, un poco sucias. Dio la impresión de avergonzarse cuando dijo:

—Disculpen mi aspecto, caballeros. He estado cuidando de los caballos. Hoy tocaba limpiarlos.

Disculpen mi aspecto, pensó Horace, ¡y un cuerno! Estaba deslumbrante, sin lugar a dudas. Era un día caluroso y el esfuerzo del trabajo en los establos había dado a su rostro un brillo natural, tenía la piel reluciente, lustrosa debido a una fina película de transpiración. La ropa levemente húmeda se ceñía a su preciosa figura y tenía los ojos radiantes, las pupilas plenamente dilatadas mientras miraba a su amante inglés cautivo: la tensión sexual podría haberse cortado con un cuchillo. A Horace empezó a latirle un poco más rápido el corazón y su respiración se hizo más intensa. Se dio cuenta de que él también empezaba a sudar y en un instante aquellas sensaciones familiares empezaron a surtir efecto en su interior a medida que la sangre corría por su cuerpo. Rosa no lo había ignorado, eso seguro. Horace había pensado que tal vez reaccionara así después de marcharse del taller y caer en la cuenta del peligro que habían corrido.

Pero no podía volver a ocurrir, ¿verdad? Era un caso único, una oportunidad entre un millón que habían aprovechado y de la que por pura suerte habían salido bien parados. Sus pensamientos se remontaron al taller, el momento en que sus dedos penetraron su vagina tierna y húmeda y la manera en que se retorció y gimió. Recordó el momento en que se hundió en ella, cómo jadeó Rosa de dolor y placer y cómo arremetió él con todo su ser hasta que por fin alcanzó el clímax.

Había sido una situación única, se dijo, algo que no volvería a ocurrir. Tenía sus recuerdos. No se los podían arrebatar, pero sencillamente no estaba dispuesto a pensar siquiera en volver a poner a aquella preciosa joven en semejante peligro.

Sería su secreto, y sobrevivirían.

Rosa nunca se había sentido así. Ése hombre había despertado en ella emociones que no había experimentado nunca. No podía identificar lo que era exactamente. ¿Era el peligro de ser sorprendidos lo que había acrecentado el placer hasta tal punto? ¿Era que ese hombre había sido el primero, o era algo más profundo? ¿Tal vez incluso amor?

No lo sabía. Se había mostrado tan agresivo y al mismo tiempo tan tierno. Le había hecho daño cuando se abría paso por la fuerza hasta su interior y sin embargo había despertado sentimientos de deseo sexual con los que sólo había soñado. Y al mirarlo ahora, allí plantado con una camisa y unos pantalones sucios que colgaban de su cuerpo esquelético y torturado, magulladuras por toda la cabeza y los ojos y una picara expresión de colegial en el rostro, tembló al recordar aquel momento estremecedor en que eyaculó dentro de ella y algo se transformó en su interior en ese preciso instante mientras yacía boca abajo sobre la sucia mesa de trabajo.

Había sentido deseos de ponerse a gritar; hasta el último músculo, hasta el último tendón de su cuerpo, hasta la última terminal nerviosa parecieron explotar en el mismo glorioso instante. Fue un momento loco y estúpido, un momento que, en el caso de haber sido descubiertos, habría dado con ellos delante de un pelotón de fusilamiento. Recordó la historia que le había contado su padre acerca de la pobre chica que se había quedado embarazada del hijo del francés.

Se estremeció de miedo al recordar la magnitud del peligro que habían corrido por voluntad propia. Por agradable que hubiera sido la sensación, por excitante que hubiera sido el momento, había sido una locura.

Miró de reojo a su padre, que conversaba con el comandante. ¿Qué habría sido de él? ¿Habría sido castigado también por no controlar como era debido a su hija? Igual él también se habría visto ante los fusiles alemanes con los ojos vendados. Había sido egoísta, testaruda. No ocurriría de nuevo, no podía ocurrir de nuevo.

Horace estaba trabajando en el extremo opuesto del campo, desde donde la puerta de los talleres era claramente visible. Intentaba no mirar, intentaba no recordar aquel maravilloso momento de pasión. Le resultaba difícil. Imaginó el interior del taller, las máquinas, la mesa de trabajo mugrienta. Todo seguía reciente en su recuerdo, clarísimo.

Hubiera preferido estar trabajando en alguna otra parte. ¿Por qué tenía que estar Rosa allí, paseándose como si no tuviera la menor preocupación en la vida, sonriendo, riéndose con su padre y los guardias? Y esos pantalones de montar y la preciosa forma de sus muslos. Cada vez que levantaba el mazo sus ojos escudriñaban el campo hasta localizar la ubicación exacta de la muchacha. Era como un imán, casi hipnótica. Rosa recorría el campo con su padre, nunca muy lejos de su lado, mientras éste supervisaba a los hombres que perforaban el mármol y a los trabajadores civiles a cargo de las cargas explosivas que romperían en pedazos las inmensas losas.

Entraron en las oficinas del campo varias veces y en dos ocasiones el comandante del campo salió y se sumó a ellos en la inspección improvisada.

En una ocasión el comandante del campo y el padre de Rosa se acercaron adonde trabajaban Horace y Garwood. Rosa se había quedado cerca de la puerta de las oficinas. Ahí lo tenía, pensó Horace, el desdén, el final de una relación dulce pero brevísima.

Llegó la hora de comer. Era como si los guardias alemanes hubieran estado toda la mañana analizando el estado de ánimo de los prisioneros y evaluando el peligro potencial de que se convirtieran en fugitivos. Y una vez más, debido a la ubicación geográfica del campo, decidieron que ese peligro era mínimo, y los cuatro guardias que patrullaban el área se quedaron en uno.

Tenían hambre y estaban aburridos, una situación habitual. El único guardia se sentaba en un tronco y cinco minutos después uno de sus compañeros le traía café y algo de comer. Y durante una hora permanecía sentado a solas, y por efecto del aburrimiento y el calor del sol se quedaba dormido en cuestión de veinte minutos.

John Knight fue el primero que se dio cuenta.

—Está echando una siestecita, Jim, ¿a quién le toca hoy?

Los prisioneros de guerra tenían bien ensayada la rutina. Cuando el guardia se sumía en su tranquilo sopor los prisioneros podían tomarse también un descanso. No había hora oficial para almorzar, ni comida, pero un guardia dormido suponía que los prisioneros podían dejar las herramientas y descansar. Algunos se arriesgaban a echar una cabezada y, con un prisionero alerta por si despertaba el guardia o salía cualquiera de las oficinas de improviso, podían tomárselo con tranquilidad durante un rato.

—No estoy cansado, John. Ya vigilo yo —contestó Horace.

Knight se quedó un tanto perplejo. Horace había hecho su turno sólo tres días antes.

—Pero tú te ocupaste…

—Me encargo yo, John. No discutas; no estoy de humor. Knight se encogió de hombros.

—Tú mismo, Jim. Pero te lo aseguro, tienes que tomártelo con calma.

—Lo que tú digas, pero hoy no. Da la señal.

John Knight volvió a encogerse de hombros. Como un corredor de apuestas en una carrera de caballos hizo una serie de movimientos de mano por medio de los que indicó que Horace se encargaba de montar guardia. Los hombres se acomodaron. Unos se pusieron a charlar; la mayoría buscó un lugar a la sombra y cerró los ojos. Horace, por su parte, escudriñó el campamento. No se veía a Rosa por ninguna parte. Lo más probable es que estuviera comiendo con el comandante y su padre, pensó, y aprovechó la oportunidad para estirar las piernas. Se llegó hasta el guardia, que dormía con la boca entreabierta y un hilillo de saliva colgando de la barbilla. Acunaba en sus brazos un fusil Karabiner 98k como si de un niño dormido se tratara.

Horace nunca conseguía desterrar muy lejos la idea de fugarse. De hecho, había contribuido decisivamente en las negociaciones para formar un comité de fuga. La semana anterior habían celebrado su primera reunión oficial. Todos coincidieron en que la mera idea de huir era absurda. Los alemanes habían escogido bien la ubicación de los campos. La seguridad no era estricta porque no hacía falta que lo fuera. No había verja que delimitase el perímetro, sólo un puñado de guardias y cientos de kilómetros de territorio hostil ocupado por los alemanes. Imposible.

¿Era el suicidio una opción más viable? No podía ser peor que la existencia a la que estaban sometidos, ¿verdad? Había oído historias sobre los pilotos kamikaze japoneses, totalmente decididos a llevarse por delante a tantos enemigos como pudieran en una misión suicida a mayor gloria del emperador. Se había reído de lo mezquinos y estúpidos que eran, y sin embargo, allí estaba, pensando exactamente de la misma manera. Sería un suicidio, pero ¿a cuántos alemanes podría cargarse antes de que lo redujeran?

—No lo hagas —susurró una voz a su espalda—, te matarían.

Rosa le tiró de la manga, consciente de que había un guardia dormido.

—¿Qué no haga el qué? —le preguntó.

Rosa lo miró a los ojos. Sabía exactamente lo que estaba pensando. Ahora podía olería, la dulce transpiración femenina mezclada con un delicado perfume.

—Tienes una vida, Jim, una vida después de la guerra.

Horace se encogió de hombros.

—¿Y cuándo será eso, Rosa? ¿Cuántos meses más tendré que pasar aquí?

—La guerra está sufriendo un giro, Jim. Los alemanes luchan en demasiados frentes.

—¿Los alemanes, Rosa? ¿Por qué hablas de los alemanes? Son los tuyos, pero te refieres a ellos como si no formaras parte de su bando. Nos dijeron que tu padre es alemán.

Rosa miró por encima del hombro de Horace. El guardia seguía durmiendo.

—Ven. —Se alejó de manera que el guardia no pudiera oírlos y Horace la siguió. Parecía furiosa cuando se volvió para responder—: Yo no soy alemana. No vuelvas a decir que soy alemana.

Horace tartamudeó:

—Pero hablas alemán. Tú…

—Los alemanes invadieron Silesia hace mucho tiempo. Violaron y asesinaron a mis antepasados. La sangre pura de mi familia impregna la tierra de Silesia. Digan lo que digan los políticos y los generales, Silesia nunca formará parte de Alemania.

Horace guardó silencio mientras Rosa continuaba, con los ojos arrasados en lágrimas.

—Silesia ha formado parte de Polonia desde tiempos inmemoriales, pero siempre nos hemos sentido profundamente independientes, un país dentro de otro país, por así decirlo, no muy diferente de Escocia en el tuyo. Silesia tiene su propio idioma, su propia cultura; mis padres me enseñaron las tradiciones y la historia de nuestra tierra ya desde pequeña.

Tenía los ojos vidriosos y lo miraba como si fuese transparente.

—Pero por desgracia, parece ser que el hombre siempre ha de conquistar, siempre ha de querer más tierra, más poder, más territorio. Por lo visto, nuestro pequeño país siempre ha estado implicado en alguna clase de conflicto. En épocas recientes el país ha cambiado de manos en numerosas ocasiones. Polonia y luego Alemania, una temporada de independencia y luego otra vez en poder de Alemania.

»Mil ochocientos setenta y uno fue un año aciago en la historia de Silesia. En mil ochocientos setenta y uno los alemanes nos prohibieron hablar nuestra propia lengua, tocar nuestros instrumentos tradicionales e incluso llevar nuestra propia ropa. Convirtieron en un crimen todo aquello que tuviera que ver con el pasado de Silesia, como si quisieran borrar de la faz de la tierra todo lo silesiano. Trajeron a miles de ciudadanos alemanes para diluir la población; los trajeron para que dieran clase en las escuelas; se quedaron con los mejores trabajos en los ayuntamientos y todos los puestos destacados en Silesia fueron ocupados por funcionarios alemanes a quienes se había remunerado por trasladarse. Nos convertimos, de hecho, en ciudadanos de segunda categoría en nuestro propio país.

—¿Eres polaca?

Rosa negó con la cabeza.

—No soy ni polaca ni alemana, soy silesiana. Los silesianos se rebelaron contra los invasores alemanes en muchas ocasiones. Una y otra vez fueron aplastados con una fuerza brutal. Es la manera que tienen los alemanes de actuar. Lo que tú crees estar sufriendo a manos de los alemanes, sea lo que sea, mi pueblo lo ha sufrido ya. Y ahora lo están haciendo otra vez. Masacran a cualquiera, aplastan cualquier país que se cruce en su camino. Las historias que llegan de Rusia y Polonia, y de nuestros amigos y parientes en Alemania enfrentados al régimen nazi, más vale que no las oigas…

Se volvió y quedaron cara a cara. Tenía el rostro arrebolado y le resbalaba una lágrima desde el rabillo del ojo. Horace siguió su lento descenso por la piel tersa y delicada.

—No sé si creérmelas todas… son tan horrendas. Historias de mujeres y niños y…

Dejó la frase en suspenso y se cubrió la boca con la mano. Se tomó un instante para serenarse y luego siguió. Las lágrimas le brotaban copiosamente y caían al suelo cubierto de polvo, donde Horace vio formarse un hoyuelo húmedo en la tierra cuarteada.

—Por mucho que odies a tus carceleros, Jim, yo los odio tanto o más.

Horace, pasmado, guardó silencio. Le pasaron por la cabeza un millar de pensamientos.

—Sencillamente te pido que no me consideres nunca alemana.

Recordó el encuentro sexual en el taller y cómo, en un momento dado, había aborrecido a la mujer que estaba penetrando.

—Soy silesiana y soy judía.

—¿Cómo?

—Mi familia es judía.

—Pero tu padre… el campo, es el propietario y…

—El apellido Rauchbach no es alemán, Jim. Proviene de Israel.

Horace negaba con la cabeza, convencido de que era imposible. El padre de Rosa trabajaba con los alemanes; parecía que lo respetaban, que casi lo admiraban en ocasiones.

Rosa siguió adelante con su asombrosa revelación.

—Fue mi abuelo Isaac quien trajo a la familia a Silesia. Incluso por aquel entonces percibió lo peligroso que era ser judío. Era un hombre maravilloso, a decir de todos, y nunca obligó a sus hijos a seguir con sus prácticas religiosas, sino que les permitió decidir por sí mismos. El padre de mi padre transmitió los mismos ideales a sus hijos e hijas. Mi padre decidió por sí mismo y cuando Hitler llegó al poder eliminó de nuestra casa cualquier indicio de nuestro pasado. —Tenía los ojos húmedos, cubiertos por un fino velo de lágrimas—. Hasta las fotografías de sus padres durante una visita a Tierra Santa fueron quemadas. Libros, pequeños recuerdos, escritos y ropas hebreos. Todo ardió en una gran hoguera en el jardín trasero. Mejor así; los nazis se presentaron en nuestra casa cuando se apoderaron de la cantera de mármol. Mi padre sabía exactamente lo que buscaban, pero iba un paso por delante de ellos.

Horace pensó que la preciosa muchacha que tenía delante ya no era un juguete, ya no era un pedazo de carne. Había adoptado un nuevo aspecto, sus rasgos parecían más delicados, su rostro, más amable.

—Y estoy de tu parte, pase lo que pase. Ya no era el enemigo. Se podía confiar en ella; se podía hablar con ella.

Rosa le cogió las manos.

—Escúchame, Jim, por favor. —Le temblaba el labio inferior—. Odio a esos cabrones, Jim… los odio.

Y pensó en fugarse y en cómo tal vez esa joven estuviera dispuesta a ayudarle.

Ella le miró a los ojos y luego bajó la vista hacia sus manos. En un instante se las soltó y miró en torno por el campo, rezando para que nadie se hubiera dado cuenta, rezando por que el guardia siguiera dormido.

Todo estaba tranquilo. Lanzaron un mutuo suspiro de alivio y pusieron distancia rápidamente entre sus cuerpos.

—Esto es peligroso —dijo ella—. No pueden vernos juntos.

Se volvió y miró por encima del hombro cuando ya se alejaba.

¿Reveló alguna emoción su cara, un indicio de sonrisa, tal vez la contracción de un músculo facial mientras pronunciaba aquellas breves palabras?

—Los talleres… rápido.

Horace pasó por delante del guardia, que seguía roncando. Aguzó el oído. El campo estaba en silencio. Algún que otro prisionero también dormía, y los que charlaban sentados parecían ajenos al encuentro que había tenido lugar en mitad del campo. Alguien debía de haberlos visto hablar, debía de haber visto ese breve instante de contacto, ¿no? Sus ojos volvieron a escudriñar el recinto. Garwood estaba sentado cerca del lindero del bosque —por lo general fuera de los límites permitidos—, agradecido de poder disfrutar de la sombra, con la gorra sobre los ojos. Dormía.

Cuando Horace entró en el taller Rosa estaba apoyada en la misma mesa. Se echaron uno en brazos del otro. Ella le produjo una sensación distinta, ya no era la mustia ciudadana alemana por quien la había tomado. Se devoraron mutuamente con gula, sus besos apasionados, mientras se lanzaban zarpazos cual amantes que no se hubieran visto en una eternidad. La cogió por el pelo, contempló su hermoso rostro, aquella expresión desconcertada, antes de besarla de nuevo con más fervor, más tensión, más frenesí. Se apretó contra ella, su erección otra vez en pleno apogeo, y ella lo percibió de inmediato.

—Rápido, Jim… rápido… no hay tiempo.

Ésta vez fue ella quien se apartó, hurgó en la cinturilla de sus pantalones y en cuestión de segundos los tenía a la altura de las rodillas. Horace, desconcertado, vio cómo sus braguitas seguían el mismo camino. Sin vacilar, sin recibir instrucción alguna, se volvió, se inclinó sobre la mesa de trabajo y se abrió de piernas como mejor pudo. Era una postura extraña con las botas de montar de caña alta y los pantalones arrebujados en torno a las rodillas, pero le daba a Horace una oportunidad. Se adelantó y alargó una mano hacia ella mientras con la otra se cogía el pene rígido. Pocos segundos después estaba dentro de ella. Como la vez anterior, Rosa se tapaba la boca con la mano para disimular lo ruidoso de su placer. Él mantuvo la postura, deseoso de prolongar el momento. Gruñó al tiempo que se arqueaba hacia atrás, levantaba la vista al techo e iniciaba un lento movimiento rítmico.

El guardia estaba perplejo. Se había disgustado. Los prisioneros se habían aprovechado de su momento de debilidad. ¿Cómo se le podía culpar a él? Hacía mucho calor y era un trabajo sumamente aburrido vigilar a la veintena aproximada de prisioneros, ninguno de los cuales tenía la menor intención de huir. Intentó decírselo al oficial al mando una y otra vez, pero éste había insistido en que se los vigilara en todo momento. Dos estaban claramente dormidos, los otros, apoyados en los picos y las palas. Gandules de los cojones. Les haría pagar por ello. ¿Y dónde estaba ése que hablaba alemán bien? Jim. Sí, así se llamaba. Jim, ¿dónde estaba ese cabrón? ¿Era un sueño o lo había visto entrar en los talleres mientras sesteaba al sol de media tarde? No lo había soñado. Se incorporo sirviéndose del fusil como apoyo. Maldijo su rodilla artrítica al notarla rígida y un dolor le recorrió toda la espinilla. Y la chica, ¿dónde está la chica?, pensó.

«Cabrones —susurró—. Alguien va a pagar por esto».

Rosa volvió a estallar en un orgasmo. El sudor le había empapado la blusa, que ahora tenía pegada a la espalda. Era hora de sumarse a ella, y cuando Horace apresuró sus movimientos, la muchacha tensó su cuerpo.

—Rápido, por favor —dijo jadeante mientras la cabeza se le mecía adelante y atrás—. Oigo la voz del guardia.

Brotó en el interior de Horace un sentimiento de pánico al oír también la conversación, mitad en alemán, mitad en inglés chapurreado. Y sin embargo, tuvo la sensación de que su placer era más intenso por causa del peligro que corrían.

Y en cuestión de segundos los dos alcanzaron el clímax, recuperaron la compostura, se abrocharon los pantalones y salieron —primero uno y luego la otra— a la radiante luz del sol, satisfechos pero deseosos de mucho más. Nada de caricias previas, ni experimentación, ni flirteo, ni palabras de amor y deseo como recordaba con Eva. En muchas ocasiones se habían quedado acostados en el dormitorio de la casita de campo de ella en Ibstock mientras sus padres estaban trabajando. Habían brincado en los maizales y los prados de Leicestershire, haciendo el amor durante horas, y había tocado y acariciado su cuerpo entero, provocándola y excitándola una y otra vez. Y Eva hacía lo propio, insistiendo en ponerle ella el preservativo cada vez que hacían el amor. Horace yacía desnudo por completo con las manos a los costados mientras Eva lo halagaba por lo poco que tardaba en recuperarse y por las impresionantes cualidades de su virilidad. Y abandonaban los campos entre risas y bromas, hablando de sus osadas proezas. Recordaba cómo Eva estaba auténticamente radiante tras una sesión más enérgica de lo habitual. A menudo se preguntaban si los habrían visto, qué ocurriría si un campesino o incluso un amigo de la familia los descubriese.

Todo era muy distinto ahora, mientras recorría el largo trecho hasta donde dormía Flapper Garwood. Nada de risas ni bromas, nada de maizales mecidos por el viento, nada de cogerse de la mano y abrazarse con cariño… sólo la imagen de un pelotón de fusilamiento y un odio mayor aún por la raza alemana. Horace se centró en su colega dormido y pasó por delante del guardia evitando deliberadamente mirarlo a los ojos.

Se quedó de una pieza cuando el alemán a su espalda le gritó de súbito.

«Was machst du, du Scheißkerl?» «¿Qué haces, so cabrón?».

Horace se quedó de piedra y luego se dio media vuelta mientras el alemán se dirigía ya hacia él con el fusil apuntándole al pecho. El guardia amartilló el fusil y echó a correr, escupiendo su furia a medida que se acercaba. Horace miró en torno. Gracias a Dios Rosa no estaba por ninguna parte. Había desaparecido: el guardia no la había visto… o eso esperaba.

«Meinst du, daß ich bloed bin?» «¿Me tomas por idiota?».

Horace levantó las manos instintivamente.

El guardia alemán pasó de largo y se plantó delante de Flapper Garwood, que seguía roncando. Por lo visto, el guardia tenía toda su atención centrada en él, y desahogó su ira con una rápida patada en las costillas del prisionero de guerra dormido.

«¡Levántate, sucio perro!».

Le propinó un culatazo en el pecho, haciéndole expulsar todo el aire de los pulmones. Lanzó un grito ahogado y se puso en pie sumido en un estupor inducido por el sueño. Flapper recogió su herramienta de trabajo, se apresuró a volver hasta el inmenso bloque de mármol y se puso a picar con furia. El guardia lo siguió, le pegó otra patada en el trasero y un cachete en la nuca.

Entonces se volvió de cara a Horace. Sus ojos rezumaban odio y su voz sonó amenazante.

—Y tú, sucio esclavo inglés, ¿dónde has estado?

Horace se vio en un brete. ¿Lo había visto el guardia salir del taller? ¿Había visto a Rosa? ¿Los había visto entrar juntos en el taller? Recorrió su cuerpo la adrenalina propiciada por el miedo. Era miedo por Rosa. Miedo por su seguridad, y en ese momento, mientras estaba delante de un guardia alemán dispuesto a aceptar otro castigo, se dio cuenta de que tenía que proteger a Rosa.

Cayó en la cuenta de que abrigaba sentimientos hacia ella.

—Habla, so cabrón.

Horace contestó en inglés. El vocabulario del guardia era razonablemente bueno, pese a la pobreza de sus verbos y sus construcciones gramaticales.

—Vete a cagar, mamón.

A Garwood empezaron a pesarle las rodillas como si fueran de plomo. No podía creer lo que acababa de decir su amigo. El alemán dio un paso adelante, levantó el fusil y apuntó a Horace entre los ojos. Parecía confuso, casi consternado. ¿Lo había entendido bien?

—¿Qué has dicho? —preguntó con un gruñido.

—Tenía que ir a cagar, señor.

Horace se puso firmes. El guardia bajó el fusil.

—Habla en alemán, prisionero. Sé que lo hablas bien. —Le ofreció una sonrisa malvada—. Será el idioma del mundo entero dentro de unos pocos años, así que más vale que te acostumbres.

Horace repitió la frase en alemán y le dijo al guardia que por lo general habría pedido permiso para usar el retrete al otro lado de los talleres, pero no quería perturbar el merecido descanso del guardia. El alemán bajó el fusil, al parecer satisfecho. Hizo un gesto para que el prisionero volviera a su tarea y se alejó, y entonces Horace dejó escapar un inmenso suspiro de alivio desde lo más hondo de los pulmones.

Agosto de 1941 estaba tocando a su fin y el tiempo estival había sido en general muy agradable, con sol en abundancia y días de calor sofocante. La ofensiva alemana en Rusia estaba perdiendo fuerza, y aunque habían capturado Smolensk y hecho más de trescientos mil prisioneros rusos, empezaban a observarse los primeros indicios de que el «cerco» de Leningrado iba para largo. El 30 de agosto empezó a llover a base de bien. El agua caía a mares una hora tras otra y los hombres en la cantera estaban empapados hasta los huesos. Horace temblaba y se afanaba con el pico. En más de una ocasión había resbalado en el mármol e ido a parar a escasos centímetros de su pie. Dirigió la mirada hacia los guardias alemanes, plantados bajo un refugio improvisado con lona alquitranada, que fumaban cigarrillos y sonreían. Sirviéndose de su mejor alemán y su mirada más triste les rogó:

—Esto es muy peligroso, señor. El mármol está muy resbaladizo.

—Sigue —le dijo uno de ellos con un gesto de la mano. El padre de Rosa estaba presente.

Durante otras dos horas los hombres siguieron picando sin mucho ahínco la resbaladiza roca blanca. De dos en dos, y cuando el mármol estaba desbastado y tenía el tamaño deseado, trasladaban cada losa medio centenar de metros hasta el remolque de un camión. John Knight y Danny Staines avanzaban arrastrando los pies, sus dedos aferrando como mejor podían el mármol húmedo. Danny Staines estaba cansado. Temblaba visiblemente y, claro, tenía hambre. Estaba pensando en su ración de sopa de col dentro de un rato, estaba pensando en el puñado de pan que había guardado y cómo lo había escondido hábilmente en una abertura seca debajo de su litera. No estaba muy concentrado, y cuando John Knight le dirigió un asentimiento a modo de señal, los dos hombres hicieron el inmenso esfuerzo necesario para levantar el mármol hasta la plataforma de madera del remolque.

El resultado fue catastrófico. Staines fue una fracción de segundo más lento que John Knight y la losa se ladeó peligrosamente hacia él. En un día normal los hombres habrían tenido el mármol firmemente asido, en un día normal su concentración habría sido mejor y los dos hombres habrían equilibrado de inmediato el mármol con un rápido giro de muñeca o un golpe de hombro. Ése día no. Los dos hombres se apercibieron del peligro inmediatamente y reaccionaron en consecuencia, aferrando la piedra con más fuerza. Fue inútil. Les resultó imposible agarrar la superficie húmeda y resbaladiza del mármol y la carga de veinte kilos se ladeó violentamente y cayó casi un metro hasta el puente del pie de Danny Staines.

El crujido del hueso y el grito consiguiente llegaron a oídos de todos y cada uno de los hombres de la cantera. El padre de Rosa salió corriendo del taller con el comandante del campo tras sus pasos.

El padre de Rosa estaba furioso y empezó a discutir con el comandante.

—¡Ya les advertí que ocurriría algo así! —les gritó a los guardias alemanes.

«Demasiado peligroso», alcanzó a entender Horace de la acalorada conversación alemana. Y luego: «Condiciones imposibles». En cuestión de veinte minutos todos los hombres quedaron encerrados en sus respectivos barracones.

A Danny Staines volvieron a colocarle el pie en una posición que se parecía lejanamente a la que tenía al comenzar el día, aunque sin anestesia ni un trago de whisky para aliviar el dolor. Lo tenía gravemente astillado y se lo vendaron con tiras de franela de algodón. Quedó exento de sus tareas durante casi seis semanas, pero cojearía durante el resto de su vida.

La lluvia continuó durante muchos días. Al principio los hombres se alegraron de tener un descanso, una oportunidad de recuperarse y recargar las pilas. Algunos habían trabajado sin parar, sin un solo día de descanso, durante más de dos años. Pero luego empezó a arraigar el aburrimiento y el ruido ininterrumpido de los goterones en el tejado del barracón de madera empezó a pasarles factura. Hubo varias discusiones prácticamente sin motivo y luego dos hombres se liaron a puñetazos por una cerilla durante una partida de cartas. El sargento Owen, intermediario oficial, decidió tomar medidas en el asunto y, tras sofocar el altercado, se fue al despacho del comandante. Volvió a los quince minutos con una sonrisa del tamaño del estuario del Támesis.

—Venga, muchachos, vamos a hacer un poco de ejercicio.

—¿Qué clase de ejercicio? —le preguntó Horace.

—Lo descubriréis enseguida.

En cuanto Horace salió del barracón con el resto de los hombres imaginó que la lluvia podía estar amainando un poco. Y sí, levantó la vista, señaló hacia lo alto y se volvió hacía John Knight.

—Cielo azul, John. Me parece que empieza a despejar. Los hombres siguieron al sargento, que los condujo a través del recinto del campo y luego colina arriba hacia el área donde se barrenaban y se quebraban las vetas de mármol. Iban acompañados por seis guardias alemanes. El sargento subió no sin dificultades la ladera de la colina y se quedó mirando la inmensa cuenca natural esculpida por la naturaleza y, en tiempos recientes, por la dinamita artificial. Del tamaño de un campo de fútbol, estaba completamente inundada y llena a rebosar de agua.

—Vamos a nadar, chicos. Es hora de desnudarse.

Hacía casi tres años que Horace no se sumergía por completo en agua. Recordaba la fecha con claridad. El día de Navidad de 1939. Se había dado un baño caliente, mientras estaba ausente sin permiso del campamento de instrucción, en la casa de sus padres en Ibstock. Luego sólo se había dado las duchas reglamentarias en el ejército, que si bien resultaban bastante agradables, no eran lo mismo que sumergir el cuerpo dolorido en agua caliente. Después vino el infierno del primer campamento. Ni un solo baño, ni una ducha, nada.

Y mientras veía a sus compañeros de cautiverio zambullirse desnudos en el agua profunda y lechosa, una suerte de magnetismo lo atrajo y empezó a desabrocharse la camisa. Era cauto, siempre lo había sido. De joven su padre lo llevaba religiosamente junto con Harold todos los sábados a los baños públicos en Leicester. Hacía hincapié en la importancia de aprender a nadar y Horace recordaba con claridad el momento en que chapoteó con todas sus fuerzas para cruzar el ancho de la piscina y hacerse acreedor del premio otorgado a los nadadores oficiales. Recordaba que le dieron una hoja de papel en la que se proclamaba que había nadado los veinticinco metros reglamentarios.

Pero nunca se había sentido plenamente seguro nadando, y varias semanas después, en una excursión a Skegness un cálido día de verano, Daisy, Harold y su padre se pusieron a jugar en el mar, y aunque Horace sentía deseos de lanzarse de cabeza contra aquellas olas rompientes, sentía deseos de nadar más adentro como su padre, algo lo retuvo. Albergaba un cierto recelo, un cierto respeto por las poderosas olas que arremetían contra la orilla y un miedo a la inmensa extensión de agua hasta donde alcanzaba la vista. Harold no le fue de gran ayuda cuando le explicó que el ojo alcanzaba a ver doce kilómetros mar adentro hasta que la curvatura natural de la tierra hacía desaparecer el mar de la vista.

Aquél día en Skegness se metió hasta la cintura pero no intentó nada que se pareciera a nadar.

Pero ahora era distinto. Ahora nadaría; ahora se sumergiría en las aguas cálidas de ese embalse natural. Eso se dijo mientras se quitaba los pantalones y se acercaba desnudo a la orilla del agua. Era una piscina. Igual que los baños en Leicester. Observó a los hombres saltar de los grandes troncos que ahora flotaban en el agua. Por lo que alcanzaba a recordar, poco antes los troncos estaban perfectamente apilados en el otro extremo de la cantera. Se utilizaban para trasladar rodando las inmensas losas de mármol a las diferentes zonas de la cantera. Ahora, meciéndose medio sumergidos en el agua lechosa delante de él, hacían las veces de trampolines.

El padre de Rosa no andaba muy lejos, mascullando para sí mientras observaba la escena.

—Se tardará varios días en achicar el agua, maldita sea. Más pérdidas de producción.

Era un momento irreal. Horace allí plantado, desnudo, ante la mirada de Herr Rauchbach.

—Venga, Jim, nada un poco con tus amigos. —Miró en torno y contempló la escena, negó con la cabeza y se rió—. Cuántos culos al aire, Jim, cuántas pollas inglesas.

Horace le miró a los ojos y sonrió.

—Y tú, Jim, eres más afortunado que la mayoría. Debes de ser un hombre popular entre las mujeres allá en tu país, ¿eh?

Si tú supieras, colega, pensó Horace para su coleto al tiempo que se lanzaba al agua.

El agua lo dejó sin aliento al surtir efecto el primer impacto. No obstante, en diez, veinte segundos, Horace se encontraba en un mundo diferente a todo lo que había experimentado. Había perdido el miedo y por primera vez en su vida nadaba de verdad. Tal vez porque había mirado a la muerte a los ojos, había sido testigo de infinidad de acontecimientos horrorosos desde el comienzo de la guerra, la muerte —o más bien el miedo a la muerte— no parecía tener mayor importancia. A unos siete metros de la orilla, se lanzó hacia dentro, rompiendo el agua con el cuerpo, sus extremidades sueltas en un movimiento fluido, la respiración, controlada. Y rió al recordar al niño de doce años en los baños de Leicester, con los brazos y las piernas rígidos y sin resuello, al recordar al alma temerosa a la orilla del mar en Skegness.

—¡Venga, Jim, aquí arriba!

Era Flapper, en equilibrio sobre un tronco, listo para zambullirse.

—Esto es igual que Clacton-on-Sea en pleno mes de julio.

Darkie Evans, un soldado mulato de la Guardia Galesa de Cardiff, estaba sentado junto a él.

—Sube aquí, Jim. Éste extremo del tronco es Llandudno.

Horace se dirigió hacia el enorme tronco, su confianza más firme a cada brazada. Cada hombre estaba en su propio paisaje marítimo, el cerebro de cada uno de ellos lo hacía remontarse a una infancia olvidada mucho tiempo atrás. Horace en Skeggy, Garwood en Clacton, los galeses en Llandudno y los escoceses en Ayr, Dunoon o Portree.

Cuando Flapper se lanzó al agua por encima de la cabeza de Horace el tronco empezó a girar. Evans maldijo al perder el equilibrio y caer al agua, y Horace se abalanzó hacia el tronco, consciente de que empezaba a costarle un poco más de trabajo respirar. El tronco seguía rodando cuando lo alcanzó, y debido a su tremendo peso le era imposible detenerlo. Estaba perdiendo velocidad y Horace se quedó flotando en el agua, a escasos centímetros del tronco.

Vio el tornillo de cinco centímetros de diámetro apenas una fracción de segundo. Todos los troncos llevaban clavados dos o tres tornillos de modo que las cuerdas con las que se sujetaban quedasen mejor amarradas. Cuando el tronco de tres toneladas dio un giro completo en el agua el tornillo le golpeó el cráneo a Horace y su mundo entero empezó a girar fuera de control.

A esas alturas estaba debajo del tronco y su confianza recién hallada se había esfumado en un instante. La rigidez se había adueñado de sus brazos y sus piernas mientras se esforzaba por tomar oxígeno, consciente del sabor repugnante del agua mezclada con su propia sangre, que le entraba en la boca y le aguijoneaba las sensibles membranas de los pulmones. Le sobrevino una sensación nauseabunda mientras vomitaba, emponzoñando más todavía el agua. Y se vio inmerso en una lucha. Una lucha por alcanzar la superficie, tentadora a escasos palmos por encima de su cabeza. El tronco se había movido, veía la luz del sol allá arriba y piernas y caras que escudriñaban las profundidades del embalse. No estaba muy lejos. Dos brazadas, tres, cuatro a lo sumo y alcanzaría la superficie, si conseguía que sus brazos y sus piernas respondieran a las señales que emitía su cerebro.

Algo no funcionaba. ¿Por la falta de oxígeno, tal vez? La superficie del agua y la seguridad, así como el sustento vital del aire estaban cada vez más lejos. Las piernas se veían ahora más pequeñas… ya no alcanzaba a distinguir las características de los rostros allá arriba. Las formas se confundían unas con otras y luego la desesperación y el pánico amainaron y se quedó flotando, suspendido en algo parecido a un trance uterino mientras una sonrisa le cruzaba los labios y se adueñaba de él una maravillosa sensación de satisfacción interior.

Nada de guerra, nada de sufrimiento, sólo hermosas imágenes de su familia. El rostro risueño y siempre alegre de su preciosa madre y una fotografía de mucho tiempo atrás en la que aparecía su madre con veinte años, bonita y espléndida, la chica más elegante del mundo. Y una imagen de su padre en el campo aquel día, con la escopeta en la mano, y conejos, y la expresión ferozmente orgullosa de su padre cuando resonó el disparo y el joven Horace mostró una sonrisa que ni su padre ni él olvidarían nunca.

Ahora imágenes postreras. Daisy, Sybil y Harold, el pequeño Derick. Navidades, la nieve, whisky en el té y un fuego bien caliente. Y al final una imagen de Horace. Alguien que miraba desde arriba. Horace flotando… los brazos y las piernas colgando como los de una marioneta sin titiritero. Horace en el agua, agua mezclada con sangre, y otra sonrisa… y luego negrura… y paz.