Harold se había presentado con su pastor metodista como apoyo moral ante un jurado especialmente constituido para los objetores de conciencia. Horace no había oído hablar siquiera de objetores de conciencia hasta que Harold prácticamente le susurró el término desde el otro extremo de la mesa aquel funesto viernes por la noche.
A decir de todos, Harold y el religioso habían planteado una argumentación de lo más convincente y el jurado había acordado que Harold no tendría que luchar en el frente, apuntar con un arma a otro ser humano ni asistir al trámite de alistamiento en King Street, en Leicester, donde Horace estaba ahora sin compañía, sintiéndose el hombre más solitario del mundo.
Harold había accedido a desempeñar un papel de no combatiente y se había ofrecido a formar parte del RAMC. El Real Cuerpo Médico del Ejército no lucía los colores de un regimiento ni ostentaba honores de batalla. No era una unidad de combate y, según la Convención de Ginebra, los miembros del RAMC sólo podían usar sus armas en defensa propia.
Horace se puso a esperar su turno en la cola. Le hubiera gustado decir que no estaba furioso, que no estaba resentido, pero lo cierto era que lo estaba. Se había quedado boquiabierto, mirando con incredulidad a su padre mientras éste le explicaba que llevaban preparando el caso de Harold más de una semana. Incluso el pastor había llamado a su casa. Era un esfuerzo conjunto del que Horace no estaba al tanto.
Y a Horace le hirvió la sangre cuando Harold le explicó que su gran amigo y mentor, el padre John Rendall, había ido a tomar varias tazas de té en torno a la mesa de pino de la cocina del 101 de Pretoria Road, en Ibstock, la misma tarde que Horace se había llegado al parque de bomberos para rechazar la oportunidad de su vida a fin de poder proteger a su hermano gemelo.
«Ha sido un esfuerzo conjunto, desde luego, maldita sea», masculló Horace para sí mismo mientras recordaba la trifulca que había tenido con su hermano esa noche. Sintió deseos de pegarle. No por lo que había hecho sino porque lo había hecho a sus espaldas. Resultó que todo el mundo lo sabía: su madre y su padre, Daisy y Sybil y, naturalmente, el maldito padre Rendall, tan temeroso de Dios omnipotente.
—¿Qué has dicho, soldado? —gritó una voz que hizo volver al presente a Horace. Un sargento mayor de bigote daliniano encerado se plantó erguido, como en posición de firmes, justo delante de Horace. El muchacho se fijó en las coronas que lucía en el uniforme y creyó adecuado dirigirse a él correctamente.
—Nada, señor, sólo me preguntaba si estoy en el edificio adecuado.
Horace tendió la mano y le ofreció los documentos al sargento mayor, que echó un vistazo y sin bajar el tono de voz dijo:
—Correcto, soldado. Segundo-Quinto Batallón de Leicester, uno de los mejores regimientos del ejército de su majestad. —Dio un paso adelante—. No sabes la suerte que tienes de unirte a nosotros.
Horace estaba confuso. Seguía furioso y tal vez no pensaba con claridad, pero la carta decía sin lugar a dudas que podría elegir entre la infantería, la marina o incluso las fuerzas aéreas. Se sintió intimidado, un tanto bajo presión. Miró al resto de los jóvenes en la fila y todos parecían contentos de que la atención estuviera centrada en otro, en algún otro pobre cabrón, pensó, y lanzó una maldición entre dientes. Horace carraspeó; no estaba dispuesto a permitir que ese hombre lo amedrentara. ¿Cómo iba a enfrentarse a los alemanes si se doblegaba ante un sargento mayor?
—En realidad, señor, aún no he decidido dónde voy a alistarme.
El sargento mayor dio un paso adelante. Horace alcanzó a olerle el aliento: tabaco rancio y té. Tenía los dientes manchados. Levantó la voz y Horace se dio cuenta de que había deslizado la funda de la pistola hacia la parte delantera de los pantalones. Abrió la tapa de la funda con un gesto rápido.
—¿Quieres que te descerraje un tiro, maldita sea? —le aulló a Horace, que fue alcanzado en el ojo por un poco de saliva.
Horace era duro, pero se arredró un poco. Guardó silencio, hizo amago de asentir y luego negó con firmeza.
—Entonces vuelve a la puta fila y que no se te ocurra volver a insultar a mi regimiento.
—No, señor. Lo siento, señor —susurró, en voz tan queda que el resto de la fila apenas lo oyó.
En cuestión de veinte minutos se había alistado en el Segundo-Quinto Batallón de Leicester y recibido un pase de cuarenta y ocho horas con instrucciones de presentarse en el campo de criquet del condado de Leicester para siete semanas de entrenamiento básico.
Cuarenta y ocho horas. ¿Qué podía hacer un hombre en cuarenta y ocho horas? Bueno… Horace llamó a Eva Bell de regreso de la sacristía en King Street y en cuarenta y ocho horas había utilizado tres paquetes de tres. Estaban en plena canícula de un verano caluroso y sus sesiones amatorias tuvieron lugar en los maizales, trigales y prados de Leicestershire.
La primera persona que lo saludó en el campo de criquet del condado de Leicester fue el sargento mayor Aberfield. Aberfield les había dado una charla de una hora a los nuevos reclutas acerca de lo que suponía luchar por su rey y su país, el honor del regimiento y cómo cierto austríaco con un solo testículo, el pelo peinado con un mechón sobre la frente y un patético bigotito se había ganado que le patearan el culo a base de bien. Horace estaba encantado de participar en ello y, a decir verdad, se moría de ganas de entrar en acción.
Horace se adaptó a las siete semanas de entrenamiento sorprendentemente bien. El primer día lo rebautizaron con el nombre de Jim.
Jim Greasley.
«A este barracón no va a entrar ningún capullo con un nombre como Horace», bromeó un joven cabo mientras media docena de reclutas miraba y reía. A partir de entonces pasó a ser sencillamente Jim, un nombre salido de la nada. Así se le conocería.
Compartía litera con un amigo de su pueblo, Ibstock, Arthur Newbold. Hasta Arthur empezó a llamarle Jim, y eso que conocía a Horace por el nombre de Horace desde hacía más años de los que éste alcanzaba a recordar.
Puso manos a la obra para cumplir las tareas que se le habían encomendado y entendió casi de inmediato que no tenía sentido guardar rencor a su hermano, al gobierno británico o al sargento mayor que lo había obligado a alistarse en un batallón de infantería. Reservaría su hostilidad para los hombres de casco cuadrado que andaban desbocados al otro lado del canal de la Mancha. Horace tenía que cumplir una tarea y punto.
Una vez a la semana llevaban en autobús a los nuevos reclutas hasta el límite entre Leicestershire y Northants, donde había un campo de tiro. Horace se lo pasaba en grande. Era su territorio, su dominio. El fusil Enfield 303 con la mira básica en forma de «V» tenía algo que le encantaba y el vello de la nuca siempre se le erizaba cuando se llevaba la culata al hombro y apuntaba hacia el objetivo a setenta y cinco metros. La puntería de Horace era ejemplar; los hombres empezaron de hablar de ello y llegó a oídos del sargento a cargo del campo de tiro. El sargento Caswell lo llamó un día después de que hubiera hecho diana diez veces. Diez proyectiles agrupados en un círculo del tamaño de una pelota de tenis: ya aspiraba al trofeo del batallón que se otorgaría al final de las siete semanas.
—Eres bueno de cuidado, Greasley, tal vez uno de los mejores que he visto.
—Gracias, sargento.
—El caso, Greasley, es que el sargento mayor Aberfield también es bueno. Tiene el récord del batallón. Se entrena al menos una hora al día.
El sargento hizo una pausa. Horace notó una sensación desagradable en la boca del estómago.
—¿Y bien, sargento?
—Bueno, Greasley, la verdad es que no quiero desanimarte, pero te aseguro que desearás no haber nacido si le ganas a ese cabrón. Hará de tu vida un maldito infierno.
Y a Horace no le costó trabajo imaginar que así sería. Era un matón. Pensó en la noche que lo coaccionó con amenazas para que entrase en el batallón y recordó que el sargento mayor Aberfield no hablaba nunca, siempre gritaba, y nunca esbozaba siquiera una sonrisa.
La semana siguiente Horace desvió de su objetivo media docena de disparos. Uno erró la diana por completo y el sargento mayor Aberfield se llevó el trofeo del batallón por dos puntos. El soldado raso Horace Jim Greasley quedó en segundo lugar.
A mitad de su entrenamiento básico, el 3 de septiembre de 1939, Arthur y Horace estaban sentados en el comedor cuando empezaron a emitir por los altavoces un comunicado de Neville Chamberlain, primer ministro británico. Chamberlain aseguraba que el ultimátum para que Alemania retirase sus tropas de Polonia había expirado y «por consiguiente nuestro país está en guerra con Alemania».
Las tropas se quedaron extrañamente alicaídas. A algunos les dio por las historias y las bravatas, y empezaron a decirles a sus compañeros lo que les harían a los alemanes cuando empezara la acción. La mayoría se quedaron sentados con la mirada perdida. Horace se acordó de su familia y, sobre todo, de su hermano gemelo.
Sacó el mayor partido posible a otro pase de cuarenta y ocho y la pobre Eva regresó a su pueblo, Coalville, con un agradable escozor entre las piernas.
«¿Es que no piensas en nada más, Horace Greasley?», le había preguntado Eva mientras se besaban con ternura en un granero vacío, a unos tres kilómetros del campamento, mientras Horace le introducía los dedos por debajo de las bragas.
Horace pensó en su pregunta y, tras analizarla, le pareció más bien estúpida. Claro que pensaba en otras cosas, pero el sabor y el tacto del cuerpo joven y precioso de Eva Bell le ocupaban el cerebro la mayor parte del día mientras estaba despierto. Pensándolo bien, también soñaba con ella a menudo. Su apetito sexual era insaciable, y Eva no le iba a la zaga. Aunque aún no lo sabía, era un ansia de carácter sexual lo que en años venideros le haría arriesgarse casi semanalmente a ser ajusticiado.
El Segundo-Quinto Batallón de Leicester no fue destinado a entrar en batalla de inmediato, cosa que decepcionó a Horace. Pasaron septiembre, octubre, noviembre y buena parte de diciembre en el cuartel dedicados a hacer instrucción, lustrarse las botas, llevar a cabo trabajos rutinarios en el campamento, escuchar el servicio internacional de la BBC y hacer alguna que otra visita al campo de tiro. Era como si el ejército no tuviera ninguna tarea que encomendarles.
De súbito, a las doce del mediodía del 23 de diciembre de 1939 quedaron suspendidos todos los permisos del Segundo-Quinto Batallón de Leicester. Había sido enviada una carta a los familiares más cercanos. Iban a partir hacia Francia el día de San Esteban.
Horace se llevó una gran decepción porque pensaba regresar a casa esa misma tarde y pasar el día de Navidad, su cumpleaños, con la familia. Dios santo, pensó, un par de días no habrían supuesto gran diferencia en la guerra, ¿verdad? ¿Es que los coroneles y los políticos no entendían lo importante que era ese día para la gente? Imaginó a su madre con la carta, sentada a la mesa de la cocina, las lágrimas resbalándole por la cara. Horace estaba resentido y furioso.
El día de Navidad despertó a las seis menos cinco. No tenía intención de ausentarse sin permiso, sencillamente ocurrió.
Fue al cuarto de baño, llevó a cabo sus abluciones matinales en la mitad de tiempo de lo habitual y atravesó el inmenso dormitorio donde dormían sus compañeros. Alguno que otro roncaba, o dejaba escapar un pedo debido a las copiosas cantidades de cerveza que habían consumido la víspera tras una fiesta de Navidad preparada a toda prisa. Cruzó el barracón en la oscuridad y se preguntó cuántos de aquellos jóvenes volverían a las costas de Inglaterra. Cuántos morirían, cuántos acabarían consumidos en un campo de prisioneros, cuántos quedarían lisiados o tullidos. A él le iría bien, claro; ni se le pasó por la cabeza la posibilidad de no volver a casa. Eso no le ocurriría a Joseph Horace Greasley.
Se puso el uniforme, cogió el abrigo y se lo abrochó hasta el cuello, y el frío cortante de aquella gélida mañana de diciembre le cortó la respiración nada más salir. La tierra estaba congelada, una gruesa capa de escarcha blanca cubría la hierba y los parabrisas de los vehículos estaban totalmente cubiertos de hielo. Una fina columna de humo brotaba de la chimenea de la garita de la entrada cuando se dirigió hacia allí. John Gilbert y Charlie Jackson estaban de guardia esa noche. Los pobres capullos se habían perdido la fiesta de Navidad. Horace se lo contaría todo al respecto mientras se tomaban un té bien caliente.
Pero John Gilbert y Charlie Jackson dormían a pierna suelta. Uno de los muchachos les había llevado de tapadillo una botella de whisky en torno a medianoche, y no habían dejado ni gota.
Horace sorteó la barrera por debajo y echó a andar en dirección a su casa.
Cuando llevaba una hora de camino hizo acto de presencia el sol y el sudor empezó a acumularse en la espalda de Horace, bañado en una luz dorada. Los pájaros que no habían emigrado para pasar el invierno en el sur entonaban su dulce coro del amanecer. Y cuando Horace sorteó una cancela hecha con cinco tablones a seis kilómetros del campo vio su primer petirrojo. Estaba encima de una verja con la cabeza ladeada en dirección al desconocido que se acercaba. Horace se detuvo. Lo maravilló la belleza de la criatura, diminuta, perfectamente formada, captada como si estuviera en un marco de fotografía con el telón de fondo del paisaje blanco helado. Y Horace recordó el día que apuntó con un arma al hermano de aquella criatura.
No importaba nada más. Ausentarse sin permiso no importaba, ni tampoco la guerra. Ése momento hacía que mereciera la pena cualquier castigo que pudiera infligirle la policía militar de su batallón cuando por fin le echaran el guante.
Horace entró en la cocina del 101 de Pretoria Road poco después de las nueve y media. A su madre se le cayó de las manos la taza de té, que se hizo mil pedazos derramando los posos por el suelo de linóleo. Harold se sentó a la mesa, mudo de asombro.
Su madre se las arregló para pronunciar un «Feliz cumpleaños, Horace» antes de echarse a sus brazos deshecha en lágrimas. El alboroto en la cocina hizo venir a su padre y sus demás hermanos del salón, donde estaban sentados ante un fuego que había preparado el cabeza de familia poco antes.
Era el día de Navidad que no debería haber disfrutado, y eso no hacía sino darle más encanto a los ojos de Horace. Su padre le hizo cruzar el salón y le indicó un sillón junto al fuego.
—Seguro que estás helado, hijo. Siéntate aquí, a ver si entras en calor.
Horace miró el sillón. Había conocido tiempos mejores; el cuero estaba desgastado y rayado y en más de un sitio la crin del interior asomaba por donde no debía. El sillón estaba estratégicamente colocado a unos pasos de la chimenea y ladeado de tal manera que quien estaba sentado pudiera ver la sala entera y a todos los presentes. Era el sitio de mayor privilegio, era el sillón del amo, el sillón del padre, y nadie se atrevía nunca a sentarse allí. Todos lo respetaban y esperaban que siguiera siendo así.
—Pero, papá… es tu…
—Siéntate —le ordenó su padre al tiempo que sonreía y le alcanzaba una taza de té con el aroma familiar a whisky escocés. Podría haber sido el mejor día de Navidad de su vida. Podría haber sido el último.
Horace se fue de casa hacia las once de esa noche y regresó al campo poco después de la una. Los centinelas no estaban durmiendo esta vez y le dieron el alto en la garita.
—¿Dónde cojones has estado, Jim? No te ha visto nadie en todo el puto día. Te has saltado la comida de Navidad.
Horace sonrió.
—He ido a dar un paseo, Bob, nada más. Un largo paseo.
Horace pasó por debajo de la barrera y echó a andar hacia su barracón. El otro centinela le gritó algo pero Horace no entendió una sola palabra.
Esperaba que ocurriera algo esa mañana. Esperaba la visita del comandante por lo menos, tal vez un arresto. No ocurrió nada de eso. ¿Qué iban a hacer, encarcelarlo cuando el regimiento se encaminaba hacia Francia?
Eso les habían dicho: se iban a Francia para empezar a trabajar como peones en una vía férrea francesa al sur de Cherburgo. Poco más les habían aclarado, pero Horace sabía por la radio y la prensa —por no hablar de los rumores que corrían entre los reclutas— que Francia estaba a punto de ser invadida por el ejército del Tercer Reich.
El tren de transporte de tropas fue abriéndose paso lentamente hasta la estación de Waterloo en Londres. A Horace le resultó familiar; ya había pasado por allí de camino a Torquay. Miles de soldados guardaban fila en el andén, jóvenes de la edad de Horace con aspecto desconcertado, aturdido, algunos totalmente aterrados. Horace no había visto nunca una concentración tan inmensa de hombres en un mismo lugar. Escudriñó el andén en busca de alguna cara bonita, una enfermera joven, tal vez, aunque sólo fuera una revisora. Nada. Como si le hubiera leído el pensamiento, Arthur Newbold, que estaba sentado enfrente, sonrió y dijo:
—No vamos a mojar durante una buena temporada, ¿eh, Jim?
—No, supongo que no, Arthur.
—¿Sabes que mi novia, Jane, es amiga de Eva?
—No, no lo sabía.
—Eva le cuenta todo a Jane. Por lo visto estás hecho una buena pieza. Nunca te faltan gomas, y las pones a prueba sin parar, ¿eh?
Horace sonrió, incapaz de creer del todo que Eva le hubiera contado semejantes cosas a su amiga.
—¿Cuánto crees que durará esto, Jim? ¿Cuánto tiempo crees que pasará antes de que puedas volver a meterle un buen meneo a Eva?
Horace se encogió de hombros y miró por la ventanilla mientras el tren salía de la estación.
—Eso depende del señor Hitler, Arthur. Ése quiere estar en paz con nosotros, de eso no hay duda, pero Chamberlain no quiere ni oír hablar de ello.
—Corren rumores de que hay doscientos mil soldados británicos en Francia en estos momentos. Seguro que ese cabronazo se la envaina y hace regresar a casa a sus cabezas cuadradas, ¿no crees?
—Eso espero, Arthur, eso espero, y así podré volver con Eva y darle un buen repaso.
Los dos soldados rieron, pero a pesar de su aparente optimismo ambos temían lo peor. El primer ministro francés, Daladier, también había rechazado la oferta de paz de Hitler y a principios de ese mes Hitler había orquestado su primer ataque aéreo sobre Gran Bretaña cuando la Luftwaffe bombardeó unos barcos en el estuario de Forth. Pocos días antes, el gobierno británico había hecho público que los nazis estaban construyendo campos de concentración para los judíos. Horace no era estúpido; sabía que en la guerra moderna también había que librar la batalla de la propaganda. Pero construir campos para exterminar una raza entera… eso sí que era una estupidez. Parecía algo salido de la Edad Media, Gengis Kan reencarnado. Hitler no podía ser tan diabólico, ¿verdad?
El tren llegó por fin a Folkestone a cubierto de la oscuridad, y el regimiento del Segundo-Quinto Batallón de Leicester aguardó pacientemente en el muelle para embarcar en el inmenso ferry a través del canal. Cuando la embarcación zarpó rumbo a Francia, Horace contempló la silueta de la costa inglesa que iba desapareciendo rápidamente mientras un calambre le roía la boca del estómago. No podía explicarlo y no entendía el sentimiento que estaba experimentando. Algo le decía que era la última vez que veía Inglaterra en mucho tiempo.
El regimiento llegó a altas horas de la madrugada a la pequeña población de Carentan, unos cuarenta y cinco kilómetros al sur de Cherburgo. Al día siguiente los pusieron a trabajar en las vías del ferrocarril. Era un trabajo agotador y los hombres se quejaban constantemente.
—Joder, Jim, no era lo que esperaba —le gritó Arthur Newbold desde el otro lado de la vía mientras echaba otra paletada de piedras a un montón ya bastante grande. Se pusieron los dos al mismo lado, alegres de tener un par de minutos de descanso al seguir sus pasos una apisonadora a fin de aplastar las piedras sobre el terreno y dejarlo listo para la colocación de la siguiente traviesa.
—Yo tampoco. Preferiría estar matando alemanes, eso seguro.
Un kilómetro tras otro echaban piedras y colocaban las traviesas de la nueva vía ferroviaria que iría de Cherburgo a Bayeux y, finalmente, a París. Trabajaban diez horas al día pero les daban comida y agua abundantes y pasaban el resto de la jornada leyendo y escuchando las noticias por radio en un imponente edificio con fachada de piedra a las afueras de la población. Transcurrieron dos semanas antes de que les permitieran salir una noche por Carentan.
Dos camiones dejaron en el centro de la ciudad a las tropas, que recibieron estrictas instrucciones de estar en el mismo lugar tres horas después. Horace y Arthur deambularon por la población un rato antes de encontrarse con lo que parecía un viejo hotel anticuado y destartalado. La pintura de las contraventanas azules estaba desconchada, las bisagras y los cierres gastados y oxidados. Los soldados ingleses fueron recibidos calurosamente cuando pidieron unas cervezas y se llegaron a una mesa. El bar estaba casi vacío salvo por algunos soldados aliados de un regimiento distinto y dos ancianos que conversaban en francés. El local olía a cerrado y a humedad y el papel pintado tenía las esquinas medio desprendidas. No se parece en nada a un buen bar inglés de los de toda la vida, pensó Horace. Probó la cerveza. No estaba mal, pero tampoco tan rica como un buen vaso de cerveza amarga.
Una señora de cuarenta y tantos años se acercó a la mesa y les dijo en un inglés chapurreado pero bastante bueno:
—Caballeros, tengo un poco de diversión para ustedes.
Qué bien, pensó Horace, esto se anima. La señora señaló hacia lo alto de una vieja escalera desvencijada. Las paredes estaban decoradas con fotografías de escenas de París y Versalles y allí donde la caja de la escalera giraba y conducía a un rellano cubierto por una moqueta roja colgaba del techo una polvorienta araña de luces. Tres jóvenes sonreían a los soldados desde arriba, ataviadas con sus llamativos vestidos de volantes y con las manos en las caderas.
—Vaya —comentó Arthur en tono alegre—, parece ser que vamos a tener bailarinas.
—Yo creo que son cantantes —comentó Horace inocentemente.
El sargento Thompson, un soldado profesional de casi cuarenta años que acababa de echar un buen trago de cerveza francesa, derramó la bebida sobre la mesa, incapaz de controlar la risa.
—Vaya par de memos —se mofó con una mueca tremenda—. Son prostitutas… Putas francesas. Seguro que os cantan bien arrimadas a la polla.
Los dos jóvenes de Ibstock cayeron en la cuenta de lo que ocurría y se quedaron boquiabiertos. Todo encajaba, la alfombra roja, la madame con demasiado maquillaje y la cara curtida al lado de la mesa y la cerveza francesa tan cara. En Ibstock no había prostitutas. Horace no creía haber oído siquiera pronunciar esa palabra en veintiún años en el 101 de Pretoria Road. Una mujer que se abría de piernas ante cualquier hombre sobre la faz de la tierra siempre y cuando tuviera el bolsillo lleno de dinero. Era sencillamente impensable, una asquerosidad.
A estas alturas a Arthur se le había puesto la cara de un blanco espectral. El vaso de cerveza le tembló con nerviosismo en la mano cuando hizo un vano intento de mostrarse sereno. El sargento Thompson le respondió a la madame.
—No, gracias, encanto —dijo en un tosco acento de Derbyshire que a la madame tuvo que costarle trabajo desentrañar—. Tengo todo lo que necesito en casa.
Ella dirigió su atención hacia Horace, que estaba sumido en un silencio pasmado. El sargento Thompson y Arthur también lo miraron desde el otro lado de la mesa. Arthur lanzó una risa nerviosa y negó con la cabeza.
—¿Quién sería capaz de algo así? —les preguntó a sus compañeros.
Horace esbozó una sonrisa burlona, le puso un puñado de francos en la mano a la madame y subió las escaleras de dos en dos.
No tuvo tiempo de elegir; lo agarró sin miramientos la mayor de las tres chicas, una pelirroja esbelta y de pecho opulento llamada Collette, que no debía de tener más de veinticinco años. Lo llevó hasta una habitación al final del pasillo, abrió la puerta y lo hizo pasar de un empujón. Ella se quedó de espaldas a la puerta y se desvistió, dejando a la vista un corpiño rojo con medias y ligueros a juego.
—Y ahora, inglés —le dijo con una sonrisa seductora—, es hora de que averigües para qué utiliza la lengua una señora.
Conforme se acercaba se desabrochó el corpiño, que cayó al suelo dejando al descubierto sus pechos. Tendió la mano instintivamente hacia la entrepierna de Horace y con un giro de muñeca experto le desabrochó la bragueta y le dejó los pantalones a la altura de los tobillos. Su delicada mano le apretó el pene ya erecto mientras se ponía de rodillas. La muchacha tiró de él suavemente con la mano libre en el momento en que las rodillas de Horace cedían contra la cama. Cuando cayó de espaldas y notó la boca húmeda de la chica sobre su cuerpo, se tendió y la dejó hacer a mayor gloria de Inglaterra.
De regreso en el campo y en el dormitorio mientras se preparaban para acostarse, Arthur y el sargento Thompson se burlaron de él y le tomaron el pelo sin cesar. A Horace no le importó. Collette le había enseñado cosas que no creía posibles en las dos horas que había pasado en su compañía y había cumplido su promesa de mostrarle para qué utiliza la lengua una señora.
Exactamente dos semanas después le llegó la primera carta de Eva Bell. Horace la recibió con entusiasmo y se acomodó en la litera para saborear hasta la última palabra. No sabía que su mejor amigo, Arthur Newbold, le había escrito a su novia la semana anterior. Horace no sabía que Jane Butler tenía una bocaza del tamaño del estuario del Humber.
La carta empezaba bien, se interesaba por el alojamiento y la comida y le preguntaba cuándo creía que entrarían en acción. Ya estaba formulando en sus pensamientos la respuesta a sus preguntas, con la idea de redactar la carta esa misma noche, cuando pasó a la segunda página.
Lo sé todo respecto de tus indiscreciones con la prostituta francesa y, a decir verdad, Horace, estoy asqueada. Espero que mereciera la pena. No entiendo cómo puedes haber caído tan bajo, sobre todo después de que yo me entregara a ti de buen grado. Tus palabras me parecen ahora vacías, tus actos, falsos y engañosos, y me pregunto si alguna vez podré llegar a perdonarte. A día de hoy no creo que pueda volver a abrazarte.
Eva decía a continuación que cuando Horace regresara a casa le cantaría las cuarenta. Horace no esperaba ese día con ilusión, pero ni Horace Greasley ni Eva Bell sabían a la sazón cuántos años tendrían que transcurrir hasta que tuviera lugar ese encuentro.