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Los primeros meses de la guerra no favorecieron a los aliados. En agosto de 1940 Hitler preparaba la invasión de Gran Bretaña, programada para el 15 de septiembre, por medio de una operación llamada «León marino». Estaba convencido de que se alzaría pronto con la victoria; sus tropas y fuerzas aéreas estaban listas y en perfecto orden y la maquinaria pesada militar se encontraba en su lugar precisamente cuando las tropas aliadas parecían sumidas en la desorganización. Sólo la fuerza de la madre naturaleza impidió que siguiera adelante con la operación.

La RAF ofrecía un destello de esperanza: era un rival más que digno para la Luftwaffe alemana en sus vuelos de larga distancia por la costa Este. Aun así, los alemanes seguían arreglándoselas para bombardear Londres y castigar Dover con artillería de largo alcance.

El 1 de septiembre de 1940 Hitler había dado la extraña orden de que todos los judíos empezaran a identificarse con estrellas amarillas.

Hacia mediados de mes la Luftwaffe envió una oleada tras otra de aviones a bombardear ciudades inglesas, pero en su mayor parte fueron rechazadas. La Luftwaffe alemana no consiguió abrir brechas de importancia en las defensas británicas. La RAF empezaba a cantar victoria en la batalla de Inglaterra.

Horace Greasley, naturalmente, no estaba al tanto de nada de eso. Él y los demás prisioneros recibían noticias sobre el desarrollo de la guerra, pero sólo desde la perspectiva alemana. Aunque era consciente de que los alemanes sin duda tergiversarían la realidad en su guerra de propaganda, Horace siempre acababa remontándose a su captura y la facilidad con que habían capitulado Francia y los demás aliados. Recordaba las hordas de soldados alemanes en Cambrai y todo su armamento, así como lo bien organizada y motivada que estaba la maquinaria bélica alemana en general. Y se temía lo peor.

Sufría una depresión que nunca había experimentado.

Los prisioneros habían pasado varias semanas en un campo de internamiento en Lamsdorf y luego unos trescientos fueron transferidos durante las horas de oscuridad a otras instalaciones a pocos kilómetros de allí.

Era por la mañana temprano cuando despertó en su lecho de paja sobre el hormigón. Aunque el sol estival aún calentaba un poco, el hormigón bajo su cuerpo había empezado a enfriarse considerablemente en las breves semanas desde su llegada. El invierno no tardaría en echárseles encima, una perspectiva espantosa para Horace.

Despertaba todas las mañanas pensando únicamente en comer. Habían quedado atrás los días en que sus primeros pensamientos se centraban en una chica en concreto allá en casa, un par de pechos respingones o el suave vello púbico de Eva Bell.

Pensamientos de lo más normales.

Pensamientos que Horace ya no abrigaba.

Ahora, en cambio, soñaba a primera hora de la mañana con pan y carne, las empanadas, los bollos y las tartas de frutas caseras de su madre. Y al caer en la cuenta de la horrible realidad cada mañana cuando despertaba y caía en la cuenta de dónde estaba, le sobrevenían pensamientos sobre la muerte y la tortura, el control y la brutalidad, y se preguntaba cómo podían cometer sus congéneres los actos de los que estaba siendo testigo de primera mano. Y pensaba en su casa y su familia y en cuánto tardaría el Tercer Reich en arrasar Inglaterra e invadir su condado, su ciudad natal.

Horace se dio media vuelta. Aún no era hora de levantarse y encarar el día desolado. Porque eso era, estaba en la Casa desolada de Charles Dickens. Recordaba haber leído el libro en su adolescencia, pero esta casa desolada era mil veces peor. Pues todo el mundo está solo en la casa desolada. Todo el mundo en la casa desolada está perdido.

Cerró los ojos; tal vez pudiera posponer el horror del día en ciernes una hora más.

Le dolían los pies. No se había quitado las botas desde aquella noche en el campo en Bélgica. Lo había intentado varios días después pero era como si las botas, lo que quedaba de ellas, se le hubieran pegado con cola a los pies. Y cada día que pasaba la cola se consolidaba y crecía su reticencia a descubrir en qué condiciones tenía los pies.

El Fuerte Ocho, en Poznan, había sido un antiguo cuartel de caballería en la Primera Guerra Mundial. Los prisioneros dormían en lo que antaño fueran los establos de los caballos. Los establos y la paja pisoteada y asquerosa estaban llenos de ratones y cucarachas, así como de los piojos de los hombres contagiados. No había catres ni mantas.

Horace era más afortunado que la mayoría porque se las había arreglado para esconder una vieja lima de uñas en el bolsillo de la pechera del uniforme. Mantenía las uñas cortas y limpias, una tradición de peluquero, una costumbre que le resultaba difícil dejar de lado. Horace no se rascaba sino que se frotaba la piel. Los hombres con uñas largas y sucias se arañaban el cuerpo allí donde les martirizaba la sarna, lo que no hacía más que agravar y propagar el problema.

Todos los prisioneros temían aquel primer indicio. Los hombres despertaban por la mañana con diminutas manchas pardas de excrementos de piojo claramente visibles sobre la piel y varios días después empezaban los picores. No había manera de escapar, no tenían agua para lavarse, ni jabón, ni la menor posibilidad de mantenerse limpio. Los piojos se alimentaban de sangre humana, y tras el festín ponían huevos en la piel y en los pliegues de la ropa. La infección corporal de piojos provocaba un intenso picor que desmoralizaba y degradaba a los hombres, incapaces de hacer gran cosa al respecto. Vivían en las costuras y los dobleces de la ropa, cuanto más sucia mejor.

La sarna se contagiaba tanto por contacto con la ropa de vestir y de cama infectada, como por contacto directo con la persona infectada. Las condiciones en el interior del Fuerte Ocho en Poznan eran un paraíso para los piojos.

Sentir picores y rascarse era inevitable, irritante hasta límites increíbles. Incluso cuando se habían desgarrado la piel, los pobres hombres no podían evitarlo y las grandes llagas se convertían en úlceras inmensas con el paso del tiempo. Era habitual que un hombre despertara con cientos de insectos alimentándose en sus heridas al descubierto, infestadas de un pus amarillento.

Horace yacía en la paja empapada de orina. Siempre había en el ambiente un fuerte olor a amoniaco: algunos estaban muy débiles para ponerse en pie y responder a la llamada de la naturaleza. Él apenas podía moverse. Era como si le hubieran exprimido la vida. Notaba punzadas en los pies cada pocos minutos de resultas del roce de la carne viva contra las botas. La rata seguía royéndole la membrana del estómago y los piojos le corrían por la piel, torturándolo cada minuto de cada día. A veces, aunque era consciente de que le estaban picando, los dejaba hacer. Que se atiborren de mi sangre, se decía, igual así acaban por dejarme en paz.

Y lo peor estaba por llegar cada dos días, cuando llamaba la naturaleza y se veía obligado a defecar. Los prisioneros intentaban demorarlo todo lo posible, pero inevitablemente, tras dos o tres días de sopa de col, se veían obligados a hacer de vientre.

Se llamaba el barracón de las letrinas. Horace no sabía por qué. Por lo general estaba a unos treinta metros cuando el olor surtía efecto. En los meses de verano era sencillamente insoportable, un paraíso para las moscas y las cucarachas. Conforme se iba acercando a regañadientes, el olor se hacía más intenso y tenía que hacer grandes esfuerzos para no vomitar. Necesitaba mantener la comida en el estómago tanto como le fuera posible. Algunos no lo conseguían y estaban más débiles a cada día que pasaba.

La fosa séptica estaba enterrada debajo del «barracón» y una tubería de desagüe de unos veinte centímetros de diámetro asomaba a ras de tierra. Cada pocas semanas llegaba un camión cisterna, conectaban una potente bomba de succión a la válvula y absorbían literalmente dos toneladas de excrementos humanos de la fosa. Puesto que la tubería quedaba más de un metro por encima de la base, la fosa nunca se vaciaba por completo. Siempre había un metro de mierda para que se alimentaran las moscas.

El barracón en sí era de lo más rudimentario. El suelo sobre la fosa estaba hecho de tablones de madera clavados a una inmensa estructura. Se habían dejado dos aberturas de noventa centímetros por seis metros, y a la altura de la cadera, en un armazón distinto, se habían clavado de cualquier manera dos largos tablones. El diseño era simplista. El prisionero podía sentarse entre los dos tablones y cagar por la abertura de modo que las heces cayeran a la fosa. Nada de intimidad, ni de lavabos, agua corriente ni papel higiénico. Se limpiaban con aquello que tuvieran a mano, por lo general un puñado de hierba. Algunos ni siquiera se tomaban la molestia.

Horace se encontraba físicamente débil, pero su estado mental era mucho peor. Estaba a punto de derrumbarse psicológicamente y soñaba y alucinaba a cada hora. Seguía teniendo pesadillas con alemanes en su pueblo, en su casa, con alemanes que aterrorizaban a su madre y sus hermanas. Y los sueños se prolongaban mucho después de despertar. Veía botas militares por todas partes.

El suelo estaba sembrado de cuerpos esqueléticos. Unos roncaban, otros gemían y un hombre de rodillas sollozaba una oración al todopoderoso.

—Ay, Dios mío, ¿por qué me has abandonado, por qué me haces esto, por qué me haces sufrir tanto?

El padre de Tom Fenwick era pastor de la iglesia anglicana y Tom había recibido una educación muy religiosa.

—Cállate la puta boca, Fenwick —le gritó una voz cercana—. Me parece que no te está escuchando. Más te vale dormir un rato.

—¿Por qué, Señor? Soy un hombre bueno, rezo todos los días. Si estás poniendo a prueba mi fe, creo que ya está bien. He pasado la prueba, ¿verdad? Dame una señal, Padre.

Las últimas palabras las pronunció entre lágrimas, un gimoteo apenas. Se volvió hacia Horace.

—No me escucha, Jim, ¿verdad que no?

Horace miró a los ojos a Tom Fenwick. Estaba derrotado, había perdido toda esperanza. De niño había seguido los diez mandamientos al pie de la letra. Había creído que el Señor siempre se alzaría con la victoria sobre el mal, que Dios en las alturas siempre escucharía y daría respuesta a sus oraciones.

—No matarás, Jim. Eso nos dice el buen Señor, y sin embargo, estos hombres están incumpliendo sus mandamientos todos los días y Él se lo permite. ¿Por qué no los detiene?

Horace negó con la cabeza. Las lágrimas le resbalaban por la cara a Tom Fenwick, que alzó el tono de voz:

—¿Por qué no hace nada, Jim? ¿Por qué no los detiene como detuvo a las tribus que conspiraban contra Israel?

Horace abrió la boca listo para responder, dispuesto a decirle a Tom Fenwick que su dios no existía. Horace siempre había albergado dudas, y le extrañaba que su hermano se hubiera dejado convencer con tanta facilidad. Harold quería que su gemelo se implicase. Quería que asistiera a alguno de los oficios en los que predicaba. Horace se había negado. Se preguntaba por qué tantos hombres y mujeres hechos y derechos perdían tantas horas de su vida sermoneando y rezándole a alguien o algo que no habían visto nunca, no habían tocado nunca, no habían conocido nunca. Era capaz de entender que en la antigüedad veneraran al sol, que daba y quitaba la vida en épocas de oscuridad y malos veranos. Sí, era capaz de entender que el hombre rezara para tener una buena cosecha, rezara para que luciese el sol… le rezase al sol.

Y aun así siempre había sido abierto de miras. Admiraba las enseñanzas de la Iglesia Católica. Respetaba a Jesucristo como hombre y sus ideales, respetaba y de alguna manera creía, o más bien esperaba, que el bien siempre triunfara sobre el mal.

Hasta ahora.

No había Dios.

Era imposible que lo hubiera.

Y en ese preciso momento fue él quien sintió deseos de subirse al púlpito y sermonear a su congénere y decirle lo ridícula que era su fe.

Pero no fue necesario. En ese instante Tom Fenwick perdió la fe, perdió al dios en el que creía desde que era capaz de recordar, y Horace lo vio en sus ojos. El joven se tapó la cara con las manos y sollozó como una criatura.

Después de pasar lista hicieron marchar a los prisioneros hasta la cocina al otro lado del campo. Su ración diaria se reducía a un cuenco de sopa de col aguada y un tercio de una fina rebanada de pan de color marrón oscuro rancio y pastoso, un par de horas después de despertar hacia las siete de la mañana cada día. Horace dividía en tres trozos su ración de pan de cara a la larga jornada que tenía por delante, igual que la mayoría de los hombres. Se sentó en compañía de Tom Fenwick, que por lo general engullía la ración de pan de un bocado. Tenía ante sí a un hombre tomando su última comida, aunque Horace no lo sabía en esos momentos.

El fuerte estaba rodeado por un inmenso foso, aunque sin agua. La única manera de salir de allí era por un puente levadizo vigilado por guardias alemanes a ambos lados de la muralla. Poner un pie en ese puente sin permiso equivalía al suicidio voluntario.

Tom Fenwick le sonrió a Horace y masculló algo acerca de reunirse con su padre. Pero antes de que Horace se diera cuenta de lo que ocurría, Tom Fenwick echó a correr hacia el puente gritando algo indescifrable a pleno pulmón. Como tenía previsto, llamó la atención de todos los soldados de las SS de guardia y cuando se lanzó de un salto hacia la plataforma de madera del puente cayó derribado por una lluvia de balas.

Aun así los alemanes siguieron disparando contra el cadáver que yacía en la superficie de madera y Thomas Albert Fenwick exhaló su último suspiro.

Horace observó las caras de los soldados que habían terminado con la vida del joven sin vacilar.

Sonreían, se felicitaban. Aquello no distaba mucho de los elogios que Horace recibía de su padre muchos años atrás, cuando en su adolescencia abatía a larga distancia una liebre o un conejo que huía a toda velocidad.

Por lo visto los nazis habían disfrutado de su cacería matinal.

Las Waffen SS alemanas dirigían el Fuerte Ocho de Poznan con puño de hierro y una descarada indiferencia rayana en el odio hacia los hombres encarcelados. Había una falta de respeto total por los soldados que habían ido a parar allí. Las SS habían sido adoctrinadas para creer que los hombres de honor morían en el campo de batalla y sólo el mínimo denominador común se rendía o se dejaba capturar. Las palizas a los prisioneros estaban a la orden del día; bastaba con que un hombre mirase mal a un guardia para que lo moliesen a palos.

En cuestión de una semana un oficial de las SS les preguntó a los hombres con fuerzas suficientes para mantenerse en pie si sus oficios en la vida civil podían ponerse al servicio del glorioso esfuerzo bélico alemán. No fue un buen enfoque. Todos los hombres guardaron silencio, salvo uno.

Era Frank Talbot, un aviador de Worcester. Los prisioneros se quedaron de una pieza; algunos incluso se mofaron y lo abuchearon.

—Mi oficio les vendrá que ni pintado a los maravillosos soldados alemanes.

El oficial de las SS sonrió y le preguntó:

—Excelente. ¿Qué profesión desempeñabas allá en Inglaterra, prisionero?

Talbot volvió la mirada hacia la masa de prisioneros y luego la fijó en el hombre de las SS.

—Soy enterrador, señor.

Las filas de hombres asombrados prorrumpieron en risotadas y vítores. Tras la paliza que recibió a continuación, Frank Talbot pasó dos semanas en la enfermería con una fractura de cráneo y otra de tibia. Luego les diría a los hombres que había merecido la pena el sufrimiento.

Los soldados fueron obligados a revelar su oficio civil. Aunque parezca increíble, un peluquero de caballeros quedaba exento de los deberes habituales. A esas alturas todos los hombres del campo tenían piojos, y mantenerlos con la cabeza al rape era la única manera de controlar su propagación.

Llevaron a Horace a un cuartito adyacente a las oficinas del campo y obligaron a los prisioneros de guerra a hacer cola a la entrada. Fue allí donde Horace empezó a afeitarles la cabeza a los prisioneros de la mañana a la noche, sin agua corriente ni electricidad. Los pies se le hinchaban dentro de las botas hasta pedir clemencia conforme avanzaba el día, pero se las apañaba, sentaba a los prisioneros en una vieja caja de zapatos e iba cambiando el peso del cuerpo de una pierna a otra cada varios minutos para dejar descansar un pie cada vez. Y daba gracias a su buena fortuna por saber cortar el pelo, porque no había nada peor que el trabajo que obligaban a hacer a las cuadrillas de puertas afuera.

Los primeros trabajadores regresaron tras la jornada inicial más pálidos y demacrados que sus camaradas desnutridos y medio muertos de hambre en el interior del campo. Flapper estaba entre los que habían sido destinados a la cuadrilla de trabajo. Contó que al principio los hombres estaban contentos de cambiar de escenario, felices de poder disfrutar del aire fresco y hacer un poco de ejercicio durante el breve trayecto hasta las afueras de un pueblo llamado Mankowice.

Como llevaban palas y picos, dieron por sentado que iban a trabajar en alguna obra, tal vez cavando los cimientos para una nueva fábrica u otro campo. Se habían detenido a la puerta de un cementerio y uno por uno les hicieron atravesar la entrada del camposanto, elegante y bien cuidado.

Al principio Flapper creyó que habían ido a adecentar todo aquello como si fueran una cuadrilla de jardineros. Fue entonces cuando se fijó en los nombres de las lápidas. Isaac y Goldberg, Abraham y Spielberg. Y la estrella de David tallada o pintada en todas las losas.

Un cementerio judío.

Teniendo en cuenta los rumores que circulaban por el campo no cabía pensar que los alemanes quisieran podar los setos y eliminar las malas hierbas.

Les dieron instrucciones de cavar una tumba de dos metros de profundidad.

«Ésta tumba es para cualquiera que desobedezca mis órdenes», explicó un sargento que hablaba inglés. Lo horrendo de su tarea empezó a ponerse de manifiesto a medida que seguía divagando.

Tenían que exhumar los cadáveres de los judíos y robarles todo aquello que se hubieran llevado consigo a la tumba. Relojes de oro y anillos… incluso los empastes de oro de sus dientes cariados les fueron arrancados con alicates. Los soldados de las SS montaron guardia mientras los esqueletos medio deshechos eran humillados y despojados de todo.

Luego llevaron los restos de los cadáveres a una fosa enorme cavada por una cuadrilla anterior y los arrojaron sin miramientos.

Garwood lloraba mientras le relataba los detalles a su amigo.

«¿Es que no respetan nada esos cabrones, Jim?», le preguntó entre lágrimas. Describió los cadáveres de niños pequeños y mujeres vestidas con lo que fueran sus mejores galas. Meros harapos a estas alturas, harapos sucios, y cómo obligaron a los prisioneros a desnudar los esqueletos sólo para tener la seguridad de que no pasaran nada por alto.

Había sido un mal día, probablemente el peor hasta la fecha. Como cada día, cada semana e incluso cada mes transcurrido desde su captura, Horace concilio el sueño esa noche convencido de que las cosas no podían ir a peor.

Pero empeoraron.

Teniendo en cuenta lo apurado de la situación, Horace no podía quejarse de la tarea que le habían asignado en el Fuerte Ocho en Poznan. A los hombres les alegraba tener un respiro y una agradable conversación cuando estaban sentados en la improvisada silla del barbero. Era como si hubiera regresado un aire de normalidad a sus desdichadas vidas en los breves minutos que llevaba cortarles el pelo con una cuchilla de afeitar, agua fría y sucia y una pastilla de jabón.

Tanto el peluquero como el cliente se remontaban varios años atrás y llevaban a cabo una suerte de pantomima durante unos preciosos momentos antes de que la realidad surtiera efecto y los hombres se vieran obligados a arrostrar el horror de los soldados de las SS y las crueles condiciones fuera de aquel cuartito.

—¿Va a ir al baile del sábado por la noche, señor?

—Desde luego, Jim, ¿y tú?

—No me lo perdería por nada del mundo. Además he invitado a una preciosidad. Se llama Eva.

—Fantástico, Jim, eres un hombre afortunado. Yo también me he fijado en ella, tiene la silueta de un reloj de arena y además unos pechos bien generosos.

—Y que lo diga, señor.

Y otra asquerosa criatura se arrastró por la hoja reluciente de la navaja. Horace la aplastó al posársele en la uña del pulgar, dejando una huella sangrienta cuando la sangre succionada del parásito brotó en un estallido de su minúsculo cuerpo.

—¿Ya te las has apañado para echarles mano, Jim?

Horace sonrió, frunció los labios y le sonrió al cliente.

—Desde luego, señor. El mejor par de tetas de todo Leicester, con unos pezones como los registros de un órgano de iglesia —contestó entre risas.

Y así iban tirando, y en ocasiones Horace tenía la sensación de encontrarse en el establecimiento de su antiguo jefe en Leicester. Era lo único que podía hacer: engañarse, dejar volar la imaginación y engatusarse. Sobreviviría a la guerra. Tenía que sobrevivir.

Cuando llevaba unas semanas desempeñando su oficio entraron en el cuarto dos oficiales alemanes de las SS. Tres prisioneros esperaban pacientemente en las cajas de zapatos junto a la puerta. Les ordenaron que se fueran, su lugar en la cola había sido ocupado, y uno de los soldados de las SS tomó asiento. El otro se llegó hasta donde Horace le estaba afeitando la cabeza a un prisionero y le abofeteó la nuca. Horace lo reconoció al instante. Era un gigantón de uno noventa que caminaba visiblemente encorvado y siempre trataba a los prisioneros con violencia innecesaria. Los hombres lo habían apodado el Jorobado, y convenía eludirlo a toda costa. Había quien aseguraba, aunque no había llegado a probarse, que en los campos a los que había sido destinado anteriormente mató a golpes a más de media docena de prisioneros.

«Hinaus, dies ist jetzt mein Platz». Fuera, este sitio es mío.

El prisionero se escabulló casi a rastras con la cabeza a medio afeitar. Cuando llegó a la puerta, el otro guardia le dio una patada en el trasero.

«Hinaus!», le gritó.

A Horace le sorprendió y también le preocupó un poco verse a solas con dos soldados alemanes de las SS. Estaba allí plantado con una navaja de afeitar en la mano y el odio empezó a manar en su interior. El alemán se sentó en la caja de zapatos y se señaló la cara.

«Un buen afeitado», le dijo.

No, sintió deseos de decir. No quiero afeitarte. Pero ya sabía cuáles serían las consecuencias si se negaba.

Horace procuró lavar lo mejor posible la navaja y mientras enjabonaba a su cliente notó que le temblaban ligeramente las manos. Cuando Horace se disponía a empezar, el alemán se desabrochó con gesto ostentoso el cinturón con la funda de su pesada pistola Luger de 9 milímetros. Se lo colgó de la rodilla y dijo algo que Horace no alcanzó a entender. Se señaló la garganta y se pasó un dedo por el cuello, luego sacó la Luger de la funda y apuntó al peluquero. De pronto Horace supo con exactitud lo que quería decir el alemán, que volvió a enfundar el arma.

Horace miró al soldado a los ojos y le ofreció una sonrisa tranquilizadora.

—Oye, cabronazo, si decido rebanarte el gaznate puedes estar seguro de que no estarás en condiciones de apretar el gatillo —dijo.

El colega del alemán, que estaba junto a la puerta, se levantó de un salto y le gritó algo al militar sentado, que se levantó y apartó la caja de una patada para luego empezar a gritarle a Horace. El prisionero dejó escapar un gemido al caer en la cuenta de que el alemán que estaba esperando hablaba inglés perfectamente y le había traducido el comentario a su amigo.

La brutal agresión se prolongó durante cinco minutos.

El alemán no usó más que la funda con la pistola. Derribó a Horace golpeándole la cabeza y la cara y luego continuó despiadadamente cuando el prisionero yacía en un charco de sangre, intentando protegerse la cabeza con las manos. Le propinó un golpe tras otro con la gruesa funda de cuero y la empuñadura de acero del arma. El atacante jadeaba a estas alturas y se tomó un descanso de sus esfuerzos. Observó con atención el amasijo ensangrentado en que se había convertido el prisionero. Horace estaba irreconocible y al borde de la inconsciencia. El oficial de las SS pareció quedar satisfecho con los daños causados en la cabeza y la cara. Entonces se centró en el cuerpo. Primero la espalda y luego los hombros y la zona lumbar. Horace se estremeció cuando la Luger lo alcanzó en la clavícula y oyó un crujido.

Y el alemán terminó con las piernas, le golpeó a Horace los muslos, las caderas y las espinillas hasta que finalmente, tras la prolongada agresión, demasiado cansado para seguir, cejó y todo terminó.

Antes de marcharse se inclinó y le escupió a Horace en la cara, se irguió y le propinó una última patada en el estómago.

Horace quedó tumbado en el suelo sin aliento, tan magullado que no podía moverse. Le dolía el cuerpo entero: tenía la cuenca del ojo, la nariz, la clavícula y cuatro dedos rotos, y había varios dientes suyos en el suelo, nadando en su propia sangre.

Pero sonrió para sus adentros… había ganado. El alemán no había conseguido que lo afeitase.

Pese a las heridas, no podría haber sido más feliz, allí tirado en un charco de su propia sangre, su cuerpo convertido en un desecho roto, y finalmente se abandonó a una especie de extraña inconsciencia ufana.

Cinco minutos después se abrió la puerta. Horace no se había movido, era incapaz de moverse.

—Mierda, esos cabrones lo han matado.

Era Flapper.

John Knight, Daniel Staines y, naturalmente, Flapper atendieron a su camarada gravemente herido en el suelo.

—No le encuentro el pulso —comentó Staines—, está muy jodido.

Horace apenas respiraba, pero al tercer intento Dan Staines se las arregló para encontrar leves indicios de pulso. Decidieron no moverlo y optaron por tratar las heridas en el suelo de la improvisada barbería. Le lavaron las heridas con agua fría y se las apañaron para entablillarle los dedos rotos con astillas de madera arrancadas de la puerta del cobertizo.

Flapper Garwood casi no podía contener las lágrimas.

—Ya me las veré yo con ese cabrón, recuerda bien lo que te digo.

John Knight levantó la mirada.

—¿Con la ayuda de qué ejército, Flapper? ¿Has olvidado dónde estás? No tienes armas, ni siquiera una mísera pistola. Es un buen propósito, colega, pero no creas que va a hacerse realidad.

Flapper miró de soslayo la navaja de afeitar de Horace, abierta en el suelo, y empezó a pensar.

Horace recuperó el conocimiento un par de días después y los hombres cedieron parte de sus raciones para que recobrase las fuerzas. De una manera extraña era lo mejor que podía haberle ocurrido. Estaba en lo que se denominaba la enfermería, un cuarto de menos de cuatro metros cuadrados con una cama hecha de cajas de munición desechadas. Pero tenía una especie de colchón y sus heridas habían sido lavadas, desinfectadas y tratadas con vendas de papel. Pero, lo mejor de todo, le habían quitado las botas cuando estaba demasiado débil para resistirse. La piel ennegrecida de los pies se había desprendido como piel de melocotón con el forro de la bota, pero el médico se los había lavado y desinfectado y el oxígeno hizo el resto mientras seguía en cama unos cuantos días, con los pies descalzos y expuestos al aire fresco y húmedo.

Estaba más fuerte a cada día que pasaba, pero el médico discutió con el comandante del campo para que no lo movieran y le recordó los términos de la Convención de Ginebra. Se quejó a voz en grito de la agresión pero el comandante se limitó a encogerse de hombros y decirle que era de esperar: había amenazado con cortarle el cuello a un guardia.

Estuvo allí en reposo seis días más pensando en la vida y en su familia, en el ateísmo, las novias y el pobre Tom Fenwick, pero sobre todo en cómo, en contra de todo lo que cabía prever, por pequeña que fuese la victoria, estaba en su mano cambiar las cosas.

Pensó en la mierda que había lanzado por la ventanilla del tren y en los grandes amigos que lo rodeaban, en la cuadrilla de trabajo en el cementerio judío y sobre todo en Flapper Garwood y cómo el hombre más duro que había conocido en su vida se había venido abajo entre lágrimas mientras le relataba los horrores de lo que se convertiría en su rutina diaria.

Y para consternación del médico, Horace insistió en reincorporarse a sus tareas pocas horas después de que le hubieran concedido cuarenta y ocho horas más en la enfermería.

Sus viejas botas habían ido a parar a la basura y ahora iba con zuecos de madera, los pies envueltos en franela de algodón que lo protegía del frío y de la dura madera de su nuevo calzado. No vería otro par de calcetines en más de cuatro años. Los zuecos le resultaban curiosamente cómodos, y el oficial médico le aseguró que mantendrían a raya la humedad y al mismo tiempo permitirían transpirar a sus pies maltrechos.

Los prisioneros de guerra se pusieron en pie y lo ovacionaron mientras cubría el breve trayecto hasta su lugar de trabajo a primera hora de aquella mañana, y los guardias alemanes, incómodos, lo siguieron con la mirada cuando entró arrastrando los pies en el cuartucho.

El Jorobado que le había propinado la paliza no regresaría a la peluquería. Horace estaba seguro de ello, como estaba seguro de que no pasaría por allí ningún alemán con el Uniforme nazi.

Horace se había alzado con su victoria. Horace Greasley, sin ayuda de nadie, contra el Jorobado y la fuerza del Tercer Reich, y había ganado. Se había apuntado un tanto.

Había recuperado la dignidad.