8

En su siguiente visita, dos semanas después, Rosa estaba más guapa incluso. Era un día soleado y se había vestido en consecuencia. Ya no llevaba el grueso impermeable. En cambio, llevaba una sencilla blusa blanca ceñida que realzaba sus pechos y una faldita holgada que le llegaba por encima de las rodillas. Sus mejillas lucían más color, ¿y lo estaba imaginando o parecían sus labios más carnosos y de un rojo más intenso? Y sonreía más. Le sonreía a Horace, no a Flapper ni a John Knight, sino a Horace.

Flapper Garwood también se fijó. Bromeó diciendo que tal vez pudiera interpretarse que quizá la joven pudiese albergar cierto afecto por Horace.

—No te equivoques, Jim, quiere que le metas ese pollón tuyo —añadió con una mueca socarrona.

En las semanas siguientes su relación empezó a tomar forma y el padre de Rosa parecía contento con los progresos de su hija en inglés, tanto es así que no tenía inconveniente en dejarla a solas en compañía de los prisioneros británicos.

Fue en su cuarta visita cuando Horace le preguntó qué clase de trabajo se hacía en el taller. Ella le habló de tornos y esmeriladoras y de lo mucho que frustraba a su padre no disponer de los hombres necesarios para utilizarlos.

—Mi padre y Ackenburg, el capataz, son los únicos que entran allí. La verdad es que todos los hombres cualificados están muertos o se han ido a la guerra.

Rosa adoptó una expresión que Horace recordaba haber visto en Ibstock y Torquay en los bailes de Leicester. Era una expresión de interés.

—Mi padre dice que hay auténtica escasez de buenos hombres por estos lares.

Fue en ese momento cuando Horace decidió asentar los cimientos de su primera cita. ¿Eran imaginaciones suyas, o la joven le estaba lanzando las señales adecuadas? Hacía mucho que no veía señales así, pero parecían estar ocurriendo delante de sus ojos. Las constantes sonrisas, el leve movimiento del pelo, su acicalamiento, un suave roce de la mano y el que estuviera todo el rato a tan corta distancia de él.

Entonces se lo soltó: la mejor frase de la historia para tirarle los tejos a una chica.

—Imagino que no podrías enseñarme las máquinas, ¿verdad?

Y Rosa se interrumpió. Miró hacia los talleres y luego otra vez a Horace. Guardaron un incómodo silencio mientras Horace se moría de ganas de decirle infinidad de cosas.

Ella negó con la cabeza y bajó la mirada.

Quería decirle lo hermosa que era y cómo quería tomarla en sus brazos, quería decirle lo mucho que la deseaba, cómo cada momento que pasaba despierto lo dedicaba a preguntarse el aspecto que tendría bajo esas ropas y cuánto quería hacerle el amor.

Pero guardó silencio y recordó que era alemana, estrictamente fuera de su alcance.

No quería hacerle el amor… quería tirársela, ansiaba otra pequeña victoria aliada. Quería tumbar de espaldas a aquella fräulein alemana y utilizarla para su propio disfrute. Quería deshonrarla, violarla y ultrajar a la nación alemana.

Ni más ni menos.

Y algo le llamó la atención. Volvió la cabeza y vio que se abría la puerta del taller, por la que salieron Rauchbach y Ackenburg. Se detuvieron un momento, estudiaron unos documentos y luego fueron hacia Rosa y Horace. Éste se alejó, se cruzó con ellos y se fue a paso nervioso camino de los talleres. La puerta estaba abierta, así que giró el picaporte y entró. Una inmensa mesa de trabajo ocupaba la mitad del suelo. Cada pocos pasos había atornillado a la mesa un torno o una prensa, una máquina para afilar las brocas de los taladros, y en el otro extremo del taller, también cubiertas de polvo, dos esmeriladoras de gran tamaño. Horace se volvió y miró por la ventana. No vio a los guardias, probablemente estuvieran en un descanso para tomar un café. Los grupos de prisioneros llevaban a cabo sus tareas sin que nadie los vigilase. Rosa estaba hablando con su padre. Ackenburg se encontraba sentado encima de un montón de mármol hecho pedazos, observando el progreso del trabajo. Qué estúpido se sintió al sentarse a la mesa de trabajo. ¿A quién quería engañar? ¿Cómo podía una muchacha alemana abrigar siquiera la idea de tener una relación con un prisionero enemigo? Las chicas civiles apenas se atrevían a hablar de la única relación que había fructificado en el campo. Las SS habían interrogado a la joven en cuestión y ella había confesado. Antes de que transcurriese una hora sacaron a rastras al pobre Pierre de su dormitorio, propinándole puñetazos y patadas durante todo el camino hasta el despacho del comandante.

Nunca se le volvió a ver.

A la mañana siguiente la muchacha también brillaba por su ausencia. Tampoco volvería al campo.

Horace siguió mirando por la ventana. Se relajó un poco sentado a la mesa de trabajo y se preguntó cuánto tardarían en echarlo de menos. Los guardias alemanes desaparecían tres o cuatro veces al día para prepararse un café; no parecía importarles gran cosa. Estaba absorto en sus pensamientos cuando se abrió la puerta. Esperaba que fuese un guardia alemán o Ackenburg; esperaba una reprimenda o algo peor.

Era Rosa.

Se quedó en el umbral con un intenso rubor en las mejillas, y al respirar hondo y con nerviosismo dio la impresión de que sus senos se mecían arriba y abajo. Brotó en el interior de Horace aquella sensación familiar. Sus ojos asimilaron el maravilloso esplendor de su joven figura. Ella dio un paso adelante y habló:

—No debería estar aquí. Es muy peligroso. Yo…

Horace negó con la cabeza y avanzó hacia ella hasta que sus rostros quedaron a escasos centímetros y alcanzó a oler su almizcleño aroma femenino. No hubo necesidad de más palabras. Se miraron fijamente a los ojos y se acercaron más incluso. Y con la reacción natural más portentosa entre hombre y mujer, juntaron sus labios.

Al principio con suavidad. Un movimiento lento, delicado, nervioso, y luego más ansioso, codicioso, desesperado. Se tocaron la cara, se abrazaron con fuerza, se apartaron y se miraron a los ojos. Repitieron la secuencia una y otra vez. Horace le tocó los pechos y ella dio su aprobación con un gemido. Él se dio cuenta de que había olvidado aquel suave tacto mientras llevaba los dedos hasta su pezón cada vez más duro y se lo apretaba. Había olvidado cómo la sangre corría y bombeaba por su cuerpo simplemente con tocar la forma femenina.

Era imposible controlar el impulso, quería parar, quería decirle que aquello era una locura y salir corriendo del taller tan rápido como lo llevaran sus piernas.

No lo hizo. No podía.

Y cobró forma en su interior un sentimiento distinto, un sentimiento que no había experimentado nunca. Desplazó las manos por su espalda mientras sus besos se hacían más intensos y acercó a ella la dureza de su miembro para empezar a frotarse rítmicamente contra ella. El placer era indescriptible; ella jadeó, retiró los labios e intentó apartarse. Horace la atrajo hacia sí con más fuerza incluso, sus manos toscas, correosas y endurecidas aferradas a sus tiernas nalgas, y al besarla con una agresividad delicada y al mismo tiempo firme y decidida, ella respondió. Lentamente al principio, apenas un movimiento, pero luego separó las piernas un poquito, se relajó y echó la cabeza hacia atrás mientras correspondía y copiaba sus movimientos. La joven era torpe, los dos eran torpes, pero poco a poco y con seguridad empezaron a moverse al unísono. A Rosa le cayó el pelo sobre la cara cuando empezó a jadear y abrió la boca para proferir un suave gemido. Él llevó las manos hasta el final de su espalda sopesando la envergadura de todo su cuerpo y ella permaneció allí una eternidad mientras restregaba la pelvis contra la forma inconfundible de su erección.

Sería difícil describir los sentimientos de Horace. Ahora estaba sin resuello, gruñendo casi como un animal en la jungla. Había pasado el punto sin retorno en cuanto dejó de asirla con las dos manos y desplazó la derecha de su espalda a su nalga y luego a la parte posterior del muslo. Ella echó hacia delante la cara y sus ojos se encontraron de nuevo. Rosa se inclinó, volvió a besarlo y él demoró la postura un segundo. Ella lo miró con una expresión perpleja, casi atemorizada. Horace dio un paso atrás y empezó a ocuparse de los botones de la bragueta. Ella negó con la cabeza presa del pánico, desvió la mirada hacia la ventana pero permaneció exactamente en la misma posición. No hubo resistencia, ni tentativa de huida. Horace dejó caer los pantalones hasta el suelo y le mostró su erección. Se detuvo, sus ojos concentrados de nuevo el uno en el otro, al hacer ella un gesto de negación tímido, casi como de disculpa, y asomar a sus ojos auténtico miedo esta vez. Horace quería parar, poner fin a aquella locura. Fueron los segundos más largos de su vida. Estaba a punto de hacerle el amor al enemigo, de tirarse a la oposición. Si lo atrapaban lo acusarían de violación y sería condenado a muerte, y tal vez Rosa corriera la misma suerte a menos que convenciera a las autoridades de lo contrario.

Horace dio un paso adelante y tomó a Rosa por los hombros. La hizo dar media vuelta sin miramientos y la empujó sobre la sucia mesa cubierta de mugre. Le cogió la falda por el dobladillo y se la levantó por encima de las caderas. Su pudor quedaba cubierto sólo por unas finísimas braguitas de algodón blancas como la nieve. Horace alargó la mano y retiró el tejido hacia un lado al tiempo que le introducía dos dedos en la vagina húmeda.

Rosa volvió la mirada por encima del hombro.

—No… por favor, no. Para. Nos van a ver.

Horace quería parar.

Era una locura. La guerra era una locura, los campos polacos de prisioneros eran una locura, lanzar mierda desde trenes y morirse de hambre era una locura, alzarse con una diminuta victoria frente al enemigo era una locura y sin embargo no podía evitarlo. Horace dio un paso adelante, agarró con firmeza el tejido de las bragas y se las arrancó para luego tirarlas al suelo cubierto de suciedad. Avanzó un poco más y la obligó con las rodillas a separar las piernas. La respiración de la joven empezó a ser trabajosa; dio la impresión de que los músculos de sus nalgas se tensaban cuando Horace le plantó una mano a cada lado de las caderas. Su pene se asomó a la entrada de su vagina y empezó a explorarla, y luego, en un movimiento rápido y bien ejecutado, entró hasta lo más hondo. Rosa dejó escapar un chillido. Los oirían; seguro que alguien acababa por oírlos.

A él le traía sin cuidado; ya no le importaba nada, merecería la pena llevarse un balazo en la nuca siempre y cuando pudiera seguir con vida los siguientes minutos. Y Horace arremetió y bombeó con todo su ser. La chica alemana era un pedazo de carne destinado a darle placer; la chica alemana era un objeto, una cosa; la chica alemana era el enemigo, y él, Joseph Horace Greasley, estaba echando un polvazo con una de las jóvenes enemigas mientras lo tenían en cautividad… y no había sensación más placentera sobre la faz de la tierra.

Rosa se retorcía y lanzaba gañidos debajo de él, sofocando los gritos con su propia mano mientras Horace le apretaba las caderas bruscamente contra la dura superficie de trabajo, hundiéndose en ella con tanta fuerza y tan adentro como era físicamente posible.

Y en cuestión de unos breves minutos alcanzó el clímax y se derrumbó hacia delante, resollando intensamente con su rostro a escasos centímetros del de ella. Notó la textura sedosa de su pelo en la cara, olió el dulce aliento que abandonaba sus labios a espasmos conforme se iba recuperando.

Y de alguna manera sintió deseos de yacer con ella para siempre.

Pero no era posible.

Rosa era el enemigo.

Se agachó y se subió los pantalones sin quitar ojo a la preciosa figura de su trasero joven, la silueta de sus caderas y sus firmes muslos hipnóticamente separados todavía, dejando a la vista la suave hendidura de vello púbico.

Y Rosa no hizo ademán de moverse. Gemía quedamente, casi ronroneaba como un gato. Horace sintió deseos de abrazarla; sintió deseos de decirle que había sido un momento muy especial. Sintió deseos de besarla y acariciarla y pasear con ella al sol veraniego hablando de hacer el amor tal como había hecho con Eva tanto tiempo atrás. Sintió deseos de planear su siguiente encuentro, su siguiente momento prohibido de pasión como un desafío a la muerte.

Sin decir palabra, Horace se dio media vuelta y salió del taller. Se dirigió con aire casi despreocupado hacia el aire vespertino, cálido y en reposo, mientras una lágrima le resbalaba por toda la mejilla y caía al suelo reseco y polvoriento.

No era un sueño.

Había ocurrido. Los rayos del sol de primera hora de la mañana se abrieron paso por las ventanas enrejadas y se colaron por entre las diminutas partículas de polvo que siempre parecía haber suspendidas en el aire. Horace estaba despierto, el único de los treinta prisioneros.

Había ocurrido. Se había tirado a una de las chicas del enemigo allí mismo, en un campo de prisioneros de guerra, delante de las narices de los guardias alemanes, del comandante del campo y, lo que era aún más increíble, delante de las narices de su padre, que no podía estar a más de veinte metros de allí.

No era un sueño. Yacía en su litera con una peculiar sonrisa de satisfacción en la cara.

Medio muerto de hambre, encarcelado, convertido en un esclavo, una marioneta del enemigo que podía ordenarle hacer lo que le viniera en gana y arrebatarle la vida cuando lo creyera conveniente, y aun así sonreía. Ojalá hubiera podido contarles todo lo que había logrado, ojalá hubiera podido decirles a esos cabrones la cantidad de mierda que les había restregado por la cara a sus camaradas, ojalá hubiera podido contarles cuántas victorias había alcanzado durante el tiempo que había pasado con ellos.

Pero lo que más le hubiera gustado era contarles cómo se había follado a una de las suyas, delante de sus propias narices. Ella me escogió, le hubiera gustado decirles. Aunque era una criatura esclavizada, medio muerta de hambre, cubierta de mugre y pisoteada, con un estatus inferior al de una rata de cloaca… Rosa lo había preferido a ellos. Llevaba el pelo desaliñado, la piel le colgaba de los huesos, el uniforme de segunda mano perteneciente a un soldado muerto que vestía le sentaba fatal. Y al recordar los discursos y las arengas de los soldados de las SS respecto de que el hombre alemán siempre sería superior, se echó a reír a mandíbula batiente por el mero hecho de que había enviado al garete semejante teoría.

—¿De qué te ríes, Jim, gilipollas?

Era Flapper.

Horace asomó por el borde de la litera superior. Flapper acababa de abrir los ojos.

—¿No ves que nunca conseguirán doblegarnos, Flapper? Pueden arrebatarnos la libertad pero nunca nos vencerán. Somos mejores que ellos, más grandes que ellos.

Se moría de ganas de contarles a sus amigos y camaradas, a los demás prisioneros, la conquista que había hecho. Quería contárselo, levantarles la moral; quería que todos y cada uno de ellos se riera de los alemanes a sus espaldas. Pero no podía.

Flapper gruñó y dejó escapar un fuerte suspiro.

—Lo que decía, Jim, eres un gilipollas.

Horace bajó de un salto de la litera y se arrodilló. Tenía que decirles que se mantuvieran firmes, que no perdieran la esperanza. No sabía de dónde procedía la inspiración ni qué le había otorgado la capacidad para la arenga, pero ocurrió algo extraño mientras le hablaba a su amigo. Algún que otro prisionero había empezado a despertar a su alrededor. Se volvió hacia ellos.

—Vamos a ganar esta guerra, muchachos, os lo aseguro, lo único que necesitamos es creer en ello con la suficiente convicción, y si lo deseamos con todo nuestro corazón, si deseamos que ese eunuco austríaco reciba su merecido, eso es lo que ocurrirá. Tenemos que ir con la cabeza bien alta. Cuando cierren esa puerta por las noches, cuando den órdenes y repartan palizas, tenemos que creer en nosotros mismos, creer que somos mejores que ellos.

Hasta el último de ellos se había congregado delante de Horace. Varios estaban tumbados en el suelo en una suerte de trance soñoliento prestando oídos a la conmovedora diatriba del hijo de un minero de un pueblecillo de Leicestershire. Hablaba con tal apasionamiento que bien podrían haber estado escuchando uno de los mejores discursos de Churchill.

—¿Os habéis dado cuenta de lo callados que están los alemanes de un tiempo a esta parte? ¿Recordáis cómo nos tomaban el pelo casi todas las semanas por los bombardeos de Londres y el control de la Luftwaffe sobre los cielos de Europa? ¿Recordáis cómo bailaban y cantaban mientras anunciaban que Coventry había sido arrasada hasta sus cimientos y que habían bombardeado Liverpool y Bristol? ¿Lo recordáis, muchachos, lo recordáis?

Alguna que otra cabeza asintió y se oyeron murmullos de conformidad. Los momentos en que los soldados alemanes y el comandante del campo hacían su interpretación del desarrollo de la guerra estaban entre los más duros para los prisioneros. No tenían manera de saber si los alemanes decían la verdad. Claro que tendían a exagerar, eso lo tenían claro, pero no sabían hasta qué punto. ¿Habían caído unas cuantas bombas a las afueras de Coventry o, como sugerían los alemanes, había quedado diezmada y arrasada? Nadie lo sabía.

Las trabajadoras civiles del campo les habían ofrecido migajas de información, pero incluso ellas escuchaban la radio en un país ocupado. ¿Hasta qué punto estaban influenciados por los alemanes esos noticiarios?

—Bueno, pues ahora no cantan ni bailan, ¿verdad? De hecho, ¿cuándo fue la última vez que visteis una sonrisa en los labios de esos cabrones? Eso es porque vamos ganando, chicos. Han cambiado las tornas.

En realidad nadie iba ganando la guerra. Todos los países involucrados estaban perdiéndola. Los jóvenes de Inglaterra y Francia, Rusia y Alemania estaban siendo masacrados. Los cadáveres destrozados de hombres civiles, mujeres y niños de Europa entera y otros lugares yacían esparcidos por las calles de las ciudades.

Pero cosas mucho peores estaban ocurriendo en los campos de concentración de Alemania, Polonia y Checoslovaquia: Hitler había puesto en marcha su plan maestro para hacerse con el dominio del mundo. Hitler y sus generales habían iniciado el exterminio en masa de naciones enteras, grupos étnicos y religiosos, gitanos, homosexuales y disminuidos psíquicos. Aunque en aquellos momentos los prisioneros de guerra no lo sabían, la Segunda Guerra Mundial llegaría a ser la guerra más destructiva y letal en la historia de la humanidad y se cobraría aproximadamente setenta y dos millones de vidas. El régimen de Hitler aniquilaría de la faz de la tierra casi cinco millones de judíos, gaseándolos en los campos de concentración de Europa del Éste. La nación polaca perdería más del dieciséis por ciento de su población y para el final de la guerra habrían perdido la vida cerca de veintisiete millones de rusos.

Por desgracia, para el verano de 1941 la guerra no daba indicios de aflojar. Sólo en 1941, se vieron involucradas en el conflicto Yugoslavia, Rusia, Bulgaria, Croacia, Finlandia y Hungría. Y hacia finales de año los japoneses atacarían Pearl Harbor en la isla de Oahu, en Hawai, donde estaba anclada una enorme flota naval norteamericana, arrastrando a la Segunda Guerra Mundial a la nación más poderosa del mundo. Horace no estaba al tanto de todo eso mientras seguía con su discurso.

—¿Crees que la guerra está tocando a su fin, Jim? —le preguntó un cabo del Regimiento Real Fronterizo Escocés.

Horace respondió con pasión, sinceramente convencido de que la guerra estaba tocando a su fin. Quería creerlo, sencillamente tenía que creerlo, pero nada más lejos de la verdad. Poco sabía, mientras permanecía apoyado en la litera de Garwood con el dormitorio entero escuchándole, que seguiría implicado en el conflicto otros cuatro largos años.

—Tenemos que reírnos de ellos, mofarnos de ellos a sus espaldas. Claro que pueden echar el cerrojo todas las noches y hacernos trabajar diez horas al día, pero lo irónico de la situación es que estamos haciendo las lápidas de sus camaradas.

Horace esbozó una sonrisa como la del gato de Cheshire.

—Eso es genial, ¿no?

Los hombres reunidos estallaron en risotadas estridentes.

—Vamos a trabajar con más ahínco, vamos a sonreír y reír y bromear mientras labramos cada losa, vamos a mofarnos de los alemanes conforme vamos tallando cada cruz. «Ésta es para ti», les diremos con una sonrisa de oreja a oreja.

—Sólo a los que no hablan inglés, Jim —interpuso Ernie Mountain—. Recuerda que en el último campo te dieron una buena paliza porque uno de esos cabrones hablaba inglés.

Horace sonrió e hizo una pausa de unos segundos mientras recordaba aquellos días oscuros en el primer campo. Pero también recordó cómo el incidente le había dado fuerzas y le había insuflado un cierto orgullo interior. Recordó aquellos primeros pasos vacilantes al salir de la enfermería, y aunque físicamente estaba débil como un gatito, mentalmente albergaba la fuerza de dos leones. Recordó cuando el camión abandonaba aquel infierno, y le vino a la memoria la imagen de los hombres que iban en el remolque. Una masa de miseria humana: abatidos, casi vencidos, la piel pegada a los pómulos, los ojos huecos y hundidos. Unos llevaban gorra para protegerse del frío, otros ni siquiera eso, sólo la cabeza rapada con algún que otro mechón de cabello pajizo. Cadáveres que vivían y respiraban.

El discurso improvisado de Horace terminó de repente.

«Steigen Sie aus!» «Fuera», les gritaron los guardias alemanes que irrumpieron en el dormitorio. Horace no pudo por menos de notar que su tono parecía un poco más agresivo de lo normal. Sus sospechas quedaron confirmadas cuando ocuparon su sitio en la formación y vieron a dos oficiales de las SS hablando con el comandante del campo en el extremo opuesto del recinto.

A Horace se le heló la sangre en las venas nada más ver los uniformes. Los recuerdos volvieron en torrente: la crueldad de los hombres de las SS en la larga marcha hasta Luxemburgo y el placer y la alegría que irradiaban durante las palizas y ejecuciones en el primer campo.

Se acercaron a los prisioneros de guerra en formación. Hasta el comandante del campo parecía incómodo en su presencia. Tenían un aspecto diabólico con el rostro pétreo y los labios finos. Sólo Dios sabía qué maldades habrían cometido esos dos hombres. Y Horace recordó los rumores sobre los campos de exterminio, las masacres y las ejecuciones en masa de polacos y eslavos, y se preguntó, sencillamente se preguntó, si esas historias podían ser ciertas. Se preguntó también cuáles serían los procedimientos de selección y reclutamiento de las SS. ¿Escogían deliberadamente a los de aspecto más diabólico? ¿Había una serie de ceremonias de iniciación a las que debían someterse? ¿Tenían que demostrar lo malos que eran antes de que se les aceptara en sus filas?

Uno de los oficiales de las SS se adelantó. Hablaba inglés bastante bien, casi con soltura. Anunció que las SS inspeccionarían el campo una vez al mes. Habían llegado a sus oídos informes de que el régimen actual era muy indulgente. Los prisioneros debían tener presente que eran prisioneros, esclavos, y debían mostrar respeto a la raza superior alemana.

Les hizo saber que la jornada de trabajo sería más larga. A Horace no le importó: más tiempo con Rosa, más cruces alemanas. Sonrió.

El oficial alemán se percató de su gesto y se plantó delante de Horace.

—¿Te hace gracia algo, cerdo inglés? —aulló a escasos centímetros del rostro de Horace. Desenfundó la pistola Luger y la blandió delante de la cara del prisionero.

—¿Te parece esto gracioso?

Horace sabía por experiencia que debía guardar silencio. Cualquier cosa que dijera, cualquier gesto que hiciese, se volvería en su contra y se interpretaría como un insulto.

—Responde. ¿Te parece gracioso?

Horace guardó silencio.

—¿Es que no entiendes tu propio idioma, perro inglés?

El oficial de las SS amartilló la pistola y alargó el brazo para apuntar a quemarropa a Horace. Sus piernas acusaron un temblor involuntario y se le empezaron a formar gotitas de sudor en la frente.

—Sudas como un cerdito inglés —se mofó el oficial, y con un movimiento diestro y poderoso ejecutado con todas sus fuerzas, le propinó un golpe en la sien a Horace con la empuñadura del arma.

Fue un golpe que habría tumbado a un elefante. Horace trastabilló hacia un lado al acusar el dolor de la sacudida y empezó a manarle sangre de una brecha encima de la sien. Chocó con John Knight, los barracones del campo empezaron a darle vueltas y el oficial alemán que le había agredido se convirtió en dos o tres militares. Quería venirse abajo, quería desplomarse y dormir, tal como se lo dictaba la naturaleza, pero recobró el equilibrio, se tomó un par de segundos y volvió a su puesto en la formación. Adoptó la posición de firmes, sacó pecho y se mordió el labio inferior para intentar sobreponerse al dolor.

El oficial alemán ya había girado sobre sus talones para alejarse. Tal vez le hubiera encantado dejar inconsciente del golpe al prisionero. ¿Una demostración de fuerza, una advertencia, una manera de solucionar la situación?

En esta ocasión, no.

El prisionero lo había desafiado; lo había insultado, había encajado el golpe en toda su intensidad sin derrumbarse. Era hora de darle una lección. Y Flapper Garwood miró a los ojos al oficial de las SS y de inmediato supo lo que estaba pensando. Ésta vez fue un puño lo que impactó contra el plexo solar de Horace. Fue un buen golpe. Horace se dobló, cayó de rodillas y apoyó la cabeza contra el suelo. Hizo un enorme acopio de fuerzas para intentar ponerse en pie.

Flapper bajó la mirada hacia él, esperando y rezando para que su buen amigo se quedase donde estaba. «Quédate ahí, estúpido cabezota», susurró por la comisura de la boca. El oficial alemán lo oyó y apuntó con el arma a Flapper sumido en la confusión. El odio relucía en sus ojos y tenía el dedo en el gatillo. Los demás guardias se habían acercado a la carrera con los fusiles apuntando hacia los prisioneros, y el comandante del campo estaba entre unos y otros, intentando tranquilizarlos a todos.

—¿Qué has dicho? —le gritó el oficial de las SS a Garwood, toda su atención centrada en el hombretón de Essex. Se acercó un paso a él con veneno en la mirada.

El comandante del campo intentó apaciguarlo llamándole por su nombre de pila:

—Por favor, Hartmut, déjalos en paz. Vamos. Podemos tomar café y unos buenos pasteles. —El comandante había cogido al oficial por la manga—. Los delegados de Suiza volverán a venir la semana que viene. Haz el favor de no plantearme más problemas.

Se hizo el silencio. El oficial de las SS se detuvo. La formación de prisioneros de guerra permaneció aterrorizada, preguntándose si estaban a punto de ser testigos de otra ejecución, o incluso de dos. La decisión recaía únicamente en un hombre. El oficial pensó largo rato sobre el café y los pasteles, y luego se volvió y echó a andar hacia el comedor en compañía del comandante del campo. Le abrieron la puerta del edificio y el oficial cruzó el umbral. Si hubiera echado un vistazo a la hilera de prisioneros habría visto a uno de ellos sin resuello, magullado y un poco ensangrentado, plantado sobre sus pies sin ayuda de nadie y con una amplia sonrisa en el rostro.