A mediados de mayo de 1940 dieron orden de entrar en acción al Segundo-Quinto Batallón de Leicester. Alemania había invadido Francia, Bélgica y los Países Bajos. Neville Chamberlain había dimitido y Winston Churchill ocupó el puesto de primer ministro del Reino Unido.
El Tercer Reich avanzaba a marchas forzadas. Luxemburgo había sido ocupado y el general Guderian del cuerpo motorizado del ejército había abierto brecha en Francia por Sedán, un desastre estratégico para los aliados. Churchill intentaba fortalecer el espíritu del país con su discurso de «sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas». Rotterdam había sido arrasada por los bombardeos de la Luftwaffe, con el resultado de miles de muertes civiles, y el ejército holandés había capitulado. Churchill hizo una visita sorpresa a París y, para su consternación, se encontró con que la resistencia francesa prácticamente había capitulado.
El Reino Unido resistía completamente solo en Europa.
Únicamente se oía el lento retumbo del camión de cuatro toneladas cargado de tropas; sus ocupantes estaban en silencio. Había rumores sin contrastar de que los alemanes habían rebasado la Línea Maginot y avanzaban por Francia. La Línea Maginot estaba constituida por fortificaciones de hormigón, obstáculos antitanque, casernas de artillería y nidos de ametralladoras, y se había establecido durante la Primera Guerra Mundial. Estaba diseñada para repeler cualquier ataque de los alemanes y se consideraba impenetrable.
El sargento mayor Aberfield había negado el rumor y aseguraba que la línea se mantenía firme. Había dicho que el batallón iba camino de Bélgica para recibir a los teutones. Horace le había preguntado a su sargento, luego a un teniente de alto rango y después al sargento mayor Aberfield cómo iba la guerra y adonde se dirigían exactamente. Cada vez había recibido una respuesta diferente y tenía la sensación de que nadie lo sabía a ciencia cierta.
Horace tenía entre las manos un esquema toscamente dibujado a partir de un mapa del norte de Francia que poseía su sección de veintinueve hombres. Era propiedad del sargento mayor Aberfield, que lo había dejado desatendido mientras cenaba la víspera. Horace lo bosquejó a lápiz y anotó la ciudad de Lille y la región de Lorena, así como algunos pueblecillos de la región de Alsacia. Sombreó minuciosamente las fronteras de Bélgica y Luxemburgo y había trazado su avance conforme iban cruzando pueblos y ciudades.
Así que ahora estaba más que perplejo.
Poco antes habían pasado por Caudry y, según suponía, hacia Hirson en dirección a la frontera con Bélgica y Luxemburgo. Para su sorpresa, habían dado la vuelta y se habían dirigido hacia el norte y ahora, en la ciudad de Hautmont, a cuarenta kilómetros escasos de la frontera belga, el convoy se había detenido y luego habían ordenado a los hombres que se apearan a echar un cigarrillo rápido y orinar. Varios oficiales se habían reunido y charlaban inclinados sobre un mapa de grandes dimensiones extendido en el suelo. El sargento mayor Aberfield se irguió y señaló el mapa con una vara. Horace no alcanzó a oír bien lo que decía.
Regresaron todos al camión y el conductor giró hacia el oeste en dirección a Cambrai. Horace sostuvo el esquema apoyado en las rodillas, y las manos empezaron a temblarle cuando cayó en la cuenta de la horrible realidad.
El batallón había dado media vuelta; se batían en retirada.
Una hora después el camión se detuvo y ordenaron a las tropas que volvieran a bajar. Fue como si la sección entera lo hubiese oído al mismo tiempo: estaba muy claro, un instante después de que el motor del camión hubiera renqueado hasta pararse. Disparos.
Disparos y proyectiles de artillería; el sonido llegaba a lomos del viento del Este. Era difícil decir con exactitud a qué distancia quedaba el ruido, tal vez a tres o cuatro kilómetros. Horace sonrió al tiempo que una descarga de adrenalina le provocaba un estremecimiento que le recorrió todo el espinazo, y se sintió preparado. Nunca había estado tan seguro de nada en su vida. Al fin parecía que iba a ver un poco de acción.
Se habían detenido en la cuneta cerca de un área boscosa. El camión en el que iba Horace había entrado por un cortafuegos en el bosque y recorrido cerca de medio kilómetro. El resto del convoy se había marchado. Estaban aislados, listos para alguna clase de refriega, aunque no sabían de qué índole. Horace lo percibió, al igual que algunos otros hombres que se habían sumido en un abatimiento extraño. Aberfield estaba a cubierto de los árboles dando caladas a un pitillo con dedos temblorosos. Tenía la cara de una palidez cadavérica, como un muerto viviente.
Horace había recibido instrucciones de encaramarse al techo de lona del camión de cuatro toneladas con un fusil ametrallador Bren. El cabo le había dicho que merodeaba por allí un avión de reconocimiento alemán. La tarea de Horace consistía en derribarlo con una ráfaga continua del fusil ametrallador. El resto de los hombres se ubicaron en torno al camión, preparados con sus fusiles Enfield 303.
«Eres el mejor tirador, Greasley», le dijo el cabo a modo de explicación cuando Horace se subió al techo y quedó a cargo del fusil ametrallador Bren. Horace no necesitaba ninguna justificación: estaba listo. De hecho, no podría haber estado más entusiasmado.
Permaneció tendido boca arriba encima de la tensa lona durante casi dos horas. Había quitado el seguro del Bren y tenía el dedo en el gatillo con el arma apuntando al cielo. Un par de veces le pareció oír el zumbido de un motor de avión a lo lejos, pero para su decepción se había desvanecido.
—¡Baja, Greasley! —le gritó el cabo—. Ya llevas bastante rato ahí arriba.
—Estoy bien, cabo, no he estado mejor en toda mi vida. Voy a…
—Mueve el culo cuando te lo digo, Greasley. Dos horas ahí arriba, concentrado, es más que suficiente. Venga, no tenemos todo el día.
—Pero, cabo, yo…
—¡Es una orden, joder!
Otro joven recluta subía al techo del vehículo con aire de que no le hacía ninguna gracia. Horace sonrió al tenderle una mano para ayudarlo a trepar.
—Me parece que te va a tocar la parte más divertida, Cloughie.
El otro no respondió; parecía aterrado.
El soldado Clough no llevaba más de diez minutos en el techo cuando oyeron el ruido inconfundible de un avión que se aproximaba desde el oeste. El Messerschmitt ME 210 estaba en patrulla de reconocimiento con la misión de observar los movimientos de las tropas aliadas y luego informar sobre ellos. Aun así iba equipado con cuatro cañones de veinte milímetros y un artillero instalado en la cola del avión con ametralladoras MG 131 listas para abrir fuego. El piloto se puso en contacto por radio con el artillero de cola: estaban a punto de correrse una buena juerga.
El avión se ladeó bruscamente cuando el piloto apoyó ambos pulgares en los botones situados en la parte superior de la palanca de control. Hizo descender el aparato otros cien pies o así y lo alineó con el cortafuegos en mitad del bosque como si se aproximara a una larga pista de aterrizaje para tomar tierra. Iba a ser fácil: se cargaría unos cuantos cerdos ingleses y volvería a casa a tiempo para cenar.
Horace tuvo que reconocer que la visión del aparato bramando hacia ellos a menos de ochenta pies del suelo era aterradora. El ruido se hizo ensordecedor cuando el avión aceleró hacia el camión al descubierto. La mayoría de la sección se había puesto a salvo en el bosque; alguno que otro disparaba su arma, aunque sin esperanza de alcanzar nada a través de las ramas de los árboles. Horace era el único en el claro, con la culata del fusil 303 apoyada en el hombro, disparando contra las hélices del avión con los dientes bien apretados. En cualquier momento el Bren lanzaría una andanada de disparos y el avión caería derribado. Y entonces la oyó. Una ráfaga de ametralladora, y luego otra, y otra más. Fue como música para sus oídos. Un sonido maravilloso, pensó Horace, que sintió envidia del hombre que estaba encima del camión de cuatro toneladas.
Ahora más cerca incluso, Horace esperaba ver un penacho de humo, una explosión en el cielo. Pero para horror suyo, en una décima de segundo se dio cuenta de que los disparos no procedían del Bren que había encima del camión sino de las ametralladoras del avión. Veinte metros más allá las balas penetraron en la tierra con un golpeteo seco, levantando nubecillas de polvo. Horace estaba directamente en su trayectoria. Cada vez se acercaban más, como la muerte en cámara lenta.
No tuvo tiempo de pensar, la adrenalina lo proyectó hacia delante y el fusil se le hincó hasta tal punto en el hombro que le causó un intenso dolor. Las dos hileras de balas desgarraron el techo del camión y los proyectiles pasaron zumbando junto a sus oídos. Y entonces se hizo la oscuridad provocada por un dolor agudo en el cráneo que le hizo perder el conocimiento.
Horace no se sintió mejor cuando unos segundos más tarde volvió en sí y averiguó, por boca de los demás, lo que había ocurrido. Un médico le había vendado un profundo corte en la frente y tenía en la cabeza un hematoma del tamaño de un huevo. Un instinto de supervivencia en estado puro lo había hecho lanzarse debajo del vehículo en el último momento, y se había golpeado la cabeza con la barra de hierro que sujetaba la rueda de repuesto. Había estado a punto de morir: una bala le atravesó los pantalones y no le había alcanzado la pierna por una fracción de milímetro.
Había mirado a la muerte a los ojos. De hecho, le había metido un buen golpe en los morros. Tenía derecho a estar conmocionado, aturdido incluso. Merecía estar eufórico por haber salido con vida, y encantado con los elogios que le estaban dispensando sus colegas uno tras otro. Hasta Aberfield le había dado unas palmadas en la espalda y mascullado unas palabras de felicitación.
Pero todo lo que sentía era decepción. El hombre en quien había confiado era el soldado Clough, que iba armado con un fusil ametrallador Bren. El Bren podía disparar doscientos proyectiles por minuto y el soldado Clough no había apretado el gatillo ni una vez. Mientras Horace Greasley estaba solo en el claro del bosque disparando contra el Messerschmitt en cuanto se había hecho visible, Bill Clough bajó de un salto al suelo en un fluido movimiento y huyó como un conejo asustado hacia lo más profundo del bosque. Y Horace se había enfrentado a la impresionante potencia de fuego del Messerschmitt a solas. Horace, con un fusil de repetición, contra un avión armado y dotado de un artillero de cola capaz de hacer pedazos a un hombre en cuestión de segundos.
Había tenido suerte, de eso no cabía duda. Pero si había permanecido allí era porque se creía protegido por su compañero.
Le dijo al sargento que mantuviera a Bill Clough fuera de su vista unos días.
La sección entera había subido de nuevo al camión y a Horace se le permitió ir en la cabina. A Aberfield le pareció que no sería bueno para la moral de la tropa que Horace empezara a arremeter de pronto contra uno de sus camaradas.
Oía retazos de la conversación de Aberfield con el conductor, aunque la mayor parte del tiempo sencillamente contemplaba los campos. Ringleras de maíz amarillo bailaban una melodía interpretada por el viento. De vez en cuando reparaba en otro letrero que le indicaba que seguían en retirada. No debería ser así, pensó, mientras recordaba las arengas que había escuchado en la antigua sede del campo de criquet en Leicester. Los valientes del Segundo-Quinto Batallón de Leicester no debían correr a esconderse; no era eso lo que había oído por boca del oficial cuando describía la gloriosa historia del regimiento. Y tampoco debía haber un cobarde entre sus filas, porque Bill Clough no era más que eso. ¿Cómo podía haber hecho algo así?
Horace se pasó la mano por el vendaje de la cabeza. El médico estaba en lo cierto, la hinchazón había bajado, pero tenía un dolor de mil demonios. Una hora después se detuvieron a orillas de un río y Aberfield ordenó a las tropas que se apearan. Se encontraban a las afueras de Hautmont junto al río Sambre. Un viejo puente de piedra cruzaba el río por allí, y mientras los soldados tomaban posiciones en la ribera oeste, Aberfield les dio sus órdenes:
—El puente tiene gran importancia estratégica, soldados, y tenemos buenas razones para creer que los alemanes intentarán cruzarlo muy pronto. —Aberfield volvía a lucir su máscara blanca; las palabras le salían entrecortadas—. Una patrulla alemana viene de camino. Disponemos de unas horas, según nos han informado, así que cavad trincheras y camuflaos.
Horace y sus compañeros estuvieron atrincherados dos días con sus noches. Se turnaban para dormir unas horas con los fusiles bien a mano. Los Bren se apostaron en un montículo cubierto de hierba, a cargo de los dos muchachos más veteranos de la sección. Aberfield brillaba por su ausencia. Había optado por ocupar una posición en el perímetro de la población junto con el operador de radio. Hacia mediodía de la segunda jornada, Aberfield y un sargento volvieron con una docena de hogazas de pan francés y una tetera con leche caliente. Los hombres comieron y bebieron con voracidad. Era lo primero que se llevaban a la boca en casi tres días. La cocina de campaña del batallón se había desgajado de la compañía y nadie sabía dónde estaba.
Eran las seis de la tarde del segundo día y de pronto cambió el ánimo de los oficiales al mando. La tensión en el ambiente alcanzó unos niveles inauditos cuando les informaron que una patrulla alemana estaba a unos minutos escasos del puente. Horace se arregló el camuflaje bien ceñido a la cabeza y se llevó la culata, del fusil al hombro. Controló la respiración y escuchó al sargento explicarles que sólo debían abrir fuego cuando lo hiciera él.
Horace permaneció tan quieto como le fue posible. Era consciente de un silencio raro. Las armas que habían resonado a lo lejos y el rumor del tráfico de la población, que se oía de tanto en tanto traído por el viento, parecían haber quedado congelados en un extraño y silencioso túnel del tiempo. Hasta los pájaros habían dejado de cantar como si de alguna manera estuvieran al tanto.
Apenas diez minutos después Horace vio al primer alemán acercarse al puente con cautela. La información era correcta: por fin parecía que alguien del bando aliado estaba haciendo algo bien. Acercó el dedo al gatillo mientras alineaba lentamente la mira en V del fusil con el pecho del soldado enemigo que daba sus primeros y vacilantes pasos sobre el puente. Aparecieron entonces cinco o seis alemanes más. Horace notó que se le formaban en la frente gotas de sudor. Estaba a punto de matar a otro ser humano. Ahora ya no había marcha atrás.
El que abría la marcha estaba ya hacia la mitad del puente. Lo seguía al menos una docena de nerviosos compañeros. Sin aviso previo resonó un disparo a su espalda y la cabeza del soldado explotó como una naranja. Mientras se desplomaba, una fina neblina roja permaneció extrañamente suspendida sobre él. Una descarga cerrada de disparos se cernió sobre la patrulla en el momento en que Horace apuntaba al segundo soldado. Apretó el gatillo, el retroceso del fusil le golpeó el hombro al efectuar la descarga y el hombre cayó como un saco de patatas hacia el antepecho del puente. El instinto se apoderó de él; no tuvo tiempo de pensar en lo absurdo de la guerra ni en la familia de aquel joven en Berlín, Munich o Hanover, en cómo reaccionarían cuando les comunicasen que su padre, su hijo, su hermano había sido asesinado en defensa de la madre patria. Derribó al menos a otros dos y metió dos balas más en un cuerpo agonizante que hacía un último esfuerzo por recuperar su fusil en la plataforma del puente. Los Bren remataron un trabajo bien hecho. Horace se sintió curiosamente eufórico. Había cumplido con su deber sin vacilar. Algunos hombres empezaron a lanzar gritos de alegría. Horace guardó silencio.
El sargento mayor dio instrucciones a Horace y otros tres miembros de la sección de infantería británica de que aseguraran el puente, expresión militar que significaba que comprobasen que los alemanes estaban muertos. Horace abrió camino hasta el puente acompañado de Ernie Mountain, Fred Bryson y el jefe de sección Charlie Smith. El corazón le latía con tanta fuerza debido a una mezcla de adrenalina y, naturalmente, miedo, que estaba convencido de que sus compañeros podían oírlo. Llegó a la mitad del puente, donde el primer alemán yacía boca abajo. No era insólito que un hombre herido o agonizante estuviera aferrado a una granada cebada, decidido a suicidarse haciéndose saltar por los aires junto con unos cuantos enemigos cercanos. Horace había oído historias de alemanes muertos que volvían milagrosamente a la vida y se cargaban a media docena de incautos soldados aliados. Estaba decidido a cumplir con su cometido y no pensaba bajar la guardia hasta que se hubiera confirmado la muerte de todos y cada uno de los alemanes que permanecían tendidos en el puente, ensangrentados e inmóviles.
Volvió la vista por encima del hombro. El resto de la sección había permanecido en su lugar, apuntando con sus fusiles hacia el puente. Confiaba en que fuesen tan buenos tiradores como él, porque acababa de percatarse de que ahora su propio cuerpo estaba en su línea de fuego. Sus tres colegas y él tomaron posiciones cuando llegaron a la altura del primer cadáver, con el fusil de Lee Enfield apuntando ya a la cabeza del cabo alemán. Horace apoyó su arma en el antepecho del puente, se arrodilló y comprobó la respiración del alemán, o más bien la ausencia de la misma. Durante su lento avance por el puente no había quitado ojo del cadáver en ningún momento. Nadie era capaz de aguantar la respiración durante tanto tiempo, pensó Horace. Con una mano agarró al soldado por el hombro del uniforme y con la otra por la solapa de la casaca. Poco a poco, pero con gesto firme, retrocedió, hasta que el cadáver del alemán quedó expuesto a los fusiles de los tres hombres.
«Limpio», se oyó, y Horace soltó un suspiro de alivio. Se iban turnando conforme avanzaban por el puente, inspeccionando con cuidado cada cuerpo. Habían tenido buena puntería. No quedaba vivo ningún alemán. Ahora sus colegas sonreían, relajándose visiblemente a medida que se dictaminaba la muerte de cada uno de los soldados alemanes. Jóvenes. De dieciocho, diecinueve años. Muchachos.
Se acercaron al último cuerpo. Fue allí, en el extremo opuesto del puente donde ocurrió algo extraordinario. Era otra vez el turno de Horace, le tocaba a él darle la vuelta al cadáver mientras los demás se mantenían a la distancia habitual, con los fusiles preparados. El soldado alemán estaba tendido encima de un charco carmesí. Salpicaban la pared del puente fragmentos de cráneo, tejido y cerebro. Horace no se tomó siquiera el tiempo necesario para comprobar la respiración del hombre. Estaba a todas luces muerto y su cuerpo yacía grotescamente retorcido en una posición forzada, boca abajo en su propia sangre caliente. Horace se arrodilló, procurando evitar el charco pegajoso y humeante. Cumplió con las formalidades.
—Limpio —gritó.
—¿Qué es eso?
Horace se puso en pie y vio que el jefe de sección señalaba el vientre del muerto.
—Es un cinturón con algo escrito. —El soldado se inclinó para mirar de más cerca mientras el resto de los hombres bajaba los fusiles. Escudriñó la leyenda.
—Gott ist mit uns —deletreó lentamente.
—¿Qué significa? —preguntó Horace, y miró a Ernie Mountain, que chapurreaba el alemán.
Ernie se quitó el casco y se rascó la frente.
—Joder… —masculló—. A menos que me equivoque, significa «Dios está con nosotros».
—Entonces, ¿a qué dios veneran? —preguntó el jefe de sección.
—Son cristianos —respondió Ernie.
—Y una mierda. Son unos putos cabrones, eso es lo que son.
Horace se sentó en el pequeño antepecho del puente mientras la conversación continuaba. Los hombres se quedaron pasmados, genuinamente asombrados cuando por fin llegaron a la conclusión de que los alemanes, los nazis, los boches veneraban al mismo Dios que los ingleses.
Horace sacudió la cabeza. Nunca se lo había planteado. Habían leído la prensa, escuchado la radio y visto los noticiarios de Pathé en los cines del país entero. Ésa nación, esos hombres, los soldados y los miembros de las SS parecían decididos a conquistar el mundo, empeñados en la limpieza étnica y la erradicación de todo aquello que no coincidiera con su ideología. Los alemanes parecían ir en contra de todo lo que predicaba la Biblia, y, sin embargo, ahí mismo tenían la prueba de que los alemanes también veneraban al Señor. Al mismo Señor, Jesucristo, Dios, el jefazo, la misma figura que los hombres, mujeres y niños de Inglaterra.
Se quedó mirando las caras de sus compañeros, que estaban anonadados. No eran religiosos, ni mucho menos, pero se habían educado en escuelas y hogares donde se rezaba por la mañana y por la noche antes de acostarse, y, qué duda cabe, habían asistido a catequesis.
—¿Dios habla alemán? —dijo Ernie para sí.
Horace se echó a reír.
—Por lo visto. Y francés y ruso, y también polaco.
—Pero está de nuestra parte, no de la suya —apuntó Fred Bryson con el entrecejo fruncido, y miró a sus camaradas como si alguno fuera a resolver el enigma allí mismo. Cuatro hombres. Cuatro hombres que hasta ese día no habían creído, no habían imaginado siquiera que un alemán pudiera venerar a Nuestro Señor, eran incapaces de creer que habían encontrado una prueba fehaciente como el cinturón con el que se acababan de topar.
Horace señaló el cadáver.
—A ese pobre cabrón no le ha servido de mucho, ¿eh? Probablemente se creía invencible con ese cinturón puesto, tal vez estaba convencido de que lo protegía.
—Pero el cura aseguró que nosotros… —dijo Fred.
—No vayas por ahí, Fred —lo interrumpió Horace—. Todo eso no es más que un montón de patrañas, y ahora lo sabes. Piénsalo. Piensa en ello cuando reces esta noche.
Los hombres dieron media vuelta y regresaron a paso cansino por el puente hacia su sección. Fred Bryson se demoró un momento y le quitó el cinturón al soldado. Cuando volvía para sumarse a sus compañeros tiró el cinturón por la barandilla del puente a las aguas crecidas que corrían allá abajo. No sabía por qué, sencillamente le pareció lo más adecuado. Ése hombre no merecía ser enterrado con semejante inscripción cristiana… y mucho menos en alemán.
Una hora después la sección que defendía el puente fue relevada y trasladada al extremo opuesto de la ciudad, kilómetro y medio más allá.
Horace pensó primero en el hambre que le roía el estómago, y luego en el sueño que tenía. El sargento señaló una granja de aspecto ruinoso en pleno campo a unos trescientos metros de distancia.
—Podéis quedaros allí, muchachos. La han registrado y no está muy limpia pero hay un montón de camas y agua corriente. Creo que el propietario se largó hace unas semanas cuando los alemanes empezaron a tensar los músculos.
—¿Hay algo que comer? —preguntó Horace.
El sargento sonrió.
—Seguro que eres capaz de encontrar algo, Jim. Hay alguna que otra lata en los armarios y verduras en la huerta. He visto unas gallinas merodeando, si es que eres lo bastante rápido.
Fred se frotó el estómago y se pasó la lengua por los labios.
—Gallina y patatas asadas, muchachos. Qué bien suena.
—Y quizás un poco de vino para regarlo… —Horace sonrió. Era agradable pensarlo: quién sabe, tal vez hubiera una pequeña bodega y una cocina de petróleo para preparar la comida, igual hasta cazuelas. Mientras recorrían el camino bordeado de árboles y sembrado de baches que llevaba hasta el refugio, Horace oyó disparos de artillería a lo lejos. Quizá se equivocaba pero parecían cada vez más cercanos.
El primer proyectil estalló sin aviso. Lo habían disparado desde el oeste los aliados franceses. La explosión, a menos de una treintena de metros, los hizo salir despedidos. Horace lanzó un gruñido al estrellarse contra un árbol. Permaneció tendido y llamó a gritos al resto de la sección para preguntar si estaban todos bien.
Fred se incorporó y se puso de rodillas.
—Me parece que están todos sanos y salvos. No ha habido bajas.
—Agáchate, idiota —gritó Horace cuando el segundo proyectil silbó por encima de sus cabezas. Explotó sin causar daños detrás de la granja. Durante los veinte minutos siguientes la sección de vanguardia del Segundo-Quinto Batallón de Leicester permaneció tendida boca abajo en tierra francesa mientras les llovían proyectiles de artillería. Aberfield confirmó que los proyectiles procedían de las líneas francesas. Fuego amigo. La expresión se había acuñado en la Primera Guerra Mundial. Generales de una incompetencia supina que dirigían el fuego sobre un área donde estaban sus propias tropas. Problemas de comunicación, militares de gatillo fácil, fuego amigo. ¿No sería irónico que toda la sección fuera aniquilada precisamente por el país que habían ido a defender?
Los hombres no podían hacer nada; su suerte estaba en manos de los aliados. Los árboles quedaban reducidos a astillas, los campos y bosques todo alrededor eran azotados sin cesar. El ruido resultaba insoportable y Horace se encogía al oír el silbido de cada proyectil en lo alto, preguntándose si alguno llevaría inscrito en su carcasa el nombre de Horace Greasley. Era lo más cerca que había estado nunca de morir, y el inmenso poder de destrucción de los grandes cañones lo aterraba. Nunca lo había experimentado de cerca. Había visto algún vehículo destruido y, naturalmente, las imágenes de los noticiarios de Pathé, pero nada podía prepararlo para la inmensa potencia destructiva de la que estaba siendo testigo. Aberfield estaba tumbado delante de él y se tapaba la cabeza con las manos. Horace buscó la protección de un tronco de árbol. Suponía que un árbol centenario absorbería la mayor parte de la onda expansiva de un proyectil que explotara al otro lado. Hasta el último hombre de la sección estaba tan acurrucado como podía o intentaba fundirse con los contornos del terreno mientras rezaba para que todo acabase pronto.
Y entonces llegó: el proyectil que llevaba escrito el nombre de Greasley.
Horace oyó un tenue zumbido a lo lejos; la boca se le quedó seca al instante y, cuando el zumbido se convirtió en silbido, se tornó más estruendoso que cualquier otra cosa que hubiera oído en su vida. Los demás hombres también lo notaron. El proyectil se dirigía hacia ellos.
«¡A cubierto!», gritó alguien detrás de él cuando el silbido estaba más cerca. El ruido era insoportable; el proyectil estaba justo encima e iba directo hacia ellos. Horace se cubrió la cabeza y pidió clemencia entre maldiciones en el momento en que el proyectil estallaba en medio del camino. Horace recordaría el ruido de la explosión mientras una inmensa bola de fuego se alzaba unos diez metros en el aire y luego, una fracción de segundo después: oscuridad.
Lo primero que oyó Horace fueron gemidos. No tenía idea de cuánto rato había pasado. Todo estaba en silencio salvo por unos pájaros que trinaban. Otra vez esos pájaros, pensó Horace. ¿Cómo saben cuándo empezar a cantar? ¿Cómo saben cuándo parar?
La mayoría de los hombres estaba en pie. Algunos atendían a sus camaradas alcanzados por la metralla y vendaban heridas de cabeza y algún que otro hueso roto. No había nadie inmóvil en el suelo, al menos hasta donde alcanzaba a ver él. Milagrosamente todos habían sobrevivido. Lo habían conseguido.
Intentó ponerse de pie. Le fue imposible. Lo intentó de nuevo incorporando el cuerpo desde las caderas, y notó una sensación de calor en la parte inferior de la espalda al intentar levantar el trasero.
Nada.
No podía moverse. Tenía la espalda inmovilizada, como si un peso inmenso lo aplastara. Las cartucheras se le clavaban en el pecho. Su peor pesadilla, la espalda rota, toda la vida en silla de ruedas. Pero de alguna manera tuvo la sensación de que no era así. Tenía la espalda bien. Meneó los dedos de los pies. Bien. Dobló la pierna izquierda por la rodilla para presionarse una nalga con el talón. Funcionaba perfectamente. El cerebro había transmitido la señal a lo largo de toda la columna dorsal y la pierna había obedecido la orden. Aun así seguía asustado.
—Ayúdame, Fred, no me puedo mover. Su compañero se acercó hasta donde estaba Horace y se quedó boquiabierto.
—Joder, Jim, qué suerte has tenido.
—¿Suerte? ¿Qué dices?
Fred tendió una mano que Horace se apresuró a estrechar y Fred lo sacó de debajo del árbol caído. Un pedazo de carcasa de proyectil de más de dos centímetros de grosor, del tamaño de una rueda de coche, casi había partido el árbol en dos, incrustándose cerca de un palmo en el tronco. El pedazo de metal rojo candente que sobresalía había penetrado en el árbol en paralelo a la espalda de Horace, apenas un centímetro por encima de la misma. Era ese pedazo de metralla francés lo que había dejado a Horace temporalmente inmovilizado. Fred meneó la cabeza con incredulidad.
—Cinco centímetros más abajo, Jim, y te corta por la mitad.
Horace cobró conciencia entonces de la enormidad de la situación, lo cerca que había estado de morir, y empezó a costarle trabajo respirar. Permaneció unos minutos sentado en silencio, mirando el árbol partido y el trozo de carcasa. Se quitó la pretina y se masajeó instintivamente la zona de los riñones. Había estado muy cerca, de eso no cabía duda. Respiró hondo y se puso en pie. El drama había tocado a su fin, era hora de relegarlo al olvido y pensar en cuestiones más importantes, como la comida.
Veintinueve hombres agradecieron la perspectiva de una noche de sueño casi ininterrumpido bajo un techo firme por primera vez en una semana, y todos se durmieron con el estómago lleno. Habían compartido entre todos un par de gallinas que se las habían arreglado para cazar y cocinar. Disponían de huevos en abundancia y el festín había empezado con un plato de ensalada de huevo, aunque sin mayonesa, sustituida por cebollas y tomates troceados de la huerta. El segundo plato era una especie de estofado de gallina. Echaron a un caldero enorme varias latas sin etiquetar de alubias verdes junto con la gallina, sal, pimienta y maíz tierno. Un suministro ilimitado de patatas hervidas llenó a más no poder el estómago de los hombres, y aunque no se las arreglaron para dar con una bodega, el agua fresca de un pozo en la parte de atrás de la casa les supo mejor que cualquier otra bebida imaginable. Horace concilio el sueño saciado. Era asombroso el efecto que tenía sobre la moral un estómago lleno. Y recordó la expresión de un general francés de otros tiempos: «Un ejército avanza al ritmo de su estómago».
Eran en torno a las seis de la mañana cuando despertó. No sabía qué lo había despertado primero: pensar en más comida, el ágil cuerpo de Eva o el estruendo de disparos de artillería a escasos kilómetros de allí, a juzgar por el sonido.
Afuera, el sargento mayor Aberfield escudriñaba los maizales hacia el este junto con un cabo y dos o tres hombres. Los topetazos sordos de los disparos venían acompañados de penachos de humo a lo lejos. Los tallos de maíz se mecían suavemente impulsados por la brisa, un mar oscilante de color verde y amarillo que bailaba la canción del viento.
Pero entonces notaron algo extraño.
El maizal se movía pero de una manera desacompasada, ya no iba de aquí para allá como en oleadas sino que, bueno, se sacudía. Un fogonazo gris. Aberfield también lo había detectado y señaló boquiabierto los cascos que empezaban a asomar. Los hombres se quedaron de piedra un par de segundos al hacerse visibles los torsos de al menos una docena de soldados. Avanzaban en línea recta sin intentar siquiera ocultarse.
—¡Joder! —gritó el cabo Graham, que salió corriendo hacia la granja en busca de su fusil.
Horace no cedió al pánico; sabía exactamente qué hacer. El fusil ametrallador Bren estaba apostado, aunque sin nadie a su cargo, a las puertas de un pequeño granero a unos veinte metros, y por pura casualidad se encontraba cargado y apuntando en la dirección adecuada. ¿Qué se traían los alemanes entre manos? Eliminaría a la mayor parte antes de que se dieran cuenta de lo que pasaba. Cubrió los veinte metros como un velocista olímpico seguido de cerca por Aberfield y aferró el trípode del arma.
—Quita las manos del Bren —dijo Aberfield, que apuntó a Horace a la sien con su revólver.
Aquello no estaba ocurriendo…, no podía estar ocurriendo.
—Quita las manos del arma —repitió.
—¿Qué hace, señor, por el amor de Dios? ¡Son un blanco perfecto! —gritó Horace, que sacudió la cabeza, incapaz de entender lo que estaba empezando a ponerse de manifiesto.
Al sargento mayor le temblaba el revólver en la mano derecha y Horace no tenía la menor duda de que tenía intención de apretar el gatillo. Aberfield metió la mano izquierda en el bolsillo y sacó lentamente un pañuelo blanco.
—¡No! —aulló Horace—. No…
El sargento mayor Aberfield mantuvo en alto el pañuelo azotado por el viento y no cruzaron un solo disparo entre la sección del Segundo-Quinto Batallón de Leicester y la avanzadilla del 154 Regimiento de la infantería alemana.
Horace no había estado tan abatido en su vida como cuando llegaron a Cambrai. Los pies le dolían, le rugían las tripas y pensaba en su familia allá en casa. Se acordaba de aquel día de Navidad y del petirrojo, se acordaba de sus trinos y de los largos y cálidos veranos y del olor a pan recién horneado y la hierba estival húmeda. Estaba absorto en sus pensamientos, intentando desesperadamente alejar la mente del infierno que tenía ante sus ojos.
Al menos diez mil prisioneros aliados abarrotaban la plaza de la ciudad medieval rodeados por guardias alemanes. Estaba anocheciendo; el cielo se veía gris y sombrío. Los rostros de los prisioneros reflejaban tristeza: se había esfumado toda esperanza, estaban hermanados en la desgracia. Unos estaban ensangrentados y heridos, otros a todas luces agonizaban en pie. Entre ellos había ciudadanos franceses, convencidos por las fuerzas de ocupación para que se rindieran sin ofrecer resistencia, gesto que sería premiado con empleos en fábricas de munición alemanas.
Habían renunciado a su país sin abrir fuego apenas.
A Horace le sobrecogió la magnitud de la presencia alemana, sus vehículos relucientes y en perfecto estado, muy superiores a aquéllos en los que había recorrido Francia su sección. Estaban mejor equipados, tenían uniformes de mejor calidad y habían montado una cocina de campaña a la entrada de la plaza en la que repartían salchichas, pan y tazas de café humeante a soldados de rostro risueño y bien alimentado. Estaban organizados, curtidos en batalla y dotados de mayor experiencia.
Y además tenían una actitud brutal e insensibilizada.
Dieron instrucciones a todos los prisioneros de guerra de que se tumbaran allí donde estuviesen de cara a pasar la noche. Sin tiendas, ni cabañas, ni siquiera una manta, sólo los uniformes que llevaban puestos. Un soldado alemán arremetió contra un pobre desgraciado que tardaba en cumplir la orden. Lo sacaron a rastras del grueso de los prisioneros y media docena de guardias lo atacaron con las culatas de sus fusiles. El furioso ataque no duró más de medio minuto en el que los tremendos golpetazos de los fusiles le abrieron la cabeza y vertieron su sangre sobre los adoquines ya húmedos de la plaza. El hombre, aturdido, a duras penas consciente, miró al oficial plantado a su lado. Suplicó con ojos llenos de terror. Sabía la suerte que le esperaba. El oficial alemán sonrió y sacó la pistola de una funda de cuero que llevaba al cinto. Apuntó a la cabeza del prisionero. En un acto de crueldad desenfrenada demoró la inevitable ejecución. El hombre rogó y suplicó y negó con la cabeza y las lágrimas le resbalaron por las mejillas durante medio minuto mientras yacía dolorido y ensangrentado en el suelo. Entonces desapareció la sonrisa del oficial, que dio un paso adelante. Horace cerró los ojos una fracción de segundo antes de que sonara el disparo y cuando los abrió el hombre estaba inmóvil con la cuenca del ojo convertida en un agujero vacío y ensangrentado.
Poco después de que el reloj de la ciudad diera las doce empezó a llover. Como si la situación no fuera ya bastante mala, pensó Horace. En cuestión de una hora yacía tembloroso bajo el frío cielo nocturno, empapado de la cabeza a los pies. Horace, cosa increíble, durmió la noche entera, pero despertó a la mañana siguiente en medio de un canal de agua procedente de las calles que desembocaban en la plaza.
El reloj dio las siete y resonó una serie de descargas de la pistola de un oficial. La plaza entera como un solo hombre entendió que los disparos eran una orden de ponerse en pie. Algunos no lo consiguieron; habían muerto de resultas de heridas sin tratar. Otros siguieron durmiendo pese al ruido, debido al puro agotamiento físico. Unos guardias más entusiastas de la cuenta los ejecutaron sin miramientos, como si se tratara de una suerte de extraña cacería.
Un oficial de las SS apareció en las escaleras del ayuntamiento.
—La guerra ha terminado para vosotros —gritó—. Sois prisioneros de guerra, prisioneros de la gloriosa nación alemana.
Divagó durante diez minutos, disfrutando de su poder sobre las masas hacinadas, pero Horace no alcanzó a oír lo que decía: estaba pensando en beicon crujiente y pan frito, un huevo pasado por agua y té caliente y bien dulce. El aroma inconfundible a salchichas al fuego se propagaba por la plaza mientras una fila de al menos cincuenta guardias esperaba pacientemente su rancho matinal. Fumaban, reían y hablaban como si no tuviesen la menor preocupación.
Ernie Mountain había dormido junto a su amigo para tener un poco de abrigo y los dos muchachos de Ibstock hablaban mientras el sol de primera hora de la mañana, en combinación con su calor corporal, empezaba a deshelarles los huesos. Un poco después empezó a brotar vapor de los uniformes de diez mil almas en pena dando lugar a un extraño espectáculo. Los guardias alemanes estaban a las entradas de los comercios y en las escaleras del ayuntamiento, sonreían y señalaban a los millares de prisioneros, que humeaban como si ardieran a fuego lento y fueran a estallar en llamas en cualquier instante.
—Fíjate en esos cabrones —dijo Ernie, que tiró de la manga del uniforme mojado a Horace. Señalaba un grupo de prisioneros franceses que estaban alimentándose con las provisiones de una pequeña maleta de cuero. Estaban sentados en un terraplén cerca de la plaza.
—Vaya hambre tienen esos capullos, ¿eh, Horace?
Horace asintió.
Los prisioneros franceses habían tenido tiempo de prepararse para su reclusión y naturalmente se habían aprovisionado de lo más básico. Comían baguettes con embutido y queso; un hombre masticaba una chocolatina.
—¿Crees que lo compartirán con nosotros, Ernie?
—Ni de coña. Están agazapados en torno a la comida como una manada de lobos.
Horace empezó a idear un plan. Por primera vez en su vida iba a convertirse en ladrón.
Le puso una mano en el hombro a Ernie.
—Ernie, amigo mío, estamos a punto de desayunar un poco.
—¿Cómo?
—Voy a ver si rapiño algo; tu trabajo, señor Mountain, consiste en detener a cualquier gabacho que me siga. Me esconderé entre el gentío con lo que pueda pillar y me reuniré contigo más tarde.
—No, Horace, pedazo de tarado, te pegarán un tiro.
Horace señaló la cocina de campaña.
—Están todos desayunando, colega. Estoy decidido. Ahora prepárate. Necesito meterme algo entre pecho y espalda.
Antes de que Ernie Mountain pudiera protestar, Horace se había adentrado en la masa de cuerpos y se había colocado en lo alto del terraplén a menos de un par de metros de los franceses. No tuvo que esperar mucho, y con un resultado excelente. Media baguette estaba pasando de mano en mano por el corro. Sin pensárselo dos veces, Horace cubrió la breve distancia como un rayo y le arrebató de las manos el botín a un francés pasmado. Salió corriendo terraplén abajo como un lebrel y el francés se apresuró a seguirlo. Horace encorvó los hombros, localizó la inconfundible corpulencia de Ernie Mountain y corrió hacia él. Cuando pasó junto a Ernie, el francés le estaba ganando terreno. El resto de sus amigos se había puesto en pie y gritaba para llamar la atención de unos guardias.
«Voleur!», clamaban: ladrón.
Ernie apretó los dientes y tendió el brazo hacia el puente de la nariz del francés. Ni siquiera lanzó un golpe, sólo alargó el brazo rígido rematado en un inmenso puño. El impulso del perseguidor hizo el resto. Se oyó un crujido repugnante cuando el hueso chocó con hueso y las piernas del francés siguieron su trayectoria mientras su cabeza se detenía en seco. Su cuerpo quedó suspendido en vertical durante una fracción de segundo para luego desplomarse, desmayado. Ernie se dio media vuelta mirando al cielo con aire de inocencia mientras dos guardias alemanes se abrían paso a culatazos de fusil hasta el tumulto.
Los amigos del francés recogían del suelo a su compañero, inconsciente y ensangrentado.
«Au voleur! Voleur!», gritaron, señalando hacia el gentío.
Ernie los maldijo entre dientes y rezó para que no hubieran atrapado a Horace. Por fortuna los guardias alemanes no parecían interesados en hacer justicia entre los prisioneros. No existía tal cosa, y abofetearon a algún que otro francés sólo por diversión antes de volver a su desayuno. En cuestión de diez minutos Horace encontró a su amigo y se enorgulleció al partir la baguette por la mitad.
Los dos soldados sonrieron mientras hincaban el diente al delicioso pan y lo saboreaban.
Ernie dijo entre un bocado y el siguiente:
—Horace, pedazo de idiota. Has birlado un bocadillo que no lleva una mierda dentro.
Horace abrió el pan y comprobó que estaba vacío. Tanto daba; sus estómagos lo apreciaron igualmente.
Dos horas después se pusieron en marcha hacia las afueras del pueblo rumbo al oeste. Por la «radio macuto» de los prisioneros que tanta información retransmitiría en años venideros se rumoreaba que iniciaban una marcha de dos o tres días hasta la estación de tren de Bruselas, en Bélgica, ocupada por los nazis.
La radio clandestina había tergiversado la información de forma espectacular. La marcha se prolongaría una eternidad y se convertiría para Horace en un viaje de ida y vuelta al infierno.