7

Desde el remolque abierto del camión, Horace vio desaparecer el campo que se había cobrado la vida de tantos compañeros suyos. Los hombres estaban curiosamente alicaídos, casi en completo silencio, mientras enterraban los espectros y recuerdos de aquel lugar tan horrible.

Horace recordó la paliza que casi había acabado con su vida, y al pobre Tom Fenwick y el frío glacial del primer y último invierno pasado allí y cómo la nieve seguía cayendo un día tras otro, una semana tras otra.

Recordó las caras decididas y sonrientes del Jorobado y los guardias de las SS mientras repartían palizas con regularidad, y recordó las lágrimas de alegría y desesperación que resbalaban por las mejillas de Charlie Cavendish a su regreso a la formación después de contarles a los miembros de la delegación de Ginebra la verdad sobre el campo.

Se preguntó si habría muerto por causas naturales o si las SS le habrían echado una mano. Charlie se encontraba muy mal, como si se hubiera resignado a morir, y allí plantado en la formación mientras los guardias discutían con los enviados de Suiza era consciente de que no vería otro amanecer. Horace había visto los indicios, la misma actitud relajada, aparentemente despreocupada, en Tim Fenwick cuando masticaba con gula su último pedazo de pan. Era como si hubiesen hecho las paces con el mundo; sabían que había llegado su hora y, de alguna manera que no hacía sino reconfortarlos, sabían que su sufrimiento a manos de aquellos monstruos estaba tocando a su fin.

Durante horas no pudo pensar más que en los horrores del campo. Flapper iba sentado enfrente y una especie de acuerdo mutuo permitía a cada cual seguir en silencio sumido en sus propios pensamientos. Cuando ya llevaban una hora de camino, Horace planteó la pregunta:

—¿Dónde escondiste el cadáver?

—¿De quién?

—Del Jorobado.

—No sé de qué me hablas.

Horace buscó algún indicio revelador pero no vio ninguno.

Tras un par de minutos, Garwood dijo:

—¿Has cagado esta mañana, Jim?

Horace se lo pensó un segundo y asintió.

—Sí, Flapper, he cagado.

—Bien, Jim. Bien. Más vale echarlo que retenerlo, ¿eh?

A medida que iban pasando las horas y el camión ponía un kilómetro tras otro entre el campo y las almas torturadas que iban a bordo, su ánimo mejoró notablemente.

Llevaban en la carretera seis horas cuando el convoy de camiones se detuvo. Habían entrado en lo que parecía un inmenso recinto de fábricas. Las paredes eran blancas y tenían un aspecto como esterilizado, tanto que podrían haberlo tomado fácilmente por un hospital. No lo era. Los hospitales no necesitaban alambradas y altas verjas para evitar que los pacientes se fugaran.

Era otro campo, pero cuando los prisioneros fueron conducidos en tropel hasta el interior del enorme recinto y obligados a formar una fila ordenada, a Horace le sobrevino la sensación de que no pasaría allí mucho tiempo. De pronto estaba nervioso, asustado incluso. Los alemanes no les habían informado de nada y algún que otro prisionero empezaba a estar crispado.

Hasta el último de ellos albergaba sus dudas íntimas; algunos llegaron incluso a discutir sobre lo que ocurriría en el caso de que los prisioneros de guerra se convirtieran en un estorbo para los alemanes. ¿Había llegado ese día?

Nadie lo sabía. Nadie planteó la pregunta.

Ordenaron a los prisioneros que se desnudaran y luego los repartieron a empujones y codazos en grupos de veinticinco. Aunque ya estaban a principios de verano, un viento frío azotaba el campo. Estuvieron allí plantados temblando durante más de una hora antes de que les hicieran marchar por el recinto abierto a la vista de una docena de civiles que se ocupaba de lo que parecían ser pilas de ropa y uniformes limpios. Dos muchachas de en torno a dieciséis años lanzaron unas risillas nerviosas mientras los hombres desnudos pasaban a escasos metros de ellas. Los prisioneros hicieron lo posible por taparse las vergüenzas y las chicas, por su parte, apartaron la mirada.

Cuando se acercaban al edificio de grandes dimensiones revestido de azulejos en el extremo opuesto del recinto, Horace oyó algo así como agua corriente y, a menos que se equivocara, los gritos de alegría de unos cuantos hombres.

—¿Qué mierda es eso, Jim? —le preguntó Garwood.

—Yo creo que es un barracón de duchas, Flapper —dijo Horace al tiempo que señalaba una rejilla encima del edificio por la que salía vapor—. Y si no me equivoco, creo que tienen agua caliente.

Horace se puso bajo el chorro de agua caliente.

Había olvidado la sensación que producía el agua a esa temperatura. Pensó en su última ducha caliente; se remontó a su indiscreción con la prostituta francesa y a cómo se había duchado después en Carentan, como si el agua fuera a purificarlo de alguna manera, a eliminar el olor de la chica por si regresaba a Inglaterra de inmediato y se encontraba entre los brazos de Eva Bell.

Había pasado un año desde que Horace sintiera agua cálida sobre su cuerpo. La sensación era indescriptible.

Daniel Staines miró a su amigo mientras el agua caliente le resbalaba por la cara y el cuerpo y gimió a voz en cuello con una amplia sonrisa.

—Esto es mejor que el sexo, ¿en, Jim?

Horace sonrió y negó con la cabeza.

—Seguro que haces algo mal, Dan. Esto es bueno, pero no tanto.

Pero sí era bueno. Era un lujo. Los alemanes les habían facilitado pastillas de jabón y cepillos y los hombres frotaban sus cuerpos infestados de piojos hasta dejarlos limpios. El suelo de piedra blanca del barracón de las duchas era un manto en el que nadaban criaturas diminutas por doquier, y después de la ducha los despiojaron con unos polvos blancos y los alemanes les aseguraron que así se librarían por completo de los parásitos que les chupaban la sangre.

Les dieron uniformes limpios. Ésta vez a Horace le tocó en suerte el uniforme de un soldado polaco de la 16 División de Infantería Pomerania, con un pequeño agujero de bala en el bolsillo izquierdo de la pechera. El orificio de salida, más grande, lo habían cosido y remendado con un burdo hilo negro.

Daba igual.

Al sol de media tarde, mientras los guardias alemanes los miraban perplejos, Flapper, Horace, Dan y algunos otros rieron y bromearon sobre lo mal que les sentaban los uniformes a los demás.

Poco después estaban otra vez a bordo de los camiones para hacer el resto del trayecto hasta el campo de prisioneros de Saubsdorf. Llegaron al abrigo de la oscuridad y nada más trasponer las puertas del campo les dieron un cuenco de estofado caliente.

No era sopa, sino estofado.

Carne, patatas, un poco de zanahoria hervida: era estofado, comida de verdad. Y en el transcurso de unas horas Horace había probado dos cosas que se le habían negado durante mucho tiempo. Dos cosas esenciales para la vida, el agua caliente y la comida.

No era pedir demasiado, ¿verdad?

En comparación con el campo anterior, Horace y sus compañeros acababan de entrar en el vestíbulo del Ritz. No sabían entonces que ésa era la única comida que recibían los prisioneros en todo el día. Pero Horace creyó que había muerto y ascendido a los cielos cuando luego los llevaron a un dormitorio de grandes dimensiones con un barracón de duchas, literas y auténticos colchones. Los hombres se comportaron como niños de campamento, encaramándose con entusiasmo a las literas. Apagaron las luces y pese a que hicieron todo lo posible por permanecer despiertos no aguantaron más de cinco minutos. Empezó a resonar por todo el dormitorio el ruido de los ronquidos y por primera vez en todo su cautiverio Horace se las arregló para dormir toda la noche de un tirón.

Despertó hacia las siete de la mañana siguiente y experimentó otro placer que se le negaba desde que alcanzaba a recordar.

Despertó con una erección.

Y en un instante de comicidad desbocada saltó de la litera superior y se bajó los calzoncillos hasta los tobillos.

—¡Mirad, chicos! —gritó—. ¡Fijaos qué hermosura!

John Knight abrió los ojos. Estaba en la litera inferior y vio el pene hinchado de Horace a la altura de los ojos.

—Joder, Jim, ¿a qué juegas? —gritó a la vez que se apartaba del ofensivo apéndice y se cubría la cabeza con la manta en un estrafalario intento de protegerse del motivo de orgullo de Horace.

Horace se lo había cogido con las dos manos y estaba más que feliz de enseñárselo a cualquiera que hubiese abierto los ojos.

—¡Estoy empalmado!

—¿Y a mí qué me dices? —le gritó Dan desde el otro extremo del dormitorio.

—¡Hacía meses que no me empalmaba! Fíjate, qué hermosura, tío.

Flapper lanzó una mirada furtiva desde debajo de la manta.

—Joder, Jim, ten cuidado con eso o le vas a sacar un ojo a alguien.

Horace se plantó allí en medio con el miembro bien aferrado con una mano; cualquiera que estuviese interesado aún podía ver unos cuantos centímetros que asomaban.

Ernie Mountain se incorporó y se echó a reír.

—Podrías colgar media docena de pares de botas de ese trasto, Jim. No estabas el último de la fila cuando hicieron reparto de pollas, ¿eh?

—No te va a servir de nada, colega —masculló Dan—. Aquí no puedes meterla en ninguna parte.

A Horace no le importaba.

Las cosas les iban mejor a Horace y sus colegas. ¿Qué más podía pedir? Una cama caliente, una ducha caliente, comida y ahora una erección. Lo único que quería era una muchacha para sacarle partido. Bueno, pensó Horace, no se ganó Roma en una hora, mientras iba camino de darse su ducha matinal y se preguntaba si le permitirían disfrutar de un poco de intimidad durante tres o cuatro minutos.

Ésa misma mañana reunieron a los hombres y los guardias los pusieron al tanto de sus horarios de trabajo. Para inmenso alivio de Horace, los guardias no vestían el uniforme de las pavorosas SS. En comparación, estos hombres de aspecto más entrado en años, entre los cuarenta y los cincuenta, tenían un aire poco menos que angelical.

El campo estaba situado cerca de una inmensa cantera de mármol y a su llegada les repartieron a los prisioneros picos y almádenas. Un civil alemán, Herr Rauchbach, se dirigió a los hombres en su lengua materna pero, aunque la mayoría de los hombres no entendía ni palabra, les quedó bastante claro qué clase de trabajo iban a desempeñar. John Knight sonrió mientras su grupo recorría la breve distancia hasta la pendiente frontal de la cantera y los guardias alemanes señalaban las gigantescas losas de mármol. Se había acabado lo de exhumar cadáveres judíos. Quizás el trabajo fuera duro, pero al menos dormiría por las noches.

Y así empezó el agotador turno de diez horas. Horace trabajaba con Flapper, partían el mármol en trozos manejables y cargaban el mineral en carretillas a mano. Media docena de mujeres civiles deambulaban entre los hombres, recogían las astillas de mármol más pequeñas en cubos grandes y las amontonaban a la puerta de un amplio taller de madera. Saltaba a la vista que las mujeres estaban aterradas y tenían prohibido hablar con los prisioneros, pues trabajaban en silencio cuando los guardias alemanes andaban cerca. Los guardias eran pocos y andaban dispersos por el campo de la cantera, cosa que al principio desconcertó un poco a Horace. La huida era una noción que siempre tenía presente pero en el primer campo era imposible. Aquí, pensó, tal vez sea una posibilidad clara. El campo no estaba vallado; según descubriría más adelante, Rauchbach había prohibido las verjas. Sencillamente los encerraban en sus barracones por la noche. Para evitar que escapasen, cuatro o cinco guardias patrullaban la zona de manera rutinaria. Durante el día era casi como si se despreocuparan de la seguridad.

Horace averiguaría más adelante que escapar era posible, pero ¿adonde podía ir quien se fugase? El campo de la cantera estaba situado a orillas de un inmenso bosque. Un lugar perfecto para ocultarse, pensó Horace. Pero no había mapas, ni brújulas. Estaban rodeados de países ocupados por Alemania, al menos seiscientos kilómetros a la redonda. Y si se las arreglaba para escapar, ¿en qué dirección huiría? Rumbo al oeste hacia el interior de Alemania no representaba una opción, y si era sincero consigo mismo, sus conocimientos sobre la situación geográfica de Polonia y Checoslovaquia distaban de ser completos, por no decir otra cosa. Ojalá hubiera puesto un poco más de atención en las clases de geografía en la escuela, ojalá se hubiera esforzado más.

Los alemanes no eran idiotas; por eso estaban situados allí los campos.

Por la noche, en la oscuridad, todas las noches, Horace luchaba a brazo partido con su conciencia. Sin lugar a dudas tenía la obligación con su familia, su país, de intentar al menos escapar, ¿no? Los prisioneros formaban comités de huida, hacían planes y fantaseaban acerca de lo que podía haber más allá del bosque. Pero no eran más que eso, fantasías. Estaban varados en mitad de la nada, sin documentos, sin nociones de polaco o checo, sin dinero, sin comida, sin armas, sin nada.

Horace sabía que era imposible y los alemanes también lo sabían, por eso había tan pocos guardias y tan dispersos. Pero eso les ofrecía a los hombres la oportunidad de hablar con las mujeres del campo. Las mujeres eran oriundas de los pueblos de la zona fronteriza entre Polonia y Alemania. De mediana edad y rostro curtido, sus cuerpos musculosos eran testimonio de años de duro trabajo, sus rostros grabados de arrugas y cicatrices. Las ciudades fronterizas tenían una historia turbulenta y habían cambiado de manos en numerosas ocasiones a lo largo de los siglos. Aunque algunos pueblos estaban en Alemania, muchos de sus habitantes se consideraban polacos, eran ferozmente patriotas y despreciaban a los alemanes tanto como los prisioneros de guerra. Las mujeres recibían un sueldo y se les permitía regresar a su pueblo cada noche, pero no eran sino esclavas y como tal las trataban los alemanes.

Las mujeres contaban la historia de una chica que antes trabajaba allí que había confraternizado con un prisionero de guerra francés y acabó quedando embarazada de él. De alguna manera los alemanes se enteraron y nunca se volvió a ver a la joven ni al prisionero. Al francés lo fusiló un pelotón a la mañana siguiente y la muchacha fue enviada a la cárcel. Las mujeres se persignaban cada vez que se mencionaba su nombre en clara alusión a lo que creían que había sido de ella.

Conforme pasaban los días, algunas trabajadoras empezaron a traerles comida a los prisioneros a hurtadillas: un bocadillo de pan rancio, queso enmohecido o un trozo de jamón. A nadie le importaba lo tierno que estuviera; complementaba sus escasas raciones y les sabía a gloria.

Horace llevaba cautivo de los alemanes más de un año y se las había apañado para adquirir los rudimentos del idioma. Herr Rauchbach, el propietario del campo de la cantera, se fijó en él, y de alguna manera conseguían trabar conversación. Herr Rauchbach parecía distinto de los demás alemanes, sobre todo cuando los guardias no andaban cerca. Casi se compadecía de la situación de los prisioneros, y en más de una ocasión Horace percibió cierta hostilidad hacia los guardias. Le preguntaba a Horace por la comida y las condiciones generales en el campo. Se comprometió a incrementar las raciones de los prisioneros de guerra y, en efecto, durante una conversación entre el comandante del campo y Herr Rauchbach, mientras los prisioneros terminaban el trabajo de la jornada, tuvo lugar una discusión. El comandante del campo levantó la voz y aseguró que los prisioneros recibían comida más que suficiente. Rauchbach arguyó que si comían más trabajarían mejor, y dijo que varios hombres habían perdido el conocimiento durante el turno de mañana porque tenían el estómago vacío.

A lo largo de esa semana les dieron a los presos una taza de agua tibia y una galleta insípida para desayunar, y aparecieron unas cuantas patatas más en el estofado.

La producción en la cantera aumentó y el comandante del campo estaba feliz. Pero no fue debido a las raciones extra, sino a que Rauchbach les había informado a los hombres de que se necesitaba mármol para las lápidas de las tumbas de las víctimas de guerra alemanas.

Una mañana Rauchbach le dijo a Horace que la semana siguiente iba a traer a su hija al campo para que trabajase de intérprete en la cantera. Lo había arreglado con el comandante del campo, quien le había dado autorización para que fuera a la cantera una vez cada quince días a fin de poner en práctica el inglés que sabía.

Rauchbach se acercó a donde estaban trabajando Dan Staines y Horace una mañana de agosto cálida y húmeda.

«¡Jim!», le gritó, y Horace levantó la mirada.

Tenía el porte de una diosa.

Rauchbach le presentó a su hija Rosa y Horace se embebió de ella, un glorioso centímetro tras otro. Ella inclinó la cabeza tímidamente y se sonrojó. Horace notó un temblor nervioso en lo más hondo y cayó en la cuenta del tiempo que hacía que no había visto nada tan atractivo. No había revistas ni periódicos en el campo, películas ni metraje de los noticiarios de Pathé. Ni siquiera tenía una foto de Eva. Su recuerdo de una chica guapa había quedado borrado… hasta ahora.

Horace inclinó la cabeza también y la saludó cortésmente en alemán. Al final ella levantó la mirada y dijo con nerviosismo:

—Hablo inglés. Mi padre quiere que traduzca. Tengo que practicar más.

Su voz era tersa y delicada, y acentuada por el inglés que chapurreaba, resultaba sensual y misteriosa. Esto no es saludable, pensó Horace. Miró de reojo a Flapper Garwood, que se había quedado como petrificado. Flapper dijo en voz queda:

—Tiene un buen polvo, Jim, ¿no te parece?

—Dos o tres, Flapper —convino él en voz baja.

—Lo siento —dijo ella—, no he oído bien.

Horace tartamudeó hasta el punto de dejar caer la almádena.

—He dicho que hablas bien inglés.

Rauchbach terció en alemán:

—Sí, pero tiene que mejorar. Tenemos que prepararnos para cuando termine la guerra.

Se volvió hacia Horace y sonrió:

—¿Le darás clases a Rosa?

—Sí, sí, desde luego, Herr Rauchbach.

—Y ahora tenemos que ir a ver al comandante y agradecérselo, Rosa.

Rauchbach y su preciosa hija se despidieron de los dos hombres, que, desconcertados, los siguieron con la vista cuando se fueron camino del taller. Toda su atención estaba centrada en el trasero de aquella muchacha de diecisiete años vestida con unos ceñidos pantalones de montar negros. Ni siquiera una división entera de Waffen SS habría sido capaz de alterar la dirección de su mirada.

—Fíjate en ese culo, Jim, fíjate cómo se mueve.

—No puedo dejar de mirarlo —respondió Horace.

—Imagínatelo rebotando arriba y abajo…

—No vayas por ahí —lo interrumpió Horace—. Si te parece que el otro día estaba muy empalmado, mañana la tendré el doble de gorda pensando en ese culito tan mono.

Horace vio desaparecer lentamente el trasero más perfecto que había tenido el placer de contemplar en toda su vida y maldijo a la nación alemana una vez más por negarle otro derecho humano esencial.

Estaba en lo cierto; la visita de la encantadora Rosa no fue saludable. Horace sencillamente tenía que salir de aquel campo. Necesitaba a su familia, necesitaba comida, necesitaba ir y venir a sus anchas, necesitaba una cerveza y quería sexo.

Durante la semana siguiente permaneció sumido en una profunda depresión. La visita de Rosa le había traído recuerdos, recuerdos de su hogar y de la vida como un hombre libre. Empezó a albergar resentimiento contra los guardias cuando echaban el cerrojo cada noche. Tenía el genio vivo y los demás prisioneros parecían notarlo y se mantenían alejados. Descargaba su animosidad contra las losas de mármol y por cada pedazo que le sacaba a la roca imaginaba un alemán muerto. Cómo los detestaba. Cada noche volvía física y mentalmente agotado y por muchas veces que le aconsejaran Garwood y John Knight que se lo tomase con calma, no les hacía el menor caso.

Pero a medida que iba restando días para la siguiente visita de Rosa, empezó a estar de mejor ánimo. Tachaba los días en un trozo de papel y llevaba un diario secreto, un diario que, en el caso de ser descubierto, casi sin lugar a dudas daría con él ante un pelotón de fusilamiento. En ese diario fantaseaba con el sexo. Sexo con una chica alemana. Sexo con la joven hija del propietario del campo de la cantera. Era un riesgo que estaba dispuesto a correr, otro corte de mangas al teutón, otra pequeña victoria.