Los prisioneros eran un incordio. La vida no valía nada; no eran nadie. Horace se apercibió de ello en cuanto la columna de prisioneros abandonó Cambrai. Durante los primeros seis o siete kilómetros marcharon por la carretera general que salía de la ciudad. La hilera de prisioneros aliados se prolongaba hasta donde alcanzaba la vista por la calzada. En un punto la carretera descendía y se enderezaba y Horace pudo ver la vanguardia de la marcha, trémula por efecto del calor del día. La carretera estaba bordeada por los altos árboles que Napoleón Bonaparte había plantado para dar sombra a sus tropas en movimiento. Horace lanzó un grito ahogado al ver semejante inmensidad: la línea de almas en pena se prolongaba a lo largo de más de cuatro kilómetros.
Pasaban camiones y convoyes alemanes cada pocos minutos y las hordas de prisioneros eran empujadas a culatazos a las cunetas para permitirles el paso. Los convoyes de tropas alemanas, tanquistas y conductores jaleaban y se regodeaban y escupían a los pobres desafortunados indefensos. Un matón alemán con la cabeza rapada iba cogido con una mano a una de las barras del techo de un camión. Llevaba los pantalones por los tobillos y con la otra mano se sujetaba el pene para rociar con un chorro de orina caliente a los prisioneros a sus pies. Sus amigos al fondo del camión se partían de risa, venga a señalar y gesticular. Horace se acordó de sus tiempos en la granja y se preguntó cómo un ser humano podía rebajarse al nivel de los animales. En el interior de Horace empezaba a tomar forma un odio que no había sentido nunca.
Ése mismo día sacaron de la carretera a la columna de hombres hambrientos y abatidos y los hicieron marchar campo a través por la única razón de que congestionaban las carreteras y estaban retrasando a las tropas del Tercer Reich que se dirigían al oeste. A medida que se acercaba la noche, el cielo azul adoptó una tonalidad más oscura. Un leve viento enfrió el aire nocturno y Horace sintió un hambre que le era desconocida. Los alemanes debían de tener provisiones para alimentar a los integrantes de la marcha, ¿no?
Una hora después entraron con gran estruendo en el campo varios camiones de gran tamaño. Horace lanzó un suspiro de alivio cuando los vehículos giraron y vio cajas de comida y contenedores de agua, así como un inmenso montón de hogazas de pan en el remolque de un camión. Como era de esperar, los guardias alemanes se turnaron para hacer cola pacientemente ante la mirada de la muchedumbre sedienta y medio muerta de hambre.
La esperanza se convirtió en ansiedad y luego en decepción y desesperación cuando aseguraron los vehículos y, uno tras otro, se marcharon al amparo de la oscuridad. Horace se acomodó de cara a la larga noche en ciernes.
La marcha se reanudó al alba, aunque no sin antes permitirles ser testigos de otra comilona alemana que se convirtió en una tortura para los prisioneros. El vapor brotaba de las tazas de café que sostenían mientras comían huevos pasados por agua y baguettes.
Durante tres días y tres noches siguieron la misma rutina. ¿Qué se traían los alemanes entre manos? En la plaza de Cambrai les habían dicho que iban a enviarlos a campos de trabajo y fábricas, pero ¿en qué condiciones se encontrarían cuando llegaran allí?
Los hombres comían cualquier cosa que encontraran por el camino. Los ojos escudriñaban constantemente el terreno en busca de alguna patata olvidada o nabos medio podridos de la pasada cosecha de invierno. Hurtaban bayas de los setos y mascaban las raíces de cualquier planta que encontraran, incluidas las de tubérculos recién plantados. Era un sálvese quien pueda; había peleas entre hombres que se disputaban una mazorca de maíz desechada o un escarabajo lo bastante desafortunado como para cruzarse en el camino de la marcha.
El cuarto día pasaron por el pueblecito de Cousoire. Una señal en el centro de la población indicaba a los prisioneros que estaban a veinte kilómetros de Bélgica.
Algunos habitantes del pueblo, sobre todo mujeres entradas en años, bordeaban la calle mirando con ojos incapaces de asimilar la interminable hilera de hombres que avanzaban a paso vacilante, hastiados y hambrientos hasta la desesperación. Cuando Horace pasó junto a un grupo de tres ancianas detectó el gesto rápido de una mano. La más joven del grupo, que debía de tener la edad de su propia madre, le tendió una manzana, y su mirada se cruzó con la de él acompañada de una sonrisa.
Una manzana. Una dulce manzana.
Horace le devolvió una tibia sonrisa y alargó la mano para aceptar la ofrenda. Había decidido partirla en tres trozos para los días venideros. Antes de tocarla siquiera con la mano alcanzó a saborear el dulce jugo que contenía, sintió las papilas gustativas estallar en su boca y la textura de la fruta al masticarla con voracidad.
Horace no llegó a paladear la experiencia. Un joven soldado alemán había observado el incidente y sacó a la anciana a rastras por el cuello del vestido hasta mitad de la carretera. De un culatazo le quitó a Horace de la mano el obsequio, que salió rondando hacia el gentío. Una docena de manos se disputaron el premio, propinándose empujones y golpes mientras tres guardias alemanes se abrían paso entre el tumulto lanzando golpes de fusil y patadas a cualquier cabeza que se pusiera en su camino. Horace yacía en el suelo aferrándose la muñeca mientras la mujer lanzaba chillidos igual que un cerdo camino del matadero.
«Bâtard allemand!», insultó al soldado, que la cogió por el pelo.
«Bâtard allemand!», gritó otra vez, y unos prisioneros se rieron del espectáculo que se desarrollaba ante sus ojos, impresionados por el aire desafiante de la mujer y su lenguaje subido de tono.
Horace tenía unos conocimientos de francés básicos, por no decir otra cosa, pero entendió exactamente lo que quería decir la señora. El alemán la tiró al suelo y le apuntó a la cara con el fusil. ¿A qué venía esa amenaza?, pensó Horace. Le había dado una manzana, por el amor de Dios. ¿Qué había hecho para ofender a ese hombre, qué había hecho para disgustar a la nación alemana?
Y entonces ocurrió lo inimaginable. Dio la impresión de que la anciana se quedaba de piedra y asomó a sus ojos una expresión de horror al mirar a los ojos de su agresor. La acción se ralentizó como en un extraño movimiento en cámara lenta mientras el soldado apretaba el gatillo.
La anciana quedó tendida en el suelo, inmóvil, y se formó un charco de sangre como un lago de color carmesí en torno a su cabeza. Un joven prisionero se abalanzó hacia el soldado con los ojos rebosantes de odio pero dos camaradas suyos lo derribaron al suelo con un placaje de rugby.
«¡Maldito hijo de puta!», gritó mientras una mano le cerraba la boca a fin de salvarle la vida.
A Horace le resbaló una lágrima por la mejilla mientras yacía inmóvil, incapaz de entender el acto de cobardía del que acababa de ser testigo. Era sencillamente incomprensible. Sentía deseos de matar al soldado, quería arrancarle los ojos con sus propias manos. Y recordó cómo la víspera le había dado la impresión de que los alemanes estaban a la altura de los animales. No eran animales; había insultado el buen nombre de los animales.
Éstos hombres eran peores.
Las condiciones de los prisioneros se deterioraron a lo largo de los días siguientes pero por fortuna los alemanes hicieron la vista gorda ante los campesinos franceses que repartían los restos de comida que podían compartir. Horace se encontraba hacia el final de la marcha y lo que obtuvo de manos de los habitantes de los pueblos fue muy poco. Se comió las mondas de una naranja un día y un tazón de leche, migajas de pan y un poco de cereal, otro. La multitud de prisioneros se cernía sobre los pueblos como un enjambre de langostas hambrientas.
No sobrevivía nada, todo aquello que fuera susceptible de devorarse se devoraba. Perros, gatos, gallinas… lo que fuera. Se los comían crudos, la sangre caliente del animal recién sacrificado saboreada por los que habían tenido la buena fortuna de atraparlo. Había frecuentes trifulcas entre los prisioneros, peleas por un mendrugo de pan seco o un insecto rechoncho, incluso por el agua estancada. Los alemanes presenciaban las peleas a puñetazos sin intervenir: un poco de entretenimiento ligero durante el largo y monótono viaje.
Cuando se les permitía hacer el único descanso del día, un alto para comer en el que no se comía, los hombres se sentaban en grupos y hablaban de sus familias allá en casa. Eso les ayudaba a mantener el ánimo, y algunos hablaban esperanzados de que todo acabaría pronto y estarían de nuevo con sus seres queridos en cuestión de semanas o meses. A Horace le preocupaba más que Inglaterra fuera invadida por los alemanes y que la vida de su familia fuera tan lamentable como lo era la suya.
Entonces empezó a encarnizarse con ellos de veras la disentería.
Cada pocos minutos alguien abandonaba la marcha y se alejaba unos pasos hasta una zanja en la cuneta, se ponía en cuclillas, y sin el menor rastro de dignidad humana, desalojaba el contenido acuoso de sus entrañas a la vista de todo el mundo. Algunos tenían tiempo para coger un puñado de hierba y limpiarse como mejor podían; otros ni siquiera se molestaban, les traía ya sin cuidado y se subían los pantalones manchados de mierda.
El hedor era permanente, las moscas, constantes. Había hombres que se desplomaban, demasiado débiles para seguir adelante. Los dejaban en la cuneta y eran ejecutados por la sección de alemanes que cerraba la retaguardia.
Las ejecuciones eran habituales y no escapaban a los oídos de la cadena de miseria humana. Seguían el mismo patrón. Horace veía los indicios: hombres que trastabillaban, daban traspiés como si anduvieran borrachos, y luego les cedían las rodillas. De vez en cuando un culatazo en la espalda, una orden de seguir adelante. Y eran ayudados por sus amigos y camaradas, los instaban a seguir adelante y algunos hacían precisamente eso, aliviados al sentir su apoyo.
Pero otros rechazaban la ayuda encogiéndose de hombros, se preparaban para reunirse con su creador, resignados al hecho de que fuera cual fuese su punto de destino, nunca lo alcanzarían.
Y los dejaban allí cuando se desplomaban. Y tras dos o tres largos minutos… aquel horrendo sonido.
Los días se convirtieron en semanas. Horace no sabía cuántas, pero los hombres estaban cada vez más débiles y las ejecuciones aumentaban. Horace tenía un secreto que sólo había compartido con algún que otro compañero. De niño, su madre aliñaba las ensaladas que comía frecuentemente su familia con hojas de diente de león. Rebosaban humedad, eran nutritivas y tenían un sabor curiosamente dulce. Cada vez que se le presentaba la oportunidad, cogía las hojitas de la cuneta y cada pocas horas mascaba el suculento don de la vida. Tenía la boca fresca en todo momento, lo que le permitía prescindir del agua de lluvia de los charcos, la misma agua que había sido contaminada horas antes por las almas aquejadas de disentería a la cabeza de la marcha. Esperaría, sobreviviría, rezando para encontrar una fuente o un tonel lleno de agua de lluvia en el siguiente pueblo francés por el que pasaran: entonces bebería hasta tener el estómago lleno a reventar.
Horace adelantaba a soldados más débiles prácticamente cada hora en un desesperado intento de ponerse al frente de la columna y así sobrevivir, convencido de que los que iban en cabeza tenían la primera opción de hacerse con la comida que hubiera disponible. Llevaba casi dos semanas sin ver a su viejo compinche Ernie Mountain y pensaba en él constantemente. También pensaba en el sargento Aberfield, el cobarde malnacido que había rendido su sección entera sin hacer ni un solo disparo. Horace se enorgullecía de no haberse rendido nunca. Eso le supondría un consuelo durante toda la guerra.
«Yo no me rendí nunca —le contaría a cualquiera que lo escuchase—. No tuve opción. Un cabronazo tomó esa decisión en mi nombre. Un cobarde se rindió por mí».
Una noche tras otra se preguntaba qué habría ocurrido si hubiera podido dar marcha atrás al reloj. Se tumbaba boca arriba contemplando el cielo nocturno despejado mientras las estrellas de una lejana galaxia chispeaban por entre la bruma. Y curiosamente le suponía un consuelo extraño observarlas durante horas.
Pero el hombre que había sellado su destino no tardaba en volver a abrirse paso hasta sus recuerdos y entonces temblaba de rabia. Revisaba en su cabeza los acontecimientos una y otra vez. En ningún momento le había cabido la menor duda de que Aberfield hubiera apretado el gatillo. Aberfield intentó explicarles que les había salvado la vida. Horace no se lo creía. En la sección del Segundo-Quinto Batallón de Leicester había más hombres aptos para el servicio que en la avanzadilla alemana que los había capturado. Tenían posibilidades, muy buenas posibilidades, la oportunidad de acabar con toda la patrulla y reagruparse. Nadie sabía cuántos alemanes había tras esa patrulla inicial pero a Horace le traía sin cuidado; habían tenido la opción de luchar, de sobrevivir, la opción de huir para luchar al día siguiente, y Aberfield había tomado la decisión en nombre de todos y cada uno de ellos, y no tenía ese derecho.
Horace había leído relatos de soldados de la Primera Guerra Mundial que habían sido fusilados por desobedecer órdenes. Había leído informes sobre soldados de infantería que se volvían contra los oficiales al mando. Y ahora entendía sin asomo de duda lo que les había impulsado a hacerlo.
Estaban ya en lo más profundo de Bélgica. Se rumoreaba que iban camino de Holanda, donde los hacinarían en barcazas para seguir el curso del Rin hasta los campos de prisioneros en Alemania.
Por una vez radio macuto estaba en lo cierto. Por desgracia esos planes los mandó al garete la RAF unos días después cuando se apresuraron a hundir todas las embarcaciones.
Horace tenía los pies destrozados. Cuando hicieron un alto en un campo húmedo en las afueras de Sprimont, a menos de cincuenta kilómetros de la frontera entre Bélgica y Luxemburgo, tuvo la sensación de que ya no podía seguir adelante. Había trabado amistad con un hombre de Londres, Flapper Garwood, un gigantón que antes de empezar la marcha pesaba cien kilos. Flapper aseguraba estar perdiendo unos tres kilos al día, y calculaba que en las pocas semanas que llevaban en camino había adelgazado más de trece kilos.
Horace vio arrodillarse al hombretón.
—¿Por qué te llaman Flapper[1]? No te lo había preguntado.
Garwood se encogió de hombros.
—Los chicos dicen que cuando juego al fútbol hago girar los brazos como molinos de viento, eso es todo.
—¿Juegas a menudo?
Garwood miró hacia la columna de prisioneros y los guardias alemanes y enarcó las cejas.
—No se han celebrado muchos partidos últimamente, Jim. Creo que han debido de suspenderlos por alguna razón.
Los dos hombres rieron ante la ironía del comentario.
—Pero sí, se me daba bastante bien, y antes de que Hitler empezara a hacer alarde de fuerza hasta firmé como profesional con el Tottenham.
—Con que Flapper, ¿eh? Vaya apodo —comentó Horace.
—Puedes llamarme por mi nombre completo si lo prefieres.
—¿Qué es?…
—Herbert Charles Garnett Garwood.
Horace sacudió la cabeza.
—Será mejor que te llame Flapper.
Flapper se cogió a la pantorrilla de Horace mientras tiraba suavemente del talón de la bota. Horace gritó de dolor cuando su compañero le sacó la bota. Flapper levantó el pie para examinarlo.
—Joder, tío, se te ve el blanco del hueso por este boquete —dijo al tiempo que señalaba la ampolla.
—Me estás tomando el pelo, ¿verdad, Flapper? No le estaba tomando el pelo.
Flapper se alejó y regresó poco después con un puñado de hierba empapada que aplicó sobre la zona más afectada. Ninguno de los dos estaba seguro de los beneficios de ese tratamiento, ni de si sería más provechoso que perjudicial. A Horace no le importó: le supo a gloria. A la mañana siguiente tendría un dolor de mil demonios cuando se pusiera en pie y las pesadas botas se le clavaran en los pies ensangrentados y rebosantes de pus. Durante los primeros kilómetros se apoyó en Flapper, resignado y por lo visto feliz de cargar con el lastre de un amigo al que conocía desde hacía sólo unos días. Recorrido un trecho las botas cedieron y Horace fue capaz de seguir adelante sin ayuda. Tenía los pies tan entumecidos que ya ni siquiera notaba el dolor.
Entonces lo vio.
A escasos metros de allí divisó las inconfundibles coronas en las solapas, propias del rango de sargento mayor. Aquéllos andares encorvados, aquella figura baja y fornida, sólo podían corresponder al sargento Aberfield.
Horace aceleró el paso. Flapper percibió la urgencia de su actitud y se preguntó qué ocurría mientras intentaba no quedarse a la zaga de su amigo. Horace le dio un toque en el hombro a Aberfield y éste se volvió.
Sonrió. Tuvo los cojones de sonreír, pensaría Horace más adelante.
«Buenos días, Greasley. ¿Cómo lo llevas, amigo mío?».
Horace lanzó la mano a la entrepierna del sargento mayor y lo cogió por los testículos. Apretó los dientes hasta hacerlos rechinar, gruñó, apretó con fuerza y le retorció el escroto con las pocas fuerzas que le quedaban. El sargento mayor se quedó boquiabierto y palideció mientras se ponía de puntillas en un vano intento de minimizar el insoportable dolor.
Horace nunca le había metido un cabezazo a nadie. Ni siquiera recordaba haber rematado de cabeza un balón en la escuela; no tenía el menor interés en esas cosas. Le salió como si fuera lo más natural. No lo tenía planeado en absoluto.
Pero fue efectivo, eso desde luego. Le soltó los huevos a Aberfield y se retiró unos centímetros. El alivio en el rostro del sargento mayor fue instantáneo, casi rayano en lo orgásmico. Y mientras una fugaz sonrisa asomaba al rostro de Aberfield, Horace le lanzó un cabezazo al puente de la nariz. El hueso blando y el cartílago cedieron al impacto y saltó por los aires una rociada de sangre. Cuando Aberfield se venía abajo, chillando igual que un cerdo herido, un culatazo alcanzó en la espalda a Horace, que cayó al suelo. De inmediato se levantó de un salto, listo para vérselas con el atacante, listo para meterle un puñetazo en la cara al teutón y firmar su propia sentencia de muerte. En ese momento le traía todo sin cuidado, estaba dispuesto a morir.
Pero intervino Garwood, que inmovilizó a su amigo con un abrazo de oso y se lo llevó a rastras hacia el interior de la muchedumbre. Y Flapper no lo soltó durante cinco minutos, pese a que Horace protestó y forcejeó con toda su energía. Cuando su respiración volvió a la normalidad dio gracias a un dios en el que no creía por su amistad recién trabada.
A Horace le parecía que las muchas semanas de marcha continuada a través de Francia, Bélgica y Luxemburgo se habían convertido en algo horrible. Era como una pesadilla hecha realidad que los estaba matando de hambre, les estaba destrozando las piernas, les estaba arrebatando toda su energía. Veía a sus camaradas morir delante de sus ojos sin poder levantar un dedo. Eso era lo peor: la tortura psicológica de ser inútil, estar controlado, dominado, conducido en manada como un animal. Sin la opción de decidir cuándo comer o cuándo mear y cagar.
Nada en la vida podría ser tan horrendo. O eso pensaba.
Los tres días siguientes a bordo de un tren rumbo a Polonia le harían recordar la marcha como un lujo.
No se limitaron a hacerles subir al tren al otro lado de la frontera de Luxemburgo, en Clervaux, sino que los hacinaron, patearon y golpearon. La culata del fusil volvió a convertirse en el arma de ataque preferida del soldado alemán. Flapper Garwood encajó de lleno uno de esos culatazos, que le abrió las carnes debajo del uniforme. Sin cuidados ni puntos de sutura, la cicatriz lo acompañaría durante el resto de su vida.
El andén de la estación estaba sembrado de unos veinte cadáveres, los prisioneros aliados que se habían demorado un poco a la hora de obedecer las órdenes de sus captores. Tenían que atravesar un pasillo formado por una veintena de alemanes a cada lado. Los prisioneros aliados subían literalmente a la carrera a los vagones del tren, en manada igual que el ganado. Si se corría lo suficiente había menos posibilidades de recibir golpes. Garwood cogió a Horace por la manga.
—¿Listo para correr, Jim?
—Desde luego que sí, Flapper. Al menos ha terminado la puta caminata. Flapper sonrió.
—Y al menos tendrán que alimentarnos como es debido si quieren que trabajemos.
—Y que lo digas, Flapper. Vamos allá.
Los dos hombres corrieron tan rápido como les fue posible, cubriéndose la cabeza con las manos. Horace recibió un puñetazo de refilón y Flapper, otro culatazo exactamente donde tenía la primera herida. Se estremeció de dolor y notó una sensación de náusea que le brotaba del estómago vacío. Pero otros en el interior del vagón habían corrido peor suerte.
—Me parece que hemos salido bastante bien librados —dijo Flapper, que señaló a un prisionero que sangraba por una herida en la cabeza. Luego subieron a rastras al vagón otros cuerpos inconscientes.
Para cuando los alemanes echaron el cerrojo de la puerta los hombres estaban apretados como sardinas, tal vez hasta trescientos en un vagón. Algunos se abandonaron al pánico y empezaron a gritar al notar los efectos de la claustrofobia. Horace no podía levantar las manos por encima de la cabeza. Le dolían los pies y no quería otra cosa que sentarse o tumbarse, pero le era imposible.
Cuando llevaban una hora de viaje le asaltó a Horace la necesidad de cagar. Más afortunado que la mayoría, pudo controlar el impulso, a diferencia de los que estaban aquejados de disentería.
—Tengo que cagar, Flapper —dijo en un susurro que sólo alcanzó a oír su compañero.
—Ay… Dios santo… dime que no es verdad.
—Me temo que sí, colega.
Flapper decidió llamar la atención de los hombres discretamente para permitir a su amigo un poco de dignidad.
—Dejad sitio… este hombre tiene que cagar —gritó.
Resonó un gruñido colectivo por todo el vagón mientras los hombres se empujaban y echaban a Horace hacia el rincón más alejado.
«Estamos llegando a una estación», gritó alguien, asomado a una ventanilla abierta del vagón, y de pronto Horace tuvo una idea. Se abrió paso por la fuerza hasta donde se encontraba el hombre que había gritado. A esas alturas el dolor que sentía en las entrañas era atroz, tanto es así que tenía que apretarse las nalgas con las manos.
—¿Hay algún alemán en la plataforma? —le gritó al hombre que se asomaba por la pequeña abertura.
—Hay docenas de cabezas cuadradas, colega.
—Entonces aparta de ahí ahora mismo, ¿quieres?
Ante la mirada de asombro del resto del vagón, Horace se bajó los pantalones y vació las entrañas en el interior de su gorra de reglamento. El hedor era insoportable pero Horace se las arregló para llegar hasta la abertura, teniendo buen cuidado de no derramar la mierda de la gorra. Calculó el movimiento del tren. A una velocidad aproximada de unos treinta kilómetros por hora, no estaba aminorando la marcha ni iba a detenerse. Una sonrisa de oreja a oreja iluminó su cara cuando vio una fila de seis soldados alemanes a apenas medio metro del borde de la plataforma. Colocó la gorra de manera que pudiera sujetarla por las solapas laterales con una mano. A estas alturas el resto del vagón ya se había dado cuenta de lo que intentaba hacer y se puso a jalearlo y a gritarle mensajes de ánimo.
Escogió el momento a la perfección. Con un giro de muñeca soltó una de las solapas a dos o tres pasos de la fila de alemanes. La mierda salió despedida por el aire a la altura de su cara igual que una bandada de estorninos desorientados, impulsada hacia delante por el ímpetu del tren. El primer alemán se las arregló para apartar la cabeza al apercibirse de lo que pasaba pero sus cinco amigos no fueron tan rápidos y los apestosos excrementos fueron a parar sobre sus cabezas y hombros como una explosión.
Dio justo en el blanco y levantó el brazo en un gesto triunfal mientras resonaban en sus oídos los vítores. Había marcado el tanto ganador en una final de copa, el ensayo decisivo en un partido internacional.
El momento de euforia tocó a su fin poco después. Pero enseguida se repitió una y otra vez. Era la única arma que tenían para enfrentarse a los alemanes, pero eso entonces no importaba. Era una pequeña protesta, un gesto, un corte de mangas al enemigo, y se lo tomaron en serio. Un rincón del vagón fue bautizado como el «rincón de la mierda» y los prisioneros arrastraban los pies y se retorcían para dejar al siguiente pobre desgraciado el espacio suficiente a fin de que pudiera bajarse los pantalones y lanzar su «bomba» en un casco, una gorra o un recipiente cualquiera, lista para arrojársela a cualquier alemán que estuviera de guardia en la siguiente estación. De vez en cuando pasaban por encima de cadáveres: el calor, el hambre y la sed se habían cobrado sus víctimas.
Lanzaron mierda en Darmstadt, Hammelburg y Kronach. Cada vez que un soldado enseñaba el culo y se propagaba desde el suelo del vagón el olor a mierda resonaban vítores amortiguados entre la masa compacta de hombres hacinados.
Pero seguían muriendo.
Y por la noche dormían de pie, apoyados los unos en los otros mientras el movimiento oscilante del tren les endilgaba unas pocas horas de descanso. Horace se había quedado sin hojas de diente de león tras compartir las escasas raciones con su mejor amigo de Londres. Tenía la boca amargamente seca y una rata gigantesca le roía la membrana del estómago pidiendo comida. No podría sobrevivir más allá de unas horas. Lo único que quería era tumbarse y dormir. Deseaba rendirse a lo inevitable.
Ya era de día, pero seguía teniendo ganas de dormir. Se le cerraron los ojos y se apoyó en el hombre que tenía al lado. Ése hombre estaba rígido, como una tabla, y Horace le miró la cara al pobre desgraciado, que parecía pintada de un gris espectral.
Se le fue la cabeza a otra parte. Estaba en un prado con su padre cazando conejos, un buen día, tres piezas cobradas y un breve paseo de regreso a casa por la hierba húmeda. El olor… el olor a hierba húmeda, y luego los conejos cocinados en una empanada que su madre sacó del horno. Y la familia se sentó a la mesa de la cocina uno tras otro: mamá, papá, Daisy, Sybil y Harold, y el pequeño Derick en la trona de madera, que no dejaba de sonreír y gorjear mientras golpeaba el brazo de la silla con una cuchara como si fuera una baqueta. Caras felices, todos listos para compartir la comida, beber la limonada fresca que había comprado mamá como algo especial al vendedor ambulante que pasaba dos veces a la semana por Pretoria Road. Y el sabor de la carne tierna, la salsa y la pasta de la empanada que sólo su madre era capaz de hacer. Pero alguien miraba por la ventana blandiendo una antorcha. Un desconocido ceñudo, y luego una orden en un idioma extraño. Y otro hombre que abría la puerta de una patada y entraba fusil en mano, y Horace que se interponía entre su madre y aquella bestia de hombre cubierto de esvásticas de la cabeza a los pies, que le lanzó un revés a la cara…
Flapper le estaba palmeando la mejilla.
—No se te ocurra dejarme en la estacada, pedazo de paleto. Vamos a salir de ésta juntos.
Flapper le metió unas hojas de diente de león en la boca.
—Come. Aún me quedan unas cuantas. Me hice con reservas justo antes de entrar en Luxemburgo.
Horace apenas tenía fuerza de voluntad suficiente para masticar. La energía y el jugo de las hojas casi no hicieron efecto. Habían perdido toda su sustancia en el bolsillo de su compañero. No quería mascar, no tenía fuerzas para ello, pero Flapper le cogió la mandíbula entre sus manazas y con un movimiento circular obligó a su dentadura a masticar.
—Mastícalas. Estamos juntos en esto.
Horace asintió y susurró en voz queda:
—Un pacto, Flapper… tú y yo juntos. Nada de rendirse.
Horace perdió el conocimiento y no iba a recuperarlo por mucho que lo engatusaran o lo abofeteasen.
Cuando por fin volvió en sí, estaba sentado en el andén de una estación y el aroma de una especie de sopa impregnaba el aire. Flapper, arrodillado delante de él, le daba suaves palmadas en las mejillas.
—Despierta, Jim. Vamos a comer algo.
Horace no estaba soñando: había olido a sopa. Desvió la mirada hacia la fila de presos que recogían sus escasas raciones en cualquier recipiente al que pudieran echar mano.
—¡Sopa caliente, Jim, increíble!
Horace se puso en pie con ayuda de Flapper y casi echaron a correr para ponerse a la cola. Se preguntó de dónde había salido semejante arrebato de energía. A cada prisionero de guerra le correspondía medio cazo de aquel líquido y un mendrugo de pan alemán de color marrón oscuro. Horace aceptó el pan con agradecimiento, le dio un buen bocado y se metió el resto en el bolsillo.
—No hay tazones —gritó Flapper cuando llegaban al principio de la fila. Horace miró más adelante. Algunos afortunados conservaban aún su casco reglamentario, pero la mayoría aceptaban la sopa caliente en el cuenco de las manos sucias.
Los que se la tragaban más aprisa de la cuenta pagaban las consecuencias al llegarles la sopa caliente al estómago, encogido hasta límites increíbles. Vomitaban el alimento líquido casi tan rápido como lo tragaban. Aunque la sopa caliente les quemaba las manos, Flapper y Horace la tomaron a lentos sorbos, saboreando cada trago. La sopa había que agradecérsela a la Cruz Roja, que de alguna manera había averiguado que el tren de la muerte se dirigía hacia el sur. También les suministraron el agua fresca y limpia que bebieron después los hombres.
Retiraron los cadáveres de cada vagón y los amontonaron en el extremo más alejado de la estación. A los prisioneros restantes los hicieron subir en tropel al tren de nuevo. El espacio sobrante hizo sentirse culpable a Horace. Seguían sin poder sentarse pero tenía el estómago lleno y había saciado la sed. Había sobrevivido un día más.
A primera hora de la mañana siguiente el tren se detuvo con una sacudida. Tres o cuatro prisioneros consiguieron asomarse por las ventanillas y uno leyó el cartel en mitad del andén.
—P-o-s-e-n —deletreó alguien.
—Posen. Poznan —explicó otro prisionero.
—¿Dónde demonios cae eso?
Flapper Garwood miró a Horace.
—En Polonia, Jim. Estamos en Polonia.
Por fin habían llegado a su destino. Joseph Horace Greasley había llegado a Polonia, ocupada por los alemanes, donde pasaría los siguientes cinco años de su vida.