La madre naturaleza no tuvo la menor piedad con los reclusos de aquel campo de prisioneros alemán sin calefacción en el invierno de 1940-1941. Horace estaba convencido de haber pasado inviernos bien duros allá en Ibstock, pero nada lo había preparado para las temperaturas paralizantes a las que se enfrentaría ese primer invierno.
Recordaba al locutor de radio de la BBC describiendo las temperaturas de diez bajo cero mientras Horace y sus padres, Sybil, Daisy y Harold se acurrucaban en torno a un buen fuego pocos días antes de Navidad cuando tenía unos catorce años. Recordaba que lo enviaron al patio trasero helado en busca de otro cubo de carbón. Los copos de nieve se las arreglaban para colársele por el cuello de la camisa y temblaba mientras el frío acero del cubo le hurtaba el calor de los dedos.
Ése invierno en Silesia las temperaturas bajarían hasta casi cuarenta grados bajo cero.
El antiguo cuartel de caballería había sido diseñado para quedar camuflado con dos terceras partes de las dependencias por debajo del nivel del suelo y el tejado del inmenso complejo cubierto con hierba. Era como una enorme nevera.
Los caballos tenían antaño sus establos en la planta inferior, que ahora albergaba los alojamientos de los prisioneros de guerra aliados. La planta siguiente, que también quedaba por debajo del nivel del suelo, había estado destinada a las dependencias de los oficiales de caballería y ahora cobijaba a los guardias alemanes. Tenían sus comodidades domésticas: catres decentes, cocina y un área donde descansar con una inmensa chimenea constantemente encendida a partir de septiembre, e incluso una biblioteca y una mesa de billar. La planta que quedaba por encima del nivel del suelo era una serie de dependencias individuales, oficinas y dormitorios privados para los oficiales. Por lo visto, allí cada habitación también tenía una estufa de leña o una chimenea encendida en todo momento. Los leños estaban bien apilados a cubierto cerca de la entrada del fuerte. Como el campo estaba rodeado de bosque, la leña no suponía ningún problema y los guardias se aseguraban de que los prisioneros se encargasen de que el abastecimiento fuera constante a medida que el invierno se iba haciendo más riguroso.
Los dormitorios de los prisioneros nunca veían la luz del sol, nunca disfrutaban del calor de una estufa de petróleo o un leño ardiendo. La estructura estaba mal proyectada, tanto que Horace compadecía a los pobres caballos que en otros tiempos habían tenido que dormir allí. La temperatura en aquel sótano infernal rara vez subía unos grados por encima de la exterior. El único calor lo generaba la temperatura corporal de los hombres que dormían allí.
Hasta el último de ellos temía las horas de oscuridad cuando la temperatura de enero cayó en picado. En el sótano dormían cinco prisioneros en cada casilla del establo, el espacio destinado a un solo caballo cuando el cuartel había estado en servicio muchos años atrás.
Se acurrucaban unos junto a otros en busca de calor, pero hurtar unas horas de sueño era prácticamente imposible. Temblaban al unísono, cambiando de posición a lo largo de la noche de manera que el hombre del final de la casilla no muriera de frío. Inevitablemente, algunos morían.
Horace describió el frío en un pequeño diario que llevó durante su cautiverio. Pidió papel para mantener al día un historial del estado de los prisioneros con sarna, y el comandante le facilitó una libreta y un par de lápices. Escribió:
Sería imposible concebir el frío que hacía allí abajo. Imagina la ocasión que más frío has tenido allá en Inglaterra y multiplica por dos el malestar. Imagina el día de invierno más frío y riguroso que hayas tenido la desgracia de estar a la intemperie. Me remonto a un paseo de regreso a casa desde el colegio a principios de febrero de 1929. Nos habíamos visto atrapados por lo más crudo de una ventisca invernal cuando hacíamos el trayecto de tres kilómetros de vuelta a casa. Ésa mañana la temperatura era bastante moderada y ninguno nos habíamos molestado en coger gorros ni guantes, pero conforme avanzaba el día el termómetro cayó en picado. Para cuando salimos por las puertas del colegio había empezado a nevar suavemente y a todos nos pareció estupendo. Cuando llevábamos recorrido kilómetro y medio se había levantado una ventisca con todas las de la ley y aún no sé cómo nos las arreglamos para volver a casa. Me senté en la cocina apoyado en la estufa de plomo negro igual que un bloque de hielo mientras mi madre procuraba hacerme entrar en calor con té dulce y caliente.
Recordé ese día. Recordé muy bien ese día mientras yacía tembloroso en mi tumba helada en Polonia, mi aliento cálido congelándose de inmediato en cuanto abandonaba mis labios. Hubiera preferido sin dudarlo un instante diez días como aquél a una sola noche en ese apestoso y helado agujero de mierda. Pero lo peor era que se prolongaba una noche tras otra, una semana tras otra, un mes tras otro. No había tregua del frío.
La resistencia de los hombres amadrigados en aquel sótano empezaba a tambalearse. Eran como zombis que andaban y hablaban. Por la mañana sencillamente se alegraban de haber sobrevivido otra noche y rezaban para que la ración de sopa de col que les darían unas horas más tarde estuviera caliente. Algunos días no lo estaba. De vez en cuando los guardias alemanes cuyo trabajo era mantener encendido el fuego debajo del caldero lo habían dejado morir por no molestarse en recorrer el breve trecho hasta la leñera.
Les traía sin cuidado; habían desayunado igual que todos los días huevos con jamón y café caliente y en cuestión de una hora volverían a estar delante de una chimenea calentándose los pies helados. A Horace le resultaba increíble el puro egoísmo y la tortura mental que eran capaces de infligir esos brutales soldados de las SS.
Todos los días, hiciera el tiempo que hiciese, se veían obligados a pasar por el trámite de formar a la intemperie para que pasasen lista, y cuanto peor tiempo hacía, más se demoraban algunos guardias en las formalidades. Durante una tormenta de nieve los guardias acostumbraban a tomarse un descanso para entrar en calor mientras los prisioneros seguían respondiendo cuando se mencionaba su nombre y reaparecían veinte minutos después con la cara bien roja por efecto del fuego ante el que habían estado sentados. Y reían y bromeaban entre sí mientras miraban a los pobres infelices, demacrados y cubiertos por una fina capa de nieve mientras un viento gélido azotaba el campo como un tornado.
¿Por qué?, pensaba Horace. Intentaba ponerse en su pellejo, se preguntaba cuál habría sido su reacción hacia los prisioneros alemanes si se hubiera encontrado al otro lado. Y aunque detestaba a más no poder a los hombres que ahora le sonreían no alcanzaba a imaginarse ni siquiera en sus sueños más desaforados tratando a otro ser humano de esa manera.
Aquello no tenía pies ni cabeza. Querían que los hombres trabajaran y sin embargo los mantenían en condiciones indignas incluso de un perro. Se encontraban en tal estado de desnutrición que trabajar una jornada entera les resultaba prácticamente imposible. Golpeaban a los prisioneros, los torturaban física y mentalmente, y Horace se preguntaba si alguna vez habrían pensando en lo que les ocurriría si llegaban a perder la guerra. Horace se mantuvo alerta en busca de un alma compasiva durante el tiempo que pasó en aquel primer campo. Aunque sólo fuera un soldado de las SS que no propinara patadas a los prisioneros, que no se mostrase tan diestro con la culata del fusil, aunque sólo fuera un soldado con un ápice de compasión que diera un cazo extra de sopa un día especialmente gélido o mantuviera el fuego del caldero encendido una hora más para dar a los prisioneros cierto respiro del frío cortante.
Observaba a los oficiales que daban las órdenes, les miraba a los ojos en busca de un destello de preocupación mientras uno de ellos le propinaba una paliza a un prisionero que no se había movido con suficiente presteza o se había atrevido a poner en tela de juicio una orden.
Horace observaba, pero sin resultado.
Ya mediaba marzo de 1941 cuando el tiempo empezó a cambiar. Al menos una docena de hombres había muerto de frío durante aquel horrendo invierno. La nieve se había convertido en lluvia y las gotas iban cargadas de un olor a muerte, a desesperanza.
El Jorobado había matado a golpes a otros tres hombres y violado a dos de los prisioneros más jóvenes de la cuadrilla que trabajaba fuera del campo, en el bosque de más allá. Los había escogido él mismo, incapaz de controlar sus tendencias homosexuales. La homosexualidad no se toleraba en los territorios ocupados por Alemania en 1941. Los dos jóvenes fueron violados y golpeados hasta casi perder la vida, pero se les dejó bien claro lo que ocurriría si se atrevían a decir aunque sólo fuera una palabra sobre la agresión sexual. El Jorobado hizo que arrojaran a los muchachos, golpeados y deshechos, a un carro tirado por dos prisioneros y le contó al comandante que los habían sorprendido cuando intentaban escapar.
Horace no podía por menos de reparar en la expresión de odio puro y duro en la cara de Garwood cada vez que se mencionaba el nombre del Jorobado. Y si el Jorobado andaba cerca, Flapper temblaba de ira.
Por fortuna, la temperatura parecía ir en ascenso a cada día que pasaba. Los hombres habían vuelto al tajo en los cementerios judíos ahora que la tierra se había deshelado, otras cuadrillas de trabajo seguían acumulando leña y Horace continuaba rasurando cráneos infestados de piojos.
Horace percibió el cambio de régimen en el campo casi de la noche a la mañana. Su ración diaria de sopa había aumentado y, aunque pareciera increíble, de vez en cuando se veía en el caldo algún pedacillo de carne. El comandante del campo había empezado a dirigirse a los prisioneros una vez a la semana para informarles de que ahora se les trataba bien y él se había ceñido a la Convención de Ginebra en lo tocante al trato de los prisioneros. Habían empezado a darles una taza de té dulce por las tardes y los guardias de las SS ya no se decantaban por la confrontación física a las primeras de cambio.
Por fin cambiaron la paja desmenuzada y plagada de piojos de las dependencias donde dormían y limpiaron a manguerazos la orina, los excrementos resecos y las cucarachas muertas. Una vez seco el sótano, trajeron paja nueva y los prisioneros recibieron órdenes de esparcirla en sus respectivas casillas. Repartieron velas entre los prisioneros, lo que no sólo les suponía el lujo de iluminar los establos por la noche sino que también les permitía quemar los piojos que les corrían por el cuerpo y la ropa. La situación, por lo visto, empezaba a mejorar. Un par de días después apareció un guardia alemán en la peluquería de Horace con tijeras nuevas y una navaja de afeitar también nueva, y le facilitaron un hornillo de gas para que pudiera calentar el agua, brindando a los prisioneros el lujo de un afeitado caliente. Y en el patio adyacente a las puertas del campo se estaba construyendo lo que tenía todo el aspecto de ser unas toscas instalaciones provistas de duchas, con tuberías de goma derivadas de las cañerías de abastecimiento de agua del campo. Cuando terminaron de construir las instalaciones, ordenaron a los hombres que se desnudasen e hicieran fila en tandas de veinte para pasar por las duchas. El agua estaba helada, pero aun así Horace disfrutó de su primera ducha en prácticamente un año. Estaba helado hasta límites increíbles pero no quería marcharse.
Los alemanes les facilitaron cepillos de fregar y jabón, y los hombres aprovecharon la oportunidad para librarse de la mugre que llevaban pegada al cuerpo, de la mierda endurecida, los piojos y las liendres que durante tanto tiempo los habían emponzoñado. Algunos se frotaban con tanta fuerza que sangraban.
Y cuando Horace y sus compañeros se pusieron en fila para que les dieran ropa interior nueva, franela de algodón limpia y los uniformes robados pero también limpios de soldados polacos, franceses y checoslovacos muertos mucho tiempo atrás, se fijó en que algunos hombres sonreían.
Era una imagen que le resultaba totalmente extraña. Estaban sonriendo; sus camaradas sonreían, maldita sea.
Al fin, pensó Horace, los alemanes empezaban a mostrar un poco de compasión por sus congéneres.
No era así.
Dos días después apareció en el campo una delegación de inspectores de Ginebra, Suiza. Había sido una farsa. Los alemanes querían demostrar que se ceñían a los términos y las condiciones de la Convención. Horace y sus compañeros vieron indignados cómo los hacían formar para pasar lista con su pulcra ropa nueva. La mayoría de los hombres habían engordado algún kilo, tenían el cuerpo limpio y no estaban aquejados de piojos, que no habían vuelto aún, aunque no tardarían en hacerlo. Y el comandante del campo sonrió mientras les enseñaba las nuevas duchas y alardeaba de la nueva paja seca que servía de lecho a los prisioneros en los establos.
Les preguntaron a los hombres sin habían sido maltratados de alguna manera. Varios guardias de las SS permanecían amenazantes detrás de la delegación, acariciaban la culata del fusil, uno incluso se pasó un dedo por el gaznate a guisa de amenaza. Los prisioneros negaron con la cabeza casi al unísono.
Salvo un hombre.
Charlie Cavendish dio un paso adelante y dijo que quería hablar en privado con la delegación. Los prisioneros se quedaron mirándolo con incredulidad, igual que los guardias. El hombre estaba trémulo, tembloroso de miedo. No había engordado nada y parecía enfermo. Un guardia alemán intentó convencerlo de que desistiera y se oyeron voces. Los miembros de la delegación no parecían muy contentos y uno de ellos citaba frases de un folleto que tenía en la mano. Se llevaron al hombre y lo devolvieron a la formación una hora después. Para entonces la delegación hablaba a gritos y discutía abiertamente con el comandante.
El hombre que se había hecho oír sonreía a pesar de las lágrimas que le resbalaban por la cara.
Horace lo miró.
—¿Por qué estás tan contento, Charlie?
—Van a cerrar este antro de mierda, Jim. Vais a salir de aquí. Les he contado todo lo que han estado haciendo esos cabrones. —Señaló a un hombre con gorra de aspecto militar—. Ése es el jefazo. Ha dicho que han desoído todas las normas del reglamento, está furioso y le ha asegurado al comandante que el campo estará cerrado antes de que acabe esta semana. También me he chivado del Jorobado, les he dicho a cuántos ha matado, les he contado que es un violador.
Se enjugó las lágrimas medio secas en las mejillas. Horace se quedó mirándolo con gesto de asombro.
—Entonces, si estamos a punto de salir de aquí, ¿por qué lloras?
El hombre ladeó la cabeza con el ceño fruncido.
—No me has oído bien, ¿verdad, Jim? He dicho que estáis a punto de salir de aquí, vosotros, no yo. No creerás que esos cabrones van a dejarme salir después de lo que he hecho, ¿verdad?
A la mañana siguiente Charlie Cavendish brilló por su ausencia cuando se pasó lista. Nadie lo había visto irse; sencillamente había desaparecido durante la noche.
Nunca se le volvió a ver.
Había dado la vida voluntariamente para salvar a sus amigos y camaradas.
Flapper Garwood había planeado la ejecución meticulosamente. Durante un buen número de semanas estudió los movimientos y los hábitos de trabajo del Jorobado. Contó los soldados de guardia y cronometró al segundo sus horarios y descansos para comer. Y a lo largo de las últimas semanas había lanzado alguna que otra sonrisa de soslayo al Jorobado. Había flirteado con aquel enorme homosexual alemán.
Y Flapper Garwood casi vomitó cuando el tiarrón alemán le devolvió un guiño esa misma mañana. Se mordió la lengua y le sonrió también. El gesto del alemán se suavizó perceptiblemente al ver su respuesta. No era su tipo habitual —prefería a los prisioneros más jóvenes y levemente femeninos— pero ese hombre parecía impaciente por complacerlo. Las violaciones le resultaban muy estimulantes al Jorobado pero contar con alguien que participase de buen grado le supondría un cambio agradable.
El Jorobado se acercó a Garwood cuando guardaba cola para que le sirvieran la sopa de col.
—Tú, prisionero, ven conmigo. Tengo un trabajo para ti.
Garwood hizo lo que le decían y se fue detrás del hombrachón alemán. Cuando ya nadie podía oírlos, el Jorobado le dijo en un susurro:
—Quieres divertirte un poco, ¿eh, prisionero?
Garwood asintió, intentó sonreír y se preguntó si el oficial se percataría del engaño.
—Ésta noche —respondió—. A las diez menos cuarto, cuando todo el mundo esté encerrado.
El alemán se mostró perplejo.
—¿Por qué a una hora tan rara, prisionero?
Garwood dio un paso adelante, deslizó una mano hasta la entrepierna del alemán y le dio un apretón.
—Porque entonces no nos molestarán, cariño. Los prisioneros estarán encerrados y tus camaradas, en el comedor.
Conforme el flujo sanguíneo hacia su entrepierna se hacía más intenso, el Jorobado sonrió.
—Has planeado bien nuestro encuentro, prisionero. Me aseguraré de encerraros esta noche pero dejaré la puerta principal del establo abierta. A nadie se le ocurrirá probar si se abre, nadie lo intenta nunca y los alemanes no cometemos errores. Nos encontraremos a la puerta del despacho principal. No habrá nadie allí.
El alemán se inclinó hacia delante, la boca entreabierta, los ojos cerrados. Garwood le olió el aliento acre y se preguntó cómo podía besar nadie a semejante monstruo. Casi echó a correr hacia la puerta.
—Tienes que tener paciencia, cariño. Si nos atrapan ahora no disfrutará nadie.
El Jorobado sonrió y dejó escapar una risotada grotesca, casi animal. Siguió con la mirada la figura del prisionero que salía por la puerta y le gritó:
—Espero que no me decepciones, culo bonito.
Flapper Garwood se volvió.
—No te decepcionaré, amigo mío… no te preocupes por eso.
Flapper salió al aire libre, dio un par de pasos, intentó calmarse y vomitó lo poco que tenía en el estómago sobre la tierra reseca.
Exactamente a las nueve en punto el Jorobado entró en el sucio bloque de los establos y ordenó a los prisioneros que se tumbaran en sus lechos de paja. Horace se quedó perplejo. Por lo general lo único que oían era el cerrojo de la puerta principal en algún momento entre las nueve y las diez.
El Jorobado se había lavado y un fuerte olor a perfume barato para hombre impregnaba el aire. Seguro que se va de juerga, pensó Horace. Y cuando el monstruo alemán cerró la puerta tras de sí dio la impresión de que pasaba más rato del habitual hurgando con la llave en la antigua cerradura de latón.
El alemán llegó con más de cinco minutos de antelación. Llevaba pensando en ese momento de alivio sexual buena parte del día, planeando los perversos actos que llevaría a cabo con el prisionero. Deambuló en torno al edificio como un animal enjaulado durante lo que se le antojó una eternidad. Al cabo, reconoció la figura inconfundible del prisionero inglés grandote. Apenas unos minutos antes Garwood había forzado la cerradura de la puerta del despacho y encontrado la navaja de afeitar de Horace en el cajón de la mesa de un oficial, al que iba a parar al final de cada jornada.
—En el momento justo. —Sonrió al ver la nerviosa figura de Garwood iluminada por la luz proveniente de la ventana del despacho. Abrió la puerta e indicó al prisionero que pasara.
Flapper Garwood estaba sin resuello a estas alturas y con el rostro enrojecido.
—Aquí no. Puede venir alguien.
El alemán se adelantó y lo cogió por el cuello.
—Haz lo que te digo, prisionero… adentro.
—No, por favor, aquí no. Nos cogerán, me pegarán un tiro y a ti también te fusilarán.
El Jorobado lo soltó y Flapper Garwood tomó una buena bocanada de frío aire nocturno.
—Allí —señaló—, en el bosque junto a las letrinas. He escondido una alfombra. Estaremos más cómodos.
El alemán se echó a reír a carcajadas.
—Lo has planeado bien, ¿eh? Te gusta a la intemperie, como los animales. —Lanzó un ronroneo, obligó a Garwood a volverse y le dio un azote en el culo.
—Pues venga, deprisa, tío.
Flapper Garwood sintió náuseas pero se las arregló para mantener el tipo. Se volvió para echar a andar y el alemán lo siguió de cerca.
Recorrió una docena de pasos o así hasta llegar al barracón de las letrinas.
—Sigue andando, tío, aquí apesta.
Flapper se quedó inmóvil, con una expresión en la cara que desconcertó al Jorobado.
Dio un paso adelante e hizo ademán de propinar un empujón al prisionero en el pecho.
—Venga, puto cerdo. Aquí apesta, ¿no has oído…?
El prisionero inglés tiró con fuerza del brazo del alemán y le hizo dar la vuelta de manera que quedase de espaldas a él. Antes de que pudiera darse cuenta de lo que ocurría, Garwood sacó la navaja con un movimiento rápido y la llevó hasta el cuello del soldado. La afilada hoja cortó sin esfuerzo piel, músculo, tejido y tráquea. Finalmente se detuvo al entrar en contacto con las vértebras del Jorobado. Flapper retiró el arma y la dejó suspendida a un lado.
Al alemán se le quedó la boca abierta en un intento de gritar. Un chorro de sangre cayó en cascada por su cuerpo como si de unas cataratas se tratase. No consiguió proferir más que un gorgoteo por el orificio recién abierto en su cuerpo. Cuando el alemán trastabillaba a punto de desplomarse, Flapper le cortó de un tajo el cinturón de cuero y los pantalones se le cayeron hasta los tobillos. Lo último que vio el Jorobado antes de lanzar su último suspiro fue su propio pene ensangrentado a escasos centímetros de la cara.
Garwood le llenó los bolsillos de piedras al muerto mientras arrastraba el pesado cuerpo al barracón de las letrinas. Estaba sin aliento y el olor a mierda era mil veces peor de lo que alcanzaba a recordar. Colocó el cadáver debajo de la estructura de madera y aferró el tablón con las dos manos. Apoyó un pie en los muslos del alemán, el otro a la altura de los riñones, y en un esfuerzo final hizo caer el cuerpo el metro y medio que lo separaba del depósito lleno de excrementos más abajo. El cadáver se quedó flotando un momento. Y luego, mientras las bolsas de aire agazapadas entre los excrementos emitían siseos y gorgoteos, el cadáver se fue a pique con la cabeza por delante como un inmenso buque alcanzado y se hundió hasta las profundidades del depósito.
El verdugo pasó casi toda la hora siguiente limpiándose y removiendo la arena y la tierra en torno a las letrinas para intentar ocultar las manchas de sangre. Por suerte la mayor parte de la sangre había quedado empapada en el uniforme del muerto, aunque aún quedaban algunos indicios delatores. Se sirvió de puñados de agujas de pino secas en el barracón de las letrinas para borrar el reguero de sangre en el suelo. Sudoroso pero satisfecho con el trabajo nocturno, limpió la hoja de la navaja y la dejó donde la había encontrado. Regresó lentamente al bloque de los establos, confiado en que las criaturas nocturnas y las moscas de primera hora de la mañana acabarían su tarea.
Se dio oficialmente por desaparecido al Jorobado el día siguiente a mediodía. El comandante del campo envió a un guardia a su casa en el pueblo, y comprobó que estaba vacía. El oficial hizo unas tímidas indagaciones e interrogó a algún que otro prisionero pero no descubrió nada. Tres días después anunció que el Jorobado había desertado. A veces ocurría. De hecho, era bastante habitual.
Se había vuelto a la ración habitual de «un cazo, sin carne» y el té de la tarde había desaparecido del menú. Las duchas provisionales se desmantelaron y la madera se troceó para hacer leña. Pero el sol seguía luciendo y había un aire de optimismo en el campo mientras los alemanes hacían preparativos para la partida.
Cuarenta y ocho horas después un convoy de camiones entró con gran estruendo en el campo y ordenaron a los prisioneros que subieran a bordo.
Horace se sintió más que feliz cuando los camiones cruzaron el puente sobre el foso. No les habían dicho adonde iban, ni por qué motivo. Pero nada podía ser peor que el infierno al que se habían visto sometidos en el Fuerte Ocho de Poznan. Horace y sus compañeros estaban en camino y hasta el último de ellos se sentía alegre a más no poder. Habían sobrevivido a un auténtico infierno.